P. CERIANI: SERMÓN DEL SEGUNDO DOMINGO DE EPIFANÍA

SEGUNDO DOMINGO DE EPIFANÍA

En aquel tiempo se celebraron unas bodas en Caná de Galilea; y allí se hallaba la Madre de Jesús. Fue también convidado a las bodas Jesús con sus discípulos. Y como viniese a faltar el vino, dijo su Madre a Jesús: No tienen vino. Le respondió Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Aún no es llegada mi hora. Dijo entonces su Madre a los sirvientes: Hagan lo que él les diga. Estaban allí seis tinajas de piedra, destinadas para las purificaciones de los judíos; en cada una de las cuales cabían dos o tres cántaros. Les dijo Jesús: Llenen de agua aquellas tinajas; y las llenaron hasta arriba. Les dice después Jesús: Saquen ahora en algún vaso, y llévenlo al maestresala. Lo hicieron así. Apenas probó el maestresala el agua convertida en vino, como él no sabía de dónde era (bien que lo sabían los sirvientes que lo habían sacado), llamó al esposo, y le dijo: Todos sirven al principio el vino mejor, y cuando los convidados han bebido ya a satisfacción, sacan el más flojo; pero tú reservaste el buen vino para lo último. Así en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con que manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron más en Él.

Terminada la vida privada de Nazaret, da Jesús comienzo a su vida pública… y la primera manifestación milagrosa de ella fue el prodigio observado en Caná, por intercesión de su Madre.

Este es el último episodio del período preparatorio de la predicación de Jesús.

Revelado como Hijo de Dios en su bautismo, triunfante del diablo en sus tentaciones, revelado por el Bautista a la legación oficial del Sanedrín, reconocido por sus cinco primeros discípulos como el Mesías que debía salvar a Israel, demostrada su divinidad con la penetración de corazones y descubrimiento de hechos ocultos en el episodio de Natanael, va Jesús a dar definitiva prueba de la divinidad de su misión con la manifestación de su poder taumatúrgico. Cuando empiece de lleno su ministerio, se presentará al mundo con todas las garantías que su alta misión reclama.

Desde la Betania de la ribera oriental del Jordán, subió Jesús a Galilea; y al tercer día llegó a Caná, ciudad situada a unos seis kilómetros al noroeste de Nazaret.

Se celebraban allí unas bodas, a las que había sido invitada María, la Madre de Jesús. Hace ello suponer que alguna relación de amistad o parentesco unía a los esposos con la familia de Jesús.

De la forma de la narración se colige que la invitación de la Madre determinó la del Hijo, y, por cortesía de los esposos para con éste, también fueron invitados sus discípulos.

Destaquemos, pues, que la invitación, en primer lugar, fue hecha a la Santísima Virgen; Jesús lo fue a causa de su Madre, esto es, fue invitado por ser Hijo de María Santísima.

Nunca olvidemos esta circunstancia, de que siempre le gusta a Jesús aparecer acompañado de su Madre. ¡Con qué gusto entra Jesús en el corazón en el que sabe se encuentra ya su Madre! Tengamos esto presente, sobre todo al ir a comulgar; la mejor preparación es María Santísima.

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Además, reparemos en otra circunstancia: Jesús y María nos dicen que la virtud siempre ha de ser amable, no desagradable o enojosa. En efecto, ¡qué simpática es esta presencia de María y Jesús en un banquete de bodas!

La vida espiritual no está reñida con las expansiones buenas, con las recreaciones santas, con las fiestas de familia, especialmente cuando se tiene cuidado de que en ellas estén Jesús y María santificándolas con su presencia.

Insisto, Jesús tuvo la condescendencia de dejarse invitar a unas bodas y asistió a ellas. Con ello quiso demostrar que son santas las legítimas expansiones de la vida doméstica, porque contribuyen a estrechar los lazos de sangre y amistad de esta institución de la familia, a la que quiso Dios poner como base de la sociedad.

Es una prueba, además, de que el espíritu cristiano no es huraño ni antisocial: la ley que le informa es el alegrarse con los que se alegran, llorar con los que lloran.

Además, aceptando la invitación, Nuestro Señor santifica el matrimonio, condenando preventivamente la doctrina de quienes lo reprobarán como cosa mala.

En las bodas de Caná quiso santificar Jesús el matrimonio, llevando el santo vigor de su gracia hasta las mismas entrañas de donde brota la vida natural, y de donde se nutre la sociedad cristiana.

Todo ha sido restaurado por Jesucristo; y la unión matrimonial, que entre los pueblos paganos llegó a desnaturalizarse y se mancilló con toda suerte de abominaciones, vino a ser colocada por Jesús en un puesto de honor; hasta el punto de que en unas bodas hace su primer milagro, en favor de los esposos.

En los presentes tiempos de relajamiento del matrimonio, por la inconsciencia, la frivolidad, y a veces el crimen de quienes lo contraen y pervierten sus fines, es preciso trabajar intensamente para la rehabilitación de este valor primordial, en el orden cristiano y social.

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Jesús sabía lo que había de ocurrir en Cana y lo que allí iba a hacer; sólo para los demás debía ser casual su encuentro allí a la hora del apuro de los esposos. Iba a manifestar su poder y a confirmar con ello la fe de los discípulos, llamados hacía poco.

Y entonces llegó a faltar vino… Seguramente que nadie cayó en la cuenta de que el vino escaseaba. Fue María Santísima la que enseguida lo advirtió. ¡Qué mirada la suya, más fina y penetrante! Nada se le escapa.

Tal vez, los criados disimulaban, para que no se notara la falta; pero para los ojos de María no hay artificios. También Jesús lo vio; pero no hizo ni dijo nada; dejó obrar a su Madre…; quería que fuese obra suya…

Y el Corazón de María, Corazón de Madre, no lo pudo sufrir… Ella, invitada por aquellos esposos, ¿no iba a hacer nada por ellos, si podía ayudarlos en aquel apuro? ¡Qué Corazón el suyo!

Nadie le dice nada; es Ella, la que, al ver un sufrimiento y un disgusto, se lanza a remediarlo.

Conozcamos las delicadezas, la bondad y la misericordia de María Santísima…, y confiemos en Ella, pues también con nosotros obrará del mismo modo.

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Cuando la situación embarazosa de los esposos iba a ponerse de manifiesto, la Madre de Jesús, con fe invicta, con gran generosidad, con ilimitada misericordia, creyendo, al ver a su Hijo rodeado ya de discípulos, que había llegado la hora de manifestarse, le dice: No tienen vino.

¡Qué palabras! ¡Qué sencillas! ¡Y cuánto encierran! Breves palabras, manifestación de un hecho que apena el Corazón de la Madre.. No son un mandato, ni siquiera una súplica, sólo encierran la exposición de una necesidad…

No tienen vino… ¡Qué entrañable misericordia, qué amorosa sagacidad, qué profunda estrategia la de la dulcísima Madre de Jesús en las bodas de Caná! Hasta en el orden puramente humano resulta encantador este episodio de una madre que sufre por el apuro de unos pobres esposos y acude a un supremo remedio para sacarlos de él.

Pero, desde el punto de vista de las relaciones sobrenaturales de la Madre con el Hijo y con los hijos de su Hijo, que somos todos nosotros, el episodio de la súplica de la Virgen en Caná es consolador sobre toda ponderación.

Ya sabemos que tenemos en el orden espiritual una Madre que ve todas nuestras miserias, que sufre por ellas; que tiene en sus manos el poder de su Hijo, por graciosa concesión que Dios hace a su Madre, omnipotente por su intercesión; que atenderá nuestros ruegos, siempre que acudamos a Ella como verdaderos hijos, porque nunca se ha oído decir que nadie haya sido abandonado por Ella.

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María Santísima no duda de que Jesús remediará la contrariedad. No es necesario que Ella pida, basta que dé a entender su deseo, y Él la comprenderá. El deseo de la Madre es ley y mandato para el Hijo.

Jesús, sin embargo, parece rechazarla en esta ocasión… Su respuesta se muestra desconcertante: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?

Sin embargo, nada tiene de duro el vocativo Mujer; los griegos, como los orientales, suelen designar en la intimidad con este nombre hasta a las personas más caras y dignas de respeto; equivale a Señora.

Por lo que atañe a la pregunta que le sigue, puede expresar, desde la no aceptación de una solidaridad de intereses con los esposos, y el negarse a consentir en la propuesta que se hace, hasta ser una indicación de profundo respeto, según el tono de voz, la inflexión de las palabras, el gesto, el aire personal, etc.

Pero, como si esto fuera poco, Jesús añadió: Aún no ha llegado mi hora. Como si dijese: No es éste el momento propicio, ni la hora determinada por mi Padre para hacer milagros y manifestarme por medio de prodigios.

Todo esto debería haber acobardado a Nuestra Señora. Parecía que había fracasado en su primer intento… Las dificultades que Jesús oponía eran tales…, que lo mejor era callar…

Así parece que hubiéramos juzgado nosotros, vista la cosa con ojos humanos…

Pero María Santísima no lo entendió así; y como si Jesús hubiera contestado todo lo contrario, demostrando estar dispuesto a todo lo que Ella quería, se pone a mandar y llamando a los criados, les dice: Hagan lo que Él les diga.

Cualquiera que sea, pues, la interpretación de las palabras de Jesús, la Madre comprendió que su Hijo iba a remediar la necesidad; por esto dijo a los que servían: Hagan lo que Él les diga. Aunque os parezca extraño o inútil, haced todo lo que os mande.

María Santísima estaba segura de que su Hijo había oído su plegaria… Y con esto Jesús queda comprometido; ya no tiene más remedio que hacer algo; y, por voluntad de su Madre, obra su primero y gloriosísimo milagro.

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El Evangelista no omite detalle alguno que pueda contribuir a poner de relieve la certeza y la magnitud del hecho. Es un testigo ocular que refiere todos los pormenores. Indica ante todo el número de vasijas, su utilización y cabida aproximada.

No había en la ciudad más que una fuente, que mana aún, en las afueras. Para los usos domésticos llevaban los vecinos el agua a sus casas.

En el mismo lugar del convite había una serie de vasijas para sacar de ellas el agua que se necesitaba para las frecuentes abluciones según el ritual; cada vasija era capaz de contener dos o tres metretas, unos 40 litros cada metreta, lo que daba una capacidad total de unos 500 o 600 litros en total.

Para que no cupiese duda sobre la realidad del milagro, las vasijas eran destinadas a agua, no a vino; y Jesús mandó llenarlas de agua hasta el borde; no era posible una simulación o artificio.

El milagro fue instantáneo, y por la sola voluntad de Jesús, como lo indica la palabra ahora… Sacad ahora, y llevad al maestresala.

Sabía éste que no se había puesto a su disposición más que una clase de vino, y que estaba ya agotado. En el caso de que se sirviesen dos o más vinos, era costumbre poner primero el mejor; por ello, extrañado el maestresala de que se rompiese la costumbre, habló con el esposo y le dijo: tú guardaste el buen vino hasta ahora.

Estas palabras son la mejor prueba de la realidad del milagro y de la excelencia del licor en que el agua fue transubstanciada.

Es milagro de generosa bondad.

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Y manifestó su gloria, porque reveló su gran poder taumatúrgico, convirtiendo en un acto interno de su voluntad el agua en vino; y porque el milagro lo hizo en cuanto Dios, no como los santos y profetas que pudieron hacerlos en nombre de Dios: es la manifestación del poder y dominio que le corresponde como Unigénito del Padre.

Según el Evangelista, el milagro de la conversión del agua en vino produjo dos efectos: manifestó la gloria de Jesús y confirmó la fe de sus discípulos en El.

Todos los milagros de Jesús tendrían que producir en nosotros este doble efecto: glorificar por ellos a Jesús, que de tal manera ha querido poner el poder divino en favor de su doctrina, condescendiendo con las naturales exigencias de nuestro pensamiento; y arraigar cada día más nuestra fe, porque los milagros de Jesús ofrecen todas las garantías que pueden pedirse en un hecho milagroso.

Además, este milagro es símbolo y como un anticipo de la transubstanciación del vino en la Sangre purísima de Jesús, y un motivo especial de credibilidad en orden a la gran realidad de la santísima Eucaristía.

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Muy grande fue el milagro del vino, pero también lo es el poder de María Santísima. Parece que Dios no se propuso otra cosa que demostrarnos la fuerza de este señorío de María.

Todo lo que Jesús dice, todas las dificultades que opone, no sirven más que para enseñarnos clarísimamente esto mismo… Sobre todo aquello de No ha llegado mi hora

Hasta los planes de Dios parecen cambiarse a voluntad de María… ¡Qué cosa más admirable!

¡Qué será María delante de Dios cuando tanto es su poder! La hora de la Encarnación se aceleró por las súplicas fervorosas de María; ahora se adelanta la hora de su manifestación pública.

Si se encarna, es en María; si nace, es del seno de María; si vive treinta años oculto, está escondido con María; si empieza su vida pública y obra su primer milagro, es cuando quiere María…

Y estaba allí la Madre de Jesús… No sin misterio está allí, donde debe manifestarse por primera vez el poder y la misericordia de Jesús.

Estaba allí la Madre, porque está dondequiera que haya una necesidad de sus hijos, que lo somos todos.

Y está con Jesús, porque Jesús ha venido por María a ser uno de nosotros, y con nosotros estará hasta la consumación de los siglos.

En nuestra vida cristiana, en nuestras tentaciones y peligros, en nuestras ansias de perfección, no olvidemos que Jesús está con nosotros; pero que también está con nosotros María Santísima. Y que, como en Caná, Ella hará con nosotros los dulces oficios que le son propios: los de una amantísima Madre, que atraerá en favor nuestro el inmenso poder de su Hijo.

¡Nada se hace por el Hijo de Dios sin María Santísima!

Admiremos esta disposición de Dios de asociar a la Virgen María a todas sus obras… Pues si es así, nuestra misma salvación y santificación de Ella dependen, de Ella han de venir, a Ella se las debemos confiar.

Y con cuánta seguridad debemos confiárselo todo a Ella… Consideremos la seguridad con que Ella confía en su Hijo… Era el primer milagro, aún nunca le había visto hacer prodigios, y, no obstante, ¡qué fe!, ¡qué confianza la suya!, ¡con qué seguridad llama y manda a los criados!

Lancémonos sin miedo en brazos de Madre tan poderosa; expongámosle nuestras miserias y necesidades… La que no sufrió la falta de vino, menos sufrirá la falta de virtudes en nuestra alma.

Si a Ella acudimos y a Ella pedimos el remedio, no dejará de asistirnos.

Y, si no nos obtiene lo que le solicitamos, a cambio nos proporcionará algo mejor y más útil…