ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XXII
MÉRITO Y ALEGRÍA DEL ALMA ARREPENTIDA EN OFRECERSE A DIOS
Dios mío, en Ti confío, no he de quedar confundido ni avergonzado (1).
Estas palabras de David son dulces y regaladas para el alma que se ha propuesto como aspiración suprema y única vivir el amor de Dios y ha fijado sus ojos con ilusión infinita en la iluminada belleza de futura inmortalidad.
He obedecido, se dice, y obedezco a Dios con amor y Él mismo será mi inmerecida recompensa, mi herencia soberana y mi felicidad eterna; como me lo tiene prometido, me trasladará a Sí, a vivir su misma vida.
Aunque hemos de labrar nuestra salvación con temor y temblor y es el temor de Dios el que nos ha de conducir hasta conseguir la perfección (2), nunca debiéramos permitir que el temor miedoso, que no es amor ni reverencia a Dios, sino desconfianza y falta de amor, se apoderara de nuestra voluntad.
Porque con demasiada frecuencia se observa en los cristianos no menos que en los demás hombres; y no sólo en los cristianos que llevan vida tibia, sino en los fervorosos y en los mismos sacerdotes y consagrados a Dios en las religiones, que un desmedido miedo a la muerte se apodera de su espíritu, tan grande, si no mayor, en los religiosos y en los sacerdotes que en los cristianos que viven en el siglo, como queda indicado antes. Este miedo no es ciertamente tanto por la muerte en sí misma, cuanto porque a la muerte sigue toda una eternidad y estamos en la incertidumbre de caer en la desgracia de los condenados.
Recuerdo de nuevo aquí -y no se debe olvidar- que no ha de extrañarnos ese miedo, que es de la flaqueza humana y tiene el sello del castigo impuesto por Dios a la naturaleza; Por esto, aun en las muertes de amor, en las cuales se desea morir, dice Santa Teresa que se siente como si el alma no quisiera separarse del cuerpo; y quiso sufrir esto también Jesucristo en el huerto.
Y si el alma pudiera llegar sin morir a la visión y gloria de Dios, no deseara la muerte, sino la transformación y glorificación sin que el cuerpo se viera abandonado del alma y en destrucción.
Deseamos ser sobrevestidos sin ser despojados, pero como no puede ser esto sin la muerte, se desea y abraza la muerte para llegar a la vida gloriosa y a la felicidad con la visión de Dios (3).
Ciertamente que aun lo excesivo de ese miedo de la naturaleza es por falta de fe viva y de confianza en nuestro Padre Celestial, y es muy perjudicial al alma. No quiere el Señor dejemos que se prolongue ese miedo ni que se apodere de la voluntad; ni este temor es agradable a la Virgen ni al Ángel de la Guarda.
Por eso se le debe rechazar y vencer con un acto de fe viva y de entrega al Señor. Ya nos dijo San Juan Evangelista que el amor echa afuera todo temor (4). Dios nos llama a su confianza, y quien suscita y fomenta el miedo desmedido a la muerte, que al fin siempre resulta ser miedo a Dios, es el enemigo del alma. Sabe muy bien este adversario el daño y estrago que con ello ocasiona a las almas, al mismo tiempo que las tortura con inquietud y sufrimientos.
El miedo es desconfianza en Dios y temor a caer en el infierno. La fe es antorcha de certeza y de luz contra el temor. Todo lo ilumina y embellece la luz de la fe, y cuando ésta se amortigua o se extingue, la espesa niebla de la incertidumbre y el miedo a la muerte, que es miedo a Dios, envuelve el alma en confusión y tristeza.
Ese miedo no puede contribuir directamente a la gloria de Dios ni al bien de las almas. Lejos de producir mérito, lo impide y causa tormento.
La Imitación de Cristo nos dice: «Todo, pues, es vanidad, sino amar a Dios; porque los que aman a Dios de todo corazón, no temen la muerte, ni el tormento, ni juicio, ni el infierno» (5).
La fe es confianza en el Señor y delicadeza de conciencia y de amor en todos los actos. La fe viva es aquiescencia de humildad en el reconocimiento de la propia nada y en alabanza de la infinita grandeza y misericordia del Señor. La fe viva es la llama del amor, que todo lo ilumina y embellece, que enseña que Dios es el amor mismo y la verdad esencial. La fe pone humilde contrición en el alma y la dispone para que el amor divino la llene, la sobrenaturalice y la transforme.
Aun cuando un alma hubiera sido, por desgracia, rebelde a Dios, desobedeciendo y quebrantando sus mandamientos; aun cuando hubiera despreciado temerariamente su amor y sus misericordiosas llamadas, la fe nos repite e inculca esta verdad, como queriendo se nos grabe indeleblemente en lo íntimo de nuestra alma y que la tengamos siempre presente en nuestra memoria: que Dios es misericordioso sobre toda misericordia (6). El mayor pecado y la ofensa más terrible a Dios es rechazar o no admitir su misericordia infinita.
Es gravísimo pecado no creer que Dios perdone o la sola duda de que quiera perdonar. Sólo exige la contrición, o sea pedirle perdón de corazón, como enseña la Iglesia Católica. Cuando se tiene contrición, Dios lo perdona todo y lo perdona siempre.
Jamás ha condenado ni rechazado, ni jamás rechazará o dejará de perdonar a ningún arrepentido. Sólo se pierde para siempre el que no quiere arrepentirse ni ponerse en las manos de Dios. Podrá una madre olvidarse de su hijo o arrojarlo de sus brazos, pero Dios no arroja de los suyos a quien se pone en ellos y le pide su amor.
Mi alma, Dios mío, os pide vuestro amor y confía en vuestra misericordia. La soberbia y la pertinacia son nubarrones que se interponen entre Dios y el alma y no dejan llegue hasta ella la luz de la gracia; atan la voluntad del hombre para que no quiera ir a Dios ni ponerse en sus brazos. La soberbia es falta de verdad y en todo opuesta a Dios, porque Dios es la verdad misma y esencial, así como la humildad es andar en verdad (7), según frase muy acertada de Santa Teresa y por esto tan agradable y cercana a Dios.
La persona arrepentida no tiene ya razón fundada para temer la muerte y sobrecogerse de espanto ante la inseguridad de su salvación, aunque desee más larga vida para hacer penitencia y reparar sus males pasados, pues es doctrina cierta que el arrepentimiento abre las puertas del Cielo y que Dios a todos ofrece el perdón e infunde muy santa contrición a quien se la implora.
No deja de ser muy peligroso para el pecador arrepentido desear larga vida con el fin de hacer penitencia; porque el hábito y la inclinación al mal no desaparecen con el arrepentimiento, y en lugar de hacer penitencia, puede volver a incurrir en los mismos pecados.
Si los buenos sienten el temor a la muerte, mucho más el arrepentido por el juicio que de su vida ha de hacer el Señor y por el tremendo Purgatorio que teme sufrir como pena de su mala vida pasada. Son las dos causas que más acongojan al alma buena.
¿Cómo no han de ser opresión para la que fue mala? ¿Quién no ha de temer el juicio? Veo todos mis pecados; los cometí en la presencia de Dios y no puedo dar otra excusa que mi malicia. Oh Dios mío, pequé; no busco excusa, pues no la tengo. Me valga la Pasión de vuestro Santísimo Hijo y Redentor mío Jesucristo y vuestra infinita misericordia; ellas me han de salvar dándome la gracia y la perseverancia. Tened piedad de mí.
La Iglesia me enseña y exhorta a confiar en la misericordia del Señor y a pedírsela con esta súplica: No entres, Señor, en juicio con este vuestro siervo. Ante los pecados que he cometido me estremezco y me lleno de vergüenza… Oh Señor, no me juzgues según mis obras, pues no he hecho nada que sea digno en tu presencia; por lo tanto, suplico a tu inmensa grandeza que Tú mismo borres mis pecados. Cuando vengas a mí, ten misericordia de mí (8).
Se ha de hacer el juicio más exacto y minucioso, más justo y equitativo de todos mis actos, mis intenciones y mis deseos. Se pesarán todos mis vicios y mis virtudes; veré toda mi incuria o el amor que en cada obra ponía. Cuanto la vida sea más larga, si no es santa, más tremendo será el juicio y mayor el número de faltas. Y si es santa… los Santos deseaban morir e ir pronto a ver a Dios.
Ni dejó de hacer ya esta observación San Agustín, y así escribe: «Se teme vehementísimamente la muerte… Cuanto más conoce el alma… la diferencia que hay entre el alma pura y la manchada, tanto más teme que, al abandonar este cuerpo, Dios la pueda menos soportar manchada que ella se soporta a sí misma» (9).
Al fundado temor por el juicio se une el miedo por el largo tiempo que se haya de pasar en las tremendas penas del Purgatorio.
Esta reflexión es muy buena para que los santos y los penitentes deseen que su existencia sobre la tierra sea lo más larga posible, pues con sus virtudes, su amor y mortificaciones de tal manera se acrisolan que no se encontrará en ellos nada qué purificar y sí muchísimos méritos.
Pero precisamente los santos son los que sienten prisa por ir al Cielo. Porque en los no santos, a la purificación terrible, y quizá larga, merecida por las ofensas pasadas, se añadirán las faltas que se cometen cada día con la vida cómoda y disipada, con la cual, lejos de purificarse el alma, se va empañando y manchando más y con ello se añade causa de mayor Purgatorio.
El correr de los años hace ver que pocas veces el alma está más despegada de las cosas terrenales y de sus apetitos a medida que pasan los años, exceptuando el tiempo de la juventud, en el que, si no es muy santa, no suele estar exenta de muchas imprudencias y locuras, que desaparecen con los años de la madurez.
Pero ¿cuántos trabajan por santificarse en la edad madura, si no lo habían hecho antes en la juventud? ¿No procuran más bien la vida cómoda y que no falte nada a los gustos del cuerpo? Cuál de las almas buenas no se ve retratada en las preguntas que se hacía Santa Teresa de Jesús a sí misma cuando escribía las siguientes palabras: «Mas ¿quién caminará sin temor? Temo de estar sin serviros, y cuando os voy a servir no hallo cosa que me satisfaga, para pagar algo de lo mucho que debo… Cuando bien considero mi miseria, veo que no puedo hacer nada que sea bueno, si no me lo dais Vos. ¡Oh Dios mío y misericordia mía! ¿Qué haré para que no deshaga yo las grandezas que Vos hacéis conmigo…? Mas, ¡ay Dios mío!, ¿cómo podré yo saber cierto que no estoy apartada de Vos? ¡Oh vida mía, que has de vivir con tan poca seguridad en cosa tan importante! ¿Quién te deseará, pues la ganancia que de ti se puede esperar, que es contentar a Dios, está tan llena de peligros?» (10).
¡Cuántos encontrarán que en sus años pasados fueron más fieles al Señor y estaban más desprendidos de las cosas de la tierra que al presente!
No es la vida la que purifica, sino la vida santa. Pero la vida santa siente deseos de pronta y santa muerte, sed de Dios y desprendimiento del mundo.
Es un consuelo que, a pesar de que le parezca al alma verse más imperfecta pasados los años, no deja de haber merecido y aumentado en la gracia si es cuidadosa de la virtud; no ocurre esto al alma abandonada en la religión y apartada de Dios, que crece siempre en el mal y en las ofensas.
Lo que más abrevia la purificación del alma y por completo la hermosea y limpia, es aceptar la muerte y ofrecer la vida al Señor. Este ofrecimiento es de grandísimo mérito y muy agradable a Dios. Es no sólo un acto de amor, sino el acto por excelencia; con ello no sólo se despega de lo terreno, sino de mí misma; se da totalmente a Dios en amor, y como el amor es el que purifica, con esta oblación de la propia vida a su Criador gana más y adelanta más que si estuviera muchos años haciendo grandes penitencias y limosnas.
Y si el Señor quiere que continúe su peregrinación sobre la tierra, vive esta alma en continuo acto de obediencia y amor, que es vivir en la santidad.
Jesús y la Virgen Santísima estuvieron en continuo ofrecimiento de su vida.
A la luz de la fe, bajo todos los aspectos, se nos presenta la muerte hermosa y se hace deseable; pues el acto de dar la vida, acrecienta el amor y purifica más que duras penitencias o actos de piedad.
Tan maravillosa es la obra de Dios en los que le aman.
No temas, alma mía, iré a tu Señor por grandes que hayan sido tus pecados; ponte llena de amor y arrepentida en sus brazos; entra humilde y confiada en el Océano, sin fondo y sin riberas, de su misericordia.
Dios mío, eres mi Padre y yo, arrepentido de no haber sido fiel a tu amor, te pido perdón y quiero ir a Ti No lo merezco; pero sé que me perdonas y no me negarás vivir Contigo en tu gloria. Os ofrezco mi vida, porque os amo y por mis pasadas infidelidades.
Si determináis que aún continúe algún tiempo viviendo sobre la tierra, sea para llorar mis culpas y para emplearla toda en tributo de amor. Tengan miedo -y con razón- a la muerte las almas soberbias o las que no quieren obedecer ni amar a Dios ni venir a sus brazos contritas. Pero a los arrepentidos les da santa muerte y les lleva al Cielo después de haber sido purificados.
¡Qué dulce es morir en el amor de Dios y en sus brazos y ofrecerle todos los años que nos pudiera conceder sobre la tierra! El abrazo a la muerte, en obsequio a Dios, redime y purifica al alma de sus culpas, la levanta en el amor y la toma más hermosa.
Grande debe ser la alegría y gratitud del alma, que en el pasado vivió lejos de Dios y le fue infiel, poder ofrecerle su vida voluntariamente y por amor, con el más humilde arrepentimiento y ponerla en sus manos ya su servicio proclamando a Dios, su Padre. Aunque tarde, confiada y sin reservas, como un día San Agustín, irradia fuego y amor, y, con la Magdalena, derrama el perfume de su vida a los pies del Maestro.
Un acto de contrición perfecta pone inmediatamente en el Cielo.
(1) Salmo 24, 2.
(2) San Pablo: II A los Corintios, VII, 1.
(3) San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción XI.
(4) San Juan, Epístola I, IV, 18.
(5) La Imitación de Cristo, lib. I, cap. XXIV
(6) Salmo 102, 8.
(7) Santa Teresa de Jesús. Moradas, VI. cap. X.
(8) Responsorio del Oficio de difuntos.
(9) San Agustín, De quantitate Animae, cap. XXXIII, núm. 73.
(10) Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 1.
