ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XIV
DIOS, EN LA ORACIÓN, COMUNICA LUZ
Es verdad muy consoladora para los humildes que Dios no comunica las noticias o conocimientos de sus perfecciones o atributos ni de su grandeza o misterios según la ciencia o el talento del hombre, ni atiende, por lo tanto, a los conocimientos filosóficos o teológicos adquiridos, sino al grado de amor y de gracia divina a que haya llegado por las virtudes practicadas y la santidad del alma. Como manifestó San Pedro: No hace Dios aceptación de personas, sino que… el que teme a Dios y obra bien, merece su agrado (1).
La historia nos da elocuentes pruebas aun en el orden de éxito de los libros y del apostolado. Pasamos los hombres estudiando incansables para llenarnos de conocimientos y poder luego influir con nuestros trabajos, y después nadie se ocupa de leer nuestras obras. En cambio, almas sencillas que sólo se ocuparon de amar mucho a Dios y hacerse santas, cuando el Señor quiso que escribiesen algo, llegaron a cautivar tan íntimamente que son buscadas y codiciadas hasta sus más pequeñas páginas, y ha querido el Señor presentar estos ejemplos en todos los siglos para que sus ministros y cuantos se ocupan de apostolado estimen la oración más que el estudio y prefieran quitar tiempo del estudio para darlo a la oración.
En la Edad Media se buscaban más los libros de Santa Brígida, de Santa Gertrudis y de Santa Catalina de Sena, que los escritos por teólogos y sabios, y eran leídos con más provecho espiritual. Posteriormente, ¿cuántos libros han alcanzado las ediciones y han sido tan alabados como los de Santa Teresa de Jesús?
¿Y quién se preciará en nuestros días de ser tan leído ni hacer tanto provecho y tantas conversiones como Santa Teresa del Niño Jesús? Dios quiso hablar y enseñar por sus almas de oración, sencillas y santas, y las dotó de su sabiduría y del don de llegar a los corazones.
En el cielo no serán mayores los conocimientos de quienes estudiaron y aprendieron más en la tierra, sino que conocerán más y con mayor gozo los que amaron más a Dios y fueron más santos, porque sabrán más de la esencia divina, en donde se verán todas las verdades y todos los acontecimientos. En Dios verá mejor y comprenderá más de los seres y mundos creados y creables un santo, que en la tierra fue iletrado, que el sabio más famoso. En el cielo es el amor la medida de la sabiduría y se adquirirá mayor ciencia, no por el ansia de conocer, sino por la sed de amar (2).
Podemos considerar dos clases de conocimientos aquí en la tierra: el adquirido por el estudio o con la enseñanza de los hombres y el infundido por Dios directamente en el alma. Este es más claro y se expresa más sencillamente; porque el alma ve dentro de sí misma la verdad infundida con más claridad que si la viera con los ojos de su cuerpo. El Señor pone dentro de ella misma las verdades divinas y naturales que quiere comunicarle, con una seguridad maravillosa y con inmenso gozo, y le da la capacidad para que vea y entienda sin acudir a razonamientos.
No a todas las almas infunde el Señor las verdades que quiere comunicar, con la misma claridad ni con la misma hondura, ni en proporción de la divina caridad que el alma vive, sino según los fines que quiere y que en cada caso se ha propuesto su divina Providencia. Esto mientras se vive en la tierra. Y así, por almas de menos santidad manifiesta, cuando quiere, muchas y grandes verdades.
Pero en el cielo la capacidad del conocimiento y del gozo es la gracia y el divino amor de cada alma.
Tanto verán de la esencia divina y tanto tendrán de gozo, cuanto hayan adquirido de gracia o lleven de mérito y virtudes; y tanto mayor será la claridad y extensión del conocimiento de las cosas criadas o creables, cuanto mayor sea la intensidad de la visión de la divina esencia y la grandeza de la gracia, siendo tan grande la diferencia de unos y otros, según nos enseña la teología, como no podemos en la tierra comprender. Dios infunde mayor conocimiento y mayor gozo de ciencia para toda la eternidad, no al mayor talento ni al más estudioso, sino al más humilde y que se ofreció más perfectamente, porque es más santo.
Aun en esta vida sobre la tierra, es la divina claridad —iluminada con particular conocimiento sobre las riquezas de Dios y sus divinas perfecciones y misericordias— la engendradora de los deseos y de las ansias de gozar la gloria de Dios y de entrar ya en sus misericordias. El Señor bendice tan santos deseos y nobles aspiraciones.
Tiene el Señor inexplicables complacencias en comunicarse amorosamente a los humildes. Cuanto mayor humildad ve en un alma, más se acerca a ella y más generosamente la engrandece y colma de santidad.
Los Santos son almas llenas de Dios. Cuanto más llena Dios a un alma, más santidad tiene: Dios es la santidad por esencia, y quien más participa de Dios, más santidad recibe. Porque Dios tiene su complacencia con los humildes de corazón y los llena más de Sí, son también más santos y saben amar y conocer mejor a Dios, aun cuando carezcan de instrucciones y de conocimientos humanos. La divina caridad es la lámpara que ilumina y pone reflejos de cielo en la inteligencia y amores de ángel en el corazón; y esta lámpara de la caridad brilla más y pone mayor conocimiento de Dios en los humildes.
Los ilumina la fe, pero el mismo Dios es el maestro que les enseña su ciencia y les muestra los resplandores de su hermosura (3).
La Virgen fue humildísima, por eso fue Santísima y Dios la llenó como a ninguna otra criatura de sus misericordias; ella cantó maravillosamente en el Magníficat las alabanzas de Dios por las gracias que de Él habían recibido.
San Simón el Estilita no tenía instrucción alguna especial y careció de conocimientos científicos y de lecturas literarias. El gran San Antonio Abad tampoco estaba versado en las ciencias humanas ni había estudiado filosofía, ni conoció lo que los filósofos dijeron de Dios y de sus perfecciones, y, sin embargo, los dos recibieron tanta luz divina y tan inefable conocimiento de la infinita bondad de Dios y experimentaban tanto contento y tan regalado gozo en estarse recogidos en su soledad con el Señor, que pasaban totalmente las noches velando en muy alta oración, recibiendo muy grandes ilustraciones de fe, gozando claridades y suavidades de cielo y haciéndoseles tan cortas las horas de la noche, que daban amorosas quejas al sol cuando amanecía, porque con sus rayos les quitaba de la atención divina.
San Pablo, el primer ermitaño, no sentía tedio ni se le hacían pesados los largos años de su total soledad en apartado y desconocido desierto sin trato con criatura alguna, antes vivía allí en un cielo de luz, de paz y de alegría. Dios le comunicaba noticias y conocimientos de sus divinas perfecciones, con las cuales nada hay comparable, y estaba muy lejos de sentir nostalgia alguna por las cosas de la tierra. Gozaba dentro de sí mismo de mayor belleza y claridad que toda la que puede entrar por los sentidos; sólo tenía nostalgias de cielo y ansias por entrar en la posesión de aquellas riquezas eternas que entreveía en Dios.
¿Dónde aprendió Santa Catalina de Sena, sino de los labios de Dios en la oración, aquellos conocimientos tan profundos de la Verdad Eterna, que pasmaban a los teólogos que la trataban, y de quién recibió aquella clarísima luz de la bienaventuranza, que la hacía llorar en deseos de entrar a gozarla?
¿Cómo han de poderse comparar las bellezas de aquí abajo con las hermosuras de allá arriba; esto, tan limitado y pequeño, con lo soberano del Señor; la ciencia humana con la sabiduría infinita, ni la compañía de los hombres con la de los bienaventurados y la de Dios?
Santa Teresa de Jesús, alma de oración por excelencia y de trato tan íntimo y extraordinario con Dios y con los bienaventurados, compara unos bienes con otros y encuentra toda la hermosura de la tierra como fealdad ante la hermosura que ha visto en Dios (4).
Cuando para distraerla un poco la enseñaron oro, diamantes y piedras preciosas, dice: Pensó que me alegraran; yo estaba riéndome entre mí y habiendo lástima de ver lo que estiman los hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor, y pensaba cuán imposible sería, aunque yo misma lo quisiera procurar, tener en algo aquellas cosas, si el Señor no me quitaba la memoria de las otras. Esto es un gran señorío para el alma, tan grande, que no sé si lo entenderá quien lo posee…
Quedóme también poco miedo a la muerte, a quien siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso.
Dejando para más adelante mayores detalles, quiero ahora recordar algunos de los efectos sentidos en la oración por San Juan de la Cruz.
Dice el Santo: En esta soledad, que el alma tiene de todas las cosas en que está sola con Dios, Él la guía, y mueve y levanta a las cosas divinas, conviene a saber, su entendimiento a las divinas inteligencias (5).
En la oración de amor quieta y solitaria recibe el alma vida eterna y efectos de bienaventuranza de inefable luz, y así la deja en olvido y sin tiempo…; aunque dure mucho le parece brevísima… y deja al alma… con levantamiento de mente a inteligencia celestial (6).
El silencio y la soledad de la oración, iluminados con luz del mismo Dios, se convierten en imán, de donde no acierta a separarse el alma sierva del amor, y allí encuentra todo su contento hasta que llegue el permanente del cielo. Maravillosamente lo dice fray Luis de Granada, aduciendo una cita de San Bernardo: El ánima —dice—, que ya una vez aprendió del Señor a entrar dentro de sí misma por su presencia y goza de ella en su manera, no sé si tomaría antes por partido padecer por algún tiempo las penas sensitivas del infierno que ser desterrada y carecer de la dulzura de estos pechos divinos y quedar obligada a volver otra vez a buscar recreaciones sensuales de las cosas humanas (7). Mejor no se puede expresar ni encarecer.
Dios, infundiendo sabiduría suya en el alma, que se queda sola con Él y atenta a Él en prolongado recogimiento, produce deleites inestimables y acrecienta los deseos que ya sentía el alma de llegar a la posesión perfecta ya la clara visión de su esencia en el cielo.
Solamente Dios puede comunicar noticias de tanta luz y dar a conocer algo de Sí mismo. Las almas santas, que han recibido tan provechosa merced, no encuentran en el lenguaje de los hombres palabras para poder expresar tanta grandeza, tanta claridad y tanta hermosura. Sienten la mayor complacencia y contento en estar con el Señor, en recogerse dentro de sí mismas en la luz y misericordia del Creador; pero no saben expresar lo mismo que ven y sienten, contentándose con decir que Dios es sobre toda verdad, sobre todo deleite y sobre toda belleza.
Quedóme una verdad, dice Santa Teresa de Jesús, de esta divina Verdad que se me representó, sin saber cómo ni qué, esculpida, que me hace tener un nuevo acatamiento a Dios, porque da noticia de su majestad y poder de una manera que no se puede decir… Entendí grandísimas verdades sobre esta Verdad, más que si muchos letrados me lo hubieran enseñado. Paréceme que en ninguna manera me pudieran imprimir así, ni tan claramente se me diera a entender la vanidad de este mundo. Esta verdad, que digo se me dio a entender, es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza, aunque esto va dicho oscuro para la claridad con que a mí el Señor quiso se me diese a entender (8).
(1) Hechos de los Apóstoles, X, 34.
(2) Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I. q. 12, a. 6.
(3) San Agustín: De Trinitate, lib. IV. Proemio.
(4) Santa Teresa de Jesús, Relaciones, 1. Vida. cap. XX.
(5) San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, canción XXXV.
(6) San Juan de la Cruz, Subida, lib. II, cap. XIV. No hay belleza, ni encanto, ni riqueza como la belleza, encanto y riqueza de la soledad vista a la luz de la doctrina de los santos. Véase el libro Al encuentro de Dios.
(7) Fray Luis de Granada, Adiciones al Memorial, cap. IV.
(8) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XL.
