ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO – CAP XX – GOZO INMENSO DEL ALMA DE JESUCRISTODANDO A DIOS, LA MAYOR GLORIA DE LA CREACIÓN

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

CAPITULO XX

GOZO INMENSO DEL ALMA DE JESUCRISTO

DANDO A DIOS, CON EL OFRECIMIENTO DE SU VIDA,

LA MAYOR GLORIA DE LA CREACIÓN

Esta doctrina sobre el gozo de Jesucristo en el ofrecimiento de su vida toda, desde Belén y Nazaret hasta la Cruz, mal expuesta por mí, la oí brotar dulcísima de los labios del santo ermitaño. Ni sé expresar el efecto gratísimo y profundo que hizo en mí. Recobré nuevos ánimos de espiritualidad y hasta me parecía casi del todo nueva por lo poco que en ella se medita.

La vida oculta de Jesús en Nazaret no estaba envuelta en penumbra de tristeza, sino iluminada con fulgor y gozo. Jesús llevaba dentro de Sí mismo la lámpara inextinguible de alegría. Los sufrimientos, lejos de apagarla, aumentaban su llama y sus reflejos. El ofrecimiento continuo de su vida en trato silencioso de altísimo amor no perturbado por nada, y la aceptación de su muerte en el momento señalado por su Eterno Padre, aumentaba sin cesar el raudo manantial de gozo dentro de su alma.

Yo entendí con esta luz que la vida de Jesús fue de inmensa mayor alegría que de pena, como lo es la vida santa de todos los que a Él se entregan; tanto sobrepasa el gozo al dolor cuanto mayor es el silencio y la soledad. Movido por este sentimiento, se vio obligado a exclamar un enamorado de la vida oculta: ¡Oh bienaventurada soledad! ¡Oh sola bienaventuranza! En ella se vive más a Dios y Él lo llena todo. Y esta es la causa de que el dolor encierre inmenso gozo espiritual, tanto mayor cuanto más íntimo y crecido.

Quisiera continuar lo que oí al dulce ermitaño, no de las penas y dolores de la sacratísima Pasión de Jesús, sino del placer y gozo que dentro de su alma sentía, en contraste maravilloso con los dolores terribles exteriores y la causa o razón de ese gozar. Quisiera que fuera para ti, que esto lees, de tanto efecto y santo estímulo como para mí lo fue.

Y bien mirado, ¿cómo se ha de encontrar extraño que Jesús sintiera ese gozo en su Pasión, cuando lo sintieron los mártires que por confesarle a Él murieron en los más crueles tormentos y cantando su alabanza? Siendo inmensamente más grande el amor de Jesús y más puro e intenso el amor con que se ofrecía, y más alto y claro su conocimiento de la grandeza de Dios que el de todos los mártires, es natural fuera sin comparación mayor su gozo. Si las almas fervorosas sintieron gozo en el dolor, ¿no lo sentiría Jesús?

Tenía reunidos en torno suyo a sus discípulos en la Cena Pascual. Sabía Él, no los discípulos, que era la última que celebraba en su compañía. Empezó expresándoles su grande amor, diciéndoles el deseo tan vehemente que había tenido de que llegara esa hora.

Había llegado el momento de dar su Cuerpo y su Sangre en manjar a los apóstoles y a todos los discípulos que en la sucesión de los siglos viviesen, por medio de la Eucaristía. Es misterio de un amor, que no es posible comprender en la tierra por mucho que lo admiremos; nos será dado entenderlo en el Cielo.

Por la Encarnación y nacimiento se dio a los hombres en misterio de amor. Se encarnó para redimirnos. Lo infinito se abrazó y unió a lo finito, creado por Él mismo. Ahora se daba a los hombres en alimento. Con un milagro de su omnipotencia, en muestra de su infinito amor hacia nosotros, cambiaba la sustancia del pan y del vino en su propio Cuerpo vivo y entraría toda su Persona divina en el pecho de cada uno que le recibiese, para ser alimento del alma y comunicar gracia y amor suyo a medida del deseo y de la preparación y amor con que se le reciba.

Quiso darse en una modalidad nueva, que confirmaba su amor sin límites y su poder infinito, obrando sobre la esencia de los seres y cambiando la sustancia de los elementos. Se dio a los apóstoles; se me dio a mí. Quiso hacerse sustancia de amor y que, entrando en mí, le hiciera yo amor mío, y me convirtiera yo en amor suyo.

Quiso que los hombres pudiéramos ofrecer al Criador una oblación digna, una alabanza infinita y un amor perfecto, y se nos dio en la Eucaristía, para que todos pudiéramos ofrecer a Dios como don nuestro, como amor y tesoro nuestro, y en agradecimiento y alabanza, el amor del Verbo.

Su Cuerpo y su Alma entran realmente como está en el cielo en nuestro cuerpo para hacerse sustancia nuestra y poner en nosotros vida sobrenatural y eterna; para que nos hiciéramos una cosa con Él y viviéramos su vida sobrenatural y sus virtudes, su amor a Dios y su inmolación santa.

Se quedaría con nosotros para enseñarnos amor y oración; para pedir en nuestra compañía. Era aquel el momento de una manifestación nueva de sublime amor.

Pero más aún que por esto, con ser tan alto, tan hermoso y tan incomprensible, había deseado Jesús aquel momento, a mi parecer, porque iba a ofrecer a Dios lo que nunca se había ofrecido, y Dios iba a aceptar la consumación del ofrecimiento que le tenía hecho. Jesucristo se entregaba en holocausto y oblación suprema e infinita; ofrecía su vida y aceptaba la muerte.

Había dado a Dios, viviendo en Nazaret, todas sus acciones, su nombre, su ciencia y saber en secreto silencio; había ofrecido los bienes materiales viviendo en pobreza y oscuridad, teniendo derecho a todas las cosas y siendo el señor del mundo. Había ofrecido su vida, pero no había llegado el momento hasta aquella hora. De nuevo ofrece a su Eterno Padre su vida y su honra, y sabe que es aceptada. Abraza morir en la mejor edad de su vida terrena y con los más grandes dolores, en la más ignominiosa deshonra y desprecio. Se ofreció en inmolación total, purísima y voluntaria a su Eterno Padre, en su alabanza y para su gloria.

Desde el momento de su Encarnación, Jesucristo había amado a Dios con toda la intensidad de la potencia de su Alma y de su Cuerpo, con un amor muy superior a toda la creación junta, por su unión en la Persona del Verbo. Fue el amor infinito, amando a Dios por todos los hombres, tanto en el silencio y pobreza de Nazaret como en la predicación de su Evangelio por las ciudades de Palestina. Ahora estaba a punto de consumar este amor infinito en alabanza y en ofrecimiento a Dios, y por la redención de los hombres, abrazando la muerte y ofreciéndose como víctima.

Más grandes de lo que puede decirse fueron los dolores de Jesús durante su vida y, sobre todo, en su sacratísima Pasión y muerte, que empezaba con la Cena Pascual. Muchos admirables y devotos libros se han escrito haciendo resaltar estos sufrimientos para mover el corazón a la compunción, al agradecimiento y a una vida santa, para que sean bálsamo de consuelo en nuestras penas.

Pero aún más grandes que sus dolores fueron los gozos de su alma, lo cual parece algo extraño y es muy hermosa verdad, muy alentadora y muy en consonancia con la doctrina del sufrimiento enseñada por los Santos. Con toda certeza se puede asegurar que ninguna persona hubiera podido resistir gozo tan intenso y seguir viviendo sin especialísima ayuda del Señor.

El sufrir de Jesús en su Pasión fue superior al de todos los hombres; pero su gozo fue también inmensamente más grande que todas las alegrías y gozos de los mortales. Con su vida daba lo que valía más que la creación entera y más que millones de mundos que Dios creara de nuevo. Ofrecía a Dios más amor y más mérito que todos los ángeles y que todas las criaturas más santas juntos pueden ofrecer.

Decía Jesucristo a sus apóstoles: «Con deseo he deseado que llegue esta hora, porque en ella, con el ofrecimiento de mi vida se dará más gloria a Dios que jamás pueda dársele. Tengo el gozo inmenso de darle yo esa gloria. Para esto he venido al mundo. Ofrecí mi vida antes; ahora la consumo con mi pasión y muerte. Sólo yo puedo dar a Dios esta gloria, y lleno de amor y de gozo se la doy.»

La inteligencia de Jesucristo, abarcando claramente todas las acciones de todos los tiempos, de todos los mundos creados, de todas las generaciones del correr de los siglos, de todas las criaturas capaces de amar y de entender, que por ventura más perfectas que el hombre de la tierra pueblan otros mundos sin haber ofendido a Dios, las recoge y se las ofrece con su vida a Dios.

Y con un gozo inmensamente mayor que el tormento que va a atenazar sus sentidos y todo su cuerpo, que la tristeza, el desprecio y la deshonra, lleno de alegría interior, ve clarísimamente que desde ese momento hasta el de expirar en la Cruz, da a Dios la mayor gloria y la mayor alabanza que jamás se le ha dado.

Grande era el dolor de tu Cuerpo, pero el gozo de tu alma era inenarrable y capaz de quitar la vida de alegría a otro que no fueras Tú, oh Jesús amabilísimo. La muerte fue de sumo gozo para tu espíritu. Diste con ella gloria a Dios y me redimiste a mí.

¿Cómo no había de sentir Jesús inconmensurable gozo en los sufrimientos? Sería contra la ley natural del amor. Santa Teresa de Jesús dice de sí misma -y ésta es la norma de las almas santas- que cuando la daban los ímpetus de amor buscaba algo para hacer penitencias, pero todo era como nada, y explica que no sé yo qué tormento corporalle quitase (1) la pena y gloria juntas que ponía el amor. ¿Qué deseo y qué gloria, qué sed de ofrecimiento no pondría en Jesús su amor, ante el cual es nada el de las almas más ardientes y el de todas juntas? La misma Santa hizo una poesía al sufrimiento:

Si el padecer con amor

puede dar tan gran deleite,

¡qué gozo dará el verte!

¡Oh, que no puede faltar

en el padecer deleite! (2)

Fue en su Pasión cuando mejor pudo Jesús decir a su Eterno Padre: «Padre, así te he amado y glorificado sobre todas las cosas; te he amado más que a mí mismo; te he ofrecido todo lo que me diste; te he dado la suma alabanza y la gloria que es posible darte. Yo sólo podía dártela, y te la he dado. Me deshago en amor tuyo y por la redención de los hombres, como es tu voluntad, abrazando la cruz. Tuyo soy y seré eternamente para Ti En tus manos pongo mi espíritu.»

¡Qué bien cumplió Jesús el dicho de Santa Teresa: «¿Qué hace, Señor, el que no se deshace por Vos?»!

Jesús ennobleció la muerte y la hizo amable, transformándola en ofrecimiento de amor y en gozo de esperanza de Cielo.

El gozo de Jesús no fue en su Cuerpo, en el cual padeció fuertísimos dolores. Los mártires sintieron muchas veces en su cuerpo placer y contento mientras eran atormentados, porque el gozo de su espíritu revertía en sus miembros. Alguna vez se derramaba y hacía sentir en el cuerpo de los santos muy penitentes una suavidad dulcísima y regalada, pero no era esto lo ordinario, sino la excepción. El santo y el mártir tienen su alegría en la prueba; sienten gozo en el alma, con dolor en su cuerpo. Les nace el gozo de la fe, por la cual saben que están agradando a Dios y cumpliendo su voluntad santísima. No aspiran a otro placer en esta vida, antes buscan los trabajos, los menosprecios y la desestima de los hombres. Todo ello es doloroso a los sentidos y al gusto, pero produce alegría de espíritu.

Tampoco los gozos de Jesús fueron en su Cuerpo; en sus sentidos y en sus miembros sintió dolor crudelísimo; parte de su Alma estuvo sumergida en amarga tristeza. Pero la voluntad estaba radiante y henchida de alegría, porque estaba haciendo la voluntad de su Eterno Padre, porque estaba amando subidísimamente a Dios y dándole gloria, porque estaba amando a los hombres y redimiéndoles, y Jesús sabía con certeza lo que nunca supieron los Santos: que Dios se complacía sobre manera en esta su obra. Sabía que Él era la santidad y vivía la santidad. Sufría su Cuerpo con el dolor, y eso aumentaba la alegría y gozo interior, pero era también como contrapeso para no morir de gozo espiritual. No le faltó a Jesús el gozo.

¡Oh, que no puede faltar

en el padecer deleite!

Es doctrina de San Juan de la Cruz, como veremos más adelante, que la muerte de los que han llegado a la unión Con Dios no es por enfermedad ni por lo avanzado de la edad, sino por un ímpetu irresistible de dulcísimo amor (3). No hay duda que el mayor ímpetu de amor y el más intenso que se ha vivido ha sido el de Jesucristo.

Este ímpetu es de suyo inefable y tanto más delicioso cuanto es más doloroso. «El más puro padecer trae… más puro y subido gozar, porque es de más adentro saber» (4); y se desea entrar «hasta los aprietos de la muerte por ver a Dios». Jesucristo se ofreció a su Eterno Padre, a quien amaba sobre todas las cosas, en un acto de amor sobre todo amor y sobre todos los amores juntos de la creación y se ofreció en un dolor, que tampoco ha sido igualado. Pero el gozo más excelso, el deleite infinito y más grande que jamás se ha vivido ni se podrá vivir en la tierra y con dulcísimas alegrías e indecibles complacencias, los tuvo Jesús.

Nos parece esta contraposición de grandísimo dolor y excelso gozo algo imposible y que no sabemos comprender, pero no por eso deja de ser menos verdad, y Santa Teresa, que había pasado algo de ello, lo intenta explicar en los versos copiados y en esta exclamación: Oh gran deleite padecer en hacer la voluntad de Dios (5).

Jesucristo aceptó y abrazó la muerte y pudo, lleno de humildad, decir a su Eterno Padre: «Me inundáis en gozo de amor por este ofrecimiento que de mi vida y de mi honra os hago en agradecimiento y en alabanza a vuestra gloria y por la redención de los hombres. Con la entrega de mi vida os doy gloria como nadie os la puede dar. El hacerlo yo me llena de dicha. Soy vuestro y para Vos.»

El gozo que recibió Jesús en el ofrecimiento de su vida por su pasión y muerte, sólo es comparable a Él mismo; la certeza de que recibiría gloria eterna y premio el más excelso para siempre, hizo que la alegría sobrepasara a cuanto se pudiera soñar.

Porque Jesucristo abrazó los más grandes sufrimientos, porque ofreció la vida y la muerte a la gloria de su Eterno Padre con la mayor perfección y el más alto amor, porque redimió al mundo con su amor, derramando su Sangre, mereció ser el Rey inmortal de los siglos, Juez de todos los hombres, y poseer más gloria eterna que la que pueden poseer todos los demás bienaventurados juntos. Fue equitativa justicia de Dios dar tan alto premio a su ofrecimiento, siempre supuesto el misterio de la unión hipostática con el Eterno Verbo, fuente y causa de todas sus grandezas.

Tan generoso y grande es Dios en sus dádivas, que a sufrimiento de una vida, que es menos que un instante comparada con la eternidad, premia Él con gloria inconcebible y eterna. A un momento de obsequio de amor corresponde Él con un para siempre, para siempre de gloria.

¿Quién no querrá ofrecer gustosísimo su vida con esperanza de recompensa tan alta? ¿Quién no abrazará la muerte para darse a Dios? «Muchos, me decía el ermitaño, no encontrarán fácil meditar en el gozo que sintió Jesús en su pasión y en su muerte; yo encuentro tanta hermosura con esta verdad, que me llena de consuelo y convierte esta amabilísima soledad en verdadero paraíso, y el gozo de Jesús en su pasión me enseña a recrearme en mi dolor y en mis pruebas, a gozar en mis desconsuelos y a levantarme sobre mí mismo y verme ya entre los bienaventurados; con ellos vivo aquí y me comunico; con ellos alabo y amo al Señor que aquí lo llena todo y estoy esperando de un momento a otro me llame para llevarme con Él. Mientras ese momento llega, le llamo con el cariño de un niño a su madre.»

Y yo nunca había sentido la luz de lo sobrenatural como oyendo al ermitaño, y nunca el impulso de amor que entonces sentí contagiado por su alegría.

Además, vi pasar ante mí la soledad como una ráfaga celeste, como una brisa eternal, y de lo más profundo de mi alma le decía al Señor: «Quiero yo también ofreceros, Dios mío, mi vida como Jesús os la entregó en la Cruz y en su compañía, y, por sus manos, os la doy con tanto más amor cuanto mayor sea la resistencia que mi naturaleza quisiera oponer.»

(1) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XXIX.

(2) Santa Teresa de Jesús, Poesías, XXI.

(3) San Juan de la Cruz, Llama de Amor viva, canción I.

(4) San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción XXXVI

(5) Santa Teresa de Jesús, Moradas, V, cap. II.