P. CERIANI: SERMÓN DEL DÍA DE NAVIDAD

MISA DEL DÍA DE NAVIDAD

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba desde el principio en Dios. Por Él fueron hechas todas las cosas, y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la Vida, y la Vida era la Luz de los hombres; y la Luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. Hubo un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan. Éste vino como testigo a dar testimonio de la Luz, a fin de que por él todos creyesen. No era él la Luz, sino enviado para dar testimonio de la Luz. El Verbo era la Luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él: mas el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, los cuales no nacen de sangre, ni de concupiscencia de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba desde el principio en Dios … Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad…

De esta manera anuncia el Evangelio de la Misa del Día de Navidad el misterio inefable de la Encarnación del Verbo.

Si un ignorante de nuestra Religión preguntase la causa de nuestra alegría, la respuesta que se le daría le llenaría de asombro.

Si se le respondiese que nos regocijamos por un Niño pobre, que nació hace dos mil años en un establo de Belén, y que el recuerdo de ese nacimiento es el que nos llena de gozo, no nos comprendería, o nos compadecería por rudos.

Y si se le dijese que este Niño era hijo de una Mujer pobre, que para darle a luz, en mitad de una noche de diciembre, no encontró abrigo más decente que un lugar de bestias; ni cuna mejor acomodada que las pajas de un pesebre; si se le dijese, además, que el que le hacía veces de padre era un humilde carpintero, y que unos infelices pastores fueron los únicos que visitaron en aquella noche al Niño y a su Madre…, el inculto nos comprendería aún menos y nos compadecería más.

Y si se le añadiese que este Hijo de la Esposa del carpintero, el Niño del establo, nacido entre bestias, reina hoy, adorado por millares de millares de corazones que lloran de amor al pie de su pobre cuna…; si todo esto se le dijese, ¡Mentira! Exclamaría. ¡Mentira!, demasiado hermoso, demasiado sublime es lo que pintáis para que sea verdadero; no hay suceso alguno, por importancia que en su tiempo haya tenido, que posea el privilegio de conmover así, a la distancia de veinte siglos, las entrañas de la humanidad…

El Niño del establo, el pobre, el desconocido, el olvidado, ¿habría traspasado con su memoria las edades y vencido el poder del tiempo, que todo lo vence, y todo lo gasta, y todo lo hunde?

Y, no obstante, no es sueño, sino que es verdad; y realidad que se repite todos los años.

Y la Iglesia despierta de su letargo al mundo con estas hermosas palabras de su Invitatorio: Cristo nació por nosotros; venid, adorémosle.

El fenómeno, que se repite todos los años, sería tan incomprensible para el pobre ignorante, como es natural para nosotros.

Incomprensible sería, si no hubiese una palabra que lo explica todo y todo lo resuelve. Este fenómeno no es humano; es sobrehumano, es divino, porque el Niño nacido en el ruin portal es pura y sencillamente Niño-Dios.

Y he aquí una prueba clarísima de su divinidad, prueba deducida del testimonio asombroso del universo: es imposible al hombre solo alcanzar dominio tal sobre los tiempos, y reinado tal sobre los corazones.

Nadie lo alcanzó jamás.

Luego ese Niño, que todo eso ha alcanzado, es más que hombre.

Él ha alcanzado todo esto asegurando que es Dios.

Luego es Dios.

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¡Ah! sí, este Niño es Dios; porque, si este Niño no fuese Dios, si fuese ni más ni menos que los demás hijos de los hombres, ¿de dónde le vendría esa superioridad, ese dominio que ha sabido conquistarse sobre todos los siglos?

¿De sus riquezas, tal vez? No, porque nació, vivió y murió miserable.

¿De su ciencia, por ventura? Tampoco, porque nadie sabe quién fue su maestro, ni viajó como los antiguos filósofos, ni se sentó en las Academias; cuando mayorcito, no se le vio más que en el taller de su padre adoptivo.

¿Le sostuvieron poderosos ejércitos? Todo lo contario, el mundo todo le declaró sangrienta guerra; nació desechado de los suyos; emigró luego, perseguido de muerte por su rey; preso al fin por sus enemigos, dio su vida en afrentoso cadalso.

De sus discípulos lo principal que podemos asegurar es que sabían sufrir y sabían morir. Durante los tres primeros siglos después de su nacimiento honrar su nombre era crimen que sólo hallaba digno castigo en el hacha del verdugo o en las garras de las fieras.

Y sin ejércitos, y sin riquezas, y sin humana ciencia, este Niño sostuvo la guerra contra todo el mundo, y le venció.

¿Quién le ha dado, pues, a ese Niño la victoria? Respondan aquí los falsos sabios; respondan, descifren, si pueden, el misterio de ese Niño, que, colocado en el centro de la historia, irradia sobre todas las épocas tanta luz, tanto resplandor, tanta alegría.

Antes de Él, cuarenta siglos consolaron las amarguras aguardándole; después de Él veinte siglos las consuelan bendiciéndole y aguardando su retorno.

¿Con que ni una palabra tiene la sabiduría humana para explicar ese fenómeno patente ante tus ojos? Necesario es, pues, acudir a la omnipotencia divina.

Necesario es, pues, repetir muy en alta voz al pie de esa cuna bendita el grito de todos los siglos: Este Niño es Dios, Verbo del Padre, segunda Persona de la Santísima Trinidad, eterno, anterior a todo tiempo y a toda existencia, superior a toda vicisitud y a toda mudanza.

Compadecido de nuestra miseria, fruto de nuestro pecado, quiso redimirnos con su sangre, alumbrarnos con su doctrina y fortificarnos con su gracia. Quiso, en una palabra, restaurar, reconstruir en nosotros la imagen divina que el pecado original había casi borrado.

Para esto necesitaba un cuerpo que le hiciese apto para sufrir y que le permitiese presentarse visible a nuestros ojos. Y este cuerpo lo tomó encarnándose, esto es, haciéndose hombre en las entrañas purísimas de esta Virgen que vemos hoy junto a su pesebre.

He aquí, en breves y sencillas palabras, el misterio profundísimo de este portal, el misterio de la Encarnación.

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios … Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…

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¡Dios Niño! ¡Niño Dios!

¿Quién, si la fe no se lo hubiese enseñado, podría imaginar ser posible la unión de estas dos palabras y lo que ellas representan?

¿Cómo, en efecto, pareciera posible unir en uno los dos tan apartados conceptos y sus realidades?

La de la más alta gloria y la de la más ínfima humillación…

La de la más tremenda majestad y la de la más amable ternura…

El del poder altísimo, que lanza el rayo y habla en el trueno, y el de la débil forma infantil, que tiembla de frío, llora y gime en un miserable portal…

Y, sin embargo, todo eso es verdad.

Sin confusión de naturalezas, porque en la Encarnación permanecen distintas; pero con la mayor y más íntima unión de ellas, porque subsisten ambas en la unidad de una sola e indivisible Persona.

Jesucristo, Hijo eterno de Dios vivo por su divinidad, a la par que por su humanidad Hijo temporal de María Virgen, ofrece en sí esa admirable e inefable armonía de contrastes.

Este misterio permite que a Dios, sin dejar de ser Dios, se le llame Niño; y a este Niño, sin dejar de ser niño, se le adore como Dios.

Y la fe ha familiarizado de tal suerte nuestros entendimientos y corazones con esta idea, que indudablemente el concepto de Dios Niño y de Niño Dios ha sido, es hoy y será siempre el más fecundo para la alta investigación teológica, así como el más tierno y simpático para la piadosa contemplación.

Dios Niño significa, en efecto, el mayor y más raro ejemplo de humildad, opuesto para ejemplo del hombre, inclinado a la ambición y soberbia.

Porque la niñez es, entre todos los estados del hombre, el más humillante y servil.

De haberse hecho Dios hombre perfecto desde el primer momento de su Encarnación, como lo fue Adán desde el de su creación, se hubiese presentado ya extraordinariamente abatido a los ojos de su criatura por el mero hecho de hacerse semejante a ella.

No satisfizo, empero, al amor infinito la humillación de un Dios humanado; menos que eso se quiso hacer; se quiso hacer Dios aniñado; epíteto que, si en el diccionario aparece como despreciable puerilidad, en el sentido que le puede dar el lenguaje cristiano aplicado al caso presente, expresa maravillosamente el último extremo del anonadamiento voluntario.

No es aquí el austero preceptor, ni el airado juez, el que exige ser obedecido y escuchado, sino el débil recién nacido, el pobrecito mendigo, que se deja abrazar y besar por pastores, y solloza en brazos de una mujer.

Dios humillado hasta la miseria del hombre; el hombre elevado hasta la grandeza de Dios, he aquí lo que tenemos a la vista en este misterio.

Humillémonos a los pies de ese Dios humillado por nosotros; gloriémonos de la dignidad de hermanos del Hijo de Dios a que hemos sido elevados; y no manchemos esa gloria con pensamientos, deseos y actos indignos de nuestra condición.

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En un transporte de amor, San Pablo clama indignado: ¡Si alguien no ama a Nuestro Señor Jesucristo, sea anatema!

¡Amemos, pues, a Jesús! Rodeemos en estos días su trono de pajas, aunque en éste veamos ya sólo un recuerdo, porque su verdadero trono es hoy el de gloria que en los Cielos ocupa.

Pero si no nace ya corporalmente entre nosotros, entre nosotros vive, con vida oculta, pero real, en la Sagrada Eucaristía y en su Iglesia.

Si hay dolores y tristezas, que los endulce y haga menos punzantes la seguridad sobre todo de que no han de ser perpetuos ni han de ser infructuosos.

Que nuestra pasajera existencia en la tierra sea una anticipación de las inefables alegrías que han de hacer colmada y eternamente feliz nuestra Navidad del Cielo. Allí los presentes combates se trocarán en sosiego e inacabable e inalterable bienestar.

Entre tanto, y a pesar de ellos, gocemos de esas alegrías que en medio de la lucha nos concede el Niño Dios.

Por dolorosa que sea la situación de la Iglesia y del mundo, no es lícito estar triste el día de Navidad.

En las mismas catacumbas, bajo el hierro del perseguidor se alegró la Santa Iglesia de Cristo en tales solemnidades. Y allí, a la luz de las antorchas sepulcrales que durante tres siglos fueron casi la única luz de sus fiestas, ensayó nuestra Madre sus primeros cantares de Noche Buena.

Y allí seguirá cantándolos… La persecución externa y la traición interna no le impedirían vestirse de gala como se vistió siempre en tal Noche, ni apartará la sonrisa de sus labios al aplicarlos llena de amor a la Cuna del Niño Jesús.

Sí, alegrémonos, pues, y regocijémonos, sean cuales fueren y por muy justificadas que sean nuestras cotidianas tristezas.

¡Paso a las inefables y cristianas alegrías de Navidad!

Pues bien, vayamos a Jesús, lleguémonos también nosotros a Belén…

Cerquita está. Muy cerca de nosotros nuestro buen Dios; cerca, muy cerca tenemos al hermoso Niño del portal.

¿Dónde?

Oigámoslo de sus mismos labios:

He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos.

Son sus palabras; escritas nos las dejó para nuestro consuelo y enseñanza en su Santo Evangelio.

De sus divinos labios salieron al despedirse Él de los suyos antes de subir a los Cielos, y aún resuenan hoy en nuestro corazón.

He aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos.

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad…