P. CERIANI: SERMÓN DEL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Y habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa de la confusión por el ruido del mar y la agitación de sus olas. Los hombres desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces es cuando verán al Hijo del Hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria. Mas cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca. Y les dijo una parábola: Mirad la higuera y los árboles todos: cuando veis que brotan, sabéis por vosotros mismos que ya se viene el verano. Así también, cuando veis que esto acontece, conoced que el reino de Dios está próximo. En verdad, os lo digo, no pasará la generación ésta hasta que todo se haya verificado. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

Con este Primer Domingo de Adviento comenzamos el Año Litúrgico. La Iglesia, encargada por Dios de santificarnos, estableció en su Ciclo Litúrgico un método muy apropiado de santificación. Con esa finalidad, la Iglesia ha dividido el Año Eclesiástico en distintos tiempos que corresponden a los diferentes acontecimientos y a los diversos períodos de la vida de Nuestro Señor Jesucristo.

Cada Tiempo Litúrgico representa una fase de la vida del Salvador, y posee para la santificación de nuestra alma una eficacia que le es propia. Que nos baste para convencernos recorrer el Misal; y observaremos, en efecto, que la Iglesia pide las gracias que corresponden a las fiestas que celebra.

Con el fin de ponernos siempre en las disposiciones requeridas para dar a Dios la gloria propia del misterio celebrado y beneficiarnos de su eficacia particular, es muy importante que conozcamos el espíritu que caracteriza cada Tiempo del Año Litúrgico.

De este modo, la lectura meditada de los textos litúrgicos que utiliza la Iglesia durante las cuatro semanas del Tiempo del Adviento nos descubre claramente la intención de hacernos compartir el pensamiento y el espíritu de los Patriarcas y Profetas de Israel que deseaban el Advenimiento del Mesías en su doble Venida: la de gracia y la de gloria.

La Iglesia hace desfilar cada año delante de nuestros ojos la espléndida comitiva que precede a Jesús a lo largo del curso de los siglos. Y así contemplamos a Jacob, Judá, Moisés, David, Miqueas, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Joel, Zacarías, Habacuc, Ageo, Malaquías; pero, sobre todo, Isaías, San Juan Bautista, San José, y la Bienaventurada Virgen María, que resume en sí misma todas las esperanzas mesiánicas, puesto que fue de su Fiat que dependió su realización.

Todas estas santa almas anhelaban la Venida del Salvador y, llevados de sus encendidos deseos, suplicaban acelerar su llegada.

Recorriendo las distintas partes de las Misas y del Oficio Divino del Adviento, es imposible no dejarse conmover por estas súplicas, apremiantes, urgentes y repetidas.

Ahora bien, sabemos que esta Venida de Cristo, anunciada por los Profetas y esperada por todo el pueblo de Dios es doble:

– Venida de misericordia, cuando el divino Redentor apareció sobre la tierra en la humilde condición de su existencia humana.

– Venida de justicia, cuando aparecerá, lleno de gloria y de majestad, al fin de los tiempos, como Juez y supremo Remunerador de los hombres.

Los Profetas del Antiguo Testamento no separaron estas dos Venidas; por eso la liturgia del Adviento, que nos enseña con sus palabras proféticas, habla a su vez de una y otra.

Se comprende por lo tanto el papel del Adviento. Este Tiempo nos proporciona, por una parte, las disposiciones que debemos tener para recibir a Jesucristo en su Primera Venida y, por otra parte, nos prepara a incorporarnos al número de los benditos del Padre cuando Jesucristo regrese en su Segunda Venida.

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En cuanto a la Primera venida, el Santo Adviento es como una suavísima y reposada Cuaresma de preparación para las alegres fiestas del Nacimiento de Nuestro Señor; templada su austeridad por el cordial y encantador ambiente de la Navidad que en estas semanas empieza ya a respirarse.

Es un dulce y consolador período de expectación… No es aún Navidad, pero es ya su hermosa antesala; no se ven aún los resplandores del dichoso Portal de Belén, pero se vislumbra ya, como de lejos y entre nieblas, la claridad del misterio que en él va a contemplarse.

«Mirando de lejos veo la majestad y poder de Dios que viene, en medio de una niebla que cubre toda la tierra. Salidle al encuentro y preguntadle: Dinos si eres Tú el que ha de reinar sobre el pueblo de Israel

Este es el primer Responsorio con que saluda la Iglesia en su Oficio el santo tiempo en que entramos. Breve pincelada, pero de efecto sin igual, y que equivale ella sola a todo un cuadro.

Se instala la Iglesia en la situación en que se hallaba todo el mundo al sonar la hora anunciada y suspirada del Advenimiento del Hijo de Dios. Densa niebla cubría toda la tierra… No cabe expresar mejor aquel estado de universal confusión, de ignorancia religiosa, de degradación social, de noche oscurísima a que había permitido Dios llegase el hombre por su culpa, para que mejor conociese la necesidad del divino Redentor.

Niebla, densa niebla cubriéndolo todo; y en medio de ella, como sangrientos y aterradores fantasmas, se divisan las inmensas tiranías del hombre sobre el hombre, y se oyen los gemidos de millones de víctimas en todos los confines del globo, que se llamaba a sí propio civilizado…

El dominio del género humano pertenecía verdaderamente a Satanás; y éste, como feroz y brutal dominador, se gozaba en el embrutecimiento de la imagen divina, que había logrado trocar en horrenda caricatura.

En medio de esta niebla empieza como a divisar la Iglesia la pequeña ciudad de Belén, a semejanza del punto por donde empieza a romper el día en medio de prolongada oscuridad de cerca cuarenta siglos. Belén, con su cueva de animales que aguarda al futuro Libertador; con sus pastores en su campiña que sólo esperan la voz del Ángel para ir a formarle amoroso cortejo; con su ruin pesebre dispuesto para cuna real del Niño que va a nacer.

Y no lejos, Nazaret, la humilde Nazaret, en una de cuyas ignoradas calles se ve un humilde atelier de laborioso artesano, y junto a él la casita en que habita una bellísima Virgen, desposada con José el carpintero. En sus entrañas se conserva el Fruto glorioso, que impaciente anhela el plazo señalado para darse a luz sin menoscabo del vientre virginal que durante nueve meses lo encerró.

Mientras que esto aguarda la Iglesia, le place hacer oír, en medio de este silencio de expectación, el arpa del más iluminado de los Profetas, Isaías, del cual se ha dicho que podía muy bien llamarse, por la precisa minuciosidad de sus vaticinios, el quinto Evangelista.

Allí, como en su más genuina fuente, debiera acudir a beber la piedad; allí se percibe el místico perfume de los más grandes misterios de la fe.

Las almas deben encerrarse estos días en la pobre casita de Nazaret y, con el Buen San José y la Bendita María, entregarse a la contemplación del augusto misterio del Verbo humanado en el seno purísimo de la Virgen Santísima. Ante este animado Sagrario es dulce el trato familiar con Dios por medio de la oración silenciosa.

No celebrará como debe el gran día de Navidad quien no se haya dispuesto a él por medio de un recogido Adviento.

A casi todas las más grandes festividades cristianas ha puesto la Iglesia un día siquiera de espiritual preparación, que en algunas lleva hasta obligación de ayuno y abstinencia. Razón era, pues, que la gran Fiesta del Nacimiento de Nuestro Señor estuviese precedida por esta preparación del Santo Adviento, que todo él no viene a ser más que una gran Vigilia de una gran Festividad.

Días, pues, especialmente ricos de buenas obras deben ser estos días grandes de la Religión. Menos ruido, menos disipación, más recogimiento interior para disponernos a ellos; más frecuencia de los Sacramentos, más devota meditación y lectura para celebrarlos.

Este fin tuvo la Iglesia al instituir sus hermosas solemnidades. O las Fiestas Cristianas son fiestas del alma, o nada son; y, por lo mismo, por el alma y en el alma se las debe principalmente celebrar.

Ahí tenemos en puerta la de Navidad, con sus inefables alegrías, con el poético atractivo que les ha dado la fe y la tradición. Seamos en ellas, por decirlo así, algo más cristianos de lo que habitualmente somos: sacudamos para celebrarlas algunas de nuestras miserias y defectos. ¡Cuán otro sabor les encontraremos a sus cristianos regocijos! ¡Cuán otra fascinación a sus encantadoras alegrías!

He aquí lo que debemos considerar todos estos días de Adviento hasta llegar al gran día de Navidad.

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Vecino está el gran día; y la voz de la Iglesia lo anuncia ya en su rezo oficial con exclamaciones de júbilo, que revelan al corazón su inmediata proximidad. Escuchemos:

Cerca está ya el Señor; venid, adorémosle.

Alegraos, hermanos, en el Señor; alegraos, repito; sea de buen ejemplo para todos vuestra modestia, pues está cerca el Señor.

El que ha de venir, vendrá y no tardará, y quitará de nuestros confines todo temor.

Cerca está el tiempo de su llegada, y su día no se diferirá ya más.

¡Ven, Señor, y no tardes…! Muestra tu poder y ven a salvar a tu pueblo.

Alégrate, Jerusalén, y regocíjate profundamente; un Salvador te va a venir.

¡Ven ya, ¡oh Señor! ¡Ven y no quieras ya más tardar!

¡Derramad, oh cielos, vuestro rocío, y llovednos al Justo! ¡Ábrete, oh tierra, y brota de tus entrañas al Salvador!

Anunciad a los pueblos, levantad la voz, decid a las islas más lejanas: ¡He aquí que viene ya nuestro Salvador!

Este es el clamor del amor y de la fe. Pero, cuando se llega el día octavo antes de Navidad, empieza la Iglesia súplicas especiales, que son otros tantos arrobamientos de amorosa impaciencia; es decir, aquellas antífonas llamadas de la O, por principiar todas con esta interjección.

Y tres días después, cuando ya faltan sólo cinco, precisa más el anuncio y dice: No temáis, dentro cinco días habrá venido ya el Salvador.

Y al llegar a la gran Vigilia exclama, como quien sale por fin de angustiosa ansiedad: Llegado es ya el cumplimiento de todas las cosas que de María anunció el Ángel.

Y en todo el rezo de tan feliz Vigilia no se ocupa ya más que de aquel grandioso mañana al cual, después de tan deseado, se ha llegado ya: ¡Hoy sabréis, por fin, que viene el Señor; y mañana al amanecer veréis su gloria! ¡Santificaos hoy y estad preparados!: mañana veréis entre vosotros la majestad de Dios … ¡Judea y Jerusalén, confiad; mañana Dios estará en medio de vosotros! El Señor va a venir, salidle al encuentro; saludadle como gran Principio de todas las cosas y cuyo reinado no tendrá fin: Dios, Fuerte, Dominador y Príncipe de paz.

Y, por fin, aquella última palabra, que es la que cierra, por decirlo así, todo el período de expectación y de ansia: Cuando mañana se levante el sol en vuestro horizonte, veréis ya al Rey de reyes, bajado del seno del Padre.

Penetremos y dejémonos penetrar por este espíritu de pura fe, de anhelante esperanza, de ferviente caridad.

Así hallaremos ser verdad también aquel otro clamor de todas las profecías cumplidas y de todos los anhelos satisfechos, con que principia alborozada la Iglesia el Oficio de la noche de Navidad: ¡Cristo ha nacido para nosotros: venid, adorémosle!

Sea así…; que para nosotros nazca, y que para ninguno de nosotros deje de ser su santo natalicio prenda de eterna bienaventuranza.

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Ahora bien, si todo esto vale, y mucho, para el Primer Adviento, también vale y mucho más para el Segundo, la Parusía, la Bienaventurada Esperanza, como la llama el Apóstol San Pablo, escribiendo a su discípulo Tito.

En el mundo moderno hay muchos pseudoprofetas, ocultistas, astrólogos y espiritistas, que hacen de la profecía un arte, como Simón Mago, y engañan a la gente crédula e incauta.

En sus “profecías” se ocupan con preferencia de la suerte del mundo, de su próximo porvenir y de su fin, y no les falta auditorio; con lo cual se cumple lo que Jesucristo y los Apóstoles señalaron como característica de la falsa profecía; mientras los verdaderos profetas siempre serán una voz en el desierto, es decir, desoídos, despreciados y perseguidos.

El mejor medio para librarse de estos pseudoprofetas consiste en leer la Sagrada Escritura, especialmente el Nuevo Testamento y las Profecías del Antiguo, donde hay muchísimos vaticinios auténticos, escritos bajo la inspiración divina y destinados a mantener la fe hasta los últimos tiempos; vaticinios tan olvidados, que los mismos judíos que actualmente vuelven al país de sus padres, no saben que con ello dan cumplimiento a las profecías del Antiguo Testamento.

Por eso dice el Eclesiástico: “El sabio se dedica al estudio de los Profetas”; lo cual equivale a decir que los que no se dedican al estudio de las profecías divinas, no son sabios, sino necios que caen en las redes de los falsos profetas, explotadores de la credulidad humana.

Pero, entre las profecías del Nuevo Testamento, la que más nos interesa es la que San Pablo llama “la bienaventurada esperanza”.

Todos sabemos que hay una felicidad eterna, que anhelamos en nuestras oraciones. Pero aquí se trata de una cosa, en que muy pocos piensan y que, en general, no es objeto de nuestras plegarias.

¿Qué es, pues, la “bienaventurada esperanza” con lo que San Pablo consuela a su discípulo Tito? Este término equivale a la “manifestación de la Gloria de Jesucristo en su segundo advenimiento”.

La Segunda Venida de Cristo tiene en el Nuevo Testamento el nombre de “Parusía”, palabra griega que originariamente significa “presencia”. El término se usaba en la época helenística para anunciar la visita del Emperador a una ciudad. De ahí que los hagiógrafos lo emplearan para denominar la Venida del gran Rey Jesucristo.

También en los escritos de los Padres Apostólicos brilla la fe en la Segunda Venida de Cristo como fundamento de la piedad; y los Padres posteriores son igualmente testigos de esa fe y esperanza, la cual fue la inagotable fuente de energía de los primeros cristianos en medio de las persecuciones. Los devocionarios modernos, en cambio, explotan muy poco tan fecunda idea.

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Si presentáramos de esta manera el misterio de la Iglesia, iluminándolo con el espíritu de espera de la Parusía, desterraríamos el peligro en el que, a menudo, va a parar nuestro pensamiento sobre la Iglesia, y acerca del cual San Pedro ya advertía a los fieles en su segunda Epístola, al hablar de aquellos que tienen “por retardo” la indecible paciencia de Dios, y cuando habla de los que comienzan a burlarse de la espera cristiana.

Ciertamente, la espera es larga. Han pasado ya dos mil años, y la profecía no se ha cumplido aún. Entretanto hemos tomado gusto en las cosas del mundo, de tal manera que para muchos la “dichosa esperanza” ha perdido su primitivo fervor… Pero jamás ha sido la Iglesia un cómodo instalarse sobre la tierra…

¿Cuándo aparecerá Cristo de nuevo? No sabemos el día ni la hora. Nadie puede calcular el día de su Retorno; al contrario, todos los cálculos fallarán, porque Él mismo dice: “A la hora que no pensáis vendrá el Hijo del Hombre”.

En muchos otros pasajes de la Sagrada Escritura se nos enseña que Cristo vendrá tan sorprendentemente como un ladrón. San Pablo inculca aún más este punto, diciendo: “Cuando todos digan que hay paz y seguridad”… y luego nos advierte gravemente: “No despreciéis las profecías”.

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Se ha tentado de referir a la muerte de cada uno lo que el Nuevo Testamento dice de la Parusía.Tal identificación de la muerte con la Venida de Cristo no es propia ni del Evangelio ni de las Cartas de los Apóstoles.

Los que no creen en la posibilidad de una pronta Venida de Cristo, se excusan diciendo que no se han cumplido todavía todas las profecías que han de cumplirse antes de su Advenimiento: la predicación del Evangelio en todo el mundo, la Apostasía de las masas, la aparición del Anticristo, la conversión de los judíos, las guerras y terremotos, etc.

Es interesante que las primeras generaciones cristianas, que conocían muy bien esas profecías, las consideraban como cumplidas ya en aquel tiempo y esperaban ansiosamente la Parusía del Señor.

¿No dice el mismo San Pablo que ya en su época el Evangelio fue predicado a toda la creación debajo del Cielo? El Apóstol San Juan nos revela que los Anticristos siempre están entre nosotros, y la Apostasía de las masas es tan conocida que no necesitamos describirla.

Por lo tanto, nuestra actitud frente a la Parusía debe ser la que recomienda el mismo Señor: “Velad”, para que aquel gran Día no nos sorprenda como un ladrón.

Y más aún, debemos amar la Venida de Cristo, como nos exhorta San Pablo en la segunda Carta a Timoteo.

¿Nos parece acaso extraño amar y anhelar la llegada de nuestro Rey y Señor? He aquí la piedra de toque de nuestro amor a Cristo. No desear su Venida es propio de aquellos que le tienen miedo, porque no aprecian lo que significa su Parusía para nuestra alma e incluso para nuestro cuerpo.

Pues en aquel día no sólo aparecerá la Gloria de Cristo, sino también la nuestra. Unidos a Él, asemejados a Él, entraremos con Él en la Jerusalén Celestial donde Él mismo será la lumbrera.

Y para que no olvidemos tan consoladora Profecía, Nuestro Señor nos la recuerda: “Mirad que os lo he predicho”.

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Por todo esto, nos alegramos de la Primera Venida de Dios al mundo porque esperamos la Segunda…, si no, no podríamos…

Contemplemos, pues, hoy sobre la tierra las maravillas de la misericordia del Señor en su Encarnación, con el fin de poder contemplar mañana al supremo Rey en su gloria.

Preparemos con una santa alegría la Venida del Hijo de Dios…