ALEGRÍA DE MORIR
UN CARMELITA DESCALZO
CAPITULO VI
LA MUERTE, MENSAJE DE ALEGRÍA
Nos enseña la fe con toda seguridad que la muerte pone al alma, que ama a Dios y está hermoseada y vivificada con su gracia, en el mismo Dios y, si se encuentra en aquel momento totalmente purificada y limpia, le da la inmediata posesión y gozo infinito de Dios, que es en lo que consiste la gloria.
No debemos permitir que se apodere del alma el pesimismo, interpretando la frase del Eclesiástico en el sentido más inquietante. Porque aun cuando no podemos ver si el alma está o no en gracia, ni nadie puede tener la seguridad de que vive en la amistad divina, sí se puede tener la certeza moral de no estar en pecado grave por el testimonio de la recta conciencia, por el humilde arrepentimiento de las faltas cometidas o por haber conservado siempre la inocencia del bautismo.
Dios no desecha a nadie que se ponga en sus manos y en ellas está el inocente y el arrepentido. Dios no puede desechar de Sí, como lo dice en la Sagrada Escritura, al que sencillo y confiado le pide su amor y se entrega a Él. Ama a Dios el que quiere amarle siendo humilde y Dios enriquece con su gracia a quien le ama. El cristiano que recibe a Jesús en la Eucaristía cree que está en gracia, por ser esa la condición necesaria para recibirle bien; y le reciben las almas buenas, porque se consideran en estado de gracia, aun cuando no vean en sí mismas toda la limpieza y perfección deseada ni se encuentren tan embellecidas de virtudes como es su ardiente deseo. Felizmente son muchísimas las almas eucarísticas.
La muerte es luz para el cristiano humilde iluminado por la gracia y por el amor de Dios; es ilusión de segura entrada a la bienaventuranza y goce del cielo. Sentir la muerte, rechazarla o verla como tremenda desgracia, o como hundimiento en el vacío y negrura de la nada, considerarla como algo triste y repulsivo, además de ser una deslealtad y defección a la fe de cristiano, seria rechazar el amorosísimo abrazo de nuestro Padre celestial y no querer la felicidad para la cual hemos sido creados, ni aceptar la casa y palacio del Señor, Sumo Bien y Padre de infinito amor, que llama y espera para entregar la herencia.
La muerte, como heraldo de Dios, está encargada de descorrer el velo que oculta la luz para que la claridad sin sombra ilumine el rostro del alma. Dulce mensajero, con mano blanda y suave, quita el impedimento del cuerpo para que la inteligencia del hombre pueda llegar a la sabiduría infinita, y la voluntad, a la atmósfera del amor increado, manantial de toda dicha y felicidad perfecta, superior a cuanto en la tierra se puede soñar. La amable muerte nos pone, no con mano áspera y odiosa, sino amorosa y suave, en el regazo de Dios.
Fue esto una señalada misericordia del Señor; porque si bien castigó la rebeldía y desobediencia del hombre, lo hizo como Padre lleno de amor, que castiga para premiar y levantar a mayor bien.
No era posible que el hombre pudiera soñar tanta ni tan luminosa grandeza como es la resurrección gloriosa del cuerpo después de la muerte. Dios quiso, con amor paternal, revelamos tan preciosa verdad para consuelo y alegría de nuestra esperanza.
La vida sobre la tierra es incesante caminar hasta la meta, donde el alma, forzada a separarse momentáneamente del cuerpo, ha de presentarse ante el Señor, y, si vivió en gracia, será introducida a la posesión de la verdad y de la hermosura de Dios, para quien fue criada. Dios, infinito en toda perfección, la meterá amoroso en su reino de luz, de sabiduría, de amor, de bienaventuranza. En él vivirá feliz hasta que por disposición divina vuelva a buscar el cuerpo que dejó en el sepulcro, comunicándole las dotes gloriosas y llevándole consigo a gozar de la felicidad eterna, ganada por la cooperación fiel y abnegada que prestó al alma en el ejercicio de las virtudes y obras santas. El poder infinito reunirá los elementos componentes del cuerpo, hasta entonces disgregados, y le resucitará como ha prometido.
Cuerpo y alma oirán la sentencia del Señor en el Juicio Final, unidos como estuvieron en la tierra; la oirán delante de todas las generaciones; todos entonces nos conoceremos; todos veremos la causa del premio y gloria de los buenos e igualmente del castigo de los malos; alabaremos y admiraremos la exacta equidad y la infinita misericordia del justo Juez. El alma y el cuerpo de los buenos, ya gloriosos, serán siempre felices con una felicidad que no puede en la tierra concebir la inteligencia del hombre ni imaginar su fantasía.
Para el alma que esmaltó su vida con virtudes y obras buenas en gracia y por amor de Dios, con recta voluntad, conciencia limpia y corazón humilde, se presenta la muerte como lo más precioso y deseable de todo lo creado. Ve en ella el feliz y apetecido momento de empezar a recoger el premio en luz de inmortalidad.
Por la muerte levanta el Señor al hombre justo y fiel de lo finito a lo infinito; de lo criado al Creador; de lo ruin, miserable e incierto, a la seguridad y gloria de lo sobrenatural; de la oscuridad, ignorancia y flaqueza, a la luz, al amor y a la sabiduría de los bienaventurados; de la aspereza y dolor de la tierra, a la suavidad y gozo de los brazos de Dios. Es el momento deseado y feliz de entrar, conducido por Cristo, a tomar posesión de la casa de Dios para siempre, a beber en la fuente de aguas vivas, a gozarse en la fruición del amor eterno y de la vida esencial de la Trinidad Beatísima. La muerte gloriosa nos envolverá en la luz del cielo tanto tiempo codiciada.
