P. CERIANI: SERMÓN DEL VIGESIMOSEGUNDO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

DOMINGO VIGESIMOSEGUNDO DESPÚES DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo, yendo los fariseos tuvieron consejo para sorprender a Jesús en sus palabras. Y le enviaron sus discípulos, con los herodianos, diciendo: Maestro, sabemos que eres veraz, y que enseñas de veras el camino de Dios, y no te preocupas de nadie, porque no miras la persona de los hombres; dinos, pues, ¿qué te parece, es lícito dar tributo al César, o no? Pero Jesús, conocida la maldad de ellos, dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario. Y Jesús les dijo: ¿De quién es esta imagen, y esta inscripción? Le dijeron: Del César. Entonces les dijo Él: Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios.

El Evangelio de este Domingo Vigesimosegundo de Pentecostés nos relata una de las tantas terribles disputas de Nuestro Señor con los fariseos. Esta vez, en torno a la cuestión del tributo.

Para intentar sorprender a Jesús, no se presentaron personalmente, sino que encomendaron a varios de sus discípulos; y, para asegurarse el triunfo, añadieron algunos Herodianos a esta diputa.

Estos eran judíos liberales, devotos de Herodes y, como él, partidarios de los romanos y de la dominación extranjera. Como tales, eran especialmente detestados por los fariseos, que representaban el elemento nacional. Sin embargo, en el presente caso, todos ellos tienen una causa común contra el que consideran enemigo común.

Después de un insinuante exordio, proponen, con apariencia de candor y verdadero deseo de instruirse, una pregunta hábil, traicionera, bastante delicada y candente por su actualidad en aquellos tiempos: dinos, ¿qué te parece, es lícito dar tributo al César, o no?

La pregunta planteada a Jesús era singularmente grave y delicada, tanto en lo político como en lo religioso. En concreto se le proponía la acuciante cuestión: ¿Puede un judío, en conciencia, rendir tributo al emperador? O ¿está obligado a rehusarlo?, acordándose de que no tiene otro rey y señor sino Dios.

Deseando hacerles ver que conocía perfectamente todos los pensamientos de sus corazones y que había descubierto su malignidad y su engaño, les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo.

A continuación, se digna iluminar estas mentes llenas de malicia y, al mismo tiempo, instruir a sus discípulos de todos los siglos sobre una cuestión capital, que toca tanto a la religión como al orden político y social.

Cambiando los papeles, como le gustaba hacer en tales circunstancias, Jesús los interroga a su vez. Mostrando el denario, les pregunta: ¿De quién es esta imagen, y esta inscripción?

Ellos le contestaron: Del César.

Es sobre esta respuesta que el Salvador formulará la doctrina que señala la distinción entre los dos poderes, y que establece el principio de paz y armonía entre la autoridad civil y la autoridad religiosa, que no deben confundirse ni separarse, sino estar íntimamente unidas, para trabajar juntas por el bien de los pueblos.

Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios.

Grande y divina lección, fuente de paz, de seguridad y de mil bendiciones, tanto para los individuos como para los estados; pero, lamentablemente, demasiado a menudo olvidada y pisoteada.

Dad al César…, es decir, al príncipe temporal, el tributo, el servicio, la obediencia, siempre que no pida nada contrario a lo que Dios exige; al César, el tributo y la obediencia en las cosas temporales.

Y dad a Dios…, el culto que le es debido, es decir, el tributo de adoración, de alabanza, de perfecta sumisión a todos sus preceptos, de gratitud y de amor.

Dad a Dios, intacta y santa, el alma que Él ha creado a su imagen, que Él ha rescatado al precio de la Sangre de su Hijo; dadle vuestro corazón, porque Él lo reclama…

Los príncipes tienen derechos, que Dios les ha atribuido; y Dios tiene derechos, que se ha reservado y que son inalienables.

Los buenos cristianos siempre entendieron una y otra obligación, y se conformaron a ellas en conciencia; y por eso los príncipes no tuvieron súbditos más fieles que los verdaderos siervos de Dios.

Pero también, cuando los príncipes, excediéndose en su mandato, exigieron a los siervos de Dios cosas contrarias a su conciencia y a los derechos de Dios y de su Iglesia, éstos han respondido valientemente: Es necesario obedecer antes a Dios que a los hombres. Y, sin rebelarse, pero sin doblegarse, aceptaron sufrir las persecuciones e incluso padecer el martirio.

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Pero los liberales de aquél entonces y de todas las épocas no terminan de entender esta doctrina; o, si la entienden, no la ponen en práctica… Quieren componer entre Dios y el César…

Pues bien, de cuantos personajes intervienen en la dolorosa historia de la Pasión del Señor, ninguno inspira tan encontrados sentimientos como Poncio Pilatos, paradigma del liberal…

Estudiar ese personaje es de suma importancia. Para ello me serviré de algunas páginas más que elocuentes del Padre Sardá y Salvany. Dice el Padre a propósito de Poncio Pilatos:

No se sabe en definitiva si considerarlo como verdugo o como víctima, pues participa de ambos caracteres; ni se resuelve el corazón a odiarlo del todo, ni a compadecerlo del todo, como quiera que en él se hallan motivos a la vez para el odio y para la compasión.

Su intervención en la muerte de Jesús le ha dado, aunque en sentido inverso, la misma inmortalidad que a su Víctima gloriosísima. Nadie la comparte con él, tan completa, y sobre todo tan odiosa. Ni Anás, ni Caifás, ni Judas han merecido ser colocados a su altura.

La execración de los siglos no anatematiza por el deicidio a Judas, ni a Anás, ni a Caifás, ni a la plebe amotinada, sino a él: Passus sub Pontio Pilato… Así lo repite el Símbolo de la Fe católica.

Se lavó las manos el miserable, protestando declinar toda responsabilidad en el infame deicidio; mas la historia y el buen sentido se la han cargado toda sobre sus espaldas

Estudiémosle, y puede que de su estudio saquemos provechosas enseñanzas.

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Tres rasgos principales constituyen, por decirlo así, la fisonomía moral del desdichado gobernador de Jerusalén en los días críticos de la Pasión del Salvador.

Las circunstancias exigían para su puesto un hombre de firmeza, y Pilatos era la misma debilidad; un hombre independiente, y Pilatos era esclavo de respetos humanos; un hombre de justicia, y Pilatos nunca pretendió ser más que un hombre de conciliación… Y así salió aquello…

Analicemos su conducta, y veremos confirmadas estas indicaciones.

Nunca fue Pilatos enemigo del Salvador. No promovió la tempestad; se le levantó al pie de su tribunal, sin que él la buscase; procuró a cualquier precio desentenderse de ella, y mirar para otro lado, si su posición oficial no le hubiese obligado a tomar en la función una parte activa.

Imagen de él son tantos hombres de bien de nuestros días: no persiguen a la Verdad, pero tampoco toman cartas por ella; creen que lo sumo de la prudencia consiste en una cierta neutralidad que les haga bien vistos, así de los amigos como de los enemigos.

La neutralidad, aun humanamente hablando, no es siempre el mejor sistema.

Pilatos pudo vivir en ella más o menos tiempo, pero un día la marea subió, subió, y tanto subió que llegó hasta el atrio de su palacio y fue preciso decidirse. Los enemigos de Jesús instaban, el pueblo seducido bramaba de rabia a sus pies…; terribles sacudimientos debió de experimentar aquel corazón vacilante al verse precisado a salir por fin de su cómodo retraimiento.

La neutralidad se convirtió entonces en debilidad, como le sucede siempre a todo neutral, a quien las circunstancias llegan a colocar en tales apreturas.

Débil, sí, se mostró, y débil hasta el punto de llegar a ser ridículo, todavía más que criminal.

Mirémosle. Sabe que el móvil de las acusaciones contra Jesús es pura envidia; sabe que los autores de tales acusaciones son tan cobardes como malvados; sabe que una palabra suya dicha al oído a un centurión le basta para desembarazarse de aquella turba de majaderos y charlatanes; sabe que Jesús es inocente y acaba de recibir sobre esto de su mujer un misterioso recado; y sin embargo, cuando todo pende de un no de sus labios, no pronuncia este no, que fuera lo más sencillo y lo más cómodo sobre ser lo más justo, sino que se echa a discurrir vanos expedientes para siquiera alargar un asunto que no se atreve a resolver.

Por esto envía el reo a Herodes; por esto le azota; por esto le saca al balcón; por esto le pone en paralelo con Barrabás; por esto le sentencia a muerte; eso sí…, lavándose siempre las manos…; inútil ceremonia que acaba de poner de relieve su debilidad en lucha con sus propios remordimientos.

¡Miserable! Y ¿quién es, hubiera podido decírsele, ese Anás, quién ese Caifás, quién ese pueblo envilecido bajo la dominación extranjera, para llegar a imponerse a un gobernador, representante nada menos que de la majestad del Senado y pueblo romano?

No se lo preguntemos a Pilatos, pues la cosa para él no tiene ya compostura; pero recordemos, sí, que la época presente es época también de grandes debilidades; que no es la fuerza de los enemigos la que tiene agobiada a nuestra Santa Religión, sino la flaqueza de ciertos amigos; no el descaro de las malas ideas, sino la falta de cristiano descaro de los que profesan las buenas; no los reiterados ataques de los que combaten, sino la flojedad, la neutralidad, el vano qué dirán de los que debiéramos defender.

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El qué dirán…, el respeto humano, explica, tal vez, más que otra cosa el secreto de las debilidades de Pilatos.

A los fariseos les pareció tan eficaz este argumento, que fue el principal de que se valieron para hacer sucumbir a sus exigencias al atortolado gobernador: Si sueltas a Jesús, no eres amigo del César.

Forzoso es confesar que aquellos viles leguleyos pusieron, como se dice, el dedo en la llaga.

En efecto. ¿Qué dirá el César? He aquí un argumento sin réplica para un espíritu débil como el de Poncio Pilatos.

“Dirá que no soy ministro celoso de su dignidad, que por mi incuria se altera el orden en la provincia que me tiene confiada; dirá, tal vez, que me he dejado seducir como tantos por el prestigio de la nueva doctrina; dirá…”

Pero, en fin, pensemos lo que puede imaginar un infeliz receloso del qué dirán, y temeroso, además, de perder a consecuencia de él su empleo, su preponderancia, su concepto de ilustrado, el favor del príncipe o del pueblo.

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¡Y cómo es esta también la historia de hoy! El carácter dominante en los débiles y esclavos del respeto humano es el de ser en todo conciliadores.

No creamos que aborrecen la Verdad, no; tampoco Pilatos aborrecía a Cristo. Desean sólo no ser aborrecidos por causa de la Verdad.

Por esto tienen sonrisas complacientes para el error, que quizá detestan en el fondo de su conciencia, como las tenía Pilatos para con aquel pueblo ebrio, de quien salió a tomar consejo desde el balcón.

Quisieran, por esto, que el error y la Verdad viviesen amigos, hermanos, sin reñir sangrientas batallas, acordes ambos en respetar los fueros del pensamiento libre.

El error, dicen, no debe ser perseguidor, y esto en él por espíritu de tolerancia.

Tampoco, añaden, debe ser perseguidora la Verdad, y esto en ella por espíritu de caridad cristiana.

Nada de asperezas, nada de intransigencias, nada de actitudes claras y definidas. En todo, el equilibrio, el justo medio, así para el bien como para el mal. Nada de exageraciones, de celo indiscreto, de intemperancias.

La falta absoluta de consideraciones y las condenas guárdense únicamente para quienes en su polémica no se avengan a seguir ese meloso procedimiento de transacciones. ¡Duro con éstos!

Pilatos fue maestro en tales mañas, y no le valieron. Al fin hubo de resolverse por Cristo o por Barrabás.

Y el Justo fue entregado por un amigo al poder de los enemigos.

¿Por qué? Simplemente por condescendencia…, por amor a la conciliación.

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Si aplicamos el retrato a la realidad, vemos que la figura asquerosa de Pilatos se presenta viva y palpitante en el mundo moderno conjurado contra la Iglesia, como lo fue en el antiguo contra su Fundador.

Pilatos constituye esa raza de hombres que, por debilidad más que por maldad, consienten todos los crímenes, cooperan en todas las catástrofes e influyen en todos los grandes inicuos sucesos…, diabólicos…

Pilatos se declara partidario del equilibrio, que consiste en sacar el mejor partido posible del reparto de los despojos; se proclama partidario del principio de no intervención; moral cómoda reducida a no matar, a no robar, a no oprimir, pero dejando que otros maten, roben y opriman, mientras se espera turno.

Pero Pilatos es siempre Pilatos, es decir, un ser sin conciencia.

Frente a la Verdad, que reclama sus derechos, Pilatos pregunta con cierta candidez volteriana: ¿Qué es la verdad?

Pilatos creía poner en grave aprieto a la Verdad al dirigirle aquella insidiosa pregunta; pero al ver que Ella no vacila, y se afirma en sí misma, le dirige una mirada de compasión desde la cumbre de su orgullo científico, desde la cúspide de su vanidoso escepticismo, se encoge de hombros, le vuelve la espalda y prosigue su camino.

Aquel soberano desdén de Pilatos tiene esta traducción: ¡La verdad! ¿Acaso existe la verdad? ¿Acaso la verdad y el error no son una misma cosa? Acomódate con el progreso y la civilización moderna, y sabrás que la verdad es la Libertad…

No pensemos por esto que Pilatos es incrédulo, o judío, o mahometano; no pierde ocasión de declarar que es católico… Pero esta declaración es una especie de velo que exhibe cada vez que se prepara a entregar al Justo a los sayones, o se lava las manos después de haberlo entregado.

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¡Pobre Pilatos! ¡Cuán atrás lo van dejando sus aprovechados imitadores! De debilidad en debilidad, de condescendencia en condescendencia, puso a Jesús, al inocente, al Justo, en cruz entre dos ladrones…

Lo mismo que él, los modernos Pilatos han dado y dan el tristísimo espectáculo que vio un día Jerusalén…

El Pilatos contemporáneo, a semejanza del Pilatos juez de Jerusalén, se muere por conservar una posición insostenible; y esto por medio de un procedimiento que deje satisfechos a la vez a los amigos de Jesús y a sus enemigos… a Dios y al César…

¿Quién no lo ha visto en todas partes? De concesión en concesión, de distingo en distingo, han acabado por concederle gran favor al Catolicismo: azotado, robado y crucificado entre dos ladrones, es decir, un derecho igual al de las sectas de Satanás, cuando no el privilegio de la persecución y el homenaje burlesco de la caña y de la corona de espinas.

¡Te conocemos, raza infeliz! ¡Te conocemos, heredera del desdichado gobernador romano de Judea, heredera de su espantoso crimen, heredera ante la historia y ante el juicio de Dios de su inmensa responsabilidad!

Reconócete en este feo retrato:

— cuando por tu comodidad o respeto humano procuras vivir con un pie en el campo de Dios y otro en el de sus enemigos, del moderno César;

— cuando te llamas católico, apostólico, romano, y pretendes, al mismo tiempo, ser liberal, sabiendo que el liberalismo es opuesto radicalmente al Catolicismo;

— cuando, por fin, andas buscando en todas estas cosas un modo cómodo y fácil de servir juntamente a Dios y al mundo, demonio y carne…

¿No te dice a voz en grito la conciencia que no eres en todo esto más que un remedo o copia vil de Poncio Pilatos?

¡Ya lo ves! ¡También, gracias a ti, del Catolicismo en el presente se dirá: Passus sub Pontio Pilato !

¡Ah! ¡Miserable y falso componedor! ¡No te valdrá de nada el lavarte las manos para que deje de condenarte el Soberano Juez!

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¡Cómo crece y cómo mejora la raza de los Pilatos!

¡Dios se apiade de los pueblos que son sus víctimas!

Por lo tanto, ya desde ahora, lo importante es dar a Dios lo que es Dios… Y más aún lo será cuando las cosas del César estén completamente ganadas por y para el Anticristo…

Preparemos desde hoy la Solemnidad del próximo Domingo, la Fiesta de Cristo Rey.