LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
En aquel tiempo: Al ver Jesús las multitudes, subió a la montaña, y habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos. Entonces, abrió su boca, y se puso a enseñarles así: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque serán hartados. Bienaventurados los que tienen misericordia, porque para ellos habrá misericordia. Bienaventurados los de corazón puro, porque verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque a ellos pertenece el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os insultaren, cuando os persiguieren, cuando dijeren mintiendo todo mal contra vosotros, por causa mía. Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos.”
Solemnizamos hoy la Fiesta de Todos los Santos.
Esta solemnidad es muy importante en la Iglesia; y como tal la ha considerado en todos los tiempos el pueblo cristiano.
No le basta al Catolicismo llamar cada día la atención de sus hijos sobre uno o algunos de los valerosos atletas suyos que alcanzaron felizmente el término de su peregrinación y ostentan ya en el Cielo la palma vencedora.
Quiere a lo menos una vez al año ofrecer a nuestra consideración todo el conjunto de ellos, a fin de que, a la vista de su glorioso triunfo, sean mayores nuestro anhelo por lo celestial y nuestro desprecio por lo miserable de acá abajo.
Y ¡qué conjunto! ¡Qué bellísimo cuadro! ¡Qué encantador espectáculo! Los vemos colocados en tronos de luz, radiantes de felicidad, gozosos con gozo sin igual y perdurable.
¿Quiénes son? ¿Los sabios orgullosos, que admiró y admira el mundo? ¿Los opulentos, que encerraron en sus cajas inmensos caudales? ¿Los potentados, que vieron cumplidos todos los sueños de su ambición? ¿Las princesas de hermosura sin par, que subyugaron los corazones con sus encantos?
¡No! Pues este es el catálogo de los felices del mundo, que no han de ser los bienaventurados del Cielo…
El de éstos lo recuerda la Iglesia en el Evangelio de la Misa de esta gran festividad, y se lo echa en rostro a los miserables adoradores de la opulencia, del placer, del lucro personal, de la insensata y necia y engañadora fortuna…
Es Jesucristo en persona Quien va señalando, con divina autoridad, las categorías de sus escogidos:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución a causa de la justicia, porque de ellos es el reino celestial.
Bienaventurados seréis cuando por mi causa os maldijeren los hombres, y os persiguieren y dijeren mintiendo toda suerte de mal contra vosotros. Alegraos y regocijaos, porque muy grande es la recompensa que por ello os aguarda en el cielo.
¡Magnifico programa de salvación eterna y de medios para conseguirla!, y sobre todo su recapitulación final, la más expresiva y consoladora.
¿Comprendemos lo que es la Fiesta de Todos los Santos, que con tanta emoción celebran los verdaderos hijos de la Iglesia?
Pues es la realización de aquel sublime programa del Salvador, es la glorificación de los pobres, de los pequeñuelos, de los afligidos, de los perseguidos, de los llanos y sencillos de corazón, de cuantos el mundo, ciego o malvado, insulta y pisotea.
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El paganismo adulador decretaba sus falsas apoteosis sólo en obsequio de sus grandes emperadores. La turba inmensa de los desheredados de la tierra era, para aquella religión de orgullo, relegada también de los honores.
El Cristianismo nos abre hoy de par en par las puertas de la mansión dichosa y nos muestra allí muchedumbre innumerable, de toda condición y estado.
¿Y no tienen también asiento allí los poderosos? Sí, a condición de que se hayan hecho humildes como los pequeñuelos. ¿Y los ricos? Sí, a condición de que no haya avasallado su corazón la riqueza. ¿Y los sabios? Sí, a condición de que hayan doblegado sus frentes bajo el yugo de la fe y de la virtud como los más ignorantes.
¿Hemos visto espectáculo que más levante el corazón, y más ensanche el pecho, y más arrobe el alma, y más sublime la miseria de nuestro ser, el lodo vil de nuestra pecadora naturaleza?
En efecto, tenemos que reírnos del que pretende humillarnos con el fausto de su oropel, o doblegarnos con la amenaza de su poderío, o esclavizarnos con los grillos de su tiránica dominación… Cuando miramos al Cielo no vemos, de Dios abajo, quien pueda contra nosotros, porque somos libres como hijos de Dios, y herederos, en plazo no lejano, de la herencia de Dios.
En efecto, no nos aterra la enfermedad, aunque enflaquezca nuestro cuerpo, roa nuestras carnes, crispe con crueles dolores nuestros nervios. Es bueno que se desmoronen y caigan al fin los muros de la cárcel para que recobre su feliz libertad el alma, miserable prisionera.
En efecto, miramos sin pestañear de horror el sepulcro y sus podredumbres, porque más allá de esta noche aparente vemos amanecer clarísima aurora de día sin fin, que nunca jamás ha de anochecer.
¡Oh bondad inefable de nuestro buen Dios, que tan cortos ha hecho los sufrimientos de acá en comparación de la gloria imperecedera que por ellos nos está reservada!
Como es cierta la existencia de esta tierra que sostiene nuestros pies, así es real e innegable la existencia de otra vida superior después de la presente, de la cual la actual no es más que un prólogo; vida a la que se nace al morir; vida a la cual ya nunca más se muere.
¡Bien dijo Santa Teresita!: No muero, entro en la Vida.
Esta vida está prometida a quien la merezca, sea por el camino de la inocencia, sea por el camino del arrepentimiento y de la enmienda.
Y como está prometida por Dios, es segura e indefectible como la palabra de Dios.
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Esta vida es la del Cielo. Ciertamente, tenemos mucha necesidad de pensar hoy en el Cielo, cuando tan triste se va haciendo el vivir sobre la tierra…
La Iglesia, Madre nuestra, encargada de sostener en el corazón de sus hijos estas inmortales esperanzas, nos las recuerda en esta Fiesta, mostrándonos allá arriba la gloria de Todos los Santos.
Nos dice que son innumerable muchedumbre, de toda tribu, de toda lengua, de todo pueblo, de toda nación. Desde Adán, que regó el primero con sus sudores y lágrimas esta tierra en expiación de su pecado, hasta el último niño bautizado e inocente o el último pecador arrepentido que la muerte ha arrancado hoy de entre nosotros.
Contemplémoslos junto al trono del Señor ofreciéndole en ardiente homenaje las coronas que son su recompensa; todos a una cantan las alabanzas de Dios y con amistoso llamamiento nos invitan a participar de su inefable bienaventuranza.
Y entre estos millares que la Iglesia conoce, y cuyo nombre ha encomendado a nuestra veneración, ¡cuántos que sólo Dios percibe!, ¡cuántos que quizá conocimos y tratamos en esta vida mortal!, ¡cuántos que con nosotros estuvieron unidos con vínculos de sangre o de amistad! Porque no todas las almas justas que reinan con Dios han recibido el alto honor de los altares. Todas, sin embargo, lo reciben colectivamente en esta Fiesta, y a todas dedica la Iglesia la solemnidad de Todos los Santos.
Consolador pensamiento… Esta fiesta que celebramos hoy será, quizá, dentro pocos años nuestra propia fiesta. Para nosotros es ese Cielo que Dios ha creado tan bello y esplendoroso; para nosotros esos tronos de luz rodeados de Ángeles; a nosotros aguarda esa muchedumbre celestial. Segura ya de su propia felicidad, se muestra, no obstante, solícita por la nuestra, y verá crecer su gloria accidental cada vez que se presente a participar de la gloria esencial uno de sus hermanos.
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Brevísimo el tiempo de la tribulación, eterno el de la recompensa; escaso el trabajo cotidiano, abundante la paga del jornalero; rápido como un sueño el viaje, delicioso y sin fin el descanso.
¿Quién cederá a servir a Dios con estas condiciones? ¿Quién no se burlará de este mundo insensato que se envanece de fruslerías y vanidades que le son a cada momento arrebatadas? ¿Quién habrá que renuncie a la pingüe herencia del Padre celestial por juguetes de niño con que aquí el mundo le entretiene?
Miremos al Cielo, y daremos a la tierra el valor que merece.
¡Cuán rudo es el combate! ¡Cuán numerosos los enemigos! ¡Cuán poderosas las armas de la iniquidad! ¡Cuán hinchada y capciosa su ciencia! ¡Cuán venenosa y desapiadada su sátira! ¡Cuán abrumadora su persecución!
Cierto, sí, es verdad; motivo hay, al parecer, para que ande desalentado y desfallecido el ánimo más varonil. Pero, ¡hay Cielo! ¡hay Cielo! Alcemos los ojos, y si vemos en aquella región de gloria un alma sola que no la haya conquistado a fuerza de iguales o mayores combates, protestemos entonces de la Providencia…
¿Pues qué?, ¿para quién es el descanso sino para los cansados?, ¿para quién es el lauro del combate sino para los combatientes?
Sigamos la huella luminosa que en las sendas de la vida han dejado estos héroes del Señor que nos precedieron. Sigámosla con pie firme esta huella luminosa, aunque tal vez la encontremos teñida de sangre. El que primero nos anduvo despejando el camino, el divino Jesús, empezó por regarlo con la suya preciosísima.
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Es este un vistoso alarde de las conquistas de Cristo y de las ricas joyas que con su sangre ha obtenido para su reino inmortal.
De esta manera entreabre nuestra Madre las puertas del Cielo, para que desde la oscuridad de este valle veamos sus hijos el tesoro de bienes que allá nos aguarda y la feliz y hermosísima compañía a la que muy en breve nos vamos a reunir, si somos fieles y guardamos la fe y practicamos la caridad.
Cuando en breve, por la misericordia de Dios, tengamos la dicha de ser admitidos en el venturoso hogar de aquella dichosísima familia, nos hemos de asombrar de los mil y mil ignorados tesoros que en aquella celestial mansión reúne la gracia poderosa de nuestro Dios.
Mucho se le ha maldecido y blasfemado, es verdad; mucho se ha pisoteado su Ley, mucho se ha combatido su Fe, mucho se ha dado rienda suelta a pasiones que Él quiso estuviesen firmemente amordazadas…
Pero, ¡cuánto se ha gemido y se ha orado y se ha sufrido también por la gloria de su nombre! ¡Cuánto se ha amado, bendecido y alabado a Nuestro Señor! ¡Cuánto se le ha fiel y valerosamente servido! ¡Cuántos visibles o invisibles combates se han sostenido por su doctrina y culto! ¡Cuántas escondidas lágrimas, cuántos sudores apostólicos, cuánta sangre se ha derramado por testimoniar la Verdad!
Hoy mismo, a la par del ejército de Satanás, que aúlla furioso con clamores de odio e infernal coraje, se alista el pueblo de los hijos de Dios que, sin apartar los ojos del Cielo, cree firme y silenciosamente, gime y ora, y también denodadamente combate y afronta toda suerte de enemigos, y siempre confiadamente espera a su Rey y Señor.
Ellos pasarán a engrosar el ejército de los amigos de Cristo. Tal será la cosecha riquísima de los hijos de Dios, a cuya contemplación nos llama la Iglesia en esta festividad.
Es nuestra fiesta, más que otra alguna. Allá reinaremos en breve, si somos fieles. Y cuando allá reinemos, sin nombre en el calendario, sin imagen en el altar, sin historia que lean los hombres…, gozaremos dicha sin fin, junto a los que tienen nombre, historia e imagen conocida…
Formaremos parte de aquella gran muchedumbre que nadie puede contar, de toda tribu, de toda lengua y de toda nación ante el trono de Dios, con palmas inmarcesibles en las manos, y en los labios cántico inmortal.
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¡Cuán deliciosamente contemplan nuestros ojos la magnificencia del cielo estrellado en la quietud y soledad de una noche serena!
Así brillan los Santos en ese otro firmamento espiritual que se llama la Iglesia Católica Triunfante.
Se los ve en la oscuridad de los siglos como puntos luminosos e inextinguibles, esparcidos aquí y allí por la mano de la Providencia, como para iluminar la tenebrosidad del mundo.
Se les distingue de lejos, en medio de la inmensidad de la historia, por los vivos fulgores que derraman en las respectivas épocas. De este modo, ciertos siglos se distinguen en la historia por la fisonomía especial que les presta el Santo o grupo de Santos que en él proyectó su benéfica lumbre.
Muchos tienen nombre popular y conocido; innumerables empero, a quienes sólo conoce Dios, forman también la rica bóveda de ese mundo espiritual, como esos astros perdidos en la inmensidad del espacio, fuera del alcance de nuestras débiles miradas y que sólo imperfectamente alcanza a vislumbrar el telescopio.
Y en medio de todos, como luna bellísima de ese glorioso firmamento, derrama a torrentes su plateada luz (sólo inferior a la de la Humanidad de Cristo, Sol de ese magnífico sistema), María, la Reina de todos los Santos, majestuosa, tranquila y radiante a la vez, como la reina de la noche en medio de su cortejo de estrellas, tipo simpático de toda suavidad, serenidad y reposada magnificencia.
Como se distingue un astro de otro por su claridad especial, con ser todos clarísimos y de belleza suma, así se distingue un Santo de otro por su especial fisonomía, con ser en todos luminosísima y de singular atractivo.
Fulguran con deslumbradora irradiación los Apóstoles, Apologistas y Doctores que derramaron sobre el mundo la luz de la fe; arden con rojos cambiantes de fuego los Mártires que dieron su sangre entre tormentos por defenderla; lucen con suave claridad, velada como por misteriosa penumbra, los modestos Confesores, las Santas Vírgenes, Esposas y Viudas, cuyo heroísmo escondido se cifró en la sencillez y humildad de una vida toda consagrada a practicarla.
Y todos, desde la región superior a que les han elevado sus merecimientos, nos marcan con su luz nuestro rumbo, esclarecen con ella las densas tinieblas del mundo, que es noche perpetua…; y ejercen sobre nosotros, con el ascendiente de su ejemplo e intercesión ante el trono del Eterno, misteriosas influencias…
Noche es, ciertamente, la vida que acá vivimos, que otro nombre no merece por la oscuridad e incertidumbre de sus caminos y por el riesgo de las asechanzas que en medio de ella nos amenazan… Noche es…, ¡pero advertid!… Es noche estrellada; es noche coronada de radiantes luceros que nos muestran allá arriba anticipados fulgores del que ha de ser en breve para nosotros día pleno, término de la actual inseguridad y zozobra.
Caminemos, pues, clavados los ojos en ese cielo estrellado, único verdadero secreto para que no tropiecen los pies cansados y doloridos por la fatigosa jornada.
¡Santos del Cielo! Hermanos nuestros, amigos nuestros, astros que resplandecéis sin eclipses ni menguantes ante el trono de Dios, con el cual gozáis dicha sin fin, gloria a la vez de la Iglesia militante, de la cual sois el más preciado ornamento…, como nosotros pisasteis un día ese yermo de abrojos, y ahora, vencedores al fin, no sois sin embargo indiferentes a nuestros combates.
Rogad por los que acá gemimos, mientras anhelantes aguardamos el día de brillar con vosotros por perpetuas eternidades.
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Para allanarnos el camino de la santidad, Dios nos propuso en María Santísima, Nuestra Señora, un modelo de santidad creada, una luz más suave a nuestros débiles ojos, un modelo, el más cercano a la santidad infinita, que nos animara a imitarla.
Ella poseyó, sin duda, una perfección y una santidad sobrehumanas; pero una santidad creada, unida a aquella perfección a la que no llegará jamás ninguna criatura; se acerca y toca los confines del infinito. La santidad de María Inmaculada es sólo inferior a la santidad de Dios.
María, espejo, ejemplo y modelo perfecto de santidad, es lo que nos propone la Iglesia cuando la invoca como Reina de todos los Santos.
Virgen Santísima, excelsa Reina de todos los Santos, Tú que diste tan altos ejemplos de perfección, intercede por nosotros y santifícanos…

