P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

FIESTA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea, en los días del rey Herodes, he aquí que unos Magos vinieron del Oriente a Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el Rey de los Judíos, que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en Oriente, y venimos a adorarlo. Y oyendo esto el rey Herodes, se turbó, y toda Jerusalén con él. Y, convocando a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Cristo. Y ellos le dijeron: En Belén de Judea; porque así está escrito por el Profeta: “Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña de entre los príncipes de Judá: porque de ti saldrá el Caudillo que regirá a mi pueblo Israel”. Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se enteró bien por ellos de la aparición de la estrella; y, enviándolos a Belén, dijo: Id, y preguntad con diligencia por el Niño; y, después que lo halléis, decídmelo a mí, para que, yendo yo también, lo adore. Y ellos, habiendo oído al rey, se fueron. Y he aquí que la estrella, que habían visto en Oriente, les precedía, hasta que, llegando, se paró sobre donde estaba el Niño. Y, al ver la estrella, se regocijaron con grande gozo. Y, entrando en la casa, encontraron al Niño con su Madre María; y, postrándose, lo adoraron. Y, abriendo sus tesoros, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra. Y, avisados en sueños, para que no tornasen a Herodes, regresaron a su patria por otro camino.

Solemnizamos hoy la gran Fiesta de la Epifanía de Nuestro Señor.

Se cambia de repente la decoración. El humilde grupo del portal, con sus pastores en torno del Pesebre del Niño recién nacido, se transforma en brillante cortejo de reyes que vienen a ocupar su lugar.

Púrpuras y armiños en vez de zamarras; ronco son de trompetas en vez del barullo pastoril y del balido de las ovejas; pajes, camellos, ricos dones de oro, incienso y mirra, coronas y diademas que se postran humilladas a los pies del Divino Infante; la majestad real acompañada del prestigio de la ciencia rindiendo pleito homenaje al que a boca llena aclaman Rey…

He aquí la espléndida escena de este día, he aquí el grandioso asunto de esta Fiesta.

María, Virgen y Madre, y el Buen San José, sin vanidad de ricos y sin embarazo de pobres, aceptan con noble sencillez, en nombre del Niño Dios, el vasallaje de aquellas cabezas coronadas.

Hasta los Ángeles parecen suspender su regocijado Gloria in excelsis para atender solícitos a aquella nueva adoración, para la cual, no ellos, sino una estrella al efecto creada, ha servido de especial mensajero y embajador.

Los tres Reyes, Gaspar, Melchor y Baltazar, con la llama de la fe que arde en su corazón y se refleja centelleante en sus ojos, de rodillas sobre el humilde suelo, besan del Niño Divino el pequeño pie, que mal encubren toscos pero limpios pañales.

Cielos y tierra presencian mudos de admiración ese beso, que por medio de tan augustos representantes suyos ofrecen en este día las razas gentiles al común Redentor, que se ha dignado llamarlas a la Fe y a la Gracia.

¡Gran día y gran acto, gran inauguración de todos los misterios que han de dar por resultado hacer de todo el linaje humano el nuevo pueblo escogido, numeroso inmenso rebaño de todas las ovejas fieles en un solo redil y bajo el cayado de un solo Pastor!

Se abre la nueva era con inusual pompa y majestad…

Por su propia mano se escoge el Niño Rey estos sus primeros misioneros en la gentilidad para que le anuncien los albores de la buena nueva, que más tarde sellarán con su sangre esos anticipados apóstoles de ella.

El Verbo Encarnado ya no es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob en el sentido que dio a esta expresión el exclusivismo nacional del pueblo hebreo.

Hijos de Abrahán van a ser todos los pueblos por la Fe, no por la circuncisión; y ha llegado la hora en que hasta de las piedras saque el dedo de Dios nuevos hijos a aquel viejo padre de los creyentes, con mayor maravilla que cuando con su poder logró dárselos del seno estéril de Sara su anciana mujer.

Va a sonar, en efecto, en el reloj de los siglos, la hora feliz en que toda alma podrá alzar su grito llamándole a Dios Abba, Pater. ¡Padre nuestro que estás en los cielos!

Se han confundido las fronteras, rellenado las zanjas, abatido los muros de división; ya no hay diversidad de israelita o gentil, de bárbaro o romano, sino un solo pueblo en la tierra como un solo Dios en el Cielo, como un solo Bautismo y una sola ley para toda la familia de Adán, vuelta a su primitiva unidad por su Primogénito Jesucristo, que la va a reengendrar con su Sangre y a honrar con su apellido de cristiana.

Razón tiene la Iglesia de Dios en celebrar este recuerdo con gran fiesta y en repetirla ocho días seguidos con privilegiada Octava.

Razón tiene en aplicar a sí misma aquellas grandiosas palabras del más elocuente de los Profetas, soberbio tapiz oriental que ante nuestros ojos despliega cada año la Iglesia en esta grandiosa solemnidad:

Levántate, ilumínate, Jerusalén, porque ha llegado tu luz, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti. Porque he aquí que las tinieblas cubrirán la tierra, y la oscuridad los pueblos: mas sobre ti nacerá el Señor, y su gloria será vista en ti. Y caminarán las gentes en tu luz, y los reyes al resplandor de tu astro. Alza tus ojos en torno, y mira; todos estos se han reunido, han venido a ti; tus hijos vendrán de lejos, y tus hijas surgirán de todas partes. Entonces verás, y brillarás, y se admirará y se dilatará tu corazón, cuando se hubiere vuelto a ti la multitud del mar y hubiere acudido a ti la fortaleza de las gentes. Te cubrirá una inundación de camellos y dromedarios de Medián y Epha; vendrán todos los de Sabá, trayendo oro e incienso, y tributando alabanzas al Señor.

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La Epifanía encierra verdaderamente toda la plenitud de la salvación que comporta la venida de Cristo. Su solo nombre lo indica ya; pues Epifanía significa aparición, manifestación. Es el término técnico usado en la antigüedad para designar la visita del Emperador.

Es muy significativo ver con qué orgullo la primitiva Iglesia, que no tenía todavía poder político o cultural, designaba la venida de Jesucristo con el nombre de Epifanía. Siempre ha visto en Él al Rey del Imperio Eterno, que honra con su visita al mundo y en particular a la ciudad de Jerusalén, para colmarla con la plenitud de su gloria y hacerla Jerusalén Celestial.

Apenas si habrá otra Misa que contenga mayor brillo y más intensa luz que la Misa de la Epifanía del Señor.

Esta entrada triunfal y luminosa del Hijo de Dios en la creación, concierne exclusivamente a Jerusalén, la Ciudad Santa de Dios, que encuentra su continuación espiritual en la Iglesia; por medio de Ella ha de establecerse la dominación de Cristo Rey. La universalidad de este poderío se advierte en la segunda mitad de la Epístola.

Esas turbas, esas, multitudes de santos, el establecimiento de ese Reino Universal, es la realización de las promesas del Adviento sobre la venida del Señor en gloria y majestad.

Esto es lo que la Iglesia celebra anticipadamente en la solemnidad de la Epifanía. Junta, en una perspectiva única, las promesas y su realización; y las reúne en una sola celebración desde el Adviento hasta la Epifanía.

Apenas si es necesario hacer notar las enseñanzas que de esto se desprenden para el pueblo cristiano, en días de inquietud como los que vivimos.

A través de los siglos, la Iglesia festeja, llena de orgullo, la Epifanía de su Rey. Ninguna potencia terrestre puede asustarla o intimidarla, porque tiene la certidumbre del triunfo final de su Cristo, en aquel día, como lo dice San Pablo, en que, destruido todo imperio, dominación y poder, no habrá lugar sino para el Reino del Señor Jesucristo.

Pues bien, lo propio de una epifanía es ser una aparición pública, una manifestación gloriosa. Por lo tanto, está claro que, si la Iglesia celebra como tal la entrada de su Señor en el mundo, es porque tiene en vista algo distinto del hecho preciso del nacimiento de Cristo; hecho en el cual casi nada deja traslucir esta gloria real.

En realidad, es la totalidad del misterio de la manifestación del Señor lo que la Iglesia celebra.

En este conjunto, la Primera Venida del Señor, en la humildad de la carne, se presenta revestida de todo el esplendor de su Segunda Venida, en gloria y majestad.

Y justamente, lo que da a esta fiesta una profundidad sin igual es que celebra, bajo forma sacramental, la manifestación final de Cristo que será el coronamiento de la Redención. La celebración presente es testimonio de la realidad futura…, refleja la esencia de la Parusía del Señor.

Al celebrar la Epifanía, la Liturgia celebra por anticipado el advenimiento glorioso de Cristo. He aquí por qué la Epifanía es la fiesta del triunfo de la Iglesia a través de todas las vicisitudes de su peregrinación sobre la tierra.

Este es el sentido de la Epifanía; así lo entendieron los mismos que compusieron la liturgia de este tiempo. Es el coronamiento espléndido del ciclo de Navidad, puesto que tiene por objeto la manifestación del Hijo de Dios en el mundo.

Durante este ciclo, la Iglesia nos hace vivir, en forma resumida y altamente conmovedora todo el misterio de la venida del Señor, desde su Advenimiento en la humildad de la carne, hasta el día glorioso de la Parusía, de las Eternas Bodas del Cordero, del Rey con su Esposa Reina.

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Jesucristo es Rey, he aquí la idea que más resalta entre el conjunto de las muy elevadas y gloriosas que ofrece esta Solemnidad.

Sí, Jesucristo es Rey, y el eterno Padre es quien, a los pocos meses de nacido, manda le sean tributados esos honores Reales, por personas Reales, y en presencia y a despecho de otra persona Real, para que con esta contradicción aparezca aún más calificado el caso.

Los Magos, entrando en Jerusalén, corte de Herodes, no ocultan que van a ofrecer homenaje a otro Rey. Así es que se les oye repetir con el mayor desembarazo estas textuales palabras: ¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto en Oriente su estrella, y venimos a adorarle.

Y se sorprende Herodes y se da por entendido; y comprende que se habla del Mesías, y tiembla por la seguridad de su usurpado trono; y manda consultar los libros de los Profetas, para que se le diga dónde debía nacer este Rey.

Prueba esto que todos sabían de qué Rey y de qué Reinado se estaba tratando.

Y cuando le dicen los doctores que el lugar de su nacimiento debía ser, según los vaticinios, Belén, va y refiere a los Magos esta respuesta; pero les encarga vuelvan a darle cuenta del resultado de su viaje, para ir, dice, él también después a adorarle; escondiendo con estas palabras el perverso su negra intención de hacerle desaparecer.

Sí, Jesucristo es Rey; nadie vacila aquí sobre este su carácter de realeza; la confiesan así amigos como enemigos; así los que van a visitarle con presentes para reconocer su Real soberanía, como los que se proponen destruirla por medio del asesinato.

Con este carácter Real se anuncia el Salvador al género humano desde Belén; con el mismo se presenta y no lo niega ni lo encubre ante Pilatos; con el mismo muere en la Cruz, bajo el rótulo que como postrer certificado escribe allí la mano del propio juez que falló el proceso: Jesús Nazareno, Rey de los judíos.

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Significa esto que Jesucristo tiene la plenitud de la autoridad en el pueblo cristiano, no sólo para imponer su Ley a los individuos, sino también para dictarla a las colectividades y naciones.

Jesucristo tiene sobre el mundo dos clases de soberanía:

– la individual, de que exigirá en la hora del juicio estrecha cuenta a cada uno de los hombres por lo que mira a su conducta particular;

– y la social, de que han de responder los gobernantes de pueblos tocante al régimen y gobernación cristiana de ellos, y aun los mismos más oscuros ciudadanos en la parte más o menos significada que les toque desempeñar en esta gobernación.

Cristiana, es decir, sujeta a Jesucristo, debe ser toda racional criatura; y cristianas, es decir, marcadas con el sello de Jesucristo, deben ser todas sus cosas, sus letras, sus ciencias, sus artes, su hogar, sus leyes, sus instituciones todas.

Cristiana, es decir, organizada según Jesucristo, debe ser, en una palabra, toda función social, toda justicia que se administre, toda legislación que se dé; como que todos en la sociedad, desde el magistrado supremo que da su última sanción a las leyes hasta el postrero de los vasallos que las ha de cumplir, deben el uno dictarlas y el otro cumplirlas únicamente según Cristo y para servir a Cristo.

Luego el Liberalismo, o sea el sistema que en mayor o menor grado predica, o procura, o autoriza la emancipación del Estado respecto de la autoridad de Jesucristo, es radicalmente impío y anticristiano; grave pecado del entendimiento y de la voluntad, que para un cristiano equivale a la formal apostasía.

De lo cual se deriva que sólo es sana la filosofía que enseña a gobernar los Estados según los principios cristianos; y que no es sana la que se opone a ellos, o simplemente se les muestra indiferente, aunque no les quiera parecer hostil.

Sí, porque en este punto no cabe neutralidad. Se reniega de la soberanía divina por el mero hecho de no profesarla y de no defenderla abiertamente.

Después de la venida de Cristo Dios hay, pues, en el fondo sólo dos políticas en el mundo: la que defiende y propone el Reino de Cristo, y la que le combate…; la de los Magos y la de Herodes.

La primera, noble, leal, religiosa, guiada por la Iglesia Católica, que es su estrella, conduce a los pueblos al conocimiento de Cristo y a su adoración acá en la tierra, para facilitarles su eterna posesión en la otra vida.

La segunda, solapada, maquiavélica, cifrando únicamente en el bienestar y en el orgullo terrenos su ideal, no tiene otro norte para llegar al poder que sus groseras concupiscencias.

Veamos cuán desde lejos empieza la cruda batalla que trae dividido y enfrentado en irreconciliables bandos al mundo actual…

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Hemos nombrado la estrella, y bien merece este punto algunas reflexiones particulares.

Nuestra vida no es más que un breve viaje que hacemos desde la cuna a la eternidad.

El objeto de este viaje es análogo al de los Magos: conocer y adorar a Cristo Rey acá en la tierra para poseerle después en el Cielo.

Análogo viaje, y que hacemos de similar manera. Atravesando alguna vez solitarios desiertos, y otras cruzando populosas ciudades, entre amigos que favorecen nuestras miras, y entre enemigos que procuran apartarnos de ellas.

Brillando siempre, empero, ante nuestros ojos, día y noche, la estrella de la Religión.

Por ella sabemos de dónde salimos, y a dónde vamos, y por dónde hemos de pasar para llegar a la meta; y cuáles medios han de ayudarnos, y cuáles dificultades han de entorpecernos.

Se anda bien, mirando siempre fijo a la estrella y no apartándose un punto de su infalible dirección.

Dedo es de Dios, que nos señala, sin que quepa engaño en ella, los seguros senderos de nuestro eterno porvenir.

Medio eficaz de no errar es dejarse conducir en todo por ella, no escuchar lo que a derecha e izquierda nos digan las voces del mundo, que suelen ser de astutos y pérfidos Herodes, que nos quieran extraviar.

Es ella la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

Sólo dejan de percibirla los que, cerrando de propósito los ojos, se sumergen a sí mismos en voluntaria ceguera.

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Adelante, pues, fijo y sin pestañear el ojo del alma en esta lumbrera celestial que ha encendido la mano de Dios en medio de los oscuros horizontes de la vida, para que en todos los casos dudosos de ella tuviese el hombre a quien consultar.

La estrella fue la revelación de Cristo para los Magos; después de ellos la Revelación Católica es la estrella de Cristo para todos nosotros.

Y la Revelación Divina es la Iglesia Católica; estrella segura de nuestra peregrinación; y con ella por norte se llega sin falta a la definitiva adoración y posesión del Niño Dios.

Mas no basta seguir la estrella y dejarse guiar por ella, porque no basta al fiel creyente el acto de fe. Los Magos fueron a Belén, pero fueron allá con ricos presentes.

Fe es el principio y raíz de la vida cristiana; buenas obras deben ser su complemento indispensable; pues fe sin obras, ha dicho un Apóstol, muerta fe es.

No caigamos, pues, en el error protestante, que dice que basta creer; ni en el error naturalista, que dice que basta obrar bien.

Ni basta obrar bien, ni basta creer bien; porque ni sirven las obras humanamente honradas, sin el principio sobrenatural de la fe; ni basta el principio sobrenatural de la fe, sin el fruto de las buenas obras.

Vayamos, pues, a adorar a Jesús guiados por la estrella; pero vayamos con los presentes más ricos de nuestro corazón: oro, incienso y mirra.

Oro, que significa la encendida virtud de la caridad; incienso, que simboliza la constante plegaria y oración; mirra, que representa la abnegación, la mortificación de los apetitos, la sujeción de todas nuestras pasiones al freno y yugo de la divina ley.

Así, y sólo así, es completo el homenaje cristiano a Jesús; así, y sólo así, reconoce el Niño Jesús por verdaderos servidores suyos a los que se presentan a adorarle.