DOMINGO CUARTO DE EPIFANÍA SOBRANTE
En aquel tiempo, subiendo Jesús a la barca, lo siguieron sus discípulos. Y he aquí que un gran movimiento se apoderó del mar; tanto, que la barquilla era cubierta por las olas. Él, sin embargo, dormía. Y se acercaron a Él sus discípulos, y lo despertaron, diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos. Y les dijo Jesús: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Levantándose entonces, imperó a los vientos y al mar, y se hizo una gran tranquilidad. Y los hombres se admiraron, diciendo: ¿Quién es este, que hasta los vientos y el mar le obedecen?
Como este año la Pascua cayó muy temprano, el Año Litúrgico trae 27 Domingos después de Pentecostés; y aquellos Domingos de Epifanía que no pudieron celebrarse en su correspondiente lugar, deben utilizarse para completar los tres que se agregan a los 24 previstos en un año estándar.
En base a esto, hoy celebramos el Cuarto Domingo de Epifanía sobrante; y lo mismo haremos con el Quinto y el Sexto en los dos próximos domingos.
Pues bien, el Evangelio de hoy trae ese reproche de Jesús a sus discípulos: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?
Esto nos permite hablar sobre el Naturalismo, que no es otra cosa que falta de fe.
Naturalismo que, no sin fundada razón, han llamado algunos la herejía de los últimos tiempos, según aquella frase terrible del Redentor, preguntando si por ventura en los días que precederán a su segunda venida se hallará fe sobre la tierra, dando a entender que no.
Precisamente, naturalismo es no creer lo que se debe, o no creerlo como se debe; y, por estos dos aspectos, nuestra sociedad aparece invadida de horrible y devastador Naturalismo. De este modo, muchísimos no creen nada; otros muchos, creen lo que quieren; no pocos, creen sin reducir a vida práctica su creencia; pocos, muy pocos, creen como, firme y prácticamente, todo cristiano debe creer.
Naturalismo, pues, contra el cual es, primera e indispensable medicina, establecer la necesidad de creer; luego señalar la extensión de lo que se debe creer; y, finalmente, formular el modo o condiciones con que se debe creer. Consideremos estos tres puntos: necesidad, extensión y condiciones…
+++
La Fe es la primera de las necesidades morales del hombre, así individual como socialmente considerado.
Incluso en lo humano se experimenta esta necesidad. Incluido el acto más común de la vida, cual es el afirmar cada uno que es hijo de sus padres, tal padre y tal madre, no puede ejecutarlo nadie sin hacer con eso un acto de fe; ya que nadie sabe que procede de tal o cual hombre y mujer, sino porque se lo han asegurado éstos o se lo aseguran documentos públicos en que éstos lo declararon.
Observación trivial, pero muy al caso para que se vea cómo, después de tanto pregonar que no se ha de creer más que lo que se ha visto, resulta que nadie puede saber quién sea él mismo o quiénes sean sus padres, si ha de atenerse rigurosamente al absurdo criterio librepensador.
Pero, aparte de este primer acto de fe, ¿qué es la vida entera sino una como cadena nunca interrumpida de abdicaciones análogas de nuestra tan libre y tan independiente razón? Dice Aristóteles, citado por Santo Tomás: “Para aprender, es indispensable comenzar creyendo”. Profundo axioma que cada día nos demuestra la experiencia.
¿Qué prueba esto, sino que nunca ha pensado el hombre le fuese bastante su razón para la completa certeza? ¿Qué prueba esto, sino lo muy razonable del asentimiento que presta en mil casos a la razón ajena el más independiente librepensador?
¿Qué prueba sino lo que tantas veces se ha dicho, esto es, que nada hay tan razonable como la Fe, nada tan irracional como el racionalismo, nada tan opuesto a los instintos de nuestra más íntima naturaleza como el Naturalismo?
En presencia de tantos y tan frecuentes actos de sumisión con que reconocemos la credibilidad del testimonio humano, a pesar de no poder negar su absoluta falibilidad, ¿no es absurdo negar esta sumisión a la credibilidad divina?
Por eso el texto de San Juan, tan lógicamente decisivo: Si juzgamos aceptable el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios.
Y por eso mismo, para el cristiano es argumento de suprema autoridad aquella sentencia tan categórica del Divino Salvador: El que no creyere se condenará.La cual repitió, formulada aún con mayor crudeza, San Juan, que dijo: El que no cree ya está juzgado.
Recordemos la queja de Nuestro Señor: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?
+++
En cuanto a la extensión de la Fe, la Revelación completa la trajo al mundo Cristo Dios, hecho para eso único Maestro directo del género humano, como antes lo fuera por sus delegados los Profetas de la Antigua Ley.
La Fe ha sido elevada por Cristo al último límite de perfección, pues ya no puede darse garantía más autorizada de ella ni conducto más seguro que la propia palabra del Hijo de Dios, que sin intermedio de clase alguna la ha hecho oír al mundo.
Pero no entraba en los divinos designios la permanencia indefinida de Cristo visible entre nosotros: por esto, consumado el tiempo de su predicación, ascendió el Redentor a los Cielos. Sin embargo, menos entraba en sus planes dejar estéril y sin aplicación aquel su breve paso en forma mortal sobre la tierra.
La obra de Cristo iniciada por Él debía durar hasta el fin de los tiempos. Para esto, ausente del mundo en su visible persona, el Maestro nos dejó una personificación suya en la Iglesia, a cuyos primeros individuos jerárquicos, los Apóstoles, instituyó representantes suyos con aquellas solemnes palabras: Como me envió mi Padre a Mí, así os envió Yo a vosotros. Id, pues, y enseñad.
Fórmula plenísima de delegación doctrinal autoritativa y divina en favor de la Iglesia; fórmula contra la cual se estrellarán siempre los esfuerzos y las especulaciones del protestantismo en pro de su llamado libre examen.
Por esta palabra quedó constituido como permanente en el mundo un ministerio doctrinal, enteramente igual al de Cristo en la autoridad y en la doctrina.
Porque al enviar a los suyos con tan plenos poderes a ejercer este ministerio, Jesucristo no dejó a su arbitrio la materia de tal enseñanza, sino que taxativamente les ordenó enseñar “lo que os he confiado”.
Sello y firma que refrendan desde entonces la predicación evangélica y que la hacen no solamente predicación de Pedro, Juan o Santiago, etc., sino predicación del mismo Cristo por medio de los susodichos y sus sucesores, hasta la consumación de los siglos, es decir, mientras haya hombres que tal autoridad puedan ejercer.
En virtud de lo cual quedan establecidos en el mundo un Depósito divino y un divino Depositario. El Depósito es la Revelación de Cristo. Et Depositario es la Iglesia.
Depósito y Depositario perpetuos, inalterables, incorruptibles, sean cuales fueren las vicisitudes de los tiempos y los vicios de los hombres, porque sobre lo variado de aquéllos y lo deficiente de éstos está la eternidad y la infalibilidad de Aquel que suple aquella deficiencia desde el momento en que les dice: “Enseñad… Y ved que Yo estoy con vosotros”.
La Iglesia así constituida es Cristo por su origen, es Cristo por su autoridad, es Cristo por su infalibilidad, es Cristo por su indefectible duración, es Cristo por el tenor y sustancia de sus oficiales enseñanzas.
Es Cristo visible, tangible, perceptible, escuchable: en representación de aquel otro Cristo, su alma y su cabeza invisibles. El cual desde su Ascensión no tiene ya para nosotros aquellas cualidades, a fin de que resulte más meritoria nuestra Fe, según aquello que para nosotros se dijo al Apóstol Tomás: “Bienaventurados los que sin verme han creído en Mí”.
Recordemos la queja de Nuestro Señor: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?
+++
En cuanto al modo o condiciones con que se debe creer, se ve clarísimamente que el primer carácter que tiene la Fe es el de ser obligatoria.
Sean cuales fueren sus nieblas y oscuridades, sea cual fuere el sacrificio que exija a nuestros hábitos intelectuales, en cuanto consta que una enseñanza es divina, porque la da como divina Jesucristo, directamente o por medio de su órgano la Iglesia, tal enseñanza tiene la mayor garantía apetecible de verdad, y tiene por tanto el mayor derecho que cualquier otra enseñanza puede tener a ser admitida sin réplica, y por lo mismo impone a la inteligencia el deber más estricto de reconocerla y aceptarla.
Bajo este concepto dijo muy bien quien aseguró que el hombre lógico y consecuente no puede ser más que o firme y verdadero católico, o bravo y desembozado ateo.
O no creer que existe Dios, o creer ciegamente cuanto Dios nos diga.
La pasión y el temor a las consecuencias prácticas del acto de fe, harán lo posible para romper ese círculo de hierro.
De aquí se sigue que flaquea por su base, tanto como absurdo como por impío, el principio liberal que supone en el hombre la libertad de aceptar o no aceptar la Revelación Cristiana, según sobre ella resuelva favorable o desfavorablemente el tribunal de su libre e independiente razón.
La fe es acto libre en el sentido de que puede el albedrío del hombre aceptarla o rechazarla, como puede aceptar o rechazar todo otro deber; pero no en el sentido de que no le obligue a aceptarla la responsabilidad moral y la obligación de conciencia.
Y, si se quisiese fundar aquella libertad natural en nombre del naturalismo, no merecería apellidarse sino la libertad de los hijos desnaturalizados.
Así desacatan a Dios los que resisten directamente a su autoridad inmediata quebrantando la Ley Natural, como los que resisten a su autoridad delegada quebrantando la Ley Positiva Divina, o simplemente la Eclesiástica.
Toda rebeldía contra la Fe es, en consecuencia, un cierto ateísmo práctico; y todo sistema basado en la rebeldía a la Fe es ateo en su fondo, aunque con más o menos pomposas frases proclame la existencia de Dios.
Porque no es reconocer al verdadero Dios, reconocerle mutilado y solamente bajo cierto aspecto… No se le reconoce verdaderamente, cuando no se le reconoce Maestro y Legislador de su criatura, por medio de su Revelación.
Muy bien se dice, pues, que el Racionalismo y, consiguientemente el Liberalismo, son ateísmo puro.
+++
Mas no es únicamente falta contra la Fe, negársela a su soberano Autor. Lo es también no prestársela con todas las condiciones debidas. En lo cual por desdicha pecan no pocos cristianos.
De esta enfermedad, que podríamos llamar anemia de la fe más que absoluta privación de ella, adolece, languidece y agoniza el mundo actual.
Tanto como importa tener fe, importa, y más aún, tenerla verdadera y con todas las condiciones que pueden hacerla provechosa.
Desde luego, la primera de las cualidades que debe tener la Fe es… que lo sea… Es decir, que sea fe de Cristo, fe divina, fe sobrenatural.
La falsificación más frecuente de la fe se comete en esta esencialísima condición de ella.
La verdadera fe es la que estriba en la autoridad de Cristo y su Ley sobre mi inteligencia, no en el juicio más o menos filosófico de mi inteligencia sobre Cristo y su Ley.
La verdad se nos impone, y debemos reconocernos siervos sumisos de ella; esto es creer de veras como se ha de creer, y con todas las consecuencias del acto de creer.
Lo contrario es el Liberalismo de la razón que por arrogancia propia acepta o no la verdad, según a ella le parece aceptable o no aceptable… es puro filosofar independiente, emancipado y librepensador.
+++
Al que cree con verdadera fe sobrenatural, es decir, no por mera apreciación humana, sino por absoluta y perfecta sumisión de su juicio a la autoridad divina, no le faltará otra de las propiedades esenciales de la fe, cual es su integridad.
También es ésta una de las que suelen faltar a muchos católicos de nuestro siglo, que por esto no resultan verdaderos católicos, sino meros paganos mal disfrazados con girones y harapos de catolicismo.
Integridad de la fe consiste en creer todo lo que ella manda creer, sin reservarse el absurdo derecho de escoger entre las enseñanzas de ella la que más pegue, o más cuadre, o mejor se ajuste a los caprichos de la moda reinante.
Quien cree por la autoridad suprema de Dios revelador, cree de la misma manera todo lo que con este sello se le presenta, pues igual fuerza tiene un punto que otro de la doctrina para exigir el sometimiento de su razón.
Así para un católico igual es el deber de creer en la existencia de Dios y en la Santísima Trinidad, que el de reconocer por ejemplo la existencia del Ángel de la Guarda o la eficacia del Agua Bendita.
No distingue como más creíbles unas enseñanzas que otras, ni considera unas como dignas de las inteligencias sublimes, y otras como propias solamente de las inteligencias vulgares, porque no mira tanto a lo que podríamos llamar objeto material de la creencia como a su motivo formal.
+++
Después de la integridad de la fe, que es, por decirlo así, su carácter esencial y sustancial, nos corresponde entrar en el examen de algunas otras cualidades que debe tener para que sea lo que debe en orden a la salvación del alma.
Y lo primero que acerca de esto ocurre es que debe ser dócil, llana y sencilla, y nada cavilosa, forzada y violenta; todo lo cual se compendia en una sola palabra, que expresa la más fundamental de todas las virtudes, así para la inteligencia como para el corazón, cual es la humildad.
Muchos católicos son imperfectos en la fe por falta de esta virtud, que es la principal guarda y muro de ella. Creen, es cierto, pero a regañadientes, y con cierto como malhumor y despecho de que se les exija el homenaje de la creencia.
De ahí lo que podríamos llamar el regateo de la fe, que no es sino la mal encubierta indocilidad y soberbia del espíritu, que anhela tener que creer lo menos posible, buscando en todo explicaciones humanas y naturales para hacer, dicen, más accesible a los entendimientos la enseñanza divina, sin reparar que muchas veces no hacen más que desnaturalizarla y desvirtuarla de puro querer presentarla obvia y natural.
Humanizando el Catolicismo creyeron algunos hacerlo aceptable a la generación actual, sin reparar que con eso no hacían más que falsificarlo.
+++
Pues entonces, saltará alguno y dirá: si tan a ojos cerrados hemos de creer, la verdadera fe no debe ser ilustrada.
Precisamente íbamos a recomendar, como otra de las virtudes del buen creyente, después de la humilde docilidad, la cristiana y verdadera ilustración.
En primer lugar, ha de ser ilustrada la fe del cristiano en todo lo que ella enseña, es decir, en todo lo concerniente a la fe misma, y de esto le impone el Catolicismo un tan estricto deber, que su incumplimiento voluntario está calificado de culpa mortal.
Y enseña además la Iglesia que hay dos clases de verdades de fe sobre las cuales debe estar ilustrado el cristiano.
Unas que le son necesarias como medio absolutamente indispensable para su salvación eterna; otras que le son necesarias por el precepto que se le ha impuesto de aprenderlas.
El juicio de Dios es tan exigente en la ilustración sobre las verdades de medio, que si tal ilustración falta, aunque sea sin culpa del que carece de ellas, no puede éste conseguir el Cielo a que está destinado.
Tales verdades son, por ejemplo, la existencia de un Dios creador y remunerador; la inmortalidad del alma y la vida futura; la Trinidad de Personas en la Unidad de la divina Esencia; la Encarnación del Hijo de Dios…
Otras hay que, por precepto, deben saberse; y en éstas es culpa grave la ignorancia voluntaria, aunque no sea obstáculo la ignorancia involuntaria para alcanzar la eterna felicidad.
Procuremos, pues, la ilustración de nuestra Fe hasta donde sea preciso para el modo debido de profesarla y cumplirla; de modo que no merezcamos la reprensión de Nuestro Señor: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe?
Dios mediante, el próximo Domingo seguiremos con este tema entusiasmante, considerando los enemigos de nuestra Fe.

