ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XIII
ANSIAS DE VER A DIOS EN EL CIELO
Y GOZO DE ACOMPAÑARLE EN LA TIERRA
El centro del amor es el amado y siempre tiende hacia él procurando su trato y unión. Porque el alma buena ama a Dios y le ama sobre todas las cosas, busca estar con Dios y no separarse de Él.
Dios es la hermosura y el bien infinitamente amable y deseable. Nada hay ni puede haber comparable a su amor. Todos los amores creados son nada comparados con el amor de Dios, de quien participan y toman los demás sus propiedades; como todas las cosas creadas son nada comparadas con el Creador de todas ellas. El alma buena, porque ama, desea a Dios y le desea sobre todas las cosas. Cuando le ha encontrado, lejos de sentir cansancio en estar con Él, cuanto más le acompaña y le vive, más goza y siente deseo mayor de estar y vivir en Dios.
Como nada hay comparable al amor de Dios, nada hay que tenga semejanza con la compañía de Dios; y estamos con Él en la oración, que es el acto de mirarnos en el Señor o de mirarle a Él en sí mismo y estar en ejercicio de adoración.
No siempre la oración es gustosa al espíritu; muchas veces y por largo tiempo es desabrida y pesada; pero es siempre sumamente provechosa. La oración, en estos casos, es estar en Dios, pero como quien le espera. No voy a tratar de esa oración.
Si gustan los que se aman de estar solos y a solas, Dios y el alma quieren soledad; es Él por excelencia amante, y el alma enamorada, sumamente agradable a los ojos de su Dios, que la mima con amor infinito y es correspondido por el alma buena entregándose a Él sin reservas.
Dios es el único que puede estar con su ser en el alma y el alma en el ser de Dios. La oración es estar a solas con Dios, recibiendo el alma secretamente los tesoros de su gracia y ofreciendo su nada; el alma entrega su pequeñez y recibe amor infinito. Decía muy bien la Hermana Mariana de los Ángeles cuando estaba en la oración: Estoy dejándome amar de Dios (1). Enseñaba Santa Teresa de Jesús que el alma en la oración debe «hacer cuenta que no hay en la tierra sino Dios y ella» (2); y San Juan de la Cruz, extendiendo esta enseñanza a todas las acciones de la vida, para convertirlas todas en oración y en amor, escribía: «Viva como si no hubiera en el mundo más que Dios y ella; para que no pueda su corazón ser detenido por cosa humana» (3). Están Dios y el alma solos y no inactivos, sino amándose; el alma recibe bienes del cielo por la nada de sí misma que ofrece. Con verdad debo decir: Soy amado por Ti, infinito Amor.
Las almas puras y espirituales se entregan sin medida a la vida de oración; su mayor deleite es permanecer a solas con Dios y nunca separarse de Él. Verdaderamente son siervos del más alto y más regalado servicio y se ven enriquecidos con tesoros del cielo y recreados con la más íntima alegría y más esplendorosa luz. Dios dice al alma: Te daré a Ti todos los tesoros escondidos y las riquezas recónditas, para que sepas que yo soy el Señor (4).
Estas almas espirituales no viven en el cielo, pero abrazadas y gustando el sabor de la cruz saben que viven en Dios y que el Señor las envuelve y las llena y que está más íntimamente en ellas que su alma en su propio cuerpo. Saben que el Señor es el cielo verdadero, invisible hasta que reciban la luz de la gloria después de la muerte.
No aspiran ni pueden aspirar a compañía más noble ni más sabia ni más poderosa de la que tienen, ni pueden soñar conocimiento o luz mayor; porque su trato y su amistad es con el Creador de todas las cosas y el cariño con que aman y son amadas es el mismo que han de tener en el cielo, aunque aquí todavía no es glorioso por impedirlo el cuerpo, ni seguro mientras vivan en la tierra. Se miran aquí como desterradas de la gloria; pero saben que están y viven en Dios, gustando de mirarse a solas con Él, que las está amando y ellas le aman.
En el gozo del cielo recibirán, en delicadísima fruición, el infinito amor de Dios y estarán en no interrumpida alabanza; y mientras están en la oración, en su vida terrenal, reciben este mismo, amor y esta misma compañía, pero en la misma oscuridad de la fe y en la prueba purificadera y meritoria de dolorosa cruz para mayor desarrollo del amor y más alto premio en la eternidad.
Vivir en Dios y en su amor es mayor grandeza en su realidad, aunque no en sus manifestaciones y efectos sensibles, que vivir en el cielo donde están los bienaventurados. De la claridad y dicha de ese cielo creado a lo infinito de Dios hay infinita distancia.
El cielo, con todas sus hermosuras, armonías y paz, es cielo porque Dios le llena y le ha creado para comunicar en él su bienaventuranza a los que salvó.
Y me enseña la fe y la teología que el mismo Dios está también en mi alma y me llena de su gracia, pero aún a oscuras, y convierte mi alma en cielo sin sus gozos y dicha.
La oración, como la gracia, aunque de muy distinto modo, es participación y principio de vida eterna, donde Dios se comunica; pero las luces de gloria y de felicidad todavía no iluminan al alma, ni la hace el Señor sentir sus gozos. El alma en la oración está en Dios y vive en su amor, pero no en la fruición y en el goce, sino en la purificación y en la esperanza y algunas veces en atisbos fugaces como alborear de inmortalidad.
Aun así nada hay tan hermoso ni tan enaltecedor como la oración, ni tan deseado por el alma ya determinada a ser de Dios; nada que tanto ilumine, ni levante tanto en perfección, porque es ejercicio de amor divino, donde se recibirá fortaleza y sabiduría para estimar y practicar las virtudes. Dios en ese tiempo mira de un modo especial al alma y el alma se ofrece rendida a su servicio. Es propio del amor escudriñar la intimidad del amado y tender a su perfecta posesión con todas sus cualidades y riquezas, que, tratándose de Dios, son Dios mismo.
La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste (5). La vida eterna es goce eterno de eterno amor. El alma creyente sabe por la fe que vive en Dios y que la oración es ejercicio de amor, y sabe también que está participando de la vida eterna y creciendo en amor, aunque a través de la oscuridad de la fe y de la esperanza. Vive en Dios y está comunicándose con Él. Todas las demás verdades son oscuridad comparadas con ésta, toda la sabiduría de los mortales es total ignorancia comparada con ésta y toda la grandeza de la tierra es absolutamente nada ante Dios. En la oración, el alma trata directamente con la misma hermosura, con la misma grandeza y con la misma sabiduría infinitas.
¿Cómo es posible que sea triste ni oscura la vida Que se desenvuelve en la misma presencia de Dios y en el trato íntimo con Él? No era triste, sino muy llena de luz y de una alegría que no conocen las gentes del mundo, aquella vida con sabor de vida eterna, que tan largos años —quizás el más prolongado aislamiento voluntario que se ha vivido sobre la tierra— gozó muy a solas con Dios, San Pablo, el primer ermitaño, viviendo en el desierto y recibiendo tales luces del cielo, que transformaban aquella soledad en paraíso.
Cuando el Abad San Antonio llegó a la puertecita de su cueva, implorando que le abriese, salió sonriente y le llamó por su nombre, aunque nunca le había visto ni le conocía. Hablaron los dos del Señor y mutuamente se comunican sus maravillas con una sabiduría, una luz y un gozo superior a todo el conocimiento de los hombres. Los dos habían experimentado verdades y bellezas inefables comunicadas por el Espíritu Santo, sólo accesibles a los ángeles, como siglos más tarde Santa Escolástica y San Benito, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, quedando transportados y fuera de sí al recordarlas.
Dios, aun en las fuertes pruebas de oscuridad e incertidumbre, por las cuales hace pasar al alma, irradia de Sí resplandores divinos, que al mismo tiempo que esclarecen las almas, las adornan y enseñan con ciencia muy superior a cuantas disquisiciones sobre la verdad pudieran comunicar los entendimientos de los sabios más eminentes. Son verdades comunicadas por el mismo Dios y ponen tanta luz y tanto cielo en el alma, que San Juan de la Cruz dijo de ellas que con sólo un momento que se vean, superaran a cuanto puede naturalmente concebirse y llenan de tan gozoso contento que a vida eterna sabe y toda deuda paga, «porque en el sabor de vida eterna que aquí gusta siente la retribución de los trabajos que ha pasado para venir a este estado, en el cual no sólo se siente pagada y satisfecha lo justo, pero con grande exceso premiada de manera que entiende bien la verdad de la promesa del esposo en el Evangelio que daría ciento por uno» (6); antes de recibir este conocimiento parecían los trabajos muchos y grandes; después de recibido se ve que no tienen proporción con el bien ganado.
Los rayos que de Dios emanan son de luz penetrantísima y encienden y abrasan a las almas con mayores deseos de amar, sin que puedan impedirlo las tentaciones con que, por divina Providencia, se vea el alma atormentada. Al contrario, las tentaciones y oscuridades, al mismo tiempo que purifican al alma, acrecientan en ella las más vehementes ansias hacia el dador de todos esos bienes.
Si necesariamente todos desean su último fin, según recordábamos con Santo Tomás, ¿cómo podrían no desear la felicidad infinita cuantos han recibido algún conocimiento sobrenatural y extraordinario de su inconcebible hermosura? Habiendo recibido especial luz de que la verdad eterna excede a toda capacidad de entender, y sabiendo que en el momento de la muerte empieza el nuevo y altísimo conocer y gozar, ¿cómo no recibir la muerte con júbilo? Todo cristiano sabe estas verdades con la certeza de la fe, pero sin el brillo de la luz divina.
La ciencia humana, con toda su fascinadora penetración, es menos cierta que la fe oscura. Podrá el cristiano tener tentaciones, podrá momentáneamente sentirse como alejado de la verdad y hermosura de Dios y como amortecida su esperanza en las promesas; pero sabe con certeza que Dios, infinito, perfectísimo, inmenso y simplicísimo, está en su alma, y si vive en gracia, aunque no lo sienta, el Señor está amándola con su infinito amor, y si sobreviene la tentación, sabe que Dios la convierte en mayor virtud, y el desconsuelo, en la más firme y heroica esperanza, y lo que se presenta como mal, es grandísimo bien; sabe que Dios no se aleja de ella por la tentación, sino que en ella presta mayor ayuda y de este modo la prueba la hace sentir más intenso deseo de unión con su Creador.
Ver a Dios excede a cuanto se puede soñar ni concebir; y no es posible quepa en entendimiento alguno creado, mucho menos en el del hombre. Después de la muerte, para alcanzar a verle, necesita el alma la luz de la gloria que la levanta en capacidad de entender. La visión de Dios, he dicho y repetiré por ser verdad primerísima, es la gloria esencial. Dios es tan infinitamente perfecto en toda perfección, que su mismo entendimiento infinito no puede concebir nada más perfecto que su propio ser, ni cualidad alguna buena que actualmente no tenga. Si pudiera entender algo más grande que su propio ser, o concebir alguna perfección que no poseyera, ya no sería infinito, no sería Dios.
Pues Dios mismo es el único que puede enseñar al alma algo digno de Él, y nos ha revelado lo que Él es. Sobre estas verdades de la esencia de Dios no podemos tener imagen proporcionada, ya que lo creado no es el Creador, el cual está sobre toda imagen o semejanza, porque lo finito no puede compararse con lo infinito.
De aquí que la fe esté sobre la cumbre de todas las ciencias y conocimientos. La fe levanta y da certeza, aunque en niebla de oscuridad. Ella nos enseña que en Dios hay infinita hermosura e infinita perfección, y nos dice que es inmenso, simplicísimo, amor y verdad, uno y Trino.
El Señor, que por la fe enseña a todos los cristianos, pone una secreta y o más alta claridad en algunas almas fieles, a quienes ilustra con luz y conocimiento especial sobre sus atributos y perfecciones; luz y conocimiento superior a toda la sabiduría de este mundo. Ni los libros ni los hombres pueden enseñar esta ciencia. Sólo Dios puede hacerlo y lo hace cuando quiere y a las almas que elige. Es regalo que con ninguna obra se puede merecer, anticipo de cielo que pone en lo íntimo del alma. Suele comunicar esta regalada merced de amor en el silencio y recogimiento de la oración; entonces la oración se convierte toda en luz y en acentos y armonías de Ángeles; y el lugar de la oración, y el alma misma, es un cielo. Entonces el alma codicia la oración sobre todo otro bien, y recogerse en sí misma, porque sabe que dentro de ella está Dios y la ilustra íntimamente. También sabe que Dios no se comunica, sino por excepción y por milagro, a quienes no guardan recogimiento, silencio, atención a lo interior y soledad de corazón.
El alma justa y humilde se centra en intenso silencio y soledad; busca y pide el amor en el retiro, donde se encuentra a Dios y, sobre el amor que busca, la comunica el Señor luces especiales de sus misericordias, con las cuales como que vislumbra algo de la infinita belleza y dulzura divina, las cuales sólo en la otra vida pueden gozarse sin interrupción, por lo que vehementemente se aumentan los deseos de entrar pronto a poseer este infinito Bien y pide no se tarde, diciendo como David: Acelera el sacarme (7). Sedienta está el alma mía del Dios fuerte y vivo. ¡Cuándo me será concedido que yo llegue y me presente ante la cara de Dios!
Sabemos que no hay otra entrada que el arco triunfal de la muerte para llegar a tanto y tan deseado bien.
Como una madre saca con ternura de la cuna a su hijo querido para estrecharle con amor, así nos tomará la muerte para ponernos en los brazos de Dios y decirnos: «Abre ya los ojos de tu alma, ahora iluminados con los resplandores de la gloria, y mira la infinita hermosura de Dios, por la cual te conservaste fiel. Entra en la felicidad de tu Señor.» La muerte no podrá ejercer dureza alguna con los sellados con la marca del amor. Subiremos al cielo, guiados por el mismo Dios, por el sendero de luz trazado por la muerte santa, que nos guía hasta la gloria.
Las ansias y deseos de ver a Dios, especialmente en los años postreros de la vida, suelen ser proporcionados al amor, a la gracia de Dios y a las virtudes que el alma tiene.
Dios enciende e ilumina al alma, si bien no siempre siente ella con la misma intensidad la iluminación de la inteligencia y la hoguera del corazón.
En el cielo el conocimiento de Dios, comunicado por la luz de la gloria, es según el grado de gracia y de amor vivido en la tierra; pero cuando el Señor quiere hacer sentir sus luces especiales a un alma mientras vive en este destierro, entonces ni el conocimiento de los atributos, ni los sentimientos de la bondad de Dios, están en proporción de la santidad del alma, sino según los fines que el Señor se propone en cada hombre.
Pero la fe pone continuamente en las almas el conocimiento de Dios más grande, más cierto y el que más acerca al Señor y más santifica. Ese conocimiento siempre es oscuro, pero es el que más pone en lo infinito y los deseos de amar son la capacidad de amar y entender eternamente a Dios (8).
(1) Año Cristiano Carmelitano, por el P. Dámaso de la Presentación, C. D., tomo I, día 29 de enero.
(2) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XI.
(3) San Juan de la Cruz, Aviso 350, en Cautelas y…
(4) Isaías, 45, 3.
(5) San Juan, XVII, 3.
(6) San Juan de la Cruz, Llama de Amor viva, canción II.
(7) David, Salmo 30, 3.
(8) Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, q. 12, a. 6.
