ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO XII
GOZO DEL ALMA
EN LOS DESEOS DE VOLAR A DIOS
Querer a Dios sobre todas las cosas, más aún que a la propia vida, es el amor más noble y hermoso que puede vivirse y es no sólo el más conforme a razón, sino el que está en la naturaleza de todos los seres que consciente o inconscientemente le viven (1). Los Ángeles, con absoluta claridad, sin temor a equivocarse y gozosos, le viven perfecto en el Cielo; aman a Dios con plena conciencia y dichosamente más que a sí mismos y sienten soberano placer en vivir ese amor.
Con toda precisión expone Santo Tomás de Aquino este principio, y la Imitación de Cristo pone admirablemente en los labios de Dios estas palabras: «y (los Santos) sobre todo más me amen a mí que a sí mismos y a todos sus merecimientos. Porque elevados sobre sí y libres de su propio amor, se pasan del todo al mío y en él descansan y se regocijan con gozo inextinguible» (2).
La voluntad que libremente escoge como lo más santo y perfecto amar a Dios sobre todas las cosas, porque Él es la causa perfectísima e infinita de todo lo criado, y el Bien Sumo de donde procede todo bien, se ofrece a sí misma, ofrece su ser y su vida en obsequio a tan soberano amor y daría gustosa por Él mil vidas que tuviera.
El deseo de ver a Dios y el ansia de poseerle con seguridad y para siempre ha sido y continuará siendo la obsesión y el impulso más grande, más vehemente y dulce que sienten las almas puras, ardiendo en amor e iluminadas por una especial luz de la gracia divina durante su vida sobre la tierra.
Pudiera decirse de ellas, con un sentido más alto, lo que Homero escribe de Ulises, que menospreciaba las comodidades, bellezas y abundancia de bienes que le rodeaban en la isla de los encantamientos y se sentaba solo en el campo, lleno de nostalgia, mirando hacia su patria con el anhelo de marchar y reunirse con los suyos; o como los israelitas que oraban a Dios en su cautiverio de Babilonia con el rostro vuelto hacia Jerusalén y su templo, avivando con cánticos tristes el recuerdo de su patria.
Las almas puras, iluminadas por la llama del amor de Dios y con la luz de la revelación, no pueden dejar el pensamiento del Cielo, su verdadera Patria de luz y de dicha, poniendo todo su afecto y recuerdo en su Padre Celestial, de quien han de recibir la dicha y hermosura eterna.
Dios solo puede llenar los insaciables deseos del hombre de amar y de saber. El recuerdo de Dios dilata los horizontes del alma que ama, pone sabiduría de sobrenatural amor, que enseña más encumbradas perfecciones y grandezas del Padre y, por lo mismo, aumenta la sed de ofrecerse y demostrarle con obras el amor; se adquiere o perfecciona el deseo de gustar eso inefable que enseña la fe y se recibe un conocimiento que excede al que pueden comunicar los hombres; con ese conocimiento aprende a ofrecerse toda el alma con todos sus pensamientos y afectos al Señor. Para Él solo quiere su ser y sus obras y escoge estar consagrado sólo a Dios en la vida que haga, no teniendo otro ideal en sus recuerdos ni en sus aspiraciones que el Señor.
Esto es ya oración muy santa y provechosa. Santa Teresa de Jesús llamaba, como ya recordé, a las almas de oración los siervos del amor (3). La oración es ejercicio de divino amor, es el acto de unirse a Dios y estar recibiendo el fuego de la divina hoguera; es estar con el Señor en sus brazos, porque Dios siempre está en el centro del alma y el alma en la oración le está mirando y amando. En la oración crece y se desarrolla la llama del amor, aun cuando el alma no lo perciba ni le parezca hace apenas otra cosa que estar delante de Dios.
Como la oración es, según la misma Santa, la puerta por donde se recibe todo bien, en ella comunica el Señor los conocimientos y las noticias singulares de sus tesoros soberanos y de sus perfecciones y grandezas, con las cuales el alma ve mundos nuevos de luz sobrenatural y siente mayor sed de Dios y de verle en su inefable hermosura y de quemarse en la hoguera dichosa de su amor para hacerse una misma cosa con la llama divina.
David, ardiendo en deseos de la luz eterna, pide con frecuencia al Señor en sus Salmos que dirija hacia él su rostro y le ilumine con su luz. Que le muestre su hermosura y con la hermosura de Dios recibirá toda seguridad (4).
Muy bien sabe el alma que a tan alto y soberano bien no puede llegar sino después de haber vencido y superado muchas y grandes dificultades. Pero a todo se lanza y determina. Desea a Dios, porque Dios ha de ser su felicidad; busca al Señor porque de Él ha de recibir todo bien. En ansia de llegar hasta el Creador, dice con San Juan de la Cruz:
Buscando mis amores
Iré por montes y riberas;
Ni cogeré las flores,
Ni temeré las fieras
Y pasaré los fuertes y fronteras.
(1) Santo Tomás de Aquino, Summa, I, Q. 60. a. 5.
(2) La Imitación de Cristo, lib. III, cap. 48.
(3) Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. XI.
(4) Salmos 79,4; 118, 135.
