P. CERIANI: SERMÓN DE LA CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS

Celebramos hoy la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos.

Ayer se festejó a todos los Santos. No le bastaba a la Iglesia dedicar cada uno de los días del año a algunos héroes de la fe y de la virtud cristiana. Millares y millares de hijos suyos, cuyos nombres sólo Dios conoce, no habían de pasar desapercibidos para la Religión, así como pasaron desapercibidos para el mundo. Para todos ellos fue la Fiesta de ayer, el homenaje debido a sus merecimientos. Ni uno solo, por desconocido o por olvidado, quiere la Iglesia que quede sin alabanza pública, así como ni uno solo por desconocido o por olvidado queda delante de Dios sin recompensa y sin corona. Por esto se llamó la fiesta de ayer la de Todos los Santos.

Pues bien. Por la misma razón es hoy el día de Todos los Fieles Difuntos.

Cada día se ruega por el amigo, por la madre o por los hermanos; cada día se alza ante el trono de Dios por seres queridos la Hostia Inmaculada, precio y satisfacción de su vida pecadora. La ley de la caridad exige, empero que sea hoy un día de oración por todos, así como ayer fue un día de alabanza por todos.

Ayer para los que en el seno de Dios reinan. Hoy para los que en poder de su justicia expían.

¡Cuán cariñosa madre es nuestra Madre la Iglesia Católica! Madre es de todos, y por esto nos convida hoy a que oremos por todos como hermanos.

Roguemos por ellos; roguemos por todos. No fijemos límite al alcance poderoso de la oración…

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Y no son cánticos de alegre fiesta los que resuenan hoy…; sino que, como voz salida de las tumbas, nos conmueven el severo Requiem, el tremendo Dies iræ, el De profundis austero; mientras el Requiescant in pace, tierna y llorosamente, despide a los que dejan este valle de lágrimas.

Su propio lugar es el Cementerio, palabra griega que significa dormitorio o sitio de los que duermen, porque la fe cristiana manda creer que del sueño de la muerte un día se ha de despertar.

Cementerio, que se llama también Campo Santo, porque aquella tierra suya la ha consagrado la Iglesia con su bendición a fin de que fuese digno lugar de reposo para los restos de sus hijos, también bendecidos.

Se nos pide un sufragio por los que en gracia murieron, pero con deudas que satisfacer aún al divino Juez.

Sufragios son la oración, la Santa Misa, la limosna dada al pobre por amor de Dios, la mortificación, la tribulación resignadamente sufrida, el buen ejemplo, etc.

Mucho bien se les puede hacer a las Benditas Almas del Purgatorio con sólo obrar y aplicarles toda clase de bien. Con estos fines debemos ir al Cementerio. ¡Feliz quien dócilmente escuche y con fidelidad practique las elocuentes lecciones que allí se dan!

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Es muy imponente el pensamiento de la muerte para corazones cristianos.

Para corazones cristianos hemos dicho; porque la muerte pierde toda su majestad y grandeza cuando se la mira simplemente con los ojos de la carne, prescindiendo de las enseñanzas sublimes de la Religión.

La muerte para el incrédulo no es más que el fin de la vida, y esto no tiene gran cosa de aterrador, atendido lo poco que la vida suele hacernos felices.

Pero la muerte para el creyente es el principio de la eternidad, lo cual es indudablemente más serio y de más trascendentales consecuencias.

Así, según se considera la muerte, suele dar pie a reflexiones muy opuestas.

Horacio, en varias de sus odas, canta la proximidad de la muerte que visita del mismo modo el alto alcázar de los reyes y la humilde cabaña del mendigo; habla con honda melancolía del día cercano en que será forzoso dejar la dulce mujer y los amados hijos y la casa heredada, y se lamenta sentidamente de que tan fugaces se deslicen unos tras otros los años de la vida, sin que baste a detenerlos la mano del mortal en su desatentada carrera.

Y la consecuencia que saca el poeta gentil de estos precedentes es exhortar a sus amigos y exhortarse a sí propio a no desperdiciar los momentos de una vida tan breve, a anegarlos en repetidas copas y a adormecerlos en los goces de la más refinada voluptuosidad.

Es muy lógico el poeta… No mirando en la muerte más que el término de la vida, lo regular es decidirse a sacar de ésta el mejor partido posible para gozar de sus frutos.

Ya algunos siglos antes, nuestros Libros Sagrados, en una página bellísima, nos habían pintado a los disipados del mundo alentándose a la satisfacción de todas sus pasiones con estas palabras:

“Corto y lleno de tedio es el tiempo de nuestra vida…; hemos nacido de la nada, y pasado lo presente seremos como si nunca hubiésemos sido…; caerá en el olvido con el tiempo nuestro nombre…, porque el tiempo es una sombra que pasa; ni hay retorno después de la muerte, porque queda puesto el sello en su puerta, y nadie vuelve atrás. Venid, pues, y gocemos de los bienes presentes; apresurémonos a disfrutar de las criaturas, mientras somos jóvenes. Llenémonos de vinos exquisitos y de olorosos perfumes, y no dejemos pasar la flor de la edad. Coronémonos de rosas antes que se marchiten; no haya prado en que no dejemos huellas de nuestra intemperancia”.

Y en otra parte:

“Comamos y bebamos, porque mañana moriremos”.

He aquí lo que es el pensamiento de la muerte sin las enseñanzas de la fe: un incentivo más para las pasiones, un aguijón que nos incita al goce con la misma idea de su brevedad. En una palabra: el pensamiento de la muerte es de este modo un pensamiento en alto grado desmoralizador.

¡Cuán distinto es el pensamiento de la muerte considerada, no ya como fin de la vida presente, sino como principio de la eternidad futura!

Fruto de tales consideraciones es el fundamento de toda perfección cristiana, el que presta heroísmo a los mártires, abnegación a los misioneros, rigores de austeridad a los penitentes, freno a los extravíos de la juventud más disoluta.

La máxima cristiana es: Acuérdate de la muerte… Morir una sola vez, y después ser juzgado…

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El Cementerio cristiano expresa admirablemente todas estas ideas; porque no es precisamente el lugar de la muerte, sino el lugar de la muerte según la Verdadera Religión. Las losas que cubren el pavimento, los nichos, sepulcros y mausoleos que pueblan en largas calles aquella soledad recuerdan al hombre lo débil de su ser, lo ridículo de sus vanidades, lo fugaz de su existencia.

Pero, en medio de todo, la Santa Cruz, aquella Cruz severa y majestuosa en su misma sencillez; aquella Cruz que elevándose sobre el nivel de los monumentos fúnebres, los domina, los cobija, los cubre con sus santos brazos…

Aquella Cruz en cuyos tres vértices pudieran escribirse estas tres palabras que parecen salir de ella: cree, ora, espera; aquella Cruz frecuentemente olvidada y quizás ultrajada en vida, y que allí como madre amorosa extiende su sombra sobre los hijos suyos como implorando para ellos perdón y misericordia.

Aquella Cruz es la que da a la muerte su verdadero carácter de sublimidad y grandeza, es el pensamiento de la eternidad cerniéndose sobre las ruinas del tiempo; es una como protesta del alma inmortal contra la doctrina impía que lo da todo por terminado y resuelto en la inmundicia del sepulcro.

De éste parece salir un grito doloroso que dice: “Todo acaba aquí”. De aquella parece brotar, como consoladora respuesta: “No; sino que aquí es donde todo empieza”.

La Cruz lo es todo en el Cementerio.

Cementerio sin cruz, no es Cementerio sino simplemente un pudridero de cadáveres…

Visitemos el Cementerio, pero que sea bajo la impresión de estos sublimes pensamientos. Pisemos la tierra que guarda los restos de los que fueron, pero miremos al mismo tiempo al Cielo y a la Cruz, para recordar que no todo en nosotros es barro, no todo es miserable envoltura, no todo cabe en la estrechez de un sepulcro… Nuestra alma inmortal es más grande que todo eso.

Y la Religión divina que profesamos, única verdadera, nos enseña que esas almas inmortales, juzgadas según sus méritos y según la infinita misericordia de Dios, expían tal vez con sufrimientos los extravíos e imperfecciones de su vida pecadora.

Y Dios ha dispuesto que el lazo fraternal de caridad que unos a otros nos une en esta vida no se rompiese, ni aun con la muerte. Nuestra oración en bien de nuestros hermanos es eficaz y poderosa aún más allá de esa barrera terrible detrás de la cual la incredulidad no sabe ver más que la nada.

Entonces es cuando comprendemos cuán dulce y consoladora es la doctrina que sobre la muerte nos enseña el Catolicismo, cuán eficaz y terrible para la enmienda del vicio y para su castigo, cuán elevada y cuán ennoblecedora de nuestra dignidad.

Entonces es cuando compadecemos al desgraciado que, cerrando sus oídos a la voz de la Fe, limita sus miradas y sus esperanzas al limitado círculo de lo terreno y material que le rodea, y asfixia sus aspiraciones en la baja atmósfera de lo que se ve y se toca.

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¡Qué hermoso es el día de hoy en medio de su lúgubre aspecto! ¡Qué grandiosa se presenta hoy nuestra augusta Religión! Poseída de una sola idea, movida por una sola inspiración, la de la fe en la otra vida, la de la esperanza en la divina misericordia, la de la caridad por sus antepasados.

Dos tipos disuenan y forman exótico contraste en este cuadro de Fe, dos tipos anticatólicos…

El primero es el protestante.

El pobre protestante, que niega el dogma consolador de las oraciones por los Difuntos, porque niega el otro dogma misericordiosísimo de un lugar de purificación para sus faltas.

El pobre protestante, que dice: No hay purgatorio… Es decir, no hay misericordia de Dios para el alma que salió de este mundo impura, por más que no la afeen graves iniquidades.

El pobre protestante, que sólo admite premios y castigos eternos, sin reparar que la expiación temporal que enseña el Catolicismo es la única consoladora esperanza para los que, sin ser grandes criminales, no reconocemos, sin embargo, en nuestra vida la integridad y la pureza intachable de los Ángeles o la austeridad y rigores de los grandes penitentes.

Huyamos del protestantismo, que no tiene oraciones para la tumba, ni día de Difuntos en su calendario…

El otro tipo anticatólico es el del incrédulo.

La incredulidad no sabe orar por los hermanos; en cambio…, sabe comprar una corona y unos palmos de cinta, y correr presurosa a profanar el severo lugar de la muerte con sus fúnebres obsequios de vitrina…

¡Cuán expresiva es, no obstante, en esto la incredulidad!… Aquellos secos pétalos de flores y aquellas alfombras verdes son la imagen más fiel de la sequedad de su corazón; el frío recuerdo que con ellos se tributa a las personas amadas es tan vano y tan fugaz como aquellas guirnaldas que terminan en el carro de la basura arrastradas por la escoba del barrendero.

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Depositemos al pie de las tumbas la oración católica, flor inmortal que ningún viento marchita. Este es el único homenaje digno de Dios, de nuestros hermanos y de nuestras costumbres católicas. Las flores y las alfombras son tan sólo el tributo de la vanidad, de la moda, de un frívolo y novelesco sentimentalismo.

¡Bendita seas, oh Cruz!, que en medio del Campo Santo te levantas humilde y silenciosa. Con mucha mayor elocuencia hablas tú que esos letreros que vienen a halagar el orgullo del hombre aun en el sitio que debiera ser de su mayor humillación y vergüenza.

Todo esto es mentira, ¡oh Cruz!…, todo esto es mentira. Mienten las alabanzas aun después de la tumba, miente el mármol, miente el cincel del escultor, miente la profana corona de flores, frívolo obsequio, más que del afecto, de la vanidad.

Tú sola, ¡oh Cruz!, no mientes ni adulas. Tú sola dices la verdad.

¡Cuántos hermanos nuestros descansan allí! Como nosotros, vivieron ellos, y gozaron y sufrieron unos breves momentos en este lugar de tránsito y peregrinación. Como a ellos, nos arrebatará a nosotros la mano inexorable de la muerte, para transportarnos dentro de poco a las mansiones de la eternidad.

Nada aquí de vana teoría o de hueca declamación. Si algo hay seguro y cierto y fuera de toda duda es esto: murieron los que con nosotros vivían ayer; moriremos mañana nosotros.

Ocupamos hoy nosotros su lugar, vivimos como ellos vivieron, hacemos lo que ellos hicieron, como ellos, locos y necios, nos juzgamos tal vez dueños de la salud, de la vida, del porvenir; como ellos, quizás, tenemos olvidado a Dios, y somos, quizás, bastante ridículos para desafiar su justicia.

¿Y qué? Mañana se dirá de nosotros lo que decimos de ellos hoy…: Murieron…

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Pero eso que morirá y se pudrirá es nuestro cuerpo, la vil corteza que nos cubre, no nuestra alma, no nuestro espíritu inmortal… Ese, para siempre ha de vivir…, para siempre feliz en la Bienaventuranza, si morimos en gracia de Dios…; para siempre y horriblemente desventurado en el Infierno, si morimos en pecado mortal…; temporalmente purgando en el Purgatorio, si morimos con deuda temporal debida a nuestros pecados…

Es esta la ocasión, ahora, de hablar del Purgatorio.

Nada tan personal para cada uno de nosotros como la cuestión del Purgatorio. ¿Quién es el que puede asegurarse con la esperanza de no tener que pasar por él?

Son leña del Purgatorio, no sólo el reato temporal de nuestras culpas graves, sino muy principalmente nuestras muy frecuentes y diarias y casi continuas culpas veniales. Es, pues, inmenso el combustible que acumulamos cada día para el lugar terrible de la expiación.

Severa es la justicia de Dios, y no se sale del Purgatorio sin que se le hayan satisfecho sus derechos hasta el último céntimo.

Pensamientos, afectos, miradas, palabras, pasos, distracciones, negligencias, el mal cometido, el bien no practicado, o practicado con voluntarios defectos, el excesivo regalo del cuerpo, la desordenada ansia por adquirir o retener, el amor propio, la impaciencia…; todo ese cúmulo de veleidades y frivolidades y miserias, que como polvo y paja ensucian y afean hasta las vidas al parecer más perfectas y ajustadas, ¿dónde han de expiarse y consumirse sino en los fuegos del Purgatorio?

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Mas consolémonos… Si es severa la justicia de Dios, es ingeniosa su misericordia. Con una mano nos aplica, como Juez, el castigo; con otra nos alarga, como Padre, recursos y expedientes para libramos de él.

El dogma de las penas del Purgatorio tiene su compensación en el otro dogma correlativo a él, cual es el de la eficacia de los sufragios.

No son solamente sufragios la Santa Misa, la Sagrada Comunión, los rezos y oraciones; no lo son tan sólo las Indulgencias. Lo puede ser toda obra buena a Dios ofrecida con esta intención; toda obra buena de pensamiento, de palabra o de obra; toda mortificación cristianamente sufrida, la enfermedad, el achaque, la injusta contradicción, las inclemencias del tiempo, el calor que acongoja, el frio que aturde, el insomnio que desvela, el trabajo que fatiga, el desconsuelo interior que turba, la ausencia o muerte que aflige.

¡Qué mina de tesoros espirituales es la vida de cualquier buen cristiano! Y, por lo mismo, ¡qué mina de sufragios para nosotros y para nuestros hermanos es la que se descubre aquí!

El maravilloso poder que tenemos para aliviar en sus penas a nuestros hermanos difuntos, lo tenemos no menos para procurarnos alivio a nosotros mismos. Por donde es cierto que, aun mucho antes de entrar nosotros en el Purgatorio, podemos ya ayudarnos a salir de allá.

¡Qué caudal tan aprovechable en manos del cristiano previsor! Vamos a especificar estas obras.

En primer lugar, el Santo Sacrificio de la Misa, que es el sufragio por excelencia. Ofrézcase con particular devoción por las Benditas Almas, añadiendo a él rezos adecuados, como el Santo Rosario, Salmos penitenciales, Oficio de Difuntos, etc.

Los Santos Sacramentos de la Confesión y Comunión son moneda de oro para el rescate de los cautivos del Purgatorio; o súplase lo que buenamente no se pueda con el Acto de la Comunión Espiritual, que se puede repetir sin escrúpulo cuantas veces se quiera.

La limosna al pobre, al enfermo, al afligido, es un sufragio tan valioso como desdichadamente olvidado de los cristianos de hoy. Redimir con limosnas los pecados es frase muy gráfica de los Libros Santos. He aquí un sufragio del que sacan provecho tres: el alma por la que se practica, aquel con quien se practica y el que lo practica.

Los actos de mortificación propia son también excelentes sufragios, y con gran aumento de nuestra propia santificación. Los achaques del cuerpo, las inquietudes del alma, las rarezas de nuestros hermanos, las persecuciones de la envidia, las infidelidades de los amigos…; todas espinas grandes o chicas, de las que hemos de tejer todos nuestra respectiva corona mientras acá vivimos. Todas esas se pueden ofrecer en alivio de nuestros hermanos difuntos; y son de gran descargo ante la justicia de Dios.

¿Y qué diremos de las Indulgencias, tanto plenarias como parciales, que Dios nos permite girar en favor de nuestros hermanos del Purgatorio, con sólo que de ellas hagamos la debida aplicación?

Y todo esto se puede ofrecer: sea en conjunto al principio del mes, sea en el día solemne de Todos los Santos por la tarde, sea el día tan saturado del recuerdo piadoso de los Difuntos; o renovar la intención cada mañana de Noviembre por medio de un breve ofrecimiento al Sagrado Corazón.

Hagamos, pues, algo más durante este mes por las Benditas Almas. Ellas mismas nos lo devolverán.