DOMINGO QUINTO DE EPIFANÍA SOBRANTE
En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas esta parábola: “El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró grano bueno en su campo. Pero, mientras la gente dormía, vino su enemigo, sobresembró cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó, pues, la hierba y dio grano, apareció también la cizaña. Y fueron los siervos al dueño de casa y le dijeron: “Señor, ¿no sembraste grano bueno en tu campo? ¿Cómo, entonces, tiene cizaña?” Les respondió: “Algún enemigo ha hecho esto”. Le preguntaron: “¿Quieres que vayamos a recogerla?” Mas él respondió: “No, no sea que, al recoger la cizaña, desarraiguéis también el trigo. Dejadlos crecer juntamente hasta la siega. Y al momento de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y al trigo juntadlo en mi granero.”
El Evangelio de este Domingo, Quinto de Epifanía sobrante, nos hace meditar sobre la Parábola de la Cizaña.
Por lo expuesto el domingo pasado, quienes hayan leído o escuchado nuestro sermón habrán podido comprender cuál es la esencia de la virtud teologal de la fe, y cuál su necesidad y su infinito precio y excelencia. Circunstancias todas que la hacen, por lo mismo, privilegiado objeto de las asechanzas del común enemigo de nuestras almas, que siembra la cizaña.
De una manera o de otra, directa o indirectamente, la Fe está muy expuesta hoy al riesgo de continuas tentaciones. No hay, en efecto, en nuestros días cristiano alguno que no sea tentado en la fe, siéndole continuo embate contra ella casi todo lo que le rodea: personas, instituciones, ideas, leyes y costumbres que, cual cizaña, va sofocando la vida de la fe.
El mundo de hoy, saturado de incredulidad y de indiferencia, es en casi todas sus manifestaciones un ataque continuo a la creencia y docilidad del cristiano; a quien, por otra parte, le toca vivir en un medio o atmósfera tan poco favorable a su profesión de tal. Le conviene, pues, hoy más que nunca, andar receloso y prevenido y suspicaz sobre esta materia.
+++
Analicemos un poco el campo donde ha sido sembrada la Fe y donde se sobresembró la cizaña.
Tanto el individuo como la sociedad se desvían de su fin único, que es Dios, cuando se constituyen a sí propios en único supremo fin. Todos los errores, teóricos o prácticos, sobre esta materia pueden resumirse en las siguientes fórmulas:
– El único fin de la sociedad humana es su propia felicidad. Nadie, por consiguiente, tiene derecho a legislar sobre ella, sino ella misma.
– El único fin del hombre es su propio bienestar. En consecuencia, su deleite y satisfacción constituyen su ley suprema.
Absurdos que, por muy groseros que se presenten en su enunciación así cruda y descarnada, son, no obstante, admitidos en la práctica como corrientes axiomas por gran número de personas.
En efecto, el ideal de ciertos filósofos y estadistas de nuestros días es la sociedad fin de sí misma, y, por consiguiente, regla de sí propia, y, por lo mismo, independiente de todo otro lazo de sujeción y de toda otra norma de conducta.
El ideal de los individuos, que quieren prescindir de la ley de Dios en su conducta, es el hombre como fin propio suyo, y su voluntad como regla única de sus actos.
La sociedad fin de sí misma equivale a la independencia social, que, en el campo de las doctrinas, se llama Liberalismo.
El hombre fin de sí mismo corresponde a la independencia individual, que, en el lenguaje de los moralistas, se llama libertinaje.
Liberalismo y libertinaje ofrecen no pocos puntos de contacto, de modo que sus significados pueden cambiarse e invertirse, sin que resulten menos exactos.
De este modo, sociedad liberal puede, en alguna manera, llamarse sociedad libertina; del mismo modo que conducta libertina puede, con bastante propiedad, llamarse conducta liberal.
Ambas palabras representan aplicación análoga de un mismo principio; en una se adapta a las ideas, en la otra se atribuye a las acciones; pero ambas parten del mismo principio, que es el de la libertad independiente respecto del último fin, que es Dios.
El libertinaje es el Liberalismo aplicado en la práctica a los individuos; y el Liberalismo es, en el fondo, el libertinaje intelectual, elevado a teoría y aplicado a la sociedad.
Además, debemos hacer otra advertencia, que no es ni ociosa ni inoportuna, y es que ambas nociones admiten distintos grados y matices, que exigiría un arduo trabajo detallar.
Vaya por ejemplo: la escala graduada del Liberalismo se extiende desde la radical emancipación proudhoniana, que ruge: ¡“guerra a Dios”!, hasta la mojigatería católico-liberal…
Y, a su vez, la gradación matizada del libertinaje engloba desde los desenfrenos de Babilonia y de Sodoma y Gomorra hasta los escrúpulos hipócritas del más solapado Jansenismo.
Pero en cada grado de la escala es una misma la cosa, por aquello tan sabido en metafísica de que lo más o lo menos no cambian la especie.
Lo cual no quiere decir que lo más pulcro y disfrazado, lo de formas más púdicas y decorosas, no sea lo más peligroso y, por lo mismo, lo más abominable.
Por lo tanto, en las disputas que dividen actualmente los espíritus, no se han de discutir formas de gobierno, ni sistemas políticos; la única y simplicísima cuestión que se ha de plantear es si han de estar los Estados dependientes o independientes de la ley de Dios; o sea, clara y sencillamente, si la cuestión del último fin ha de resolverse según el criterio del libre pensamiento, sea de derecha, de centro o de izquierda, o según el Principio y Fundamento del Catecismo de primeras nociones.
En menos palabras: los dos polos del mundo moral, los dos extremos del dilema hoy planteado son únicamente: O Catolicismo, o Satanismo… O trigo, o Cizaña…
He aquí la terrible alternativa a que está sujeto indefectiblemente el mundo; he aquí el dilema cuyos términos van estrechándose más y más cada día.
¡O Catolicismo, o Satanismo! ¡O Dios, o el Diablo!
O nos resolvemos a ser hijos dóciles, nobles ciudadanos de Jesucristo, con toda su grandeza; o nos resignamos a ser esclavos desdichados de Luzbel, con toda su degradación y miseria.
Para los pueblos, así como para los individuos, no hay otros puntos de elección que éstos, en vano se discurren sutiles expedientes, o se ensayan ingeniosos equilibrios.
Una corriente divina y otra corriente satánica atraviesan en direcciones opuestas el mundo social; el que rehúse entregarse del todo a la primera será irremisiblemente arrastrado por la segunda.
Mal, muy mal andamos hace años, pero el mal no es de ayer, ni su origen debe buscarse en acontecimientos recientes.
Mal, muy mal andamos, y lo reconocen todos, y todos lo proclaman, y unos pocos quieren de veras el remedio; la mayor parte lo busca ridículamente en los mismos principios y procedimientos que a tan triste situación nos han traído… ¡Cómo debe reírse el infierno de nosotros!
No se quiere Catolicismo más que a medias, y no se repara en que allí donde no se deja llegar la influencia católica, allí se deja sentir, en el mismo momento con toda su fuerza, la influencia satánica.
Dicen algunos: “Católicos, sí, queremos serlo, pero con libertad; para que predique y enseñe y haga prosélitos por su cuenta cualquier secta enemiga del Catolicismo”.
Y el infierno agradece de lo lindo el celo que se manifiesta por sus intereses…
Cada artículo, discurso, alocución, arenga o perorata de la facción librecultista es una brecha por donde entra el Satanismo.
+++
Y no habrá paz en la sociedad mientras Dios no reine en ella por medio de las prácticas católicas, así como en ella reina hoy el diablo, gracias a la ausencia de aquellas…
Porque, seamos francos, si es lícito insultar con la blasfemia a Dios, ¿por qué no ha de ser lícito insultar con un grito demagógico al padre, intendente, gobernador, presidente…?
Si se mira como cosa muy ligera el que se quebrante el tercer mandamiento incumpliendo e incluso profanando el día del Señor, ¿por qué se ha de mirar como cosa tan grave el que se incumpla con el jornal diario del obrero o que éste no desempeñe bien su trabajo…
O todos los mandamientos obligan, o ninguno obliga…
No hay más que dos caminos: o no ser católico, o serlo de veras; porque quien no lo es de veras, no lo es de modo alguno… No hay más que dos caminos: o Catolicismo, o Satanismo.
Recordemos el enérgico poema de Jorge Doré, publicado el lunes 30 de septiembre: Llegó la hora
Llegó la hora inexorable y cruda
de escoger entre Cristo o Satanás.
Y ante la acometida de la duda,
¿tú a quién te unes?, ¿qué esperas?, ¿dónde vas?
¿Seguirás dormitando encadenado
a los vacuos placeres de una tierra
cargada de maldad y de pecado
o te levantarás en pie de guerra?
¿Te irás tras el ejército insolente
de falsos semidioses y de estultos
que rugen contra el Cielo cual torrente
y son tan solo muertos insepultos?
Sacude pues, el polvo del calzado
contra la iniquidad del enemigo
si no quieres ser vaso malogrado
y sempiterno objeto de castigo.
¡Despierta! Ya las hojas de la higuera
prenuncian una lucha encarnizada.
Elige, pues, al punto tu bandera:
¡O es Cristo o es la eterna llamarada!
+++
Sin entrar a detallar la cizaña, es decir los principales y más comunes enemigos que tiene el cristiano, no podemos pasar por alto lo que se refiere a los medios que debe poner en práctica el buen creyente, para conservar y asegurarse la posesión del precioso tesoro de la Fe, cuando tantos enemigos conspiran en derredor suyo para arrebatársela.
En cuanto a esto, sean los primeros medios que recomendemos:
– la vida pura y honesta;
– el trato usual con personas en quienes pueda encontrar le Fe materia de estímulo y nunca de escándalo;
– la lectura sana y ortodoxa, que sobre eso nos ilustre y nos provea cada día de nuevas y eficaces armas de controversia;
– y, por fin, habitual apartamiento de los sitios y diversiones donde más a sus anchas campea e impera el espíritu del siglo y su envenenada atmósfera de escepticismo e incredulidad… de cizaña…
Oppositum per diametrum…, lo diametralmente opuesto decían los antiguos maestros espirituales; y este procedimiento, dictado por el buen sentido, es aquí el primero que cabe recomendar. Constituye una cierta higiene moral, en todo análoga a la que con tantas prescripciones todavía más menudas y enojosas se atiende a la salud de nuestros cuerpos.
Acaso para conservar esta última, ¿no se evitan ciertos vicios y desórdenes? Por ventura, ¿no nos apartamos del trato de ciertas personas y de la frecuencia de ciertos lugares que pueden traernos contagio e infección?
Pues, si tales precauciones se estiman muy juiciosas porque atañen a la salud corporal, y muy eficazmente se recomiendan y muchas veces hasta con nimia escrupulosidad se observan, ¿por qué ha de parecerle ridículo a un cristiano atenerse a ellas para la conservación de su integridad moral, cuya base esencial e indispensable es la pureza y vigor de la Fe?
No reconocerlo así, sería dar menos importancia a lo que pertenece a la vida superior del alma y a su eterno porvenir, que a los riesgos de una tisis o pulmonía.
Temamos más que todo eso las enfermedades del alma, que se siente herida y como muerta en sus órganos más vitales cuando le falta el único aire para ella respirable, que es el de la Verdad revelada, o cuando se le da falsificado y como intoxicado ese aire vital con pérfidas emanaciones de herejía que matan con muerte eterna en vez de vivificarnos con gérmenes de inmortalidad.
Nunca por lo mismo seremos excesivamente escrupulosos, y hasta si se quiere aprensivos, en esta materia; más aún, es obligatorio serlo en lo que entraña cuestión de vida o muerte espiritual.
Los que maldicen sin cesar la llamada intransigencia doctrinal del Catolicismo y de los buenos católicos, los que extrañan se lleven por nosotros tan allá los recelos y suspicacias tocante a esa virtud, que debe ser la radical y fundamental de todo cristiano, podrán tacharnos si quieren de meticulosos en demasía… Hay que serlo ante el espectáculo de la presente decadencia de la fe de muchos.
¡Caso extraño y a primera vista maravilloso!… La salud pública se proclama suprema ley, y este principio parece autorizar al poder social para la imposición de toda norma, por molesta que sea. Y debe resignarse a ella el ciudadano libre de nuestros días, permitiendo en sí y en los suyos cualquier vejación, desde la horrible y desgarradora de que le arrebaten de entre los brazos el cadáver todavía caliente del padre o del hermano, hasta la soberanamente cómica de que le fumiguen en cualquier estación de ómnibus o ferrocarril, puerto o aeropuerto…
En el orden moral, que es el más digno de estima, proceder así sería calificado de espantosa brutalidad y de inquisitorial despotismo.
La libertad defiende en esto sus fueros de bestia, y reconoce con ello que valen más ante su criterio los intereses de la vida animal, que los de la vida superior que la distingue de los brutos.
Sería gravísimo atropello prohibirles a los públicos corruptores de la fe el ejercicio de su negro derecho de envenenar las almas, sembrando cizaña.
Debiera parecer lógico que, si en ellos se reconoce el derecho de envenenar, se nos reconociese el derecho de que no nos envenenasen el aire espiritual que respiramos.
Mas como eso traería por otra consecuencia lógica la necesidad de medidas preventivas y represivas contra los corruptores de la Fe, se prefiere adoptar en ese punto, aunque sea en abierta contradicción con el otro, el criterio de la libertad absoluta, sin dejarle al ciudadano otra garantía de preservativo que la individual defensa de sí y de los suyos, como mejor Dios le diere a entender.
Si tan indiscutible es el pretendido derecho del ciudadano moderno de que nadie se le oponga en la tarea infernal de corromper las creencias, ¿cómo no se le considera igualmente indiscutible el derecho de infestar el aire, de corromper las aguas y de envenenar el pan y demás alimentos, aunque por ello deba sucumbir en asolador contagio la mitad del género humano?
Este razonamiento, que hace unos cincuenta años parecía muy lógico…, hoy ya no resulta así…, pues los modernos maltusianos, en su loca tarea de diezmar la población, infectan el aire, corrompen las aguas, envenenan los alimentos…, vacunan las personas y autorizan el aborto y la eutanasia…
+++
Contra estos sembradores de cizaña, toda la vida del cristiano debiera ser, si posible fuese, un acto de fe continuado.
Pero, ya que no sea fácil al común de las almas este ejercicio actual y actuado de la santa virtud de la Fe, lo es sí dedicarse a él en frecuentes ocasiones y de diversas maneras.
En primer lugar, por medio del ofrecimiento matutino y vespertino de las obras del día y de los sucesos, prósperos o adversos, en que nos toque intervenir.
Tal ofrecimiento es un reconocimiento explícito del dogma de la Providencia, en cuyas manos nos abandonamos con todas nuestras cosas; y es, a la vez que un vasallaje a su soberanía, una protestación de filial confianza en su bondad.
El uso de la meditación diaria es otro de los ejercicios de la fe más provechosos, por no decir indispensables, al buen cristiano.
Le sigue el uso frecuente y fervoroso de los Santos Sacramentos.
Lo que se llama ejercicio de la presencia de Dios no es difícil tenerlo y renovarlo en cualquier lugar y ocasión. Ver a Dios en todas partes, y ver en todas las cosas materia de su divino servicio, es el ideal de la perfección cristiana, y por tanto de la más alta vida de fe.
Pensar, pues, habitualmente en Dios, y vivir habitualmente teniendo presente a Dios, y obrar en consecuencia según lo que sabemos es voluntad de Dios; tal es la fórmula completa de este ejercicio de la divina presencia.
+++
Salvemos ante todo la integridad de nuestra Fe; seamos más o menos tolerantes, más o menos transigentes con lo que a todo otro asunto no relacionado con ella se refiera; nunca en lo que atañe a la ortodoxia doctrinal, nunca en lo que pueda enturbiar en lo más mínimo su puridad y vigor.
Mientras aguardamos que el Señor mande recoger y quemar la cizaña, tengamos horror a alianzas y solidaridades con quien presente infectadas sus ideas o aficiones con el menor vicio herético, por puras e intachables que parezcan sus intenciones e incluso sus normas de conducta.
Y tengamos bien presente lo enseñado por la parábola:
“Señor, ¿no sembraste grano bueno en tu campo? ¿Cómo, entonces, tiene cizaña?” Les respondió: “Algún enemigo ha hecho esto”.

