ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XVIII
OFRECIMIENTO A DIOS
DE LA PROPIA VIDA Y DEL SER
Sólo en el cielo podré comprender la intensidad y grandeza del amor que Dios me tuvo desde toda la eternidad. Mi aspiración es no hacerme indigno de este amor y pedirle agrande en mí la capacidad de amar. Amadme, Dios mío, amadme para que yo os ame cuanto deseo y Vos queréis.
No hay hermosura ni grandeza ni encanto que pueda asemejarse a este amor de Dios, ni hay nada que tenga poder para transformar el alma como este divino amor. «Amar Dios al alma, escribía San Juan de la Cruz, es meterla en cierta manera en Sí mismo, igualándola Consigo, y así ama el alma en Sí Consigo, con el mismo amor con que Él se ama» (1).
Como es imposible que el alma pueda tener amor infinito, no la es posible llegar a amar a Dios con amor infinito propio, según es el deseo del alma fervorosa enamorada, y para acercarse en su pequeñísima capacidad a este anhelo, se esfuerza y esmera en ofrecerse continuamente a Dios y en hacer con toda delicadeza y con todo heroísmo cuanto puede en obsequio del Señor.
Ve que en su pequeñez puede intentar dos cosas: primero, deshacerse ante Dios en amor humilde, de reconocimiento y de gratitud. En este deshacerse delante de Dios espera una nueva gracia y un nuevo fuego para poderle amar con más fidelidad y con mayor fuerza.
Ve que lo segundo que puede hacer es ofrecer totalmente a Dios la nada de su propio ser y de hecho le ofrece este pequeñísimo tesoro y el inmenso caudal de la gracia. Lo natural es su propio ser y su vida con todas sus acciones, pensamientos y amores.
Todo lo ha recibido de la bondad de Dios y tiene su mayor gozo en podérselo ofrecer todo en agradecimiento y para su gloria. Quiere ser toda de Dios, repitiendo con gozo y haciendo suya la exclamación de Santa Teresa de Jesús: Ya toda me entregué y di. ¿Qué hace, Señor mío, el que por Vos no se deshace?
No me pertenezco a mí mismo; soy de Dios y para Dios. Sólo quiero y busco su gloria y su alabanza. Por esto renuncia el alma a sus gustos y delicadezas, abrazando el sacrificio; escoge la muerte de las alegrías y disipaciones del mundo, buscando el retiro del claustro para estar con Dios y sus Ángeles; se entrega al apostolado para que todos amen a Dios y espera la muerte para vivir la verdadera vida.
Toma las palabras de David para ensalzar al Señor, diciendo: A Ti te entregué el corazón, a Ti te buscó el alma mía. Alma mía, bendice al Señor y bendiga su santo nombre cuanto hay en mí (2).
Sobre su vida y su ser está el tesoro sobrenatural recibido del mismo Dios, más valioso que todos los mundos y que todas las criaturas; es el mismo Dios, que se da al alma en amor. Yo, pobre y ruin criatura, llena de defectos e imperfecciones, si tengo grandes deseos puedo ofrecer al Señor lo que vale más, sin comparación, no sólo que mi pequeñez, sino que las criaturas más excelsas y puras; puedo ofrecer el mismo amor de Dios, y a Él mismo.
En una misericordia inexplicable e infinita, Dios no sólo me da su amor sobre la medida de mi deseo, sino que se me da Él mismo como Padre amoroso; se me da para ser mi tesoro, para que yo me lo apropie y pueda ofrecérselo a Él de nuevo. Yo, pobre y nada, si soy humilde, si amo, puedo dar a mi Dios esa infinita ofrenda de infinito valor como propia mía.
¡Misterios y carismas insondables de la Caridad! San Pablo nos decía que el Espíritu Santo se nos había dado y llenaba nuestros corazones (3); Jesucristo nos da su Pasión y sus méritos y Dios se nos da a Sí mismo (4).
En verdad, con este ofrecimiento puede decir el alma que su alabanza es sobre todos los cielos (5), porque es la alabanza infinita y perfectísima del mismo Dios y éste es el ofrecimiento sobrenatural.
Dios me pide que le dé yo esta gloria externa del ofrecimiento de mi vida y me lo exige el amor que yo tengo a Dios. Esta gloria de mis acciones y de mi voluntad yo sólo se la puedo dar. Con toda mi alma y con todo mi corazón quiero unir mi pobre canto de acción de gracias al himno majestuoso que entona toda la creación visible e invisible, alabando a su Criador y al amor infinito con que desde la eternidad Él a Sí mismo se amó.
Hablándome del agradecimiento a Dios oía decir al ermitaño:
«Sé, Dios mío, que sólo puedo daros la gloria que Vos tengáis a bien poner en mi alma. Un cuadro o una obra de arte dan tanto honor al artista como belleza haya puesto en ellos. Pues yo soy vuestra obra, Señor, embellecedme para que os dé gloria.
Las flores, con su perfume y color, cantan todas vuestra gloria, Dios mío, tal cual son, lo mismo la pequeña amapola silvestre como la mejor cultivada orquídea de invernadero, cada una según la belleza con que la habéis dotado, la pequeña y rústica como la exquisita y cultivada, sin estorbarse y en su puesto cada una. Dios mío, poned belleza en esta vuestra flor de mi alma para que os dé gloria.
Todos los astros cantan vuestra magnificencia con la luz, la grandeza, los movimientos que de Vos recibieron. Todos cantan vuestra gloria con ordenada obediencia. Poned luz de amor en mi alma, para que yo cante mejor vuestra gloria y sea fiel.
La molécula negra de carbón se torna incandescente y brillante en el fuego y el átomo de oxígeno se hace refulgente en la llama y canta vuestra gloria.
Poned brillo en mi alma oscura aún, y con sus reflejos cantaré mejor vuestra gloria.
Oscuro es y negruzco el filamento de los focos eléctricos y el fluido le hace brillante; iluminando la oscuridad con su luz, canta vuestra gloria; Señor, cambiad lo renegrido de mi alma, aún imperfecta, en brillo de amor y en luz de vuestra gracia para que yo os alabe.
Aquí en estos montes y valles resuenan los arpegios de las aves llenándolos de armonías y cantando cada una a su Criador según los dones que de Vos recibió; poned en mi alma, Dios mío, aquella armonía dulcísima de aspiración y amor a Vos, para que también cante yo vuestra gloria.
Mi alma, mis potencias, mis sentidos, mi ser, mi vida y cuanto me habéis dado es vuestro y os lo ofrezco. Poned la belleza del más ardiente amor en mí, para que con las virtudes cante el himno de vuestra gloria y pregone vuestras misericordias.
Quiero que mi amor y mi vida sean para Vos; quiero ser luz de vuestra luz, belleza de vuestra belleza. Poned vuestra santidad en mi alma para que alabe y cante como lo hacen las florecillas con sus colores, los astros con su brillar, las aves con sus trinos en compañía de los santos y sus virtudes y con los Ángeles y sus gozos».
«Bendice, alma mía, a tu Dios y cuanto hay dentro de mí alabe el nombre del Señor» (6).
(1) San Juan de la Cruz, Cántico, can. XXXVI.
(2) Salmos 26 y 102.
(3) San Pablo, A los romanos, v. 5
(4) San Juan de la Cruz, Llama, canc. II; Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XXXIX
(5) Salmos, 8, 2, 7 y 112,4.
(6) Salmo 102.
