ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO IX
LA MUERTE ES TRÁNSITO
PARA ENTRAR EN LA FELICIDAD ETERNA
Las virtudes y toda buena obra son tesoros para comprar Cielo y las almas que los adquieren suspiran por conseguir la gloria eterna.
Escuchando de los labios del dicho ermitaño los encantos y alegrías de la muerte, me atreví a decirle: «¿Por qué, si la muerte es un bien tan grande y lleva a la felicidad, todos se estremecen y sienten miedo de ese momento?»
«No todos -me dijo-, sino aquellos que no aman o meditan, ni llevan por guía la fe viva, es decir, la fe acompañada del esfuerzo para practicar las virtudes, la fe que impulsa a llevar vida cristiana, vida interior y espiritual; la fe que se humilla ante Dios y con amor le llama Padre; esa fe tiene la virtud y hace el milagro de poner gozo en donde los demás sienten tristeza; porque tal fe, cual sapientísima maestra y cariñosa madre, enseña que ese momento es preciosísimo.»
«¿Cómo, con tales enseñanzas, no he de sentir alegría pensando en la muerte, si el recuerdo de su llegada pone pensamientos y esperanzas de luz, y agranda los ensueños de la ya próxima realidad de vivir en la sobrenatural ilusión del cielo, y ver la esencia de Dios y con ella tomar posesión del Sumo Bien y ser transformado en luz inmortal de bienaventuranza?»
Esto, que con toda atención le escuché, procuré grabarlo muy diligentemente en mi memoria.
Pienso yo ahora que la fe y la esperanza me enseñan a ver con hermosísima claridad, no ya los Campos Elíseos, que fantaseaban y describían los poetas paganos, sin la luz de la verdad, ni tan sólo una inmortalidad con gozo natural sin la resurrección de los cuerpos, aunque en compañías de personas sabias y buenas, como ponía Platón en los labios de Sócrates o razona Cicerón en sus Tusculanas.
Mí fe cristiana me enseña con certeza que la muerte es para el bueno la entrada en la felicidad gloriosa e inmortal para ser feliz para siempre. Sé, por la misma fe, que, tras la muerte, Dios comunica al alma totalmente limpia la visión de su esencia, que es la gracia sobre toda gracia y que con nada puede merecerse, en la cual visión consiste la vida eterna (1), y Dios da no un bien, sino el bien que es el último fin, es el bien perfecto y sacia en gozo todo deseo (2).
No debo sentir tristeza en pensar que llega esa hora, sino sumo júbilo sabiendo que, como dice Santo Tomás, por la muerte se entra en la bienaventuranza, la cual consiste en el sumo bien del hombre, porque es la consecución o posesión y la fruición gozosa e ilimitada del Sumo Bien, y por esa puerta entra en la bienaventuranza, cuya esencia es la unión o adhesión misma del hombre con el Bien increado, el cual es el último fin, la bienaventuranza, o sea la más suprema y alta operación de la más noble facultad del objeto más soberano, como es el Bien Divino (3), y tras de la muerte, el alma entra en la bienaventuranza, que, como dijo San Agustín, es el gozo de toda verdad, porque se ha de tener presente que este mismo gozo es la bienaventuranza perfecta (4).
Esa es la hora tan esperada, en la cual quiere el Señor premiar con regalo inefable y enriquecer con lo infinito de sus misericordias y lo inmenso de sus tesoros a las almas que vivieron con ansia de Él, le buscaron y le amaron. Las adormece un instante con el sueño de la muerte, y despierta a las limpias de corazón en su palacio del cielo; cuando abran sus ojos, la luz inextinguible iluminará sus pupilas y se encontrarán ante la infinita belleza del Rostro Divino, en los brazos del Padre de infinita ternura, viviendo la vida nueva, llenas de sabiduría, de hermosura y perfecto amor.
Pensando en el alborear de esta luz increada del rostro de Dios, que todo lo embellece y viste de felicidad y hermosura, ponía el ardiente corazón de Raimundo Lulio en los labios de sus personajes estas reflexiones de esperanza y de rebosante gozo: «Amigo -dijo el ermitaño-, es cosa tan gustosa el conocer y amar a Dios, que todos aquellos que verdaderamente saben conocerle y amarle desean verle y gozarle eternamente, y por ello menosprecian las vanidades de este mundo poco durable. Por esto yo no he tenido miedo a la muerte, antes deseo morir para estar con Dios» (5).
Inundado de alegría en el gozo de esta firme y consoladora verdad, al ver San Carlos Borromeo la estatua de la muerte con una guadaña en la mano, como suelen ponerla los hombres de poca fe, manda que quiten la guadaña y se ponga en su lugar una llave de oro, porque la muerte es ella misma, la llave de oro que abre las puertas del Cielo y da paso a la luz inmarcesible de la eternidad ya la presencia de Dios en visión beatífica y con ella a la felicidad sin término y siempre nueva (6).
San Flaviano de Cartago se había dedicado a la enseñanza durante su vida, y condenado a muerte por ser cristiano, acudieron sus discípulos paganos para ver si pudieran libertarle de la muerte. Indicábanle renunciase a ser cristiano y de ese modo no padecería el martirio y se vería además honrado por los que gobernaban, más él les decía: «Aun cuando nos matan, vivimos. No somos vencidos, sino vencedores de la muerte. Y vosotros, si queréis llegar al conocimiento de la verdad, debéis haceros cristianos.»
Por la muerte se entra y llega a la posesión y goce de la verdad y del bien sumo, infundidos por el mismo Dios en el alma; la sabiduría y la bienandanza serán su vestido. Desde aquel momento cumple el Señor en el alma acrisolada su palabra: Yo seré tu galardón soberano (7).
Esa es la hora feliz de la glorificación sobrenatural, cuando el Señor llenará de su misericordia y de Sí mismo a las almas que no tengan impedimento de pecado o reato alguno. Entonces, en ese instante mismo, terminada la prueba de la tierra, encontrados fieles en el examen de amor los humildes y cargados de virtudes, llenos instantáneamente de lo que nunca habían podido no ya comprender, pero ni aún tener idea aproximada, empiezan a recibir la vida de Dios ya vivir su misma vida, de su misma felicidad y de su misma hermosura.
La intensidad con que el Señor comunica estas perfecciones está en proporción de la capacidad de recibir que el alma tenga, y ella misma labró y adquirió esta capacidad con las virtudes y el amor de Dios que ejercitó y con los deseos que vivió y el ofrecimiento que de sí misma le hizo. Para siempre se verá ya llena de felicidad y en la fuente de un bien que no puede concebirse mayor, A tanta dicha conduce la muerte.
(1) Santo Tomás de Aquino, Summa, III, Q. 59, 5.
(2) Santo Tomás de Aquino, Summa, I-IIae. Q. 2, a. 7.
(3) Santo Tomás de Aquino, Summa, I-IIae, Q. III, toda.
(4) Id., id., a. 4.
(5) Raimundo Lurio, Félix o Maravillas del Mundo, lib. I, cap. I.
(6) Año Cristiano, 4 de noviembre.
(7) Génesis, XX. 1.
