ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO – CAP XIX – ¿POR QUÉ SINTIÓ GOZO EL ALMA DE JESUCRISTO EN EL OFRECIMIENTO DE SU VIDA?

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

CAPITULO XIX

¿POR QUÉ SINTIÓ GOZO

EL ALMA DE JESUCRISTO

EN EL OFRECIMIENTO DE SU VIDA?

Todos los libros hacen resaltar el dolor de Jesucristo en su Pasión y hacen muy bien, enseñándonos a unirnos a sus penas; pero no se medita bastante el gozo del alma de Jesús, tanto en el ofrecimiento de su vida como en los tormentos de su Pasión.

Esto no es opinión mía, ni son mías las ideas. Es doctrina de la teología y del santo ermitaño a quien yo admiraba y oía. El hombre de Dios me dijo cosas pocas veces oídas, y que en aquella amena soledad me orientaban hacia una vida más interior.

Pienso yo aquí en mi retiro, me decía, muy unido a Nuestro buen Dios, que el dulcísimo Jesús sintió durante toda su vida un gozo inmenso e inexplicable en ofrecer la vida a su Padre Celestial y en aceptar la muerte. Que en los treinta años pasados en el silencio de Nazaret, continuamente se estaría ofreciendo y gustando el gozo de ofrecer su vida escondida y de morir públicamente y deshonrado. Porque el futuro no era ningún misterio para Jesús.

Gozan los religiosos que de verdad han salido del mundo y viven sólo para Dios, y los santos solitarios en su desierto, de haberse ofrecido del todo a Dios, hasta en sus pensamientos y recuerdos. ¿No había de sentir Jesús un placer mayor que todos juntos al estarse continuamente ofreciendo con la seguridad que no tenían los solitarios por santos que fuesen ni tienen los religiosos más espirituales, de que su Padre Celestial se complacía en su ofrecimiento y lo aceptaba con amor? Sabía Él que había venido a darse; que su persona y todos sus actos eran sólo para la gloria del Padre y que de ese modo labraba también la redención de los hombres. El corazón de Cristo con todas las divinas ilusiones de sus años de niñez, pubertad y juventud, saltaba de gozo ofreciendo las alegrías y el brillo de su inteligencia a su Eterno Padre; por este ofrecimiento, era muy superior su alegría a las alegrías de todos los hombres; este goce inefable y el placer de ofrecer su vida al Padre fueron inconmensurablemente más grandes e intensos que el más intenso dolor de su sacratísima y dolorosa Pasión.

Quizá, me decía, le causen sorpresa estas afirmaciones. Yo siento gozo en meditarlas y juzgo que si se meditasen más, a muchos alentarían como me alientan a mí.

No es esto un entusiasmo infundado. Es la verdad de la teología. ¡Quién me diera la soledad de Jesús en Nazaret y su ofrecimiento, para poder sentir su altísimo gozo! ¡En aquel silencio y oscuridad, como desde la cruz, daba gloria a Dios, más que toda la creación junta!

Nadie ha comprendido como Jesús lo que es dar gloria a Dios. Decimos que Dios hizo el mundo y todas las cosas para su gloria, y así es en verdad, porque Dios no puede tener un fin menos noble que Él mismo, ni menos alto.

San Juan Crisóstomo repetía, como expresión del deseo de su corazón, que todo sea en gloria de Dios. San Ignacio de Loyola tomó como lema suyo y de su Orden esta frase: Todo sea a mayor gloria de Dios. El anagrama final de los escritores e impresos de los Carmelitas y de otras Órdenes religiosas es: Loado sea Dios y la Virgen Madre. Santo Tomás de Aquino, al recibir al Señor como Viático en los últimos momentos de su laboriosa vida, hizo esta manifestación: Te recibo a Ti, precio de la redención de mi alma; a Ti, por cuyo amor estudié, velé y trabajé; y te prediqué, y enseñé a Ti, ni dije algo contra Ti; pero no soy pertinaz en mi pensamiento, y si dije algo incorrecto de este Sacramento, todo lo someto a la corrección de la Santa Iglesia Romana, en cuya obediencia salgo ahora de esta vida (1). Muchos años antes había hecho una declaración semejante al morir San Edmundo, Obispo. En todo habían buscado la gloria de Dios.

Santa Teresa de Jesús, con estilo más difuso, pero más encantador y no menos expresivo, dice de sí misma: Esto sabe Él bien, o yo estoy muy ciega, que ni honra, ni vida, ni gloria, ni bien ninguno en cuerpo ni en alma hay que me detenga, ni quiera ni desee mi provecho, sino su gloria (2).

Pero nadie ha podido ni podrá jamás comprender como Jesucristo lo que es dar gloria a Dios; nadie como Él ha sabido el mérito encerrado en el ofrecimiento voluntario y amoroso hecho a Dios de la propia vida y del propio ser con todas sus actividades y perfecciones; porque nadie puede comprender como Jesucristo lo que es Dios, las infinitas perfecciones y magnificencias del Señor. El entendimiento humano de Jesús, desde el momento de su creación, excede en capacidad de entender no sólo a todas las criaturas que tienen actualmente inteligencia, sean hombres o sean Ángeles, sino a cuantas criaturas inteligentes quiera crear el Señor en toda la eternidad; excede a todos desde el momento en que fue creado y unido hipostáticamente a la Persona Divina del Verbo. Nadie puede ni acercarse al conocimiento que el entendimiento humano de Jesucristo tiene de Dios y de sus perfecciones infinitas.

Sólo Él conoció y vivió los efectos insondables del divino amor. Nadie como Jesucristo sabe lo que es dar gloria a Dios, porque este conocimiento está en proporción del conocimiento que se tiene del mismo Dios, de su magnificencia y perfecciones.

Y por esto mismo, perfectísimo como era, buscó en todo y procuró en todo la gloria de Dios y su gozo fue dar esa gloria al Padre.

Primero, en el silencio de Nazaret durante treinta años. Nadie ha podido ser tan humilde como Jesús, porque nadie ha visto como Él las perfecciones que tenía y que todas las había recibido gratuitamente.

Sin ningún merecimiento anterior, Dios, por pura bondad, al crear su alma, la dotó soberanamente y la unió al Verbo. El alma de Jesucristo había recibido más dones que toda la creación y los había recibido gratuitamente de Dios; no podía engreírse; era la humildad misma y se ofrecía toda a Dios en agradecimiento.

Vive treinta años en Nazaret, sabe todas sus altísimas perfecciones, las recoge todas y, en su incomprensible silencio de amor, las dirige a Dios y vive sólo para el Padre. ¿Qué sabe el mundo sobre esta vida de ofrecimiento continuo en divino amor y heroico silencio de Jesús? Y con ello está dando a Dios ininterrumpidamente gloria infinita.

Después, con la predicación del Evangelio, y por último, en la Cruz. Ofreció su vida en Nazaret, en los campos de Palestina y en el Calvario.

Jesucristo vino al mundo para redimirnos. Esta verdad es ciertísima; nos la enseña la fe. Pero la teología enseña igualmente que Jesucristo vino al mundo y se encarnó para que hubiese en lo creado quien pudiera dar gloria a Dios como merecía y amarle con amor infinito. La Encarnación del Verbo es el gran misterio de Dios en sus obras; el centro de la creación y lo que da más eminente gloria a Dios. Así lo resume San Pablo: Todas las cosas son Vuestras…; vosotros, empero, sois de Cristo, y Cristo es de Dios (3).

Jesucristo fue el amor infinito en la tierra. Amó a Dios sobre todo cuanto se le puede amar y recogió todo nuestro amor y nuestro ofrecimiento y el amor de todas las criaturas espirituales que aman al Señor, y como Sacerdote Eterno, se lo ofreció unido a su propio amor y ofrecimiento con mérito infinito, ya que por la unión hipostática con la Segunda Persona de la Trinidad beatísima es Dios. El alma de Jesucristo, su entendimiento humano y su voluntad humana, eran una sola persona divina con el Verbo Eterno y todas las acciones eran divinas.

Sólo Jesucristo ha sabido lo que era dar gloria a Dios y sólo Él ha podido dársela perfecta, y lo hizo. Esto explica el silencio misterioso de treinta años en Nazaret. Allí estuvo consagrado sólo a Dios. Él nos dijo en el Evangelio: No busco mi gloria (4); recogió toda la alabanza y todo el amor de las almas puras, humildes y santas; todo lo que tiene eco y luz de agradecimiento y perfecciones en la creación y uniéndolo a su propia alabanza, como Sacerdote Santísimo, como Cabeza y Rey Supremo de la creación, lo entregó al Padre.

Tú recogiste, oh Jesús mío, mis obras, mis deseos y los de tantas almas santas como te aman, y para bien y mérito mío, los uniste a los tuyos y los ofreciste con amor infinito a Dios. ¡Bendito seas por tu amor y tu bondad! Quiero cada día amarte más. Por Ti buscamos tantas almas la silenciosa y apartada soledad. Como Tú y por Ti, aspiramos a ser sólo para Dios.

Porque Jesucristo comprendía tan altísimamente lo grande que era buscar la gloria de Dios, vivió casi toda su vida enseñando con su ejemplo pobre y desconocido. Medios no claros para la razón humana, pero los más aptos según la voluntad divina. Vivió ofreciéndose total, continua y perfectamente a Dios.

Toda su vida fue una continua renuncia, una muerte de sus gustos y un perfecto y ardentísimo holocausto que terminó en la Cruz. Era todo eso la gloria de la creación y se la ofrecía a su Eterno Padre. Nadie ha podido igualar este ofrecimiento, que, a imitación suya, han hecho después millones de almas, las más puras del mundo, consagradas al Señor.

Jesucristo sabía el modo de cantar la perfecta alabanza y lo hizo con soberano silencio y total donación.

Si leemos de muchos Santos que la luz recibida sobre alguna de las perfecciones divinas les sacaba fuera de sí y les arrebataba en éxtasis; si hablando de las grandezas de Dios, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz quedaron los dos suspendidos en el aire por el exceso de conocimiento y regalo, ¿qué no sentiría el alma de Jesús en aquella altísima comprensión? ¿Cómo no ungiría su espíritu con suavísima dulzura el bálsamo del Espíritu Santo?

A sus Apóstoles comunicó esta preciosísima noticia: Yo te he glorificado en la tierra; tengo acabada la obra, cuya ejecución me encomendaste. Ahora, glorifícame Tú, oh Padre, en Ti mismo, con aquella gloria que, como Dios, tuve yo en Ti antes que el mundo existiese (5).

Cuando Jesús dijo estas palabras, ya había aceptado la muerte y se había despedido de los Apóstoles con la Última Cena.

Si Santa Teresa de Jesús decía que el alma que ha bebido en la fuente de la Vida querría tener mil vidas para emplearlas en Dios, y todas cuantas cosas hay en la tierra fuesen lenguas para alabarle (6), Jesucristo lo realizó. Ofreció su vida una vez e instituyó la Eucaristía, para poder ofrecer millones de veces su vida de un modo maravilloso y con insondable amor para la gloria de Dios y bien de las almas (7).

(1) El espíritu sacerdotal del Angélico en su testamento intelectual, por el Cardenal Gomá.

(2) Santa Teresa de Jesús, Relaciones, m.

(3) Sari Pablo: I A los Corintios, III, 23.

(4) San Juan, VII, 26.

(5) San Juan, XVII, 4, 5.

(6) Santa Teresa de Jesús, Morada VI, cap. IV.

(7) De la hermosura de Dios y de su Amabilidad, por el P. I. E. Nieremberg, lib. II, cap. VII, pár. V.