ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XXIII
MIEDO PERJUDICIAL QUE SE TIENE A LA MUERTE
Leemos en la Imitación de Cristo: «Cuando el hombre quisiere ser más espiritual, tanto más amarga se le hará la vida; porque conoce mejor y ve más claro los defectos de la corrupción humana.» «… ¡Ay de los que aman esta miserable y corruptible vida! Porque hay algunos tan abrazados con ella, que aunque con mucha dificultad, trabajando o mendigando, tengan lo necesario, si pudiesen vivir aquí siempre, no cuidarían del reino de Dios» (1).
Esto se explica en los malos. Pero ¿por qué no querrá el alma buena ir pronto a la casa del Cielo y a su Dios? ¿Por qué temerá la muerte y deseará prolongar los días de su vida sobre la tierra, aunque los viva dolorosamente?
Y llamo almas buenas a todas las que llevan una vida ordinariamente al servicio de Dios dentro de su estado, a las que cumplen los mandamientos y reciben los Sacramentos. Muchísimas son, por la gracia de Dios, estas almas buenas, y muchas de ellas son muy fervorosas, agradables a los ojos de Dios, de mucha vida espiritual, de grandes virtudes y con hermosura y riqueza ante el Señor.
Un número muy crecido de estas hermosas almas hasta se han consagrado casi exclusivamente a Dios en vida muy espiritual en el mundo o totalmente se inmolaron en la vida religiosa. Lo único que no han desechado de sí es un desmedido miedo a la muerte y un ansia de prolongar sus días sobre la tierra, aun cuando sean días tristes y no tengan otro atractivo que el sufrimiento y el pensar serán mejores los venideros. Tienen verdadero miedo -a veces terror- a la muerte, temiendo no salvarse.
Cuán lejos están estas almas de los horizontes de luz y belleza de las ansias de vida sin sombras, que describe San Juan de la Cruz tratando de las almas que aman: «¿Cómo puedes, dice, perseverar en esta vida de carne, pues te es muerte y privación de aquella vida verdadera espiritual de Dios, en que por esencia, amor y deseo más verdaderamente que en el cuerpo vives? Y ya que esto no fuese causa para que salieses y librases del cuerpo de esta muerte para vivir y gozar la vida de tu Dios, ¿cómo todavía puedes perseverar en el cuerpo tan frágil?…» «Es de saber que el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde anima… Pero además de esta vida de amor, por el cual vive en Dios el alma que le ama, tiene el alma su vida natural en Dios por el ser que en Él tiene, y también su vida espiritual por el amor con que le ama, quéjase y lastímase que puede tanto una vida tan frágil en cuerpo mortal, que la impide gozar una vida tan fuerte, verdadera y sabrosa como vive en Dios por naturaleza y amor» (2).
Cómo quisiera yo hacer ver a las almas dominadas por el miedo cuán infundado, cuán contra la virtud de la fe y contra la misma razón natural es el demasiado temor a la muerte y cuán perjudicial para la misma alma y de cuánto bien la priva, y, por ello, no puede ser agradable a Dios.
Se dirá que es efecto de la naturaleza, la cual sufre el castigo impuesto por el mismo Dios; pero también el Señor nos ha dado la fe y la esperanza y nos da la gracia sobrenatural para sobreponernos al temor de la naturaleza.
Ciertamente que nadie, de suyo, puede merecer el Cielo. No hay obra alguna de pura criatura por alta, noble y excelente que sea, que pueda por sí sola merecer la visión de la esencia de Dios y conseguir la gloria.
Pero Dios ha prometido hacer participante de su misma sabiduría y de su misma vida a todas las almas que le obedecen y le aman, que le buscan y se le ofrecen.
El alma buena ama a Dios más de lo que ella piensa. Dios la tiene en su amistad, la enriquece con su gracia, y ha determinado darle por premio y herencia el Cielo, o lo que es lo mismo, darse a Sí mismo, infinito y omnipotente como es. Por un misterio precioso, Dios se hace propiedad del alma y su gozo.
El horror a la muerte no viene a ser otra cosa que miedo a Dios, y es tentación malísima para el alma. Con apariencia de bien, reconoce su indignidad y sus infidelidades, admira la infinita y soberana hermosura de Dios, pero al desconfiar de su misericordia comete la acción más desagradable al mismo Dios, no fiándose ni de la palabra que el Señor ha dado, ni de la Pasión y muerte que Jesús sufrió con infinito amor por las almas.
Si Dios ama a los que le aman (3), si ha creado el Cielo para los que le aman, si Él ha prometido ser el premio y la herencia de los que le aman, dándose a Sí mismo, ¿qué puede temer el alma que busca a Dios, a pesar de su pequeñez? ¿No será prenda segura y suficiente la palabra de Dios y la Sangre de Cristo?
Déjase traslucir por ello que el alma pospone la felicidad del Cielo a lo risueño de la tierra y la compañía y felicidad de Dios a la de los hombres.
Porque el horror a la muerte es como rechazar el altísimo fin para que Dios nos ha creado. «Échese uno a pensar por mil años, decía Nieremberg, perfecciones y hermosuras; no podrá llegar a pensar alguna tal que no la exceda infinitamente la hermosura de Dios» (4).
«Bien se pudiera pensar una hermosura tal, que por sólo verse un instante se pudiera padecer eternamente los tormentos del infierno; pues esto se puede pensar, y Dios es más de lo que se puede pensar, bien merece su hermosura que los pocos años que puede durar ]a vida hagamos alguna penitencia, o suframos algún trabajo por gozarla eternamente» (5).
¿No es contra toda razón y contra el instinto de la propia naturaleza y del propio perfeccionamiento sentir horror a la muerte, que nos pone en Dios, y no desear salir de esta ignorancia, miseria y tristeza del mundo para ir a la alegría y gozo de Dios en el Cielo?
Mi fin es el Cielo; el mismo Creador. Yo os deseo, Dios mío.
¿Qué tengo yo que esperar en la tierra o qué puede ella darme?
¿Acaso deseo vivir por ver los acontecimientos del mundo y los adelantos e inventos de la ciencia?
Los acontecimientos suelen ser las guerras y destrucciones y no ignoro que todos los inventos que pueden hacerse hasta el fin del mundo y toda la ciencia de los hombres es pura ignorancia y un total no saber ante la sabiduría de Dios.
¿Y no sé que en el mismo momento que vea al Señor conoceré y veré en Él, en un instante, sin trabajo alguno, sin error ni engaño, con sumo gozo, todos los inventos de los hombres, todas las ciencias y los adelantos más revolucionarios y sorprendentes que puedan hacer los sabios más eminentes hasta el fin del mundo, y lo sabré en la luz de Dios y en el deleite de su verdad?
¿No sé que toda la sabiduría y todas las ciencias de la tierra y de los hombres son ignorancia para lo que allí en un instante se me infundirá y veré en la divina esencia?
¿Qué puedo, pues, esperar yo aquí sino pediros, Dios mío, que me llevéis pronto a vuestra soberana luz y con Vos? ¡Oh felicidad y hermosura de cielo!, grande ansia tengo de Ti.
Sería menospreciar a Dios no desearle con ansia y no suplicarle me lleve pronto a ver en su hermosura. Sé que no lo merezco, pero todos los días le repito las palabras que Él mismo me enseñó por su Profeta David: Una sola cosa he pedido al Señor, ésta solicitaré; y es que yo pueda vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar las delicias del Señor (6). Confío, por la sacratísima Pasión de Jesucristo, que el Señor, que conoce mis deseos, me meterá en su gloria.
Es el espíritu malo quien suscita en el alma estos temores tan molestos y dañinos. Quiere el demonio, en su maldad y envidia, que sufra el alma y no adquiera méritos; que desconfíe de Dios y no ame; que se aferré a estas tinieblas y dolor de la tierra y no desee volar a la luz sin ocaso. Pretende que esté el alma alejada de Dios y aún en la posibilidad de perderse bajo su astucia. Desea el maligno que no ame a Dios, ni se le ofrezca ni se le entregue.
¡Cuán perjudicial y nocivo es para el alma la tentación del miedo a la muerte! ¡Cuán hermoso y meritorio es amar a Dios sobre todas las cosas y abandonarse en Él!
¿Y si me pierdo para siempre? Es la pregunta y la congoja del alma.
¡Oh Padre mío! Por vuestra misericordia infinita, salvadme. Jesús, mi Redentor, no permitáis que me pierda. Una sola cosa he pedido al Señor, ésta solicitaré; y es el que yo pueda vivir en la casa del Señor.
Pero, alma mía, reflexiona sobre el tiempo y reflexiona sobre la eternidad. En todo deseas conocer el término de las cosas; Dios ha puesto en la naturaleza humana la curiosidad de saber. Deseas el desenlace y la solución de todo, desde un simple hecho a un problema superior. ¿Por qué no tendrás prisa por saber lo que haya de ser de ti para siempre? ¿Por qué no tener mayor interés en ver lo que sigue a nuestro último momento sobre la tierra?
Se desea larga vida, por si acaso no nos salváramos. Comparemos de nuevo el tiempo y la eternidad. Dijimos que la vida más larga comparada con la eternidad es menos que un átomo comparado con todo el universo, menos que una respiración del hombre comparada con una larga vida.
¿Qué importa una respiración más o un segundo menos en los dos mil ciento sesenta millones trescientos veinte mil segundos de una vida de setenta años? Y mucho menor es la proporción de la vida humana comparada con la eternidad. ¿Pues que será un día más? ¿Qué importa vivir un día más, aunque me perdiese para siempre, lo que Dios no quiera?
Deseo que llegue pronto la muerte y con ella conocer el dichoso desenlace y la Solución de mi vida. Quiero llegar a Dios, y en Él ver mi dicha para toda la eternidad. En el Señor veré lo sumamente breve de esta vida y la ganancia encerrada en desear gozarle.
Mostraría yo carecer de razón si escogiese la incertidumbre de la tierra y su inseguridad peligrosa a la seguridad del gozo eterno.
Sólo es explicable y muy justo desear seguir viviendo, cuando interviene alguna obra de la gloria de Dios o en favor de las almas. Si Dios es más glorificado, escogeré vivir aunque sea hasta el fin de los siglos, como enseñaba San Ignacio.
En Dios conoceré las ciencias por modo soberano y con inexplicable gozo; conoceré los secretos de los mundos creados y aun de muchos creables, pero que nunca tendrán existencia. En Dios veré la ciencia de las ciencias, la suprema verdad, ante la cual todo es oscuridad y no saber. Veré a Dios y en Él todas las cosas según haya sido mi amor, el cual es como la antorcha para iluminar la inteligencia.
San Pablo me enseña: Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente; mas entonces le conoceré con una visión clara, a la manera que soy conocido (7).
Ya no habrá oscuridad de ignorancia para mí; estaré revestido de radiante hermosura y lleno de sabiduría. Sueña, alma mía, en tan maravillosa misericordia como es ver a Dios y para la cual te ha creado. Desea y pide al Señor llegue ya el momento dichoso de entrar en posesión de tan inmenso bien. Tiende tu vuelo por los luminosos e ilimitados espacios de la felicidad, de la sabiduría y del gozo perfecto, que el Señor te tiene preparado en el Cielo. Mientras ese momento llega, labra tu Cielo eterno viviendo el amor. Entrégate a Él en retiro, sacrificio y silencio; vive toda siempre y sola para Dios una vida santa.
Sé muy bien que no soy digno de tanta dicha. También David se veía indigno de tanta ventura, y se la pedía al Señor, que se gozaba en la petición del Profeta y en su deseo. Con sus mismas palabras os digo yo, Dios mío: Está mi alma sumamente perturbada; pero Tú, Señor, ¿hasta cuándo? Vuélvete a mí y libra mi alma. Sálvame por tu misericordia. ¿Qué cosa puedo yo apetecer del cielo, ni qué he de desear sobre la tierra fuera de Ti, Dios mío? (8).
Y mucho gozo en repetir con San Juan de la Cruz: «¿A dónde te escondiste, Amado? Y es como si dijera: Esposo mío, muéstrame el lugar donde estás escondido: en lo cual le pide la manifestación de su esencia, porque el lugar donde está escondido el Hijo de Dios es, corno dice San Juan, el seno del Padre, que es la esencia divina» (9).
(1) La Imitación de Cristo, Lib. I, cap. XXII.
(2) San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción VIII.
(3) Proverbios, VIII, 17.
(4) De la hermosura de Dios y su Amabilidad por las infinitas perfecciones del Ser Divino, compuesto por el v. P. Eusebio Nieremberg de la Compañía de Jesús. Lib. I, cap. IV, par. II.
(5) ídem, id., lib. L, cap. VI, par. II.
(6) Salmo 26, 4.
(7) San Pablo; I a los Corintios, XIII, 12.
(8) Salmos 6 y 72.
(9) San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción I.
