JOSÉ VICTORIO MARTIN: EL SUPERHOMBRE

FUNDAMENTOS METAFÍSICOS DE LA MORAL

Las nuevas ideas expresadas en el libro “HOMO DEUS” o la de Cyborg, que coronan una larga tradición iniciada por Tubalcaín, se condensan en la tendencia humana a superarse en la técnica.

Esta sería la trascendencia propia del materialismo inmanentista.

Y por lo tanto su teleología religiosa: alcanzar la perfección perpetua en la fusión tecnológica.

A la que podríamos denominar “tecnoandrismo”, por contraposición al “teandrismo” medieval.

Nuestra tesis tiene que ver con mostrar:

1°) Que esta tecnificación lleva a la insectificación kafkiana, y deja al desnudo la incapacidad de la naturaleza humana caída para alcanzar la felicidad y su fin por sus propios medios y dentro de su propia esfera.

2°) Que la naturaleza humana íntegra primordial (antes de ser herida y redimida, supersanada por la gracia divina) no necesita de herramienta tecnológica alguna para su perfección.

Un supercoche de última generación o una mansión domotizada son algunas de las cosas por las que muere cualquier consumidor masificado. Es signo de status y elevado estándar de satisfacción.

Pero, a poco de observar el fenómeno, podemos inducir que el automóvil no es sino una silla de ruedas sofisticada y la casa una sala de terapia intensiva de alta complejidad.

De lo que se deduce que sus usuarios son inválidos degenerativos o pacientes graves.

Una ridícula metáfora encontramos en la hermosa e inexpugnable caracola habitada por una inerme y flácida babosa (sin intención de ofender al colectivo de los crustáceos).

Lo que debería enorgullecer a la especie humana es justamente la prescindencia de aditivos y adminículos para su normal funcionamiento.

El ancestral relato bíblico nos refiere que nuestros primeros padres originalmente vivían desnudos en el paraíso. No se menciona ningún instrumento necesario para su supervivencia. Se movían ágilmente por sus propias extremidades descalzas y tenían como herramientas sus solas manos vigorosas y versátiles.

Se podría objetar que estaban en un ambiente paradisíaco: temperatura agradable, alimento a gusto, entorno amigable y una complexión perfecta y sin achaques.

Ya en tiempos más complicados, la erudita investigación arqueológica nos presenta en el neolítico, inmediatamente antes a la era de hielo, a los cavernícolas, con sus típicos garrotes, arma fundamental para defenderse de sus esposas, que se habían hecho con el poder por el matriarcado, según el último grito de la antropología.

Pero todos estos avatares tan útiles para dar trabajo a historiógrafos y necesarios para las teorías sociológicas, no representan, vistos en perspectiva, sino un infeliz tropiezo o percance propio del devenir histórico.

La realidad es que la mitad del colectivo “homo sapiens” tiene la atávica convicción de que “todo tiempo pasado fue mejor” y creen y sueñan con una vuelta a la “prístina edad de oro”, fuente de inspiración de una maravillosa época, en la que campeaban faunos, ninfas montaraces y centauros de la Arcadia.

Y la otra mitad, tal vez menos ingenua, cree con fe más virulenta en el progreso indefinido, que culmina en la democracia liberal, con la que Francis Fucuyama anunciaba el fin de la historia, o en la panacea del proletariado marxista.

Pero en el imaginario de ambos grupos, ya sea por regresión o proyección, existe una especie de mesianismo, que traerá un estado de paz y prosperidad definitiva a la tierra, en el que la sociedad humana alcanzará el reposo absoluto en su felicidad completa.

Ahora bien, si nos atenemos a la definición aristotélica de hombre como “animal racional”, pacíficamente aceptada en filosofía, lo que distingue al hombre es su racionalidad, como facultad cognitiva especial, capaz de abstraer conceptos universales de la experiencia sensible, y con esos conceptos discurrir y llegar, en definitiva, al concepto máximo universal, que es el de ser en cuanto ser, o ser esencial, fuente de todos los seres.

Esto es el ser que no recibe el ser participado de otro, como los seres finitos, sino que tiene el ser por sí mismo, o sea el ser infinito.

Esta es la vocación de todo hombre y perfecta realización de su naturaleza. Se llama contemplación, y en griego teoría.

Tanto Aristóteles como su maestro Platón, como voceros de todas las tradiciones auténticas de todos los pueblos, afirman que esta es la actividad más noble y perfeccionadora del ser humano.

Y todas las demás actividades, tanto individuales como sociales y políticas deben estar ordenadas a facilitar y promover su ejercicio, del que, a su vez, la ciudad recibe los mayores beneficios.

Platón concluye que el sabio debe gobernar; y no administrativa o ejecutivamente, a la manera de un mandatario, sino iluminativamente, ordenando la sociedad por la promulgación de leyes que promuevan la justicia y el bien común.

Y esta sanción no es meramente positiva, a la manera de Locke, Hume o Augusto Comte.

Sino que las leyes se deducen de dogmas entregados por los dioses, o sea que el legislador, al confeccionar la constitución de la ciudad, debe abrevar en la ley natural como reflejo de la ley eterna.

Dejemos anotado de paso que esto pone en un brete a la soberanía del pueblo y toda convención constituyente de corte liberal. ¿Quién es el legislador humano, aunque representante del pueblo, y reunido en asamblea constituyente, por más solemnidad y gravedad con la que pretenda revestírsela para imponerme leyes y restringir mi libertad? No deja de ser otro ser humano igual que yo, aunque en patota mayoritaria. Y mi sagrada LIBERTAD e inalienables derechos son incoercibles y ningún hombre me va a decir a mí lo que está bien o está mal. O acaso se creen los dueños de la verdad. Cada uno tiene su verdad, y a embromarse liberales. Traguen su propio veneno.

Sin embargo, para ser realistas, debemos recordar que Aristóteles también aclara que la dedicación a la contemplación es rara y difícil en la situación de indigencia e inestabilidad de la actual humanidad.

Mientras más se vea el individuo requerido por las necesidades de supervivencia y alterado por las pasiones, menos apto se encuentra para alcanzar la paz o tranquilidad en el orden, para aplicarse sin distracciones a la contemplación.

La ética o filosofía práctica, como ejercicio de las virtudes que nos conducen al bien, no es sino un medio para la contemplación. De lo que concluimos que la moral está subordinada a la metafísica, y en ella tiene su cimiento.

Si trasponemos este discurrir filosófico al plano religioso, como una esfera superior a la simplemente natural, descubrimos, guardada las debidas correspondencias y contrastes, que las máximas evangélicas, dictadas por Jesucristo, no se agotan en un cumplimiento moral, sino que deben conducir a un estadio contemplativo – metafísico – teológico.

Y en este sentido, los tres consejos evangélicos, por ejemplo, de pobreza, castidad y obediencia, no se limitan a un estado de perfección moral, sino que se aplican de manera formidable a remover los impedimentos separativos de la unión contemplativa.

Pues la contemplación no es otra cosa que la posesión o recepción del objeto contemplado en el que contempla, y una cierta fusión y asimilación de los términos.

De esta manera, la castidad sortearía la distracción erótica hacia la creatura, concentrando el eros totalmente en el objeto contemplado.

La pobreza evitaría la solicitud dispersiva por los bienes múltiples, para codiciar completamente el único bien eidético.

Y la obediencia es la subyugación total de la voluntad a la forma contemplada, franqueando per saltum, cualquier disyunción deliberativa.

Sería un interesante experimento meditar el Evangelio en esta clave metafísica, como soporte iniciático para la liberación de todo condicionamiento individual y adecuación a la suprema identidad.

La vía ordinaria no exime del peso de la carne y miserias del espíritu; pero convierte estos inconvenientes en una especie de camuflaje testimonial, de riesgosa y heroica aventura, afrontada en medio de una derelicción y precariedad existencial, que nos resguarda de toda ilusión iluminista.

Pero el que busca la verdad como adecuación de la cosa y el intelecto, se encuentra en la vía real, aunque tenga la sensación de que patina en el barro.

Y la ascesis evangélica nos debe centrar una y otra vez en la huella y orientarnos en las tinieblas de las figuras penumbrosas.

No debe confundirse el estudio a la contemplación con su fruto, que se alcanzará pleno cuando seamos liberados de las condiciones del presente estado de vía.

Aquí y ahora, toca la preparación anagógica o promocional catártica para la futura visión límpida e irrestricta.

Este es el momento de acariciar piadosos los símbolos enigmáticos y hacernos sus adeptos.

Y de esta manera podemos entender metafísicamente otra sentencia del Señor: “no vine a salvar justos, sino pecadores”, si entendemos “pecadores” como “extraviados”, que hay que reconducir a la senda de la luz.

La justificación moral es una instancia “removens prohibens” que remueve los impedimentos distorsivos del foco luminoso.

Pero bien puede convivir la proclividad a los condicionamientos centrífugos y disolventes del pecado, con la convicción anagógica decidida y renovada hacia el Logos.

Es el laberinto de la existencia que nos toca transitar en argonáutica navegación.

Se nos impone soportar la mediatez de los fantasmas.

Esa es la pedagogía de la escala santa, la dosificación que se ajusta a la condición de seres con cuerpo, que se desarrollan en el tiempo y moran en lugar.

La máxima solidificación de nuestro fin de siclo o edad de hierro (mezclado con barro), ha distorsionado a tal punto nuestro gusto, hasta hacer consistir la felicidad en la contemplación de hologramas apantallados.

Algo más degradante y torpe que los más demenciales fetichismos de tribus caníbales; que al menos debían lidiar con sanguinolentas mutilaciones, desgarradoras disecciones, estridentes alaridos, nauseabundos olores, pegajosos humores, bestiales estertores, incontinentes deposiciones; que después de los orgiásticos trances, quedaban como vestigios testimoniales de una humillante locura.

Hoy la insensibilidad que logran los “conocedores del bien y del mal” a través de los buscadores, ha llegado al paroxismo de la indiferencia más egoísta, hasta perder el instinto de solidaridad con otros miembros de la especie; mientras que se desviven por un perro callejero, o dan el rango de compañera a una lagartija.

Pero esta decadencia corresponde también a una ley cíclica metafísica, que tiene que ver con la realización de las últimas posibilidades: en el fondo de las frías fosas marinas o en los desiertos más áridos y ardientes, el vecindario es bastante rústico y estrambótico.

Las más oscuras tinieblas resaltan el incontenible poder de la luz. Los páramos más estériles son un excelente tálamo para el fecundo Eros.

El prestigioso cientificismo moderno ha descubierto que el hombre desciende del mono y este de la ameba. Con lo cual se ha generalizado en los ámbitos académicos la preocupación por suplir a la indefensión del nieto de la ameba con los avances tecnológicos.

Pero los resultados son más amenazadores y peligrosos que mono con navaja.

Tal vez quede una última experiencia atómica de laboratorio para que el hombre termine de entender, por achicharramiento, el fin autodestructivo de su carrera tecno-armamentística. Y vuelva (esta vez con alivio) a los orígenes, cuando después de su primer capricho megalómano, advirtió que estaba desnudo.