LA PRESENTACIÓN DEL NIÑO JESÚS
Y
LA PURIFICACIÓN LEGAL DE MARÍA SANTÍSIMA
FIESTA DE LA CANDELARIA
En aquel tiempo, después que se cumplieron los días de la purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón que abriere la matriz, será consagrado al Señor. Y para hacer la ofrenda, conforme a lo que está dicho en la Ley del Señor, dé dos tórtolas o dos crías de palomas. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre justo y timorato llamado Simeón, el cual esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Y había recibido respuesta del Espíritu Santo, que no veía la muerte antes que viese al Ungido del Señor. Y vino, inspirado por el Espíritu Santo, al templo. Y, cuando presentaron al Niño sus padres, para hacer con Él conforme a la costumbre de la Ley, él lo tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, y dijo: Ahora llévate a tu siervo, Señor, según tu palabra, en paz; porque han visto mis ojos tu salud; la que preparaste ante la faz de todos los pueblos; luz para revelación de las gentes, y para gloria de tu pueblo, Israel.
Celebramos hoy la Presentación del Niño Jesús en el Templo y la Purificación Legal de María Santísima.
Han pasado cuarenta días del Nacimiento del Niño Jesús, y ha llegado el momento de subir al Templo del Señor para las ceremonias legales.
Este misterio, último de los de Navidad, constituye una de las fiestas más bellas del Año, y viene a ser la que cierra el período de las del Ciclo Navideño, pues es la postrera en que se venera a Jesús Niño. Parece como que la Navidad derrama sobre ella los últimos reflejos de su expresiva alegría.
Cada uno de los misterios de la Anunciación, de la Visitación, del Nacimiento de Jesús, bastaría por sí solo para fundar el culto de alabanza e intercesión que tributamos a la Madre de Dios. ¿Qué no será pues su reunión, su enlace, esta divina persistencia del Espíritu Santo en manifestar a María con Jesús, y en asociar sus destinos?
Para que no podamos equivocarnos sobre este punto, ha querido Dios forzar en cierto modo nuestra atención en los misterios de la Infancia de Jesús y la divina Maternidad de María, multiplicándolos e ilustrándolos con testimonios celestiales y proféticos que hacen resaltar toda su intención y grandeza.
Esto es lo que vemos en esos tres misterios de la Purificación de María, de la Presentación de Jesús, y de la Profecía de Simeón… Misterios venerables en que descubrirnos lo que encierra nuestra religión, no solo de más sublime y divino, sino de mas edificante y tierno:
– un hombre Dios ofrecido a Dios;
– el Santo de los santos consagrado al Señor;
– el sumo Sacerdote de la nueva Alianza en un estado de víctima;
– redimido el mismo Redentor del mundo;
– una Purísima Virgen purificada;
– y una Madre, en fin, inmolando a su Hijo.
¡Qué prodigios en el orden de la gracia!
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La Ley del Señor mandaba que las mujeres de Israel, después de su alumbramiento, permaneciesen cuarenta días sin acercarse al templo; terminado este plazo, debían presentar su primogénito y ofrecerlo al Señor, rescatándolo por medio de un sacrificio; además, debían ofrecer otro sacrificio para quedar purificadas.
Todo consistía en un cordero, destinado a ser consumido en holocausto; y a él debía juntarse una tórtola o una paloma, ofrecidas por el pecado. Y si la madre era tan pobre que no podía disponer de un cordero, permitía el Señor que lo reemplazase por otra tórtola u otra paloma.
Otro precepto divino declaraba propiedad del Señor a todos los primogénitos, y ordenaba la manera de rescatarlos. El precio del rescate eran cinco siclos que, en el peso del santuario, representaban cada uno veinte óbolos.
Así lo hizo María Santísima, presentándose con su bendito esposo en la Casa del Señor, cumpliendo minuciosamente cada una de las ceremonias, y dando, como pobre artesana, la ofrenda de las mujeres pobres en rescate del Niño Jesús.
Nada más sencillo en apariencia y más sublime en realidad que la narración que nos hace el Evangelio de estos misterios; la cual se limita a manifestarnos que María, Virgen Purísima, se sujetó a la Purificación, y que Jesús, por medio de su Madre, se sometió a la Presentación, como la generalidad de las mujeres y niños de la Judea.
¿Qué hay pues en esto que no sea natural y ordinario, y que deba detenernos? … Pero ¿queremos que estos mismos acontecimientos, tan ordinarios, vengan a ser lo más extraordinario que hubo jamás, y tanto más extraordinario cuanto son mas ordinarios?
Para ello nos basta considerar que ese Niño, que se hace presentar y redimir por su Madre, es el Hijo de Dios, el Santo de los santos, el Redentor del mundo; y que esa Madre, que se hace purificar, es la Virgen de las vírgenes, la Reina de los Ángeles, la Madre de Dios.
Después de esto, adoremos la alteza de estos misterios, la sencillez de su cumplimiento y la simplicidad de su narración.
¡Qué prodigio de discreción, de sumisión y de humildad, se nos muestra ahí en María! Después de todos los honores que había recibido del Ángel, de Isabel, de los Pastores y los Magos, después del himno que ha cantado de sus grandezas, y la vista profética de todos los homenajes que el Universo le tributa, Ella, la Bendita entre todas las mujeres, se somete a la humillación común de las mujeres.
¿No pudo en aquel momento hacer conocer que Dios le había hecho grandes cosas, que es Bienaventurada, que es Bendita, y Bendito es el Fruto de su vientre…; en suma, que trajo al mundo la Purificación, lejos de buscarla, y la Redención, lejos de pedirla? ¿No se lo prescribían así los intereses de su Hijo, puesto que su silencio y su conducta eclipsaban su divinidad, y, haciéndole pasar por hijo del hombre, desmentían tantos prodigios y oráculos, que le habían ya proclamado Hijo de Dios?
He ahí, ciertamente, cómo hubiera obrado cualquiera otra que no fuera María; pero no esperemos, de parte de la Sede de la Sabiduría, nada que no sea ordinario y común, y que, precisamente por eso, es extraordinario y sublime.
Unida maravillosamente a los deseos de abatimiento y de sacrificio de su Hijo, la Virgen Prudentísima rebaja todas sus grandezas, encubre todas sus glorias, para sujetarse y sujetarlo, a las prescripciones mas humillantes.
Ella, que poco antes, siendo simple doncellita, desconocida a sí misma, se atrevía, celosamente fiel a la virginidad de que había hecho voto, a parlamentar con un Ángel y contraponer al honor de llegar a ser Madre de Dios que no conocía varón.
Ahora, desde la altura de esa divina Maternidad y de una Virginidad que la había puesto aún a mayor alteza, se rebaja hasta parecer a los ojos de los hombres despojada de esa doblada gloria…, aunque, en realidad, se eleva a la gloria de las glorias, la de la humildad…
Al despojarse de esas grandezas mediante esta humildad, las justifica, las merece, las consuma. Así que no puede ponerse en duda que de la Purificación, de la cual no necesitaba, salió la Purísima Virgen María más Pura, más Virgen, más digna Madre de Dios, habiendo salido más humilde.
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Si la Purísima se hubiese puesto a considerar las razones que habían movido al Señor para obligar a las madres a purificarse, podía ver claramente que aquella Ley no se relacionaba con Ella.
En efecto, ¿qué relación podía tener con las esposas de los hombres la que era santuario purísimo del Espíritu Santo, Virgen al concebir a su Hijo, Virgen en su inefable alumbramiento, siempre pura, pero más pura aún después de haber llevado en su seno y haber dado al mundo al Dios de toda santidad?
Si la Madre de Dios hubiese mirado la condición de su Hijo, aquella majestad del Creador y del soberano Señor de todas las cosas, que se había dignado nacer de Ella, ¿cómo había de pensar que semejante Hijo pudiera estar sujeto a la humillación del rescate, como un esclavo que no se pertenece a sí mismo?
Con todo eso, el Espíritu, que moraba en María, le revela que debe cumplir con este doble precepto.
Es necesario, a pesar de su dignidad de Madre de Dios, que se mezcle con la multitud de las madres ordinarias que acuden al Templo para recobrar la pureza perdida. Además, el Hijo de Dios e Hijo del hombre debe ser considerado en todo como un siervo; es preciso que sea rescatado a este título.
María adora profundamente esta soberana voluntad y se somete a ella de todo corazón. María acató amorosamente la voluntad divina en ésta como en las demás circunstancias de su vida.
No pensó la Santísima Virgen que obraba contra la honra de su Hijo, ni contra el mérito de su propia integridad, al acudir en busca de una externa purificación que no necesitaba.
En el Templo, fue la esclava del Señor, como lo había sido en su casita de Nazaret, cuando la visitó el Ángel.
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Esto es lo que contiene el misterio de la Purificación, debajo de una sencillez que no deja aparecer nada y que borra todos sus vestigios.
Pero merced a un maravilloso encadenamiento de abatimientos y grandezas, de méritos y gracias en la Madre Admirable, he aquí que, en el mismo instante en que sacrifica a los ojos de los hombres su dignidad de Virgen Madre de Dios, es revestida de una nueva grandeza…
En efecto, el misterio de la Presentación de Jesús es uno de los más sublimes de nuestra fe, pues reitera el misterio de la Encarnación, anticipa el de la Redención, y los une en la más augusta ceremonia.
Contemplemos con atención… Dios quería que en cada familia le fuese consagrado el primogénito, para que le proclamara y honrase en nombre de todos los demás, y fuera como un rehén de la dependencia de aquellos de quienes era cabeza.
Pero cada uno de estos primogénitos sólo era cabeza de su casa; además, como la Ley sólo obligaba a los hijos de Israel, de esta ceremonia no podía causar sino un honor limitado a Dios.
¿Qué hace, entonces, el Señor? Escoge en la plenitud de los tiempos a un hombre, cabeza de todos los hombres, cuya oblación le es como un tributo universal por todas las naciones y todos los pueblos; un hombre que nos represente a todos, y que, haciendo respecto de nosotros el oficio de primogénito, responda ante Dios por nosotros; un hombre, dice San Pablo, en quien todos los seres reunidos pagan a Dios y saldan el deber de su sumisión, y que, mediante su obediencia, vuelve a poner bajo el imperio de Dios, todo cuanto el pecado le había sustraído.
Sobre esto se halla fundado el derecho de primogenitura que Jesucristo debía tener sobre toda criatura.
Se necesitaba una persona que fuera tan grande como Dios, y que, poniéndose en estado de inmolación, pudiera decir con rigorosa verdad que ofrecía a Dios un sacrificio tan excelente como Dios mismo, y que sometiese en su persona, no criaturas viles, no esclavos, sino al Criador y al Señor mismo.
Pues esto es lo que hace hoy el Hijo de Dios: mediante su única oblación: da para siempre a los que deben ser santificados una idea perfecta del verdadero culto que se debe al Dios vivo.
Esta doctrina resulta del misterio de la Presentación de Jesús en el Templo. No se trata de una simple ceremonia, sino de una ofrenda real; la misma que el Hijo de Dios hizo de sí mismo por toda la creación, cuando al entrar en el mundo dijo a Dios su Padre: No quisisteis oblación ni sacrificio; pero me habéis adaptado un cuerpo que me hiciera capaz de ser yo mismo ofrecido. Y entonces dije: Heme aquí, oh Dios, vengo para cumplir vuestra voluntad…
Es la misma ofrenda cuya consumación pronunció Él mismo al exhalar el último suspiro en el Calvario.
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¡Gloria incomparable de María! ¡Fundamento cierto de nuestra confianza en su mediación! Por Ella se hace esta gran ofrenda.
En el misterio de la Encarnación, mediante su cooperación y de su sustancia entró el Hijo de Dios en el orden de la creación y vino a ser su primogénito; en el misterio de la Redención, será inmolado en unión con Ella al pie de la Cruz; por Ella quiere ser ofrecido con igual designio en el misterio de la Presentación; por Ella quiere ser conducido al Templo, por Ella quiere ser puesto en las manos del Sacerdote…
María, Virgen Purísima, y Jesús, Sacerdote y Víctima, en el misterio de la Purificación y de la Presentación buscan la oscuridad y la humillación, y encuentran el esplendor y la gloria. Sus propias humillaciones los elevan.
María, Virgen, sacrifica su reputación de Virginidad; María, Madre, sacrifica su Hijo… Y he aquí que, por un encuentro providencial, ese Hijo, levantado en brazos de Simeón, es proclamado Salvador del mundo, y la Madre virginal es restablecida y conservada en la gloria de su divina Maternidad, que había querido ocultar con el velo de la condición más humillante… Además, es declarada solemnemente Coadjutora de nuestra Redención, Corredentora…
Esto es lo que resulta de la profecía del Anciano Simeón.
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En efecto, entre la multitud, en medio de aquella turba de hijos de Israel que llenaba el Templo, algunos, pocos, aguardan al Libertador, y sabían que la hora del Mesías estaba próxima; pero ninguno de ellos se ha dado cuenta de que en aquel preciso momento había entrado en la casa de Dios el Ungido.
No obstante eso, no debía cumplirse un acontecimiento tan extraordinario sin que el Eterno obrase un nuevo prodigio. Los pastores habían sido llamados por el Ángel; la estrella había atraído a Belén a los Magos del Oriente; ahora el mismo, Espíritu Santo va a proporcionarnos un testimonio nuevo e inesperado.
Vivía en Jerusalén un anciano, y su vida tocaba ya a su fin; mas, este varón de deseos, llamado Simeón, había sabido mantener viva en su corazón la esperanza del Mesías. Presentía que se acercaba ya su tiempo, y en premio a su esperanza, el Espíritu Santo le había prometido que no se cerrarían sus ojos sin haber visto aparecer en el mundo la luz divina, el Mesías, esperanza de Israel.
Al tiempo que María Purísima y el Buen San José subían las gradas del Templo, llevando al altar al Niño de la promesa, Simeón se siente movido interiormente por la fuerza del Espíritu divino; sale de su casa y se dirige hacia el Templo.
Ante el umbral de la casa de Dios, sus ojos han reconocido a la Virgen profetizada por Isaías, y su corazón vuela hacia el Niño que lleva en sus brazos.
María, Arca de la Alianza, advertida por el Espíritu Santo, deja acercarse al anciano y deposita en sus trémulos brazos el tierno objeto de su amor y la esperanza de la salvación de los hombres.
¡Feliz Simeón, símbolo del mundo antiguo, envejecido en la espera y próximo a morir! Apenas ha recibido el dulce fruto bendito de la verdadera vida, se renueva su juventud; se realiza en él la transformación que debía también operarse en toda la raza humana.
Se abre su boca, resuena su voz, y da testimonio como los pastores en la región de Belén, como los Magos del lejano Oriente: Oh Dios mis ojos han visto ya al Salvador que tenías preparado. Por fin luce la luz que ha de iluminar a los Gentiles, y que ha de ser la gloria de tu pueblo de Israel.
Por eso, la Iglesia ha agregado como ceremonia simbólica la bendición y distribución de las candelas, llevándolas luego encendidas en procesión, y teniéndolas asimismo encendidas durante el Evangelio y el Canon.
La candela encendida representa a Cristo, luz para la enseñanza del mundo, como le saludó en tal día el anciano Simeón, y así lo exponen hermosamente las oraciones que recita el sacerdote en el acto de la solemne bendición y las antífonas que se entonan durante la procesión.
Pero, ¡oh misterio profundo!, el divino Niño apenas nacido y con santo júbilo celebrado y adorado por Ángeles, pastores y reyes, se nos anuncia ya como blanco de contradicción y, por lo mismo, espada de crueles dolores para su Madre y ruina para muchos de su mismo pueblo.
¿Habrá quien después de esto encuentre extrañas y sin justificada explicación las persecuciones que sufre la Santa Iglesia, y el odio que hace pesar el mundo sobre todos los amigos de la verdad?
Seamos nosotros del grupo más reducido de aquellos para quienes esta fe combatida, hoy blanco de persecución y cuchillo de dolor, ha de ser, en cambio, causa de gloriosa resurrección, es decir, de eterna victoria.

