ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO – CAPITULO X – LA ESPERANZA DEL CIELO HACE DESEABLE EL MOMENTO DE IR A DIOS

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

CAPITULO X

LA ESPERANZA DEL CIELO

HACE DESEABLE EL MOMENTO DE IR A DIOS

Muy hermosa es la muerte de los justos delante del Señor, cantaba el profeta David (1). Y Santa Teresa de Jesús, llena de confiada esperanza, repetía momentos antes de su muerte el salmo: Eternamente estaré cantando las misericordias del Señor (2).

Como diciendo: desde este momento se acabaron ya las angustias y las tristezas las incomprensiones y las ignorancias, las estrecheces y las preocupaciones, y para siempre huye el temor y la inseguridad. Todo me lo convertirá la misericordia del Señor en luz y vida, en gozo y felicidad, en armonía y júbilo con los bienaventurados y en su seno. Porque en el momento de haber entrado el alma, a continuación de la muerte, en la hermosura de Dios, la llenará de Sí mismo en insondable sabiduría y altísimo deleite de amor, y la dará capacidad, con la luz de la gloria, para ver su esencia y sus atributos o perfecciones altísimas e infinitas y en Dios verá clarísimamente los seres y los mundos creados y muchos creables que nunca tendrán existencia.

Aún ahora mi espíritu se llena de alegría al pensar que si amo a Dios, obedezco sus mandamientos y cumplo su voluntad, mi alma, al separarse del cuerpo, terminada la purificación si aún no estuviera limpia, recibirá del Señor su luz, lo que llamamos la luz de la gloria, y con ella, una capacidad tan alta, tan clara, tan profunda e iluminadora, que veré la verdad y el amor en sí mismos, que es ver a Dios.

También esto me lo enseña con toda certeza la fe, y repito en las palabras del Salmo: en tu luz veremos la luz (3). La claridad que eternamente brota del rostro de Dios y tantas veces le había suplicado el alma se la concediese, va a envolverla en el mismo instante de la muerte, si no tiene impedimento de pecado, ya convertirla toda en luz. El alma era ya luz por la gracia y el divino amor, pero el velo del cuerpo se lo ocultaba. Era luz, porque el alma, para entrar en el reino de la pureza, necesita ser pura; para entrar en la posesión de la bondad necesita ser buena; para ser convertida en luz necesita haberla vivido.

Esta es la ganancia y el inmenso tesoro adquirido Con la gracia, el amor de Dios y las virtudes. Va a entrar desde el momento de la muerte en la dicha sin fin y sin límites. Ya puede soñar lo que va a recibir: Dios será suyo y ella de Dios y recibirá participación de las perfecciones divinas. Al separarse del cuerpo, que la impedía ver, aparecerá la grandiosa luminaria celeste.

Si las maravillas sobrenaturales que hay en el alma mientras aún vive en la tierra causan una admiración inexplicable cuando el Señor con su luz especial las hace ver a alguno de sus amigos, los santos, y ellos cuando pretenden darlas a entender a los demás, después de servirse de comparaciones y de cuantos medios puedan usar, dicen que todo se les queda por decir, porque no cabe lo que han visto en el lenguaje de los mortales, ¿qué maravillas y grandezas no se podrán discurrir y soñar de las perfecciones de Dios? ¿Qué no se verá en Dios?

Alma mía, repite tú las palabras de San Agustín: Mostrásteme, Señor, que viese que había que ver.

Que es decir: que supiese lo infinito de las perfecciones de Dios y de sus atributos, que serán la sabiduría perpetua, la eterna fruición y nunca llegarán a comprenderse del todo y siempre estarán produciendo renovado gozo y felicidad.

Recordando esta belleza, nos explicamos el deseo y la prisa que tenían las almas enamoradas y ofrecidas a Dios de que llegase el momento de verle y de entrar en su gloria y la alegría que las inundaba la proximidad.

Ya moribundo en el Palacio Real de Viena, preguntaban al Padre Domingo de Jesús María qué sentía en aquellos momentos, y contestó con el fuego de amor divino que le había quemado toda la vida: Voy a ver a Dios; voy a ver a su Santísima Madre. Muero felizmente. Iré, iré, veré, veré. Sea Dios eternamente glorificado (4).

Pensar que en seguida vería a Dios sacaba fuera de sí misma a la Carmelita Juana Bautista de Granada, en la hora de su muerte. Ya durante su vida sus ansias eran tan vehementes que con frecuencia repetía: Yo no puedo vivir sin Dios. ¡Qué vida esta tan intolerable! ¡Qué pena este vivir tan terrible!

Pero viéndola sumamente gozosa en su última hora, la preguntó su hermano, también sacerdote carmelita, cómo se encontraba, y le respondió toda apasionada y animosa: No tengo sino mucho gozo, porque presto espero ver a Dios, y entonó el Te Deum para dar gracias al Señor de que ya se llegaba la hora tan deseada. Advirtiéndola cariñosamente su hermano que la diría Misas para que estuviera poco tiempo en el Purgatorio, le contestó con la más confiada espontaneidad: No se canse, Padre, porque me será imposible pasar un instante sin ver a Dios (5).

No se apartaban de mi memoria las luminosas verdades que el ermitaño me había enseñado y dejaba yo volar gozosamente mis potencias para mejor comprenderlas y grabarlas. Esto mismo puso en mí nuevo deseo de saber y dirigí, confiado, otras preguntas sobre nuestra vida posterior a la muerte.

El ermitaño respondió como iluminado a mis preguntas sobre lo que veremos y seremos en la vida de Dios, ya en la gloria y quiero recordarlo para bien de todos, pues sé que se animarán sabiéndolo.

Ya perfectamente limpia el alma -dijo con la mayor dulzura-, estará desde ese instante rebosando siempre dicha del mismo Dios, sin contaminación ni polvo de tierra. Estará siempre cantando y alabando a Dios con nuevo y altísimo conocimiento y no menor deleite, pues a pesar de lo muchísimo que conozca y goce mi alma de Dios, siempre estará recibiendo nuevo conocimiento y más clara luz ya que de la criatura, aun la más sublime y maravillosamente dotada, hasta la realidad infinita de Dios, siempre habrá infinita distancia.

Verá el alma a Dios y la que más le vea, más verá lo que le queda por conocer. «Una de las grandes mercedes, dice San Juan de la Cruz, que en esta vida hace Dios a un alma por vía de paso es darle claramente a entender y sentir tan altamente a Dios, que entienda claro que no se puede entender ni sentir del todo: porque es en alguna manera al modo de los que ven en el cielo, donde los que más le conocen, entienden más distintamente lo infinito que les queda por entender» (6).

Por esto, aunque las almas bienaventuradas ven en la esencia divina según su capacidad de conocer y lo ven con mayor perfección y claridad de la que tienen en sí mismas, y con mayor precisión en detalle y en conjunto, y las causas y la relación mutua de los seres, estarán eternamente viendo maravillosas novedades del universo y de los seres creados y creables siempre con renovado deleite y nueva alegría.

Ahora es ímprobo el trabajo y sacrificio que cuesta adquirir la poquísima ciencia que se puede llegar a tener, y siempre de lo externo y accidental, sin que se pueda llegar al conocimiento íntimo de las esencias; sólo unos cuantos pueden llegar a adquirir esa poquísima ciencia, y más que con certeza, con probabilidad, sujeta a cambios y correcciones.

Desde el momento en que entre mi alma en la gloria de Dios y reciba misericordiosamente su luz, veré no ya con microscopio y telescopio ni con otros instrumentos más perfectos si el universo actual tiene de diámetro veinte mil millones de años de luz, como decía Einstein, o doscientos mil millones como enseñaba Huble, y dentro de unos años, la ciencia, corrigiendo a los que creían saber tanto, diga que tiene no doscientos, sino cuatrocientos mil millones de años de luz, para quedarse, al fin, sin saber nada con certeza, sino que veré en la esencia divina y conoceré en el mismo Dios con toda certeza, no solamente las dimensiones de este mundo, sino también la esencia de los seres criados, materiales o espirituales, y veré otros mundos que Dios no creará nunca, y puede crear o que creará en lo futuro. Y veré que la omnipotencia de Dios es tan sobre todo conocimiento que podría estar creando cada segundo y siempre no ya un universo como éste, sino universos mucho mejores que en nada se parecieran a éste, y que todo está actualmente en Dios con la misma perfección que si lo hubiera creado. Veré en un instante que todo lo que llamábamos geniales inventos es pura ignorancia ante lo que allí se conoce con plenitud.

Dicen que el mundo ha sido creado para el hombre y que el hombre es rey de la creación o al menos de la tierra. Yo, en mi soledad y bajo la mirada de Dios, me complazco en meditarlo, pero lo veo de muy distinto modo.

El hombre no conoce más que un rinconcito muy diminuto de la tierra y lo conoce muy imperfectamente.

Aquí gozo de la contemplación de esta naturaleza virgen y bravía y de estos hermosísimos cielos inmensamente dilatados en noches apaciblemente serenas como no pueden gozar los que viven en las ciudades entre el bullicio e inquietud de la sociedad.

Pero ¿qué sé yo de los secretos ni de las leyes de esta naturaleza que me rodea? ¿Qué sé yo de la maravilla de la vida de esta vegetación tan variada como hermosa ni del origen, formación y millares de millones de años de existencia de esta roca en que me siento?

¿Y cómo puedo saber ni aun imaginar en estas noches hermosísimas de admiración y alabanza a Dios, la inmensidad del volumen de los astros y de las nebulosas de que nos habla la ciencia moderna en sus descubrimientos, ni el incalculable número y magnitud y brillo de los soles y estrellas de las galaxias conocidas, cada vez más numerosas, ni de las incomprensibles distancias espaciales, ni de la naturaleza y propiedades de estos mismos astros que vemos brillar tan esplendorosa y continuamente y girar entre sí sobre nosotros tan armónicamente ya velocidades inconcebibles?

Y aún podemos conocer menos los seres que en ellos viven y las perfecciones de que están dotados ni la santidad que hayan adquirido las personas racionales que en ellos habiten.

Gozo yo, no obstante, en pensar aquí y dar gracias a Dios, porque el universo todo, no sólo la tierra, sino los astros y todos los soles de las galaxias y supergalaxias han sido hechos para el hombre como todas las criaturas y el mismo cielo; no para que los posea ni aun conozca mientras vive esta sombra de vida en este momento de momento que está sobre la tierra, aunque dure algunos años, sino para después de terminar esta vida y pasada la puerta de la muerte, empiece aquella vida de arriba, que es la vida verdadera, cuando empiece a vivir la vida gloriosa en Dios para siempre lleno de la ciencia infundida por Dios con su visión beatífica y lleno de amor de Dios rebosando dicha y felicidad.

Entonces tomará el hombre posesión del mundo y conocerá perfectamente sus maravillas desde su origen y en toda su evolución y lo conocerá perfectamente sin trabajo ni fatiga, sino en gozo y en alabanza a Dios sin cesar y sin decrecer. Porque todo lo recibe de Dios, lo ve en Dios y lo posee y lo domina y disfruta en Dios, como le ven y gozan los ángeles y unido a su alabanza ya su felicidad.

¡Oh alma mía! Goza soñando en esas altísimas y nunca imaginadas realidades, que te están esperando para el momento en que, cerrados los ojos de tu cuerpo -ahora miopes en demasía-, entres en el gozo inefable de Dios. Entonces, cuando hayas sido levantada a la luz de la gloria que Dios te dará, verás directamente, alma mía, en Dios y con toda perfección, todas las cosas y todos los secretos y propiedades de las cosas y todas las altísimas maravillas de los seres espirituales y angélicos; los verás en la misma esencia divina y en sí mismos, pero mucho más perfectamente que en sí mismos, en Dios. En el mismo Dios verás con gozo incomprensible de felicidad la infinita verdad y amor, y las perfecciones y hermosura de su esencia, que transportan en continuo éxtasis a las Jerarquías angélicas, y después de ver a Dios y en el mismo Dios, conocerás también íntimamente y sin oscuridades el universo en general y todas sus partes y todas las criaturas individuales en particular en su misma esencia y en todas sus leyes y propiedades.

Dios ha criado el mundo para los ángeles y para el hombre y para ti, alma mía; pero no para esta vida del destierro, sino para después de la muerte en la vida gloriosa que han de tener los que amaron a Dios y murieron en su gracia; y lo poseerán en proporción de las virtudes y del amor que aquí tuvieron.

El alma gloriosa conocerá y poseerá el mundo inmenso de los astros y el mundo microscópico de los infusorios; el mundo corpóreo y el mundo espiritual; y lo conocerá y poseerá en la mayor paz y gozo y en la compañía de los bienaventurados y de los mismos ángeles. No verá un mundo lejano como ahora, ni con discordia o envidia de los demás, sino un mundo presente. Lo poseerá y conocerá no un solo momento y en el exterior, sino para siempre y en su misma esencia. Gozará el alma y alabará a Dios en su sabiduría y se gozará de que aquí le amó. El universo ha sido creado para el hombre glorioso en la eternidad.

Y sobre el mundo material, conoceré el espiritual.

Que si un alma encierra mayor maravilla que todo el universo, ¿qué será ver tantas almas santas y tantos ángeles y serafines? ¿Y cómo será el alma purísima de la Virgen Madre de Dios y el centro de toda la creación y que vale inmensamente más que todo lo demás, cual es el alma creada de Jesucristo y el misterio de su unión al Verbo?

Pues del alma de Jesucristo, tan riquísimamente dotada y unida a la Persona divina por misterio tan admirable, hasta lo infinito de Dios en todas sus perfecciones, hay distancia infinita, porque con todo lo admirable que en sí encierra, es creada y finita y Dios es infinito, infinito, infinito.

El medio de penetrar en tan sublimes misterios es la muerte.

Esta subida ciencia no impedirá que conozcamos nuestro mundo y los seres queridos que aquí teníamos o que dejemos de protegerlos, antes bien se entenderá todo mucho más perfectamente y se prestara más segura protección; porque en la esencia divina se ven todas las cosas que tienen relación con el bienaventurado, las que pertenecen al estado en que vivió, los efectos de sus obras y la satisfacción de su deseos, el conocimiento de las personas con él relacionadas o de la familia. Todos son efectos justos y santos; en todos se da gloria a Dios y la recibe el alma en el cielo, y como dice Santo Tomás, «la última bienaventuranza debe colmar todos los deseos legítimos, honestos y santos» (7), y esto es lo que Dios hará con creces no soñadas. Ni un solo deseo pasará por mi mente que no sea satisfecho.

Desde el mismo instante de la muerte, si no hay obstáculo por mi parte, el Señor me introduce en su luz y su gloria; en ella veré todo y eternamente estará mi alma en la bienaventuranza, conociendo insondables misterios y verdades de Dios, de los cuales nada sabía la ciencia sagrada de los hombres, y siempre estaré conociendo más sublimes y más fascinantes novedades. Porque, por mucho que se dilate y aumente la capacidad humana, nunca acabará de recibir noticias de los abismos insondables de sabiduría y bondad de Dios; y todo lo conocerá con descanso y gozo inefables.

Mi alma en aquella novedad y sorprendente extrañeza (8) sumará su gozo y alabanza al cántico de adoración de todos los coros de los ángeles y bienaventurados, de la Virgen sin mancilla y del mismo Jesucristo. No tienen allí cabida ni la envidia ni la desconfianza. Todos cantaremos el cántico nuevo de divina y deleitosa armonía en la unidad del amor.

Uno de los consuelos que inunda aquí mi espíritu es considerar que en la gloria todos veremos el amor que cada uno de los bienaventurados tiene a Dios, lo equitativamente que lo tiene según la intensidad con que amó en la tierra al Señor y las virtudes que practicó, y veremos el cariño tan íntimo que los bienaventurados se tienen entre sí, pues el cielo es la exaltación de la caridad. Allí ya no es posible el engaño; todo es verdad y gozo, todo es luz y transparencia.

Veremos los encumbrados soles de los Ángeles supremos, la maravillosa gloria y honor de la humildísima María y la gloria incomparable sobre todas las demás del alma de Nuestro Señor Jesucristo.

Todos ofreceremos a Dios como propios la alabanza, el gozo y la felicidad de los demás. Todos nos gozaremos en las grandezas de todos. Eternamente cantaré las misericordias del Señor. Gózate, pues, alma mía, viendo que todos los bienaventurados verán mi amor hacia ellos en Dios y yo veré el amor de cada uno hacia mí, siempre en la hoguera de caridad, que es el Señor. Gózate y esfuérzate ahora por amar a Dios con todas tus fuerzas, y ser sumamente limpia y fiel y abrazarte con todas las virtudes, porque esto será allí el preciosísimo tesoro.

El recuerdo de esa luz de gloria que enseña la fe daba heroísmo a los mártires para abrazar alegres y determinados todos los tormentos, dolores y afrentas que sufrieron en testimonio de su amor a Dios, con ansia de predicarle con su cuerpo y de ir a gozar el paraíso.

San Ignacio, mártir, habla a las fieras animándolas a que le despedacen pronto y deshagan su cuerpo para que su alma vuele rauda a gozar de Dios. San Vicente de Huesca, deseoso de ganar más para el cielo y mostrar su amor al Señor, anima valeroso a sus verdugos durante su martirio, diciéndoles que aumenten su fiereza, y llama tranquilo y alegre a la muerte. El joven San Pancracio, mientras oye el rugido de los leones que le despedazarán, va contando con regocijo las horas que le faltan para entrar en el cielo.

El recuerdo del Señor y de su gloria comunicó a tantos confesores y a tantas vírgenes la ciencia de, ofrecerse al Señor en vida penitente y en retiro admirable, no cuidando de vivir mucho sobre la tierra, sino de vivir muy santamente y ser en todo del Señor y estar con Él mientras se llegaba la hora de partir, y cuando más tenían que ofrecer, más gozo sentían en poder ofrecer más. Dejaban el dulce amor de la familia y los bienes de fortuna; dejaban las amistades y el mundo y ofrecían las cualidades personales en obsequio agradable del Creador: la hermosura de su cuerpo, el brillo de su inteligencia, los afectos de su corazón, y se gozaban en repetir: Soy sólo de Dios y todo para Dios. Se ofrecieron en el pasado y continúan ofreciéndose almas selectísimas, lo mejor de todos los estados de la sociedad.

Inmensidad de bienes materiales y una posición social e influencia sobre todos los de su tiempo dejaba San Arsenio para encerrarse en el Desierto, y allí encontró una vida de cielo. San Félix de Valois se marcha a la soledad, y para que no puedan llamarle al trono de Francia, que podía corresponderle, se ordena de sacerdote y fue heraldo de Cristo, fundando la Orden de la Santísima Trinidad.

Mujeres de grandísima fortuna, de belleza y atractivo, se encierran en el claustro, en plena juventud, para toda su vida y se abrazan con la Cruz y están ofrecidas a Dios, gozándose de haberle podido dar tanto. Decían a la joven que se llamaría en el Carmelo de Sevilla María de la Concepción del Nacimiento, cómo siendo tan guapa y teniendo tan brillantes cualidades se encerraba y sepultaba en un claustro y sonreía ella pensando que si más tuviera más desearía ofrecer al Señor, y en cierto modo quisiera tener infinitas cualidades buenas para darlas todas a su Dios, porque todo es nada para lo que quisiera dar el alma enamorada y para lo que Dios merece.

El mártir se ofrece a la muerte inmediata por Dios, y las almas apartadas del mundo y consagradas al Señor en retiro se ofrecen a muerte lenta y continua de todo lo mundano, para vivir en Dios hasta que Él venga a buscarlas. El alma consagrada en la soledad y recogimiento se siembra en el mismo Dios, y como se entierra la semilla y allí tapada y con humedad se descompone y transforma hasta germinar y brotar en verde planta y ser blancura de azucena, aroma de violeta o fuego de rosa, así nace el alma en Dios, en oscuridad y silencio, para ser pureza de cielo, perfume de vida inmortal y amor llameante.

El deseo de la gloria enseña lo mismo al mártir que a cuantos se consagran a Dios en retiro y soledad, el cántico maravilloso de la donación perfecta.

La fe viva mostró a los pasados, y muestra a los presentes, la sin igual hermosura del cielo, el infinito gozo de Dios, y les pone ansia y prisa por llegar al dintel de la muerte. Porque el amor no conoce esperas ni tardanzas.

El amor aviva la esperanza y la hace en todo confiada.

La esperanza confiada envuelve en luces de dicha y de alegría el presentimiento y la proximidad de la muerte. ¡Ya se ve acercar el momento del abrazo con Dios! ¡Ya está alboreando la ansiada visión de Dios infinito en todo bien y en luz inextinguible de bienandanza eterna!

Más sienten estos gozos las almas más retiradas y que dejaron y ofrecieron más y se inmolaron mejor a sí mismas en delicada y continua vida interior y presencia y compañía de Dios.

Nunca puedo olvidar la impresión tan delicada, tan íntima, tan cercana al inexplicable sentimiento que tendremos en el cielo, que se produjo en mi alma cuando en un convento santo de hijas de Santa Teresa, que habían dejado mucho en el mundo, y tenían magníficas prendas personales, y vivían con intimidad grande con Dios, me cantaron con voz y calor de ángeles el gozo que sentían en la vida escogida de estar a solas con Dios, en las ansias de ver pronto a Dios y que estaban como muriendo en esos deseos. Porque decían:

¡Aquí se vive muriendo!

¡Aquí se muere cantando!…

¡Ya está el cielo abierto!…

¿Ya se abre la puerta?

¡Tú llegas allí!..

(1) Salmo 115.

(2) Salmo 87. 2.

(3) Salmo 35. 10.

(4) Año Cristiano Carmelitano, por el Padre Dámaso de la Presentación, C. D. Tomo I, día 16 de febrero.

(5) Año Cristiano Carmelitano, por el Padre Dámaso de la Presentación, C. D. Tomo III, día 6 de noviembre.

(6) San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, capítulos VII y XIV.

(7) Suma Teológica bilingüe de la B.A.C. Introducción por el P. Santiago Muñiz, O. P. Tomo I.

(8) «Y no es maravilla que sea Dios extraño a los hombres que no le han visto, pues también lo es a los santos ángeles y almas que le ven; pues no le pueden acabar de ver ni acabarán, y hasta el último día del Juicio van viendo en Él tantas novedades según sus profundos juicios acerca de las obras de misericordia y de justicia que siempre les hace novedad y siempre maravillan más.» (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, caps. X, XIV.)