ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XVII
GRANDEZA Y MÉRITO DE LOS SUFRIMIENTOS
GOZO QUE CAUSAN
De tanta estima son y tantos bienes eternos traen los dolores que la gracia que el Señor nos hace cuando nos lleva por este camino del sufrir es inestimable.
Porque el sufrimiento, en cualquiera de las manifestaciones que se presente, siempre es, a semejanza de la muerte, una donación que hacemos a Dios, que Él galardona con recompensa eterna.
El sufrir, como el morir, es expiación y obsequio a Dios. El Señor es el Maestro que enseña las maravillas y riquezas que ha querido encerrar en el sufrir.
Sólo el que ama puede llegar a conocer el tesoro y hermosura del dolor; por esto, sólo quien ama puede abrazarle. Es misterio de amor querer penar.
Se abraza y aun se ama el dolor, no en sí mismo y por ser dolor -esto sería una perturbación mental-, sino porque es obsequio a Dios. La muerte es ofrecimiento total del propio ser; el dolor físico es donación parcial como lo es la honra, la fama, el gusto y comodidad; son todos ofrendas gratas a Dios.
El amor enseña a abrazar con gozo los padecimientos. El dolor santificado por el amor es lo que más levanta, después de la oración, y lo que más ayuda a progresar en las virtudes y en la vida espiritual; fortalece en la fe y esclarece la vista del alma para conocer las misericordias del Señor y las altísimas recompensas de las pruebas y sacrificios.
En el sufrimiento nos damos a Dios y con ello le tributamos alabanza y amor. Pero el sufrimiento es, además, expiación, que limpia el alma de las propias manchas y flaquezas, y la transforma, preparándola para poder recibir nuevas gracias y para ver mejor la bondad divina; porque los limpios de corazón verán a Dios (1).
El sufrimiento santificado sirve también para expiación de las almas de nuestros prójimos y es un gran intercesor para conseguir de Dios la conversión de las alejadas de Él y para ayudar a crecer en la gracia a las que le están ya consagradas. La penitencia con la oración fueron los dos medios más poderosos señalados en el Evangelio para convertir el mundo.
Ni deja de ser la penitencia manifestación de amor a Dios; el amor es sumamente ingenioso para inmolarse.
Se abraza el dolor por la misma razón que se abraza la muerte; porque si la muerte saca de la oscuridad y del destierro y pone en la luz perpetua y en la patria verdadera, el dolor hace crecer en el amor, prepara los caminos de Dios para recibir su gracia y da fortaleza para llegar a la plenitud del desarrollo espiritual.
Amor y dolor unidos en Cristo redimieron al mundo y santifican a todo el que se determina a seguir a Cristo. El sufrimiento vivido por amor de Dios, llena de luz y de sabiduría de cielo.
Con el dolor temporal se compra gozo de eternidad, que es lo mismo que comprar Cielo con tierra, y por un segundo de padecer, un eterno gozar.
Porque la vida entera del hombre, por larga que sea, es un momento, nada más que un fugacísimo momento, comparada con la eternidad; y el tiempo del dolor, en relación a la eternidad, es menos que un solo aliento, menos que una rápida pulsación en toda una vida larga.
¿Quién no escogerá un momento de dolor, por intenso que sea, si con ese dolor asegura una buena salud para toda la vida? ¿No se escogen y se pagan las operaciones quirúrgicas, por muy dolorosas y difíciles que sean, para procurar, no ya perfecta salud, sino mejoría solamente?
Pues un segundo es una respiración, que ya se pasó cuando se quiso dar cuenta de ella. Y la vida toda del hombre, comparada con la eternidad, aunque se nos haga aquí larga, es, sin embargo, menos que un segundo, menos que una rapidísima respiración comparada con una vida larga.
La eternidad siempre está en el ahora presente, en el ahora que empieza. Desaparecerán todos los mundos actuales después de millones de millones de años, suponiendo que los mundos sigan las leyes que dicen los físicos; quizá cree el Señor otros mundos que sucedan a éstos y también desaparecerán y la eternidad siempre está en el ahora; es el instante presente.
¿Pues quién que no haya perdido su razón no aprovechará y escogerá esta billonésima de billonésima de segundo que ahora en la tierra se nos concede para gozar, después de la muerte, la dicha, felicidad y bienaventuranza por toda la eternidad?
Y la mano de Dios es de inmensa largueza para premiar el sacrificio y la penitencia, por lo cual el dolor por amor es una ganancia superior a todas las ganancias. Los Santos y las almas fervorosas vieron y ven clarísimamente esta verdad, que no pueden comprender los que no se abrazan con la humildad o no tiene vida limpia. También en esto se cumple que los limpios de corazón ven a Dios y sus verdades. La humildad clarifica los ojos del alma y la limpieza los hace aptos para recibir la hermosa luz celeste.
Santa Teresa de Jesús, que subió tan alto en la ciencia del amor, porque se deshizo en profunda humildad, aprendió de los labios del mismo Dios la grandeza y mérito de los trabajos aceptados con amor y la hermosura que recibe el alma que los abraza, por lo que escribió esta admirable sentencia: «Si me dijesen cuál quiero más, estar con todos los trabajos del mundo hasta el fin de él y después subir un poquito más en gloria, o sin ninguno irme a un poco de gloria más baja, que de muy buena gana tomaría todos los trabajos por un tantico de gozar más de entender las grandezas de Dios» (2).
Los Santos son los verdaderos doctores de la ciencia del dolor. Dios nos ha hablado por ellos y nos ha dicho maravillas del gozo que sentían en el sufrimiento y del inapreciable tesoro que en él hay escondido.
Preguntaban a San Félix de Cantalicio cómo le iba con sus dolencias y él respondió: «¿Qué decís vosotros de dolencias? Son rosas y flores que produce el Paraíso y distribuye a sus amigos» (3).
De todos es sabido el perdón que San Francisco pedía en la hora de la muerte a su hermano cuerpo, porque comprendía le había tratado muy duramente.
Y el Siervo de Dios Padre Juan Bautista, llamado de sobrenombre por sus contemporáneos «El Remendado», decía a su cuerpo dolorido para consolarle: «Callad, corpezuelo. No estéis tan enojado, que buena gloria os espera; presto se acabará y descansaréis» (4).
En la ciencia del dolor, no me atrevo a decir que se destacan más y son más eminentes las mujeres, pero quizá sea verdad y sobre todo parece en ellas más general este conocimiento y se las ve más generosas y abnegadas. Yo las veo -quizá sea error mío- más adelantadas en general que los hombres y ellas, a mi parecer, llevan más alta la bandera de la Cruz; por eso las envuelve mayor claridad.
Santa Rosa de Lima nos hace un gráfico hermosísimo del sufrimiento y de su eminente recompensa. Escribe que vio a Jesús dando trabajos y luego gracias, y con majestad incomparable dijo Jesús: «Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación; sepan que sin el peso de aflicciones no se llega al colmo de la gracia; entiendan que conforme al incremento de los trabajos se aumenta la medida de los carismas. No quieran errar ni engañarse; ésta es la única verdadera escala del Paraíso y fuera de la Cruz no hay camino por donde pueda subirse al cielo.
No se adquiere gracia sin preceder aflicciones; necesidad hay de trabajos acumulados sobre trabajos, para conseguir la participación íntima de la divina naturaleza, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del alma. ¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia, qué bella, qué preciosa es, cuántas riquezas esconde de sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias, sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar penas y aflicciones y andarían todos por el mundo en busca de molestias, enfermedades y tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro inestimable de la gracia!» (5).
No es fácil llegue nuestra inteligencia natural a persuadirse del goce en los sufrimientos. Esto lo enseña el amor. Porque los Santos amaban, lo sentían y las almas fervorosas que aman lo entienden muy bien sin tener que acudir a que se lo enseñen.
Maestra en esta ciencia era la Venerable María de Jesús, y decía, admirándole de que el Señor la hiciera la merced de trabajos: «¿Cuándo merecí yo, Señora mía, padecer por quien tanto padeció por mí? Cierto que lo tengo a dicha muy grande que nunca lo merecí yo ni de mil leguas. Si el Padre Eterno libró en esta finca (de sufrimientos) las glorias de su Hijo, ¿qué duda hay que ésta es la mejor riqueza?»; y frecuentemente repetía como lema de su vida: Mas quiero padecer que gozar (6).
Preguntaban a otra Carmelita, la Hermana Catalina de San Jerónimo, por cuánto daría los grandes trabajos que padecía y ella siempre contestaba: «¿Dar, Hermana? Por cuanto Dios tiene criado no me desposeería del menor» (7).
Y contestación aún más admirable me parece la del Padre Alonso de Jesús María. Estaba ya muy viejo y ciego y con muchos y fuertes dolores y achaques. Toda su vida había sido de extraordinario fervor y espíritu; todos le querían y reverenciaban. Deseando animarle, le decían que presto mejoraría, y el santo viejo, lleno de un espíritu más alto, contestó: «Es tanta la luz que debo a Dios del bien del padecer, que si Su Majestad me diera a elegir una de dos cosas: o estar sin trabajos de ningún género, o con los mismos trabajos que padezco, y me dijera que la misma gloria me había de dar por lo uno que por lo otro, escogería de mejor gana el padecer lo que estoy padeciendo, siendo su voluntad, que verme libre de trabajos» (8).
Esto no es posible decirlo si el alma no está muy abrasada de amor y no ha sentido regalos especiales de Dios, ni pueden creerlo los tibios.
Superando a todos expresaba San Juan de la Cruz con mayor hondura de pensamiento y con intensa luz la grandeza inestimable del sacrificio y el tesoro de gozos que se adquiere en el padecer por Dios.
Iluminado por la ciencia del divino amor escribía: «Le son al alma tan sabrosos y tan íntimo deleite estos toques, que con uno de ellos se daría por bien pagada de todos los trabajos que en su vida hubiera padecido, aunque fuesen innumerables; y queda tan animada y con tanto brío para padecer muchas cosas por Dios, que le es particular pasión ver que no padece mucho» (9).
Y una explicación bellísima de su Cántico Espiritual dice que el alma desea entrar en la «multitud de trabajos y tribulaciones…, por cuanto le es sabrosísimo el padecer; porque el padecer le es medio para entrar más adentro en la espesura de la deleitable sabiduría de Dios, porque el más puro padecer trae más íntimo y puro entender, y, por consiguiente, más puro y subido gozar, porque es de más adentro saber» (10). El alma desea entrar hasta los aprietos de la muerte por ver a Dios.
Porque experimentaba el gozo inmenso con que Dios regala el alma que se ofrece al sufrimiento por su amor, escribía San Pablo apóstol, enseñándonos a todos esta tan alta como poco meditada verdad: Estoy rebosando consuelo y rebosando de gozo en todas mis tribulaciones (11).
Sufrimientos y trabajos se hacen amables por la misma razón que se hace amable la muerte. Los dolores santificados llevan a la luz y a la sabiduría de espíritu y hacen crecer en la gracia y en el amor; al mismo tiempo que expían, transforman el alma en santidad y ponen hermosura de cielo.
El alma, que en su pobreza y en su nada da cuanto puede, recibe de Dios tesoros de cielo y nueva sabiduría deleitosa y sobrehumana.
Santa Teresa hace resaltar la soberana paga con que Dios galardona el sufrimiento, cuando dice que, apenas murió San Pedro de Alcántara, le vio glorioso y la dijo estas palabras: «Dichosa penitencia había sido la que había hecho que tanto premio había alcanzado» (12).
(1) San Mateo, V. 8.
(2) Santa Teresa de Jesús: Vida, cap. XXXVII.
(3) Leyendas de Oro, día 8 de mayo.
(4) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C. D.; tomo I, día 21 de febrero.
(5) Santa Rosa de Lima, por el P. L. O. Oetino; O. p, Autobiografía, cap. XXXVII.
(6) La Sierva de Dios Sor María de Jesús, por el P. Joaquín de la Sagrada Familia; cap. XII.
(7) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C. D., tomo III, 2 de octubre.
(8) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C. D., tomo III, 8 de diciembre.
(9) San Juan de la Cruz, Subida, Lib. II, cap. XXVI, 7, y Llama, canc. II.
(10) San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, canc. XXXVI.
(11) A los de Corintios, cap. VII, v. 4.
(12) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XXXVI.
