FIESTA DEL SANTO NOMBRE DE JESÚS
Llegado el día octavo en que debía ser circuncidado el Niño, le fue puesto por nombre Jesús, nombre que le puso el Ángel antes que fuese concebido.
El Evangelio de la Fiesta que se solemniza este Domingo, anterior a la Fiesta de la Epifanía, nos relata que, al octavo día después de su nacimiento, el Niño fue circuncidado en la gruta de Belén y se le impuso el Santo Nombre de Jesús.
José pronunció las palabras del rito sagrado: Alabado sea nuestro Dios que ha impreso su ley en nuestra carne y marcado a sus hijos con el signo de la alianza para hacerlos partícipes de las bendiciones de Abraham nuestro padre.
El Hijo Bendito de María Virgen llegaba a ser de esta manera hijo de Abraham, el hijo de la promesa, el hombre a quien Dios, para consolar al Santo Patriarca, enaltecía con estas palabras: Yo te daré un hijo en quien serán bendecidas todas las naciones de la tierra.
El día de la circuncisión los padres acostumbraban imponer un nombre al recién nacido. El Niño del Pesebre fue llamado Jesús, es decir, Salvador. Nombre mil veces bendito que el Ángel había traído del Cielo para significar la misión del Verbo Encarnado.
Nombre sobre todo nombre, ante el cual se dobla toda rodilla en el Cielo, en la tierra y en los infiernos.
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Lo primero que se ha de considerar es quién pone este nombre al Niño; ponderando como el que principalmente impuso este nombre no fue la Virgen Santísima, ni el Buen San José, ni el Ángel San Gabriel, sino el Padre Eterno.
Es tan grande la excelencia de este Niño que ninguna criatura de la tierra ni del Cielo podía por sí misma ponerle nombre que le cuadrase, sino sólo su Eterno Padre, que le conocía, y sabía el fin para el cual se encarnaba y el oficio que había de hacer en cuanto hombre.
Por esta causa, entre muchos nombres que podía ponerle, quiso que se llamase Jesús, que quiere decir Salvador, porque su venida al mundo fue para salvarnos, y éste fue su oficio.
En efecto, este Niño merece ser llamado Jesús, Salvador y Libertador, no solamente de los cuerpos, sino también, y principalmente, de las almas, lo cual hace con tres admirables operaciones:
La primera, nos libra de toda suerte de males, de ignorancias y errores, de culpas y de penas, así temporales como eternas. De suerte que ningún mal hay tan grave del cual no pueda librarnos este Salvador.
La segunda, no solamente nos libra de males, sino que también nos concede excelentísimos bienes, para que nuestra salud y salvación sea copiosa y muy perfecta; y así nos comunica la gracia y sabiduría celestial, las virtudes y dones del Espíritu Santo.
La tercera es el modo de salvarnos, por razón del cual este nombre de Jesús ni puede convenir al que fuese sólo Dios, ni a puro hombre o Ángel de cuantos hay, sino solamente a Cristo, lo cual le es propio, por razón de ser Dios y hombre verdadero.
Porque, sólo hombre, no puede salvarnos; sólo Dios, puede salvarnos con sola misericordia; pero, Dios y hombre, nos salva también con rigor de su justicia, ganando por sus merecimientos la salvación que su Nombre significa.
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También debemos considerar cómo la Virgen Nuestra Señora declaró en la Circuncisión el Nombre que su Hijo había de tener, cuyas excelencias conoció perfectamente después que el Ángel se las reveló, y en su Corazón las rumiaba y confería, y así en este día, con suma reverencia y devoción, le tomó en su boca, y dijo: Jesús será su Nombre.
¡Qué alegría tan grande sintió la Virgen Sacratísima cuando por primera vez pronunció este dulcísimo Nombre de Jesús!
Y no sólo Ella, sino el glorioso San José y los demás que estaban presente y oyeron este Nombre, sintieron una suavidad y fragancia celestial, porque entonces comenzó a cumplirse lo que está escrito en los Cantares: Su nombre es como oloroso ungüento derramado.
¡Con qué gusto repetiría esta Señora aquellas palabras de su cántico!: Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, mi Jesús, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso. Santo es su nombre.
Pidamos a la Virgen Soberana que imprima en nuestro corazón la estima y el amor de este Santo Nombre.
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También debemos tener en cuenta las grandezas de este dulce Nombre, los beneficios que por Él nos vienen y el modo como hemos de aprovecharnos de Él.
Si bien el Nombre de Jesús es un memorial de todas las grandezas que hay en Cristo Nuestro Señor, podemos reducirlas a tres principios: porque es suma de todas las perfecciones que le convienen en cuanto Dios; de todas las gracias y virtudes que tiene en cuanto Hombre; y de todos los oficios que en cuanto Dios y Hombre hace con los hombres.
De modo tal que bien podemos deducir que, si es Jesús, luego es infinitamente bueno, santo, sabio, todopoderoso, y misericordioso; y la misma bondad, santidad y sabiduría de Dios; porque todo esto es menester para cumplir con el Nombre de Jesús.
También, si es Jesús, luego es sumamente humilde, manso, paciente, fuerte, modesto, obediente y caritativo, porque de todas estas virtudes ha de ser dechado; y de su plenitud han de recibir los hombres todas las gracias y virtudes con que se han de salvar.
Finalmente, si es Jesús, luego es Maestro, Médico, Padre, Juez, Pastor, Protector y Abogado nuestro.
De modo que en sólo Jesús tenemos todas las cosas…
Si estamos enfermos, Él es nuestra salud; si hambrientos, Él es nuestro sustento; si pobres, nuestra riqueza; si débiles, nuestra fortaleza; si ignorantes, nuestra sabiduría; si pecadores, nuestra justicia, santificación y redención.
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En este Nombre dulcísimo están encerrados todos los nombres gloriosos que los profetas dan al Mesías, que son aquellos que refiere Isaías, diciendo que será llamado Dios, Fuerte, Admirable, Consejero, Padre del siglo futuro y Príncipe de la paz.
De este modo, a Jesús le conviene el nombre de Dios, porque si no fuera Dios no podría remediarnos; y el nombre de Fuerte, porque ha de pelear y vencer a los demonios; y el nombre de Admirable, porque todo lo que hay en Él, su Encarnación, vida, muerte y resurrección fue nuevo y maravilloso.
También es Consejero y Ángel del gran consejo, porque su doctrina está llena de admirables consejos.
Jesús es Padre del siglo futuro, engendrándonos en el estado de gracia y dándonos la herencia de la gloria.
Es Príncipe de la paz, pacificándonos con Dios y con los hombres con abundancia de toda paz.
De aquí debemos elevarnos y encarecer los bienes que tenemos en el dulcísimo Nombre de Jesús, el cual es único medio para alcanzar perdón de todos nuestros pecados; es título para ser oídos en nuestras oraciones; es medicina de todas nuestras enfermedades espirituales; es arma ofensiva y defensiva contra los demonios en todas las tentaciones; es amparo en todos nuestros peligros; es luz y guía en todas nuestras ignorancias, es para nosotros dechado y ejemplo de todas las virtudes, y, finalmente, es fuego y estímulo que nos enciende y guía a procurarlas.
De estas consideraciones hemos de sacar un gran deseo de que este Nombre Santísimo esté fijo siempre en nuestra memoria, para acordarnos de Él; en nuestro entendimiento, para pensar en Él; en nuestra voluntad, para amarle y gozarnos con Él.
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Es importante considerar las causas por las cuales le impusieron este nombre al octavo día, porque, aunque el Ángel le declaró antes de la Encarnación a la Virgen Santísima y después a San José, sin embargo, en la Circuncisión se manifestó por dos causas principales:
La primera, para honra del Niño, porque viéndole su Padre tan humillado, y que tomaba aspecto de pecador, quiso que entonces fuese ensalzado, dándole un Nombre sobre todo nombre, para que se entendiese que no sólo no tiene pecado, sino que es Salvador de pecadores y perdonador de pecados.
La segunda causa, es para que se vea que el nombre y oficio del Salvador le había de costar derramamiento de sangre; porque sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados, como enseña San Pablo.
Y así, nuestro dulce Jesús, asumiendo el oficio de Redentor, dio por señal del precio que había de pagar en el rescate una poca de Sangre, que derrama en su Circuncisión con determinación de pagar todo el precio enteramente en la Pasión, derramando en ella toda su Sangre por nosotros.
Verdad es que esta poquita era bastante precio por todos los pecados del mundo, y de otros mil mundos que hubiera, por ser Sangre divina; pero su caridad y liberalidad quiso que el precio fuese toda ella; para lo cual dio licencia a todos los instrumentos que hay en la tierra para derramar sangre, que sacasen la suya con gravísimo dolor y desprecio; es a saber: el cuchillo, los azotes, las espinas, los clavos y la lanza.
El cuchillo abrió hoy la primera fuente de sangre, pero luego se cerró. Los demás instrumentos abrieron después otras, las cuales no se cerraron hasta que salió toda.
¿Qué debemos hacer por nuestra propia salvación, si tanto hizo nuestro Salvador por ella? Si a Él le costó su Sangre, ¿qué mucho que nos cueste a nosotros la nuestra?
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Tengamos en cuenta que, en cuanto Salvador, Jesucristo es Redentor y Santificador:
Se llama Redentor porque, cuando todos estábamos perdidos, hechos esclavos de Satanás, y culpables de condenación eterna, Él solo, movido de una tierna compasión hacia nosotros, nos rescató; de esclavos del demonio nos hizo hijos de Dios, y de la pena justamente merecida de la condenación eterna nos transfirió al derecho de la herencia celestial.
Y eso, no lo hizo de manera fácil, no en unas pocas palabras, como cuando creó el mundo, sino con costos y trabajos infinitos; porque el precio de nuestra redención se extendió hasta su Sangre y dar su vida, después de un inmenso dolor e inexplicables aflicciones.
Se llama Redentor, porque no nos ha comprado simplemente, sino muy abundantemente, y de una manera muy noble, pagando un precio infinito.
Y con sus méritos nos abrió una fuente de reconciliación permanente e inagotable, para que podamos, no solo reconciliarnos una vez con Dios, y satisfacer a la justicia divina, sino todas las veces que caigamos en el pecado.
Porque habría sido muy poco, dada la fragilidad tan grande de nuestra naturaleza, poder reconciliarnos sólo una vez con Dios.
Es por eso que quiso, en su infinita bondad, que siempre estuviese en nuestro poder hacerlo por medio de una verdadera penitencia.
Entre los hombres o entre los príncipes, no hay ejemplo de tal redención.
Su Sangre es un precio suficiente ante la justicia divina para infinitas reconciliaciones, de pecados infinitos, por muy enormes que ellos sean.
Por lo tanto, el título de Redentor es adecuado para Jesucristo en un grado de excelencia, que no es comparable para ninguna criatura.
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Jesucristo también se llama Santificador porque es de Él que emana toda la santidad de los hombres y de los Ángeles, y es por la comunicación de su santidad que los asimila a todos y los hace deiformes.
Se llama Santificador porque Él sólo puede perdonar los insultos cometidos contra su infinita majestad, borrar las manchas de las almas, purificarlas y santificarlas.
Él sólo puede iluminarlas con conocimiento sobrenatural y difundir caridad sobrenatural en su interior.
Él sólo puede comunicar a las almas el Espíritu Santo con el don de la caridad para santificarlas.
Finalmente, se llama Santificador porque sólo Él elevará a la santidad suprema y consumada a todos aquellos que han comenzado a santificarse, dándoles la luz de la gloria, en la que todos lo conocerán y amarán de una manera sublime.
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El vocablo Jesús resume, pues, toda la divina misión del Verbo encarnado, para la redención del mundo por medio de su preciosísima Sangre, que en tal día y con la Circuncisión empezó a derramar bajo forma de pecador por todos sus hermanos pecadores.
¡Jesús! Desde que en tal día se le impuso al Niño Dios este nombre celestial, en su honor se han como condensado todos los amores y bendiciones de los buenos, así como en su odio se han, por decirlo así, condensado todos los rencores infernales.
¡Jesús! Porque es este el Nombre de nuestro Salvador, no hay otro nombre en que podamos ser salvados.
¡Jesús! De tal suerte ha querido el eterno Padre serlo todo para nosotros en Jesús, que en éste tenemos todo cuanto necesitamos para honrarle, para desagraviarle, para ser perdonados, para obtener toda clase de beneficios.
Amando a Jesús, se ama cuanto Dios quiere que sea amado; siguiendo a Jesús, se sigue todo lo que Dios quiere sea seguido; ofreciendo a Jesús, se ofrece a Dios lo mejor que a su soberana majestad puede ser ofrecido; rogando por mediación de Jesús, se alcanza cuanto de Dios puede ser alcanzado; uniéndose a las expiaciones de Jesús, no hay crimen espantoso en el mundo que no pueda ser superabundantemente expiado.
Todo lo tenemos en Jesús, y todo lo es Jesús para nuestras almas: honor, obsequio, intercesión, guía, expiación, prenda de agradecimiento, fianza de eterna gloria, perpetua posesión de ella.
Sí, en Jesús nos ama el Padre; en Jesús nos oye; en Jesús nos perdona; en Jesús nos consuela; en Jesús nos ayuda; en Jesús nos corona y glorifica.
Viendo en nosotros los rasgos del rostro de su dulce Jesús, reconoce el eterno Juez a sus elegidos. Todos nosotros, viviendo en Jesús, no somos para Él otra cosa que su muy dulce y amado Jesús, en quien tiene desde la eternidad todas sus complacencias.
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Gran tesoro tenemos todos los cristianos en Jesús, y gran blasón en este su Nombre adorabilísimo.
¡Amemos a Jesús y honremos a Jesús, tanto como le aman y ensalzan su eterno Padre y su benditísima Madre y sus Ángeles y Santos en el cielo!
¡Amemos a Jesús y honremos a Jesús, tanto como le han amado y honrado sus amigos y escogidos en toda la historia!
¡Amemos a Jesús y honremos a Jesús, tanto y más de lo que le odian y le blasfeman todos los enemigos de su Santo Nombre en la tierra y en el infierno!
Y como enseña el Apóstol San Pablo: El que no amare al Señor Jesús, sea anatema…

