TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA
Epístola, tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos [XII, 16-21]: Hermanos: No os tengáis vosotros mismos por sabios, no devolváis a nadie mal por mal; haced el bien, no sólo ante Dios, sino también ante todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, tened paz con todos los hombres; no os defendáis a vosotros mismos, carísimos, sino dad lugar a que se pase la ira. Porque escrito está: Mía es la venganza; Yo pagaré, dice el Señor. Así que si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Porque obrando así, amontonarás sobre su cabeza carbones de fuego. No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien.
La Epístola de este Tercer Domingo de Epifanía plantea la difícil cuestión de la existencia del mal.
No devolváis a nadie mal por mal.
El hombre mundano necesita vengarse. La generosidad para con el enemigo, el perdón de una ofensa y la tranquila resignación cuando es insultado, no son para él virtudes; son efectos de la falta de energía, de la debilidad de carácter. Su norma es no perdonar nunca.
Haced el bien … Vence el mal con el bien. Este es el verdadero espíritu de Cristi, éste es el cristianismo puro, ésta es la auténtica virtud.
Uno de los problemas más angustiosos que puede plantearse la pobre inteligencia humana en torno a la Providencia y Gobierno de Dios sobre todas sus criaturas, es la existencia del mal en el mundo, en su doble aspecto, moral y físico.
Es un hecho indiscutible que en el mundo existe el mal moral: toda clase de crímenes y desórdenes. Existe también el mal físico: toda clase de dolores y sufrimientos.
¿Cómo se explica la existencia de ambos males en el mundo, si todo está regido y gobernado por la Providencia de Dios? ¿Cómo puede compaginarse la bondad de Dios con los desórdenes y penalidades que afligen a la humanidad?
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En cuanto a su naturaleza, el mal es una privación, o sea, la ausencia de una cualidad o perfección en un ser que debería naturalmente poseerla.
Que el hombre no tenga alas para volar no es ningún mal; es una simple negación de una cualidad que la naturaleza humana no reclama en modo alguno; pero que un hombre sea ciego o no tenga ojos es un verdadero mal físico, puesto que el hombre debe naturalmente tener ojos para ver.
No podría existir el mal sin la existencia de alguna substancia, en el seno de la cual pueda establecerse la privación. Ahora bien, esa substancia a la que puede afectar el mal es un ser y, por tanto, un bien. Por consiguiente, el sujeto del mal, o sea, su verdadero y único soporte, es el bien.
Es importante destacar que el mal no puede destruir totalmente el bien. En el caso del mal moral o pecado, se trata de una disminución de la intensidad para la práctica de la virtud contraria al pecado. Pero siempre queda en el alma la capacidad radical para el bien: el pecador más envilecido conserva todavía en su alma la capacidad de convertirse en un santo bajo la acción de la gracia de Dios.
El mal absoluto, o sea, sin un sujeto bueno donde resida, no existe ni puede existir; se destruiría por completo a sí mismo.
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Es necesario también afirmar que la causa del mal no puede ser más que el bien.
El mal no puede ser jamás objeto directo de la intención de ningún agente, por muy malo y perverso que éste sea; porque nadie quiere ni puede querer más que lo que le apetece, y todo lo apetecible tiene razón de bien, real o aparente.
El agente puede equivocarse apeteciendo una cosa que a él le parezca un bien, aunque en realidad sea un mal; pero jamás podrá apetecer el mal en cuanto mal; el objeto propio de la voluntad es el bien y, por lo mismo, le es absolutamente imposible querer alguna cosa bajo la razón de mal.
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En el orden moral, o sea el relativo a las acciones voluntarias de las criaturas racionales y libres, el mal se divide en mal de culpa y mal de pena.
El mal de culpa se produce cuando a la acción voluntaria le falta la debida ordenación al fin señalado por la naturaleza o por el mismo Dios, lo que ocurre en cualquier clase de pecado.
La única causa intrínseca o subjetiva del pecado es la voluntad defectible del pecador que lo comete.
El mal de pena es el castigo impuesto directamente por Dios al pecador, o a través de la naturaleza caída por el pecado de origen.
Por donde aparece claro que Dios es el autor del mal de pena (que es un verdadero bien, puesto que restituye el orden de la justicia conculcada), pero de ninguna manera es autor del mal moral, que constituye, precisamente, el desorden del pecado.
La razón de ser de la pena es una especie de vindicta justa y necesaria contra el desorden, que es la esencia misma de la culpa.
De donde se sigue que toda culpa lleva consigo, necesaria y fatalmente, la obligación de sufrir una pena.
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El llamado problema del sufrimiento o del dolor, no es otra cosa que el mal de pena que ha caído sobre la humanidad en castigo del pecado original y de nuestros pecados personales.
Incluso los dolores y sufrimientos que afectan a las personas inocentes (niños, almas santas y, sobre todo, Jesucristo y María Santísima) se explican perfectamente por la eficacia redentora del dolor y la solidaridad natural y sobrenatural entre todos los miembros de la humanidad caída por el pecado de origen y reparada por el sacrificio inefable de Cristo Redentor.
Para comprender la solución cristiana del problema del sufrimiento o del dolor es indispensable conocer los elementos de la concepción cristiana de la vida. Tenemos cuatro dogmas cuya luz disipa por completo las tinieblas del problema terrible del dolor, dándonos una explicación completa y acabada, la única posible del mismo.
a) El pecado original, agravado por nuestros pecados personales, explica perfectamente la responsabilidad del hombre y la necesidad del dolor redentor.
b) El dogma de la Redención nos muestra el amor inefable de Dios y la finalidad redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y acabado al que debemos imitar en todas nuestras tribulaciones. Él Hijo de Dios nos enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de elevación moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad.
c) El dogma de la Gracia nos confirma en la convicción de la inmensa bondad de Dios y alimenta nuestra esperanza en una ayuda superior, procedente de nuestro Padre, capaz de sostener nuestras débiles fuerzas en la lucha contra el sufrimiento y el dolor.
d) El dogma, en fin, de la Comunión de los Santos, nos hace comprender mejor el porqué de tantas muertes prematuras, tantos sufrimientos inmerecidos, tantos sacrificios, aparentemente vanos y estériles, que escandalizan y cuyo misterio se esconde a nuestra ignorancia y presunción.
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En cuanto a la finalidad física del dolor, veamos sólo algunas de ellas.
Dios permite el dolor en vista de un bien. Dios, que ha establecido con su infinita sabiduría el orden admirable del universo, no puede vacilar en sacrificar, cuando es necesario, un bien inferior por un bien superior, el bien particular por el bien general, el del individuo por el de la sociedad, el bien material por el espiritual, el físico por el moral, el profano por el religioso, el terreno por el celestial.
El dolor físico nos trae muchísimos bienes. Es el egoísmo quien nos impide ver la armonía del conjunto, detrás y por encima de nuestro yo. El que se lastima al caer, es difícil que sepa reconocer las grandes ventajas de la ley de la gravedad terrestre; el que ha perdido a un ser querido en una tempestad marítima, no comprenderá fácilmente que sin tempestades el mar sería un inmenso pantano palúdico y mortífero para toda la humanidad.
El dolor es una fuente de alegrías. La dificultad, la contradicción, la desventura y la derrota nos hacen apreciar mejor las alegrías de la victoria. En el orden sobrenatural, es inmensa la eficacia del dolor físico. El ejemplo de Cristo se repite en su Iglesia. En nosotros mismos, el dolor es el camino de la grandeza, de la santidad y de la gloria.
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Respecto de la finalidad moral del dolor, todo aquello que pueda ayudarnos a conseguir nuestra perfección moral y a combatir el pecado, debemos considerarlo como un gran beneficio, como uno de los factores más eficaces de nuestra felicidad.
Tal es el papel del dolor. Es un gran medio de expiación de nuestras culpas pasadas y de prevención contra las futuras, un gran, medio de elevación moral.
El dolor expía nuestras culpas; el dolor purifica y sana, doblega y vence la violencia de las pasiones y hace más fácil el ejercicio de la virtud.
Es un hecho que sufren también los inocentes. Pero su sufrimiento tiene una finalidad redentora sublime; constituye para ellos su título supremo de gloria y la garantía más preciosa de una inefable recompensa.
El dolor redime. La obra redentora de Cristo no terminó del todo. Podemos y debemos continuarla nosotros a través de los siglos. Es preciso completar, a fuerza de dolor, lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia. No es en modo alguno crueldad por parte de Dios asociarnos íntimamente a sus dolores redentores, sino una prueba impresionante de amor y de predilección al querer valerse de nosotros para una empresa tan alta y sublime. Sepamos agradecerlo y besemos la mano que nos bendice con tan inefable recompensa.
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Es perfectamente legítimo, desde el punto de vista cristiano, luchar contra el dolor y tratar de aliviarle en lo posible por todos los medios lícitos a nuestro alcance: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no se haga como yo quiero, sino como tú lo quieres.
El medio más eficaz para aliviar el dolor es combatir sus causas, si está a nuestro alcance hacerlo.
Llorar no es pecado, ni siquiera una debilidad. Revela, por el contrario, grandeza de alma. El llanto espontáneo ante la desgracia ajena es signo inequívoco del afecto que profesamos al que sufre o de la compasión que nos inspira.
Santo Tomás prueba que las lágrimas alivian el dolor, porque las lágrimas y los sollozos alivian naturalmente la tristeza.
Lloremos, pues, cuando nos visite el dolor, que esto aliviará el peso interior que nos oprime. Pero no nos olvidemos de mirar al Cielo a través del cristal de nuestras lágrimas y de bendecir a Dios, que nos visita con el dolor para abrillantar nuestras almas como el oro en el crisol.
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Por una ley psicológica, se sufre tanto más cuanto mayor conciencia tenemos de nuestro dolor, cuanto más profunda y largamente reflexionamos sobre los dolores que nos afligen. Los dolores presentes se aumentan con el recuerdo de los dolores pasados, y se agigantan, sobre todo, ante el espectro de los que nos amenazan inexorablemente en el futuro.
En vista de esta ley psicológica, todo aquello que pueda contribuir a absorber nuestra atención apartándola del objeto del dolor, servirá sin duda alguna de alivio y de consuelo.
El trabajo manual, el sueño y ciertas prácticas higiénicas (baños, duchas frías, etc.) ejercen sobre el organismo humano una acción sedante y tranquilizadora que disipa muchas veces las nubes tormentosas del dolor.
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Al cristiano no le está prohibido en modo alguno el placer honesto y la alegría sana. La alegría cristiana no tiene más límites que los del deber, la obediencia, la higiene del cuerpo y del alma, el amor de Dios y del prójimo.
Una sana recreación, un espectáculo honesto y agradable, la práctica moderada de los deportes, el trato amistoso con nuestros amigos, y otras cosas por el estilo son perfectamente lícitas y pueden contribuir poderosamente a aliviar nuestros dolores y amarguras.
En esto, como en todo lo humano, la virtud está en un equilibrado término medio: tanto cuanto, ni demasiado, ni poco.
Es un vicio pernicioso la disipación y la alegría excesivas e inmoderadas, pero no es menor la misantropía exagerada, que rehúye el trato normal con nuestros semejantes y considera vitandas las más legítimas y nobles expansiones del espíritu y del corazón.
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Si el sufrir es siempre duro, sufrir a solas es mucho más horrible. El dolor y la tristeza se mitigan por la compasión de los amigos, porque se soporta como más llevadera la carga de la tristeza, de modo semejante a lo que ocurre con las cargas materiales, y porque el sentirse amado sirve de satisfacción, que mitiga la tristeza.
Otro procedimiento muy eficaz para aliviar nuestros dolores es tratar de aliviar los del prójimo. Consolar es consolarse, y esto por dos razones: la primera, porque es el premio de la caridad, que se recibe inmediatamente en el corazón; la segunda, porque hace olvidar nuestros dolores al compararlos con los del prójimo.
El egoísta que se cierra en su dolor, que no piensa más que en sí mismo y no se preocupa de otra cosa que de su propio sufrimiento. Mientras que la apertura hacia los demás para compadecernos de sus dolores refluye sobre nosotros en forma de alivio, porque representa una especie de desahogo y de saludable distracción.
Consolar al triste es una de las obras de misericordia más hermosas y uno de los deberes cristianos más sublimes.
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El dolor es inevitable en este valle de lágrimas y de miserias.
La desesperación no remedia nada. Es inútil tratar de rebelarse contra el dolor inevitable. Lo único que lograríamos con la desesperación sería debilitar más nuestras fuerzas quebrantadas, irritar mayormente nuestra sensibilidad, volver más profundas y peligrosas nuestras heridas.
Tampoco sirve la resignación estoica, o sea la aceptación pasiva del dolor, en una indiferencia irracional, en un encogerse de hombros sin ninguna resistencia y sin ninguna reacción. Esa actitud estoica es irracional, porque nuestra inteligencia tiene derecho a conocer el porqué de los sacrificios que se nos imponen.
El fatalismo tampoco es solución. No nos consolaremos pensando que el sufrimiento es una ley impuesta a todos los humanos por un poder supremo, ciego e inexorable, cuyos decretos son inapelables y que aplasta todo cuanto trate de oponérsele.
Bien distinta es la actitud del verdadero cristiano. No permanece pasivo ante el dolor propio o ajeno y procura prevenirlo con todos los medios lícitos de que dispone. Y cuando se siente alcanzado por él, no permanece impasible a sus estragos, no intenta cubrir con orgullo su debilidad: llora, gime, pide socorro a Dios. Pero, si llora, no se desespera; si gime, no se rebela; si pide ayuda, no pretende obtenerla siempre.
Para el cristiano existe un Dios bueno, sabio y omnipotente, del cual dependen todos los acontecimientos de la vida, todos los fenómenos del universo. Un Dios que conoce nuestras miserias, oye nuestras voces de auxilio y puede, si lo cree útil, socorrernos y consolarnos. Y cuando la oración no es oída en seguida, el cristiano no se desanima; vuelve a pedir ayuda con más fe, con más fervor, con más grande pureza de intención.
Y si, finalmente, se malogra todo ello y no obtiene respuesta alguna a su plegaria, sabe bajar la cabeza y aceptar con serena resignación los designios inescrutables de Dios, que es el más amoroso de los padres.
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La victoria final sobre el dolor supone la Parusía y la vida futura interminable.
Nuestros sufrimientos y dolores jamás desaparecerán del todo mientras vivamos en este valle de lágrimas y de miserias. Es preciso aguardar la vida bienaventurada del Reino, en la cual la virtud se asociará para siempre a la felicidad y encontrará la adecuada recompensa a todas sus luchas y sacrificios.
Acá en la tierra, el consuelo ha de ser forzosamente muy imperfecto, y el triunfo sobre el dolor muy incompleto y parcial. Existe una vida ultraterrena y superior en la que serán finalmente satisfechos los deseos angustiosos de tantas almas buenas, enjugadas tantas lágrimas inocentes, reparadas todas las injusticias y restablecidos todos los derechos legítimos.
La fe cristiana nos asegura que nuestras lágrimas serán enjugadas para siempre y ya no volveremos a conocer la muerte, ni el luto, ni el dolor; que ahora sembramos entre lágrimas y después recogeremos con alegría el fruto de nuestros trabajos y dolores; que el cuerpo será sembrado animal y resucitará espiritual; que de nuestra alma, sumergida en un océano de deleites, redundará sobre nuestro cuerpo una gloría inefable.
Nuestra inteligencia, ayudada por la luz de la gloria, verá claramente a Dios tal como es en sí mismo, cara a cara. Verá todos los misterios de su vida íntima, la armonía de sus perfecciones, los profundos secretos de su ciencia, la sabiduría de sus designios, el amor infinito que inspira su gobierno.
A esta posesión intelectual de Dios seguirá, la de la voluntad; a la visión el amor. Un amor grande, irresistible, triunfante, plenamente correspondido. Un amor que no dejará desear ya nada más; que saciará plenamente nuestra hambre de felicidad y llenará por completo el abismo infinito de nuestro corazón.
De la visión y del amor de Dios brotará un gozo indescriptible que cancelará por completo y para siempre todos los dolores pasados.
Y todo ello para siempre, con seguridad firmísima, sin posibilidad alguna de perderlo jamás. La etapa de lucha y de prueba termina con la muerte acá en la tierra. Allá arriba, los Bienaventurados están definitivamente confirmados en el bien y en la gracia de Dios. No pueden pecar y, por tanto, no podrán perder jamás la felicidad inefable que les embriaga el corazón.
Ante esta soberana perspectiva, ¿qué pueden significar nuestros dolores y sufrimientos?
No nos contristemos como los que no tienen esperanza. No nos parezca demasiado duro conquistar el Reino eterno con algunos padecimientos temporales. No consideremos excesivo que, antes de configurarnos con Cristo glorioso, tengamos que configurarnos con sus padecimientos y su muerte. El dolor pasará, las tribulaciones se acabarán, el sufrimiento se extinguirá para siempre. Y todo ello quedará sustituido por una sublime e incomparable gloria que no terminará jamás.
Vale la pena sufrir ahora un poco con resignación cristiana y hasta con conformidad y heroica alegría; vale la pena sufrir en pos de Cristo crucificado los trabajos y dolores que tenga a bien enviarnos durante nuestra breve peregrinación sobre la tierra, con el fin de poderle acompañar para siempre en los resplandores y alegrías inefables de la eternidad bienaventurada.

