P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

En aquel tiempo: Siendo el niño de doce años, habiendo subido a Jerusalén, según solían en aquella solemnidad, acabados los días (de las fiestas) al volverse ellos, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, y no lo advirtieron sus padres. Sino que persuadidos de que estaría en la comitiva, anduvieron una jornada y empezaron a buscarle entre los parientes y conocidos. Mas no hallándole, se volvieron a Jerusalén, buscándole. Y sucedió, al cabo de tres días de haberlo perdido, que le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndoles unas veces y preguntándoles otras. Y cuantos le oían estaban arrebatados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verle, quedaron sorprendidos, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira, tu padre y yo te estábamos buscando, llenos de aflicción. Y él les respondió: ¿Y qué había para que me anduvieseis buscando? ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? Y ellos, por entonces, no comprendieron el sentido de las palabras que les dijo (es decir, no entendieron todo lo que, en concreto, con ellas quería decirles). Y descendió con ellos a Nazaret y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús creció en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres.

El Primer Domingo después de Epifanía, la Santa Liturgia lo dedica a la Fiesta de la Sagrada Familia; en primer lugar, para honrar a los tres integrantes de la misma; y también para proponerlos como modelos e intercesores de la vida en la comunidad familiar.

Detengámonos previamente en la importancia de las Fiestas Litúrgicas; y que esto nos sirva para todas las Fiestas del Año Litúrgico, sean del Temporal, sean del Santoral.

Ciertamente, la institución de las augustas Solemnidades es una de las bellezas más admirables de nuestra Santa Religión. Todos los dogmas de su fe, el cortejo de sus Santos, los hechos de su magnífica historia…, como en otros tantos cuadros, los ha pintado y esculpido en sus Fiestas con la mano de su Santa Liturgia.

De este modo, los doce meses del año representan para sus hijos fieles una espléndida galería, la más apropiada para mantener elevado el ánimo en la consideración de los hechos más grandiosos de la historia.

Desde la fiesta de la Circuncisión, con que se abre esta serie, hasta la Octava de Navidad, con que termina, ¡qué interesante variedad de escenas!, ¡qué diversos de puntos de vista!, ¡qué delicada sucesión de sentimientos, ya sea de austera gravedad, ya de lúgubre tristeza, ora de alborozo y pompa, ora de sencillo y popular regocijo! ¡Cuánto engalana al Año Religioso esa sucesión de gratas emociones litúrgicas!

El primer objeto de las Fiestas Cristianas es rendir a Dios, a la Virgen Santísima y a los Santos el homenaje debido de amor, adoración, veneración y respeto, según su distinto orden y categoría…, Latría, Hiperdulía, Dulía…

No es el hombre un ser meramente espiritual, que sólo en su interior deba prestar a tales Personas el culto que se les debe. Es verdad que, ante todo, es con el alma que se debe adorar a Dios y venerar y honrar a sus héroes; pero, puesto que el hombre tiene un cuerpo, puesto al servicio de su alma, con dicho cuerpo debe también acompañar los actos de ella, para que sea más perfecto el homenaje de todo el hombre.

Además, es necesario que en el obsequio a Dios se unan todos los hombres, ya de una familia, ya de una localidad, ya de una nación, ya de todo el mundo, por medio de ese poderoso vínculo de la manifestación pública y colectiva, que, es evidente, no puede ser pública ni colectiva sino por medio de esos actos externos.

Así, la institución de las Fiestas obedece a esta doble idea: la de que todo el hombre, es decir, su cuerpo y su alma a la vez, rindan el culto debido a la Religión; y la de que sean posibles los actos colectivos, mediante la manifestación externa de sus más íntimos y profundos sentimientos.

Y quien así no lo comprenda, no entiende al hombre, ni aprehende la Religión, que procede de Dios, para uso del hombre; y que, por tanto, debe ser profundamente humana, sin perjuicio de ser, y precisamente porque lo es, esencialmente divina.

La Iglesia, que hace reflejar la verdad de sus dogmas en la santidad de su disciplina, ha basado su hermosísimo Culto sobre este concepto esencial de Dios y del hombre. Todo lo ha puesto en él al servicio del orden moral y supra sensible; de todo se ha servido para componer este singular catecismo que se llama la Sagrada Liturgia; es decir, enseñanza por medio de formas materiales, instrucción por los sentidos, para llegar a la inteligencia y al corazón.

Bajo este concepto, las Fiestas Cristianas son otras tantas páginas del catecismo más práctico y popular que se ha dictado jamás para instrucción de los fieles. Pensemos en los magníficos vitreaux medievales…

A Dios Padre, al Hijo Unigénito, al Espíritu Santo, a María Santísima y a los Ángeles y Santos llega a conocer el pueblo cristiano como de vista, cuando desde su niñez los ha contemplado repetidas veces ante sus ojos en los diferentes cuadros que le va presentando el Calendario Litúrgico.

Mas no se detiene ahí la eficacia de las Fiestas Cristianas. Como elemento de instrucción del pueblo son adecuadísimas; sin embargo, lo son más todavía como elemento de elevación de sus sentimientos y, por tanto, de regeneración de sus costumbres.

Las Fiestas Cristianas son para el hombre, viajero de la tierra en dirección a la Patria, puntos de parada en que se le invita a descansar un momento de sus habituales ocupaciones terrenas para dedicar su atención a las sublimes esperanzas de su destino inmortal.

Es indispensable que suspenda el hombre sus trabajos de acá, para enderezar todos sus pensamientos exclusivamente a aquel más allá al que se dirige.

Las Fiestas llaman al orden a esos pobres extraviados del verdadero camino real; las Fiestas entreabren el Cielo y dejan derramarse de allá un rayo de luz sobre las frentes cansadas por la congojosa lucha de la vida; las Fiestas despiertan los corazones dormidos o aletargados.

¡Santas Fiestas de la Iglesia de Dios! ¡Benditas sean ellas, que más almas han consolado, más pasos vacilantes han sostenido, más corazones marchitos han rejuvenecido, más frentes rugosas han serenado, que todas las sentencias de los filósofos y consejos de los humanos moralistas!

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Nace de ahí, sin duda, la guerra que tiene declarada el demonio a las Fiestas cristianas y a su debida y ortodoxa celebración.

Contra la debida conmemoración de las Fiestas siempre ha tenido el hombre dos principales enemigos: la codicia, impulsándole a profanarlas por el trabajo que en ellas le está prohibido; y la disipación, convidándole a emplearlas en diversiones y pasatiempos contrarios a su santificación, sea por su naturaleza misma, sea por su exceso.

Pero resaltemos el aspecto de la guerra sistemática, calculada y verdaderamente satánica que lleva emprendida la moderna Revolución contra las Fiestas Cristianas.

Aquel grito feroz de los impíos en el Antiguo Testamento, Salmo 73: Hagamos cesar sobre la tierra las Fiestas de Dios, es el lema constante de la Revolución. Bien conocen el infierno y la masonería que el medio más seguro de borrar del corazón de los pueblos la idea de Dios es que dejen de ser celebradas y caigan en menoscabo sus solemnidades.

La Revolución combate las Fiestas Cristianas, procurando su reducción y oponiendo a ellas el deslumbrador aparato de ciertas otras fiestas laicas o civiles. Y cuando no puede de otra manera, las combate falsificándolas y desnaturalizándolas, a fin de que, conservando su propio nombre y exterior apariencia, vengan a perder su genuino carácter y verdadera significación, y por consiguiente su intrínseca virtud y eficacia.

De allí la importancia de que se celebren, como se debe, todas las Fiestas del Calendario Católico. Todo es grande en ellas, nada insignificante; todo es expresivo y de altísima representación y de sin igual belleza.

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Hecha esta introducción, vengamos a la Fiesta de hoy, la Sagrada Familia.

Todo comenzó con los Desposorios de Nuestra Señora y el Buen San José.

Al llegar a los quince años, según creencia muy autorizada, los sacerdotes propusieron a la Virgen María que recibiese esposo, como era costumbre en su pueblo al llegar a esta edad. El celibato era poco menos que desconocido en aquel pueblo de condición grosera.

El Padre Eterno, que quería virgen a la futura Madre de su Unigénito Jesús, quería juntamente que estuviese como escondida su virginidad bajo los velos del santo matrimonio. Además, deseaba honrar y santificar de esta manera el estado conyugal, que muchos herejes después habían de pervertir y hasta querer destruir con abominables doctrinas, y que muchos malos cristianos habían de deshonrar con infames costumbres.

Su intención era dar a la familia cristiana y al hogar según Dios, el alto ejemplo de las virtudes domésticas y caseras, en la persona de tres seres privilegiados que representasen allí los deberes del padre, de la esposa y del hijo, en el más sublime ideal de perfección que pudiese jamás ofrecerse a todos los futuros esposos, padres e hijos.

Por todas estas razones fue congruente que se desposase la Virgen María. Y el elegido por Dios para la dignidad de esposo suyo fue un varón justo de su propia tribu, del Rey David, llamado José; el cual, aunque de sangre ilustre, vivía en humilde condición y ejercía en Nazaret el oficio de carpintero para ganar su cotidiano sustento.

Del templo salió, pues, la modestísima Niña, y cambió el silencio y la misteriosa penumbra de él, por la vida en un hogar y en el taller de un artesano.

Sin mengua de su virginidad, de común acuerdo y por inspiración divina ofrecida a Dios, vivían aquellos Santos Esposos la vida del honrado matrimonio, que después de ellos han ennoblecido tantos y tantos héroes del Cristianismo.

Allí, las manos callosas de José labraban con las herramientas del oficio la tosca madera, mientras las suaves y delicadas de María atendían los domésticos quehaceres, y el divino Niño ayudaba ya al uno ya al otro de los virginales Esposos en lo que le permitían su fuerza y edad. Allí, durante poco menos de treinta años, creció y vivió el Hijo del Padre, sujeto a María Santísima y al Buen San José, comiendo primeramente de los sudores de ellos, y trabajando después como ellos para ayudarles a ganar con el suyo el negro pan del humilde trabajador. Allí oyeron los castos Esposos y el agraciado Niño rugir contra ellos el huracán de la feroz persecución, o el aire sutil de la maledicencia y de la envidia; y allí, alzando al Cielo manos, ojos y corazón, rindieron gracias al Eterno, y mutuamente se alentaron al sosiego y a la paciencia.

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La Sagrada Familia, en su vida en la casita de Nazaret, es el modelo y el intercesor de las familias cristianas. Con ocasión de esta Fiesta, consideremos el hogar doméstico, primer fundamento social.

¿Qué es la Casa, el Hogar?

El paganismo, aun en medio de sus profundas aberraciones, la consideró como lugar en cierta manera sagrado; el hogar doméstico era para los politeístas romanos altar de los Lares y Penates, dioses domésticos de la mitología romana que protegían el hogar y la subsistencia de la familia.

El Cristianismo llamó iglesia doméstica al hogar de la familia cristiana, para darnos una idea del respeto y veneración de que deseaba verla rodeada.

En efecto, la casa no es sólo el techo que nos cobija, la habitación que nos defiende; es más que todo eso; es el lugar en que vivimos la vida más íntima del corazón y de los puros y santos afectos; es el teatro de nuestros más hondos pesares y alegrías; es el tribunal de la más alta autoridad que existe después de la divina, que es la del padre; es la primera escuela donde recibe nuestro corazón y nuestra inteligencia las más importantes lecciones de la vida; es finalmente el secreto tabernáculo de ese tan apretado ramillete de corazones que se llama familia.

Casa, Hogar, significa lo que agrupa, lo que estrecha, lo que funde en una sola entidad los amores, los intereses, las afecciones, los recuerdos de una porción de individuos por cuyas venas circula una misma sangre.

Amar la Casa, aun en el lenguaje familiar, significa amar el marido a la mujer y ésta a aquél, y ambos a los hijos, y amarles los hijos a ellos, y amarse los hermanos entre sí… Y abandonar la Casa, disolverse la Casa, significa la ruptura triste y violenta de aquellos dulces lazos…

La Casa, el Hogar doméstico, es el santuario de la familia, y es siempre lo más sagrado que en el orden puramente natural y humano existe entre nosotros.

Comprenderemos por ahí la importancia que en el orden social tiene la conservación de la Casa en su verdadero y debido modo de ser. La sociedad civil, que no es en el fondo sino como una federación o armónico conjunto de sociedades domésticas, será buena si éstas son buenas, mala si éstas son malas. Allí donde falte este principio, inútil será la perfección más estudiada de las formas de gobierno, vana la sabiduría de los legisladores, pues corrompido y en disolución lo que es elemental y primordial en el organismo, es consecuencia que todo él experimente la corrupción y disolución precursoras de la muerte.

Ahora bien, no sólo bajo el punto de vista de la ley cristiana, sino incluso del mero buen sentido natural, el orden de la Casa o sociedad doméstica consiste en la unidad; de modo tal que una sea la religión, una la autoridad, uno el interés, unas las afecciones.

La familia no puede existir ordenada sino a condición de ser perfecta comunidad; y para que sea perfecta deben ser comunes los gozos y sufrimientos, comunes el techo y la mesa, comunes los intereses, comunes los deseos y enderezados a un mismo fin común.

Buscarse en la familia alguno o algunos de sus individuos recreaciones aparte, amistades aparte, negocios aparte…, es destruir esa hermosa solidaridad que constituye, no sólo su encanto, sino su esencial fundamento.

Un individuo de la familia no puede, por regla general, aislarse de ella, sino cuando las circunstancias especiales de la vida le ponen en situación de constituirse centro de otra nueva. Deja entonces de ser rama del árbol en que nació, para hacerse, a su vez, tronco de otro árbol de que van a nacer nuevas ramas.

Son estas nociones triviales, vulgares de puro llanas; sin embargo, nuestros tiempos de relajamiento de todos los vínculos nos las muestran puestas muy frecuentemente en olvido.

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El Liberalismo, que reina hoy tanto en la sociedad doméstica como en la sociedad civil, no se amolda fácilmente a la severidad de estas doctrinas.

El espíritu del siglo quiere hoy que la familia tenga apenas común el techo y la mesa unas breves horas al día…; en lo demás, la independencia, la disgregación, el vivir cada uno por su cuenta.

La moda impone a los esposos una cierta separación o mutuo alejamiento, más parecido a divorcio legal que a estrecha unión de casados.

Así vive hoy la familia en muchos grandes centros de esa sociedad paganizada y apóstata del Cristianismo. El más o el menos de tal disolución está en relación con el mayor o menor grado de descristianización que hay en ella.

«Sobre todo aislad al hombre de su familia». Esto ha dicho Satanás al oído de sus ministros temporales; y éstos han repetido la consigna a los miles y miles de instrumentos suyos que ejecutan ciegamente en todo el mundo sus órdenes nefandas.

Y el católico ha secundado inconscientemente este programa infernal, y ha tenido a gran honra cooperar en sus respectivas poblaciones a la formación de centros disolventes de la vida doméstica.

La instrucción dictada desde las oficinas de la Alta Venta se ha cumplido en todas partes. Bien se ha ejecutado el mandato. Puede estar satisfecho Luzbel… Apenas hay ya familia.

«Sobre todo aislad al hombre de su familia»…; esta es la base del programa demoledor. Y cuando digo hombre, me refiero tanto al varón como a la mujer.

Ante esta afirmación revolucionaria y francamente satánica, ¿cuál debe ser la afirmación católica? Claro se ve que debe ser la más radicalmente opuesta a aquella.

«Sobre todo que no se separe el hombre de su familia»; este debe ser el punto de partida de todo programa de restauración social.

Viva en familia el que desee conservarse y conservarla en toda su integridad de ideas y de costumbres; rece en familia, lea en familia, trabaje, si puede, en familia, pasee en familia, diviértase en familia, hágalo todo en familia. Todo con ella y nada sin ella.

¿Qué prueba más elocuente puede aducirse en favor de la influencia doméstica? Por eso la aborrece tanto el infierno y ha trabajado tanto contra ella.

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En segundo lugar, el infierno dirige con más ahínco sus ataques para lograr que desaparezca Jesucristo de la familia.

Ciertos padres y madres de hoy parecen haber desterrado a la Religión de su hogar, según tienen olvidadas allí todas las prácticas de ella. Apenas se reza ya en familia, apenas se oye en ella el nombre de Dios. Toda la importancia se da a la vanidad, al lujo exagerado, a las culpables diversiones.

Hoy Dios no reina en muchas familias; pero reinan, en cambio, el egoísmo, la desconfianza, la relajación de los vínculos más sagrados.

¿Es esta la familia cristiana como la quiere la Sagrada Familia? ¡No! Es como la quiere el demonio. ¡Quitadle, pues, ese señorío a Satanás! ¡Recobradlo y protegedlo para no perderlo!

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Finalmente, es evidente que Satanás muestra decidido empeño en apoderarse de los niños, y el mundo lo secunda, y muchos padres lo favorecen de un modo espantoso en esta obra infernal de robárselos a Dios.

¡El síntoma más horrible de nuestros desventurados tiempos es la corrupción de la niñez! Roguemos, pues, hoy a la Sagrada Familia por los niños.

¡A quién no entristece ver en poder del infierno tantas almas tiernas, que debieran ser el bello adorno y la más preciada esperanza de las familias, de la sociedad y de la Iglesia! Unas, entregadas a la educación perversa en escuelas impías; otras presenciando cada día ejemplos corruptores de aquellos mismos que para el bien debieran ser su espejo y su luz. ¡Y cuántos quedarán en poder de ese enemigo la mayor parte de la vida, y cuántos eternamente!

Bien merecen estas víctimas de la astucia infernal las súplicas más fervientes. Roguemos por ellos, para que la Sagrada Familia los libre de los lazos que se le tienden, de los falsos maestros, de los malos padres, de las lecturas perversas, de los amigos de perdición…

Pidamos hoy a Jesús, María y José por las familias de la Inhóspita Trinchera. ¡Oh Jesús, María y José! Sed Vosotros los verdaderos Padres de familia de todas éstas acá en la tierra, para que juntas formen un día con Vosotros la dichosísima familia del Cielo.