LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA
En aquel tiempo fue enviado por Dios el Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una Virgen desposada con un varón llamado José, de la casa de David, y el nombre de la Virgen era María. Y habiendo entrado el Ángel a ella, dijo: Salve, llena de gracia; el Señor es contigo: bendita tú entre las mujeres.
Solemnizamos hoy, Segundo Domingo de Adviento, la entrañable Fiesta de la Inmaculada Concepción de María Santísima, que prima sobre el Domingo.
¿En qué consiste este Dogma? Sabemos que todo hombre, al ser concebido, recibe la naturaleza racional manchada con un pecado que hereda de Adán, su primer padre. Este pecado se llama pecado original. Nuestro primer padre, al rebelarse, perdió la amistad de Dios y su gracia para sí y para sus descendientes.
Afortunadamente la misericordia de Dios puede más que este pecado de nuestro primer padre. Concebidos en pecado, Dios nos lo lava por los méritos de su Hijo, que se nos aplican por medio del Santo Bautismo.
Ahora bien, el Hijo de Dios quiso hacerse hombre para redimirnos con sus padecimientos y enseñarnos con su doctrina y con su ejemplo.
Para hacerse hombre quiso escogerse una Madre, y no una madre cualquiera, sino una madre que fuese digna de serlo de Dios.
Entonces se dijo a sí mismo: Quiero, para que sea mi Madre, una mujer que no haya participado de esta inmundicia del pecado que traen al ser concebidos todos los hijos de Adán. Yo quiero por Madre a una mujer que ni siquiera por un momento haya pertenecido a Satanás. A los demás los limpio de su pecado. A esta no quiero limpiarla, sino preservarla… Esta será María Purísima. En cuanto se una su alma a su cuerpo, en aquel mismo instante derramaré sobre Ella toda mi gracia; que, si en los demás es poderosa para limpiar, en esta quiero que lo sea para preservar…
Y he aquí porqué María se llama Inmaculada, esto es, no manchada.
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El primer instante de María no anduvo, pues, envuelto en las tinieblas del pecado, sino entre los resplandores de la gracia; nunca en aquella fortaleza ondeó otra bandera que la de su Dios, y contra ella fueron vanos todos los esfuerzos del enemigo.
El ojo purísimo de Dios pudo descansar eternamente en Ella como en el objeto más digno de sus miradas, como en el único punto incontaminado en medio de aquel océano de corrupción en que flotaban envueltas las humanas generaciones.
Por vez primera, después de la catástrofe del Edén, volvía a ofrecerse a los divinos ojos la criatura humana íntegra, pura, perfecta e inmaculada, tal cual la quería Dios, tal cual la había imaginado e ideado para su gloria la Trinidad beatísima, cuando dijo en el consejo de las tres augustas Personas: Hagamos al hombre a nuestra, imagen y semejanza.
Por el pecado, la semejanza de Dios quedó en breve afeada y oscurecida en el hombre… Dios pudo contemplarla de nuevo en María, y más radiante que nunca…
He aquí por qué razón en todos tiempos ha dado la Iglesia Católica tal importancia a este augustísimo misterio.
Con la invocación Ave María purísima, y la respuesta Sin pecado y en gracia concebida se nos ha enseñado a manifestar nuestro horror por toda cosa mala, seguros de que el nombre de Aquella que tiene su pie sobre la cabeza del dragón infernal ha de ser el más eficaz para defendernos de sus malas artes.
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Es claro que preservando Dios a María del pecado original la sustrajo de esta suerte a toda guerra del infierno contra Ella.
Sin embargo, no es menos cierto que dicha preservación de la culpa, en que imaginó Satanás envolver a todo el linaje humano, ofrece la imagen de una oposición entre los decretos de Dios y los planes de Satanás, oposición cuyo más exacto simbolismo es el de una batalla que riñe María con su adversario.
El arte cristiano, acorde en esto con la más rigurosa teología, nos dice lo mismo presentándonos a María Inmaculada en figura de una agraciada Niña colocada sobre el mundo y sobre la luna en señal de preeminencia, aplastando con su débil pie la cabeza de la serpiente que pugna por devorarla, al paso que su rostro dirige al Cielo su divina sonrisa, como agradeciendo a Dios el haberla sacado vencedora en tan desigual combate.
Traducción material, pero exactísima, de aquellas palabras de la Sagrada Escritura que a este misterio se aplican: Pondré enemistades entre ti y la Mujer, y entre tu descendencia y la descendencia suya; Ella quebrantará tu cabera.
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Pero hay que destacar algo más; esta Fiesta tiene otras razones especiales para ser celebrada de un modo especial… Y es que es singularmente la Fiesta del fin de los tiempos…
El dragón infernal, que sin cesar ha combatido contra la Iglesia, la embate ahora con saña inaudita. Nunca, desde que salió la Iglesia de las catacumbas, había sido tan poderoso, tan universal y tan declarado el poder del infierno contra Ella. Conspiran los malvados con su odio, los débiles y apocados con sus respetos humanos, los indiferentes con su olvido.
Si en medio de nuestras crecientes inquietudes nos atrevemos a mirar lo que en torno nuestro acontece, ¿qué cosa hallaremos que no nos sea motivo de aflicción y de desaliento? El furor verdaderamente satánico de unos, la ceguedad y lamentables preocupaciones de otros, la criminal apatía de la mayor parte, nos asedian, nos agobian, nos abruman.
Y como este misterio representa la primera victoria alcanzada por María Inmaculada sobre el infierno y sobre el pecado, por esto nos dirigimos de modo especial a esta inmortal Vencedora los que anhelamos vencer.
San Luis María Grignon de Montfort ya lo había anticipado. Escuchemos al Santo mariano:
«Por María ha comenzado la salvación del mundo y por María debe ser consumada. María casi no ha aparecido en el primer advenimiento de Jesucristo (…) Pero, en el segundo advenimiento de Jesucristo, María debe ser conocida y revelada mediante el Espíritu Santo, a fin de hacer por Ella conocer, amar y servir a Jesucristo.
Dios quiere, pues, revelar y descubrir a María, la obra maestra de sus manos, en estos últimos tiempos (…) Como Ella es la aurora que precede y descubre al Sol de justicia, que es Jesucristo, debe ser conocida y percibida, a fin de que Jesucristo lo sea. Siendo la vía por la cual Jesucristo ha venido a nosotros por primera vez, Ella lo será también cuando venga la segunda, aunque no de la misma manera (…) María debe resplandecer, más que nunca, en misericordia, en fuerza y en gracia es estos últimos tiempos. En misericordia, para volver a traer y recibir amorosamente a los pobres pecadores y descarriados que se convertirán y volverán a la Iglesia Católica. En fuerza contra los enemigos de Dios, los idólatras, cismáticos, mahometanos, judíos e impíos endurecidos, que se revolverán terriblemente para seducir y hacer caer, con promesas y amenazas, a todos aquellos que les serán contrarios. Y Ella debe resplandecer en gracia, para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de Jesucristo que combatirán por sus intereses. En fin, María debe ser terrible al diablo y a sus secuaces como un ejército en orden de batalla principalmente en estos últimos tiempos, porque el diablo, sabiendo bien que tiene poco tiempo, y mucho menos que nunca, para perder a las almas, redobla todos los días sus esfuerzos y sus combates. Él suscitará pronto crueles persecuciones, y pondrá terribles asechanzas a los servidores fieles y a los verdaderos hijos de María, a quienes le cuesta más trabajo superar que a los otros.
Es principalmente de estas últimas y crueles persecuciones del diablo, que aumentarán todos los días hasta el reinado del Anticristo, de las que se debe entender esta primera y célebre predicción y maldición de Dios, lanzada en el paraíso terrenal contra la serpiente: «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer, y tu raza y la suya; ella misma te aplastará la cabeza y tú pondrás asechanzas a su talón»«.
Hasta aquí el Santo Doctor.
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El nombre de María Inmaculada es, pues, como el grito de guerra de los hijos de la Iglesia en estos últimos tiempos. Y en la figura que la representa, podemos ver, además del misterio que festejamos, una imagen de nuestras luchas y de nuestras victorias.
¡Sí! La Concepción Inmaculada de María es, en el fondo, una lucha y una victoria. Y el enemigo a quien se combate y a quien se vence es el mismo a quien combatimos y a quien hemos de vencer nosotros.
Es una lucha y una victoria, y de esa lucha nacen todas nuestras luchas, y en esta victoria tenemos la seguridad de todas nuestras victorias.
¿Y se preguntará, todavía, por qué la fiesta de la Inmaculada Concepción es la Fiesta providencial del fin de los tiempos?
Dios, en su infinita misericordia, reservaba para nuestros tiempos de pavor y de desaliento ese misterio de esperanza; misterio definido en tiempos de agitación, de amenaza de terribles calamidades… Recordemos que el Dogma fue declarado en 1854…, por un Pontífice probado en el infortunio…
Por eso la Fiesta de María Inmaculada, lejos de disminuir en esplendor y pompa, crece, y crece más y más cada día, y es cada día más católica.
Insisto…, esto es así, porque lo que llamamos lucha de Satanás contra María es el origen, la imagen, más aún, la realidad misma de nuestras luchas; y porque la victoria de María sobre Satanás es el origen, la imagen, la realidad misma de nuestras victorias.
Satanás lucha contra María, pretendiendo envolverla como a las demás criaturas en la corrupción que inficiona a todo el linaje humano.
María vence a Satanás, siendo librada por una anticipada aplicación de los méritos de su Hijo Jesucristo de aquella universal corrupción.
Satanás lucha contra María queriendo que en la tierra ni un solo punto quede libre en que pueda Dios apoyar, digámoslo así, la reconstrucción moral del linaje humano.
María vence a Satanás, siendo Ella, por especial privilegio de Dios, este único punto libre en que va a apoyarse la reconstrucción proyectada.
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Veamos ahora cómo la lucha de Satanás contra María es nuestra lucha, y cómo la victoria de María sobre Satanás es nuestra victoria.
Cuando en el paraíso se anuncia la enemistad y lucha entre la serpiente y la Mujer, se anuncia también la enemistad y lucha entre la descendencia de ambas. Y este oráculo de Dios predice clarísimamente un fenómeno histórico que no tarda en aparecer; es decir, la división del mundo en dos campos, perpetuamente enemigos e irreconciliables: el campo del error, del mal y de fealdad, el campo de la verdad, del bien y de la belleza.
Enemistades, es decir, lucha… Y esta lucha espantosa llena la historia de todos los siglos…, particularmente la del fin de los tiempos…
Eternamente el error alzándose frente a frente de la verdad para ahogarla; la corrupción sobreponiéndose a la inocencia para oprimirla; siempre el infierno y Dios en guerra abierta, agrupando alrededor de su respectiva bandera, el uno su ejército de verdugos, el otro su ejército de Mártires.
¡Siempre paralelas, siempre equilibradas, siempre irreconciliables estas dos fuerzas! ¡Misterio profundo! Profundo, sí, pero claramente vaticinado: Pondré enemistades entre ti y la Mujer, y entre tu descendencia y la suya.
Y la descendencia de la serpiente es en el mundo el ejército de los malos, y la descendencia de la Mujer el ejército de los buenos.
Y cada siglo de la Iglesia lleva el nombre de una gran batalla. La raza de la serpiente maldita se presenta en cada siglo con distintos nombres, pero siempre con idéntico espíritu.
Esto nos prueba que la profecía del Paraíso Terrenal es verdadera en la parte que se refiere a la lucha de la serpiente y de su descendencia con la descendencia de la Mujer, es decir, la cruda batalla que desde el primer pecado vienen riñendo en el mundo el bien y el mal.
Por lo cual, nuestras luchas de ahora son la continuación de aquella primitiva lucha.
También es verdadero el vaticinio de Dios con respecto a la victoria de la Mujer y de su descendencia, victoria que es garantía infalible de nuestras victorias.
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De suerte que la lucha de la serpiente con la Mujer y la victoria de Esta sobre aquélla es algo más que un episodio individual y aislado; es el gran drama del mundo que lo llena todo y todo lo explica.
Si pertenecemos por nuestra fe y por nuestras buenas obras a la descendencia feliz de la Mujer, destinados estamos a sostener esa lucha eterna con la descendencia de la serpiente.
No nos desalentemos, empero; porque si Dios nos ha intimado la necesidad de luchar, nos ha otorgado, en cambio, la seguridad de vencer.
El citado texto bíblico no puede ser más explícito. Su primera parte habla de enemistad y lucha entre la Mujer y la serpiente. Su segunda parte señala claramente el aplastamiento de la serpiente por la Mujer.
Y nótese que en cualquier sentido en que se tome la profecía, bien se atribuya en ella la victoria a la Mujer privilegiada, bien a su descendencia, Cristo y nosotros, su Iglesia, una cosa permanece cierta y fuera de toda cuestión: la derrota de la serpiente infernal y de su descendencia impía, y por consiguiente la victoria de la Mujer y la nuestra propia.
¡Ah! sí, venceremos…, venceremos cualesquiera que sean las peripecias de nuestro combate; venceremos, porque la misma divina boca que nos predijo la lucha, nos predijo también la victoria.
Venceremos, y no sólo venceremos, sino que, desde la victoria de María, ya hemos vencido.
No cae la bandera de nuestras manos; y aunque de las nuestras cayera por nuestra debilidad, otras manos la recogerían para entregarla a otras, y éstas a otras sucesivamente, para mantenerla así perpetuamente levantada y, por consiguiente, perpetuamente vencedora, hasta que con la consumación de los siglos llegue también la consumación de nuestra victoria.
Porque nuestras luchas y nuestras victorias, como llenan todo el mundo, así llenan todo el tiempo, y sólo para la Parusía guardan su definitivo desenlace.
El total aplastamiento de la serpiente malvada, enroscada por el mundo desde el principio de él, quedará completamente realizado cuando en el Día del Señor resplandecerá de lleno la gloria de Dios por la manifestación de su justicia con el eterno castigo de los malos y la eterna recompensa de los buenos.
Hasta entonces, la Mujer privilegiada y su descendencia tendrán, es cierto, su pie sobre la serpiente; mas, no obstante, seguirá la lucha, porque la serpiente seguirá poniendo asechanzas a su calcañar, completándose así la aplicación del texto indicado: Dijo el Señor a la serpiente: Enemistades o lucha pondré entre ti y la Mujer, y entre tu descendencia y la descendencia suya. Ella quebrantará tu cabera, y tú pondrás asechanzas a su calcañar.
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He aquí pues, como, aunque haya razones poderosas en vista del estado del mundo que justifiquen nuestra ansiedad y desconsuelo, hay razones todavía más poderosas que justifican nuestras esperanzas.
¡Mirad a nuestra hermosa vencedora!, símbolo elocuentísimo de nuestras luchas y de nuestras victorias.
¡Miradla bien!; la gloria inmensa de esta lucha y de esta victoria de sesenta siglos se refleja toda en su frente inmaculada.
¿Somos católicos de veras? ¿Tenemos fe? ¿Creemos en el poder y en la palabra de Dios, de Dios que ha triunfado en María y por María? Pues bien: ¡tengamos también esperanza!
Nuestro desaliento procede casi siempre de que no fijamos la atención más que en los años que comprenden nuestra efímera existencia sobre la tierra.
Ensanchemos un poco el horizonte de nuestras miradas, elevémonos un poco sobre la confusión que nos rodea; mirada desde la altura conveniente, nuestra lucha actual, por gigantesca que sea, no parecerá más que un punto en la historia del mundo; los tronos que caen, las instituciones que desaparecen, las ideas que cambian, no parecerán más que granos de arena que arrastra consigo la corriente arrebatada de los siglos.
Sólo permanece en medio de ellos la Iglesia, aunque eclipsada hoy por el modernismo conciliar, columna inmortal que Dios mismo asentó en medio de los tiempos para que al pie de ella vayan desfilando en pasajero tropel las obras de los hombres, dejándola a ella siempre presente, para que acredite aquella hermosa sentencia de la Gran Santa Teresa: Todo se pasa; Dios no se muda.
Sea, pues, esta Fiesta día de júbilo, de oración y de esperanza para todo católico bien nacido y orgulloso de serlo.
Ensanchemos los corazones oprimidos y demos gloria a Dios, que ha querido mostrarnos en su Madre benditísima dos cosas hoy día tan dignas de eterno recuerdo: la necesidad de luchar y la seguridad de vencer.
Primero la lucha, y ésta incansable; luego la victoria, y ésta segura, porque está prometida; y al fin la corona, y ésta inmortal e imperecedera como la de María.
Sea, por lo tanto, nuestro grito de guerra: ¡Ave, María Purísima! ¡Sin pecado y en gracia concebida!

