ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XV
EL MAYOR BIEN PROPIO QUE EL ALMA PUEDE DAR A DIOS
ES EL OFRECIMIENTO DE LA VIDA
No puede menos de ser amable la muerte a quien ama y abrasa el deseo de unirse al objeto amado, que es su último fin, y entrar en el gozo de la felicidad perfecta e increada.
Pero el amor de Dios es también el mejor maestro para enseñar muy claramente quién es Dios y que todo acatamiento es nada para lo que Dios se merece.
Si Dios es sobre toda alteza, el amor de Dios será un bien y un tesoro superior a los otros bienes que el hombre estima y codicia.
Dios es el infinitamente amable, el sumamente deseable y el que todo lo merece. Dios es el que tiene todas las cosas en Sí: las creadas, las creables y las posibles; las tiene todas presentes, y en Él todas son vivas. Dios es la infinita verdad, el infinito bien y el amor infinito.
La bienaventuranza, que es la posesión de Dios en felicidad, es el gozo de la verdad, o sea el gozo de Dios, infinita verdad (1). Porque el alma sabe que Dios es todo luz y verdad, se entrega toda ella a Dios y siente inefable gozo en este ofrecerse totalmente.
Con frase de Santa Teresa de Jesús se puede decir que la gloria que en esto se siente no se puede escribir ni sentir, ni la podrá pensar quien no hubiese pasado por ello. Porque ante Dios «lo que podía hacer era entender que no podía entender nada, y mirar la nonada que era todo en comparación con aquello» (2). El alma, entregándose a Dios, se entrega a la felicidad perfecta.
La muerte es una alegría tan limpia, tan pura, tan impalpable y hermosa, porque es el mayor y más preciado don, la joya de más valor y de mayor belleza que el alma puede dar a Dios, y se la ofrece gustosísima y voluntariamente.
La obra del amor y el don del amor no puede ser tristeza. Si el amor es luz, belleza y atracción; si el amor es lo que todos deseamos, el don del amor será claridad, sonrisa, gozo, transparencia y suma alegría.
Ya quedó indicado en otro capítulo que todos los seres aman el fin último y el bien universal necesariamente más que a la propia existencia y más que al propio ser y el último fin es también el primer principio y el Creador de todo.
Los Ángeles, que son criaturas nobilísimas y perfectas, aman más a Dios que a sí mismos y que las perfecciones con que han sido hermoseados. Conocen y ven en el mismo Dios clara y directamente la infinita grandeza y perfección divinas, y ven que Él es toda verdad, y que en Él está toda la dicha y es la fuente de todo bien. Ven con toda certeza y en gozosísimo deleite que Dios es tan infinito y perfecto, que no solamente no puede ser más de lo que es, ni tener más bienes de los que posee, sino que ni su infinito entendimiento puede pensar en toda la eternidad nada más grande que su propio ser, ni concebir alguna perfección que actualmente no posea y goce.
Con su altísima ciencia, los Ángeles aman a Dios y sienten inmenso gozo en amarle como a supremo bien y último fin; se le están deleitable e incesantemente ofreciendo, y en este voluntario acatamiento reciben del Señor felicidad eterna e inenarrable deleite.
Si pensamos en la bondad de Dios, ella nos enseñará igualmente que debe ser amado sobre todas las cosas y más que nuestra vida. Porque Dios es la bondad esencial. Nuestro entendimiento no puede pensar ninguna cosa más amable que la suprema Bondad, ni bien alguno que atraiga el amor y produzca el amor como la Bondad infinita, origen y causa de toda otra bondad.
La muerte, voluntariamente aceptada y ofrecida, es la entrega a la Suma e infinita Bondad; al Sumo amor, a la perfecta dicha.
Por eso huir de la muerte es rechazar la felicidad.
San Agustín ya señalaba el orden en que hemos de amar a Dios, a nosotros y al prójimo: «A Dios hemos de amarle incomparablemente más que a nosotros mismos; al hermano, como nos amamos a nosotros mismos; y cuanto más amemos a Dios, más nos amamos a nosotros mismos. Con el mismo amor de caridad amamos a Dios y al prójimo, pero a Dios, por Dios; a nosotros y al prójimo, por Dios» (3).
El amor es inclinación del corazón al ser amado, es darse y ofrecerse a él. Se abraza el sacrificio voluntario por amor. Por eso la madre sufre gustosa por su hijo; tiene complacencia en llevarle entre sus brazos, porque es peso amoroso, y la medida para aceptar el sacrificio es el amor; cuanto mayor sea éste, más se puede sufrir.
Por igual razón se hace el ofrecimiento según es el amor, y su intensidad es según la perfección del objeto amado y el conocimiento que de sus cualidades tenga el amante.
El amante se da gustosa y voluntariamente, con el alma inflamada, para ser toda de su Amado; para agradarle y vivir en Él quiere ser digno del infinito amor y se considera dichoso sintiéndose amado de Dios. No gusta tanto de pertenecerse a sí mismo cuanto de ser de su Dios. Dirá con San Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. No una vida, sino muchas que tuviera quisiera dar a Dios. Los mártires fueron magníficos testigos de esto.
Santa Teresa exclama, movida de este amor: ¿Qué hace, Señor mío, el que no se deshace por Vos? ¿Qué se me da a mí de mí, sino de Vos? Busca, ante todo, la honra de Dios y goza en llevar la bandera de su amor, aunque vaya en ello la vida, que lo tendría por regalado premio.
El mayor don y el más precioso que el hombre puede hacer, y la manifestación más abnegada, íntima y real de verdadero amor, es el ofrecimiento de la propia vida; darse totalmente y para siempre al Amado, tener siempre a disposición del Señor la vida y todas las demás cualidades recibidas. El heroísmo magnífico es dar la vida, acompañada de los más crueles tormentos, por no renunciar al amor y para probar la grandeza del mismo. Esto hicieron los mártires, y nuestro Señor Jesucristo nos dijo: Que nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (4).
Las cualidades y excelencias del don que se ofrece está en relación con la alegría del que da y del que recibe. El don de sí mismo produce el mayor gozo, porque es el mejor don y la prueba más fina y honda de cariño.
Los bienes que poseemos, los amigos y familia, y aun las cualidades personales, son, en cierto modo, algo exterior a mi propia persona, relacionados conmigo, pero fuera de mí. Riquezas, honores, salud, talento y belleza, son todas cosas que puedo perder y seguir viviendo; pero la vida me la ha dado Dios para mí, y aun siendo Dios el dueño absoluto de todas las cosas y el dador de todo, sin dejar de tener dominio sobre mi vida, me la ha dado para mí, y es lo más alto y preciado que yo puedo ofrecer a Dios, poniéndome voluntariamente en sus manos ya su total disposición.
Yo no puedo vivir ni un segundo más de lo que el Señor haya dispuesto; soy, en este sentido, administrador temporal de mi existencia; pero ofrecerla a Dios voluntariamente es mi mejor dádiva, lo que más agrada al Señor y por lo que otorga más alta recompensa.
¡Dios mío, voluntaria y libremente os doy mi vida con todo mi amor! Me doy todo a Vos, porque sois mi amor y quiero ser todo vuestro y perteneceros en todo. Gozo en entregarme, porque os amo más que a todas las cosas y más que a mí mismo. Mi vida es mi tesoro y os la ofrezco, Amado mío. No poseo nada mejor.
Os la doy también porque quiero veros; quiero vivir vuestra vida y poderos decir con David: Transpórtanse de gozo mi corazón y mi cuerpo contemplando al Dios vivo.
Todo se da por conservar la vida. Si falta la vida, sobra todo lo demás; es lo que más estimamos, mi mayor bien y donde se reciben los demás bienes. Mi vida es lo que más propiamente es mío y yo se la ofrezco al Señor.
Digo que es lo más grande que puedo ofrecer de las cosas naturales, porque Dios me da las sobrenaturales para que las haga mías y se las pueda ofrecer como mías; tales son, además de la gracia divina, los méritos de Jesucristo y su mismo amor eterno e increado. Con el ofrecimiento de estos bienes sobrenaturales merece el alma más y agrada más al Señor, por ser, sin comparación, más perfectos y más altos que los bienes naturales.
Ofrecer a Dios mi vida es darle muy agradecido, con la vida, todo mi ser y todo lo que Él tan paternal y amorosamente me ha dado. Es la más íntima y verdadera manifestación de mi sincero agradecimiento a su amor.
Es también la alegría más grande que puede nacer en mí de mis propias obras; porque doy todo lo mío, todo lo que soy y puedo ser, y me doy a mí mismo al Ser a quien amo sobre todas las cosas y más que a mí mismo, porque es digno de infinito amor, y todo es como nada para lo que Él se merece. Mi gozo es agradarle y que todo lo mío sea suyo y para siempre.
Quiero más pertenecer a Dios que a mí, y más vivir para Dios y en Dios que para mí y en mí. Quiero vivir y ser una misma cosa con la dichosa y feliz vida de Dios. Mucho me alegra leer en San Agustín que «cuando hayamos recibido la participación de su vida eterna, seremos también, cuanto lo permita nuestra condición, inmortales» (5).
No tengo nada más grande ni nada que estime tanto para ofrecer al Señor sino es su mismo ofrecimiento y su amor eterno, que también se lo ofrezco, como acabo de decir (6). Mi gozo más grande y más feliz es corresponder a su amor, no como Él se merece, porque es imposible, sino dándole el don más grande y más preciado que tengo. Que mi vida esté en sus manos y a su disposición. Quisiera también, Dios mío, ayudado de vuestra gracia, dárosla con el heroico amor con que os la dieron los mártires, por confesaros y pasando los tormentos más crueles; porque, aunque tiemble mi pobre naturaleza, confío en la ayuda de vuestra misericordia y de vuestro amor, como les ayudó a ellos. No una vida, sino millones de vidas que tuviera os las ofrecería juntas, Dios mío, y con amor proporcionado a tantas vidas, las pondría en vuestras manos ya vuestra voluntad, y con todas ellas querría cantar vuestra gloria y que todos los seres os conocieran y os amaran.
Y luego de haberme dado todo al Señor, ofrecerle lo suyo, su amor, sus infinitas perfecciones y atributos, el ofrecimiento de su propio ser infinito, de su incomprensible gloria y la alabanza de las tres divinas personas (7).
Esto me recordaba el dulce ermitaño sentado junto a un ciprés, y recordaba textos de muchos Santos y de la teología. Con paz del cielo y nostalgia de eternidad, decía: «En buena hora me marché del mundo y he permanecido en la soledad» (8). Aquí vine ardiendo en deseos de ofrecer mi vida a Dios y con ella cuanto soy. Este ciprés me habla de la inmortalidad y de la gloria (9). Aquí encontré el ciento por uno y un amor que no se puede explicar ni los hombres comprenden hasta que no lo experimentan.
Aquí se siente el alma muy encima de sí misma en una gustosísima soledad de criaturas y en una atmósfera de cielo; se ve llena de Dios y empapada en divinidad, ¡y es tan dulcísimamente inefable!
¡Qué tarde comprendí la hermosura y la luz de que está bañada la soledad! Aquí gozo de repetir en mi interior, y a veces de gritar entre estos árboles: ¿Quién como Vos, Dios mío? Todo soy para Vos: sólo para Vos. ¿Por qué no comprenderán esto los hombres y se ofrecerán todos a Dios? Por todos pido aquí. Pero parece que esta inocente y hermosa naturaleza me responde por ellos y me dice: «Nosotros también somos sólo para Dios y todo para Dios.» Y gozo de repetir esta verdad de día y de noche, hasta que el amor ahoga dulcemente mi garganta y mis lágrimas piden por todos los hombres. En la soledad me enseñó el Señor también la alegría del ofrecimiento de Jesucristo a su Padre.
El amor tiene complacencia y gozo en dar, y quiere manifestarse en la esplendidez de la dádiva. Amor que no da, es egoísmo, no amor. «Aunque me pidas la mitad del reino te lo daré», dijo en un momento de exaltación Herodes a Herodías. «Por ti sola hubiera creado el cielo», dijo el Señor a Santa Teresa. Jesucristo, que se nos da a Sí mismo en la Eucaristía, concederá su gloria a todos los que no se alejen de Él.
El amor abre la mano y enseña a dar y a darse; está siempre ofrecido y a disposición del amado.
Estar ofrecido a Dios y gozar de su compañía es el inexplicable placer del alma espiritual, que encuentra en su Dios algo mayor y más hermoso que cuanto soñaba.
Tanto mayor es la complacencia, la alegría y placer que se experimenta, cuanto más preciado es el don que se ha hecho y con más espléndida generosidad, sin reservas ni condiciones; o cuando más ampliamente se corresponde a los beneficios recibidos o a la grandeza del amado.
Según esto, no habrá gozo comparable ni alegría que se aproxime al acto de poner la vida incondicionalmente en manos del amado, cuando el amado es nada menos que el mismo Dios.
Se ofrece la vida cuando florece el amor, sea en los años frescos de la juventud, sea en la vejez. Cuando se tiene miedo, es que no ha florecido el amor. No es razón para no ofrecer la vida ver que es ruin; las manos de Dios son maravillosas para trocar la fealdad en hermosura. ¿A quién puedo ofrecer mejor mi vida que a Vos, Dios mío? ¿A dónde estaré mejor que en las manos que hicieron los cielos y me hicieron a mí? Dios me transformará y cuando me lleve, podrá decirme: «Toda hermosa eres, amiga mía; no hay defecto alguno en ti» (10).
Santa Teresa de Jesús repetía:
Ya toda me entregué y di,
y de tal suerte he trocado,
que mi amado es para mí
y yo soy para mi Amado (11).
En las Moradas nos explica cómo queda el alma, después que el Señor la ha enriquecido y hermoseado, ardiendo en deseos de ofrecerse. «Vese -dice- con un deseo de alabar al Señor, que se querría deshacer y de morir por El mil muertes» (12).
Y en otra parte añade que le quedan «los deseos tan grandísimos de emplearse en Dios, de todas cuantas maneras se quiere servir de ella. Querría tener mil vidas para emplearlas todas en Dios, y que todas cuantas cosas hay en la tierra fuesen lenguas para alabarle por ella.
Los deseos de hacer penitencia, grandísimos; y no hace mucho en hacerla, porque con la fuerza del amor siente poco cuanto hace y ve claro que no hacían mucho los mártires de los tormentos que padecían, porque con esta ayuda de parte del Señor es fácil» (13).
Esta entrega al Señor resalta con gran belleza en la vida de los Santos. Todos se dieron y vivían para Dios; pero el principal ofrecimiento fue el de su vida.
Nuestro Señor Jesucristo es el acabado modelo en esto como en toda virtud. Hizo a su Eterno Padre el ofrecimiento de Sí mismo, dando su vida y todo su ser. En un mismo acto de infinito amor, de total abnegación y de supremo agradecimiento, ofreció su gusto, su honra y su sangre por nosotros, porque nos amó; y se entregó totalmente a su Eterno Padre en sacrificio de alabanza y de expiación.
Con la aceptación voluntaria de la muerte, realizó el acto más grande que se puede hacer en todos los siglos. En este voluntario abrazo a la muerte, acompañado del mayor menosprecio, de la más grande deshonra y de crudelísimo dolor, inmolando su vida y todo su ser a Dios, sintió su alma un gozo tan intenso y altísimo como nunca en la tierra podremos comprender. Se entregó a su Eterno Padre voluntariamente (14) porque sólo este sacrificio suyo era digno de Dios y porque le amaba más que toda la creación; se ofreció lleno de amor, con total generosidad y suma complacencia; aunque el cuerpo lo rechazaba y sentía, se entregó porque quiso, porque amaba con el amor más excelso. No es posible decir la alegría que sintió su alma en ofrecer con la vida, la honra, la fama y los más crueles dolores.
Pensaremos en esa verdad tan poco meditada, pero muy cierta.
Todo lo ofreció también por mí, porque me amó y con amor inexplicable.
Al pie de la Cruz estaba la Virgen Purísima, compenetrada con Jesús y ofreciéndose con Él. También ella aceptó todos los desprecios y ser madre de Jesús en el oprobio y deshonra. Ofreció su vida a Dios en compañía de Jesús y aceptó, como el máximo sacrificio, continuar viviendo sobre la tierra en altísima y espiritual soledad.
Mucho se recrea y goza mi espíritu pensando que por ofrecer continuamente Jesús su vida y su amor, en alabanza perpetua a su Eterno Padre, se quedó en la Eucaristía con nosotros, donde con estupendo milagro de amor se inmola a Dios y se nos ofrece a los hombres. ¡Cómo nos amas, Jesús mío!
La Iglesia me exhorta a que ofrezca incesantemente mi vida al Señor. Todos los días, como cristianos, rezamos la oración hermosísima del acto de contrición. En esta fórmula de oración española le digo diariamente al Señor: Os ofrezco mi vida, obras y trabajos. Con palabras expresas pongo mi vida en las manos de Dios. ¿Y temblaré después, medroso, pensando que me puede llegar de un momento a otro la muerte, cuando yo la ofrezco voluntariamente y por amor? ¿Será que no rezo de verdad el acto de contrición? Dios mío, conscientemente, porque os amo, os ofrezco de corazón y voluntariamente mi vida como lo mejor que tengo y lo que más estimo.
En vuestras manos la pongo. Confiará mi alma en tus palabras y esperará en Ti, Señor (15).
Los Santos mártires ofrecían a Dios su vida en testimonio de fidelidad; porque le amaban se abrazaron con cruentas torturas antes que negarle y le confesaban delante de todos. Por una especialísima y regalada gracia del Señor sintieron un contento, que les salía al exterior, imposible de decir, y, al dar su vida, iban cantando el himno del triunfo de la inmolación en amor.
Dios es el ideal absorbente y el amor esplendoroso de los Santos. Vimos que Santa Teresa de Jesús gustaba de repetir: ¿Qué se me da a mide mí, sino de Vos? (16), y San Francisco de Asís, el Dios mío y todas las cosas.
En todas las criaturas buscaba y hallaba el amor San Juan de la Cruz; pero sobre todo le encontraba, dulcísimo, dentro de sí mismo y repetía el ofrecimiento de su vida con las palabras del Salmo: Dios, a Ti he presentado mi vida (17). Yo también la presento y continuamente la ofrezco y pongo en tus manos. Recíbela cuando gustes y haz de ella lo que quieras. Mi alma suspira y padece deliquios ansiando estar en los atrios del Señor.
¡Cuántas almas de todos los tiempos, nobles, grandes y puras, en alas y ansias de amor, han huido del mundo y de toda comodidad, han dejado el trato de las personas queridas y todo lo que distrae o disipa, acogiéndose al silencio de la soledad, y han ofrecido y ofrecen su vida con todas sus actividades, para quedar desconocidos de los hombres y estar presentes a los ojos del Señor!
Escogen vivir en verdadera soledad y olvido para vivir solas con Dios, siendo indirectamente luz y calor de todas las almas, como las centrales potentísimas y focos iluminadores, aunque invisibles, del mundo espiritual. Esas almas gustan de repetir lo que sólo ellas saben apreciar: «Soy toda de Dios y sólo para Dios. Le ofrezco mis pensamientos, mi memoria y cuanto soy. He puesto mi vida en sus manos y estoy esperando, en vigilia de amor, que venga por mí. Mientras llega, mi compañía es con los bienaventurados.»
Viven solitarias y gozosas con el placer más puro que en la tierra se puede ‘disfrutar. Por haberlo dejado todo, Dios se complace sobremanera en estas almas y por ellas comunica sus gracias al mundo, el cual no puede conocerlas ni apreciarlas, pero Dios las cuida con ternura infinita.
La soledad en Dios es luz de paraíso, vida de ángeles y gozo de bienaventurados; con ellos y en compañía del Señor se vive el silencio y recogimiento espiritual.
El ruido ahuyenta la paz del cielo.
(1) San Agustín, Las Confesiones, lib. X, capítulo XXXIX.
(2) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XXXIX.
(3) San Agustín, De Trinitate, lib. VIII, núm, 12
(4) San Juan XV, 13.
(5) San Agustín, De Trinitate, lib. I, cap. VI, número 10.
(6) San Juan de la Cruz, Llama de Amor viva, canción I.
(7) San Juan de la Cruz, Llama de Amor viva, canción I.
(8) David, Salmo 54, 8.
(9) El ciprés es símbolo de la inmortalidad y de la esperanza; ésta es la razón de ponerle en los cementerios católicos.
(10) Cantar de los Cantares, IV, 1.
(11) Santa Teresa de Jesús, Poesías, III.
(12) Santa Teresa de Jesús, Moradas, V, cap. II.
(13) Santa Teresa de Jesús, Moradas, IV, cap. V.
(14) San Pablo, A los de Éfeso, V, 2; Isaías, 53, 7.
(15) Salmo 118.
(16) Santa Teresa de Jesús: Vida, cap. XXXIX.
(17) Salmo 53, 9.
