ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO – CAPÍTULO V – POR QUÉ TEME MÁS LA MUERTE EL BUENO QUE EL MALO

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

CAPITULO V

POR QUÉ TEME MAS LA MUERTE EL BUENO QUE EL MALO

Observamos un hecho a primera vista extraño: que muchos cristianos, aun fervorosos, tienen, a veces, más miedo a la muerte que los impíos y descreídos.

Parece inexplicable, pero así es. El pecador anda continuamente con la vida expuesta y nada le importa. Vive despreocupado de que en cualquier momento le puede llegar la muerte. En cambio, el cristiano fervoroso piensa en ella y en sus efectos.

La razón es porque el impío y descreído, o no quiere pensar en la muerte, o porque detrás de ella ve sólo el vacío y la nada. Juzga que con la muerte deja de existir y que no hay infierno o cielo. La desagradable sorpresa, sin posible remedio, será cuando se encuentre el alma ante la realidad de sus pecados y la infinita justicia de Dios; ante su impiedad y el inexorable castigo. Entonces, tarde ya, verá su error tristísimo: haber obrado con malicia, haber menospreciado a Dios y no haber querido ni creer ni orar. Desde aquel momento ya no podrá jamás amar ni retroceder. Recogerá inexorablemente lo que sembró.

Algunos cristianos, aun muy fervorosos, tienen miedo a la muerte, no por ella en sí misma, sino porque ponen sus ojos, y deben ponerlos, en la eternidad. Por la muerte pasará a vivir el para siempre y no sabe el estado actual de su conciencia; el alma, que desea la luz, porque su fin es la luz, no la ve claramente en la tierra y siente ansias inmensas de felicidad; sabe que el cielo es un bien tan sobre todo bien y una dicha tan sobre toda imaginable aspiración, que se considera indigna de entrar en la gloriosa morada de Dios y teme no estar en disposición de poderla alcanzar.

Y en verdad que nadie es digno de entrar en el cielo, ni nadie por sí mismo puede merecerlo, ni llegar a la posesión de la verdad infinita ni del gozo inefable de Dios. Las alas del hombre son impotentes para remontarse a tanta altura. Un bien tan inconmensurable y sobrenatural no puede merecerse con ninguna obra humana, porque la gloria y el cielo verdadero son el mismo Dios o la visión esencial de Dios, y con nada finito ni con ninguna obra finita se puede merecer.

Pero el Señor es tan infinitamente generoso y amante como es infinito su poder y nos creó para verle y gozarle, y ha prometido dar su cielo a todos cuantos le amen y obedezcan; a todos los que se sometan a su voluntad cumpliendo sus mandamientos.

La fe viva y ferviente dictaba a Raimundo Lulio este temor y seguridad, y escribía. «Pensó el Amigo en la muerte y temióla, hasta que se acordó del Amado, y con alta voz dijo a los que tenía presentes: Oh señores, amad mucho para que no temáis la muerte ni los peligros en honrar y servir a mi Amado» (1).

El amor que el hombre tiene a Dios en la tierra es la moneda de seguridad para entrar en el cielo. El que en la tierra está con Dios, eternamente le gozará con amor infinito; eternamente vivirá en Dios la vida de Dios; porque Él nos comunicará su Vida.

El cristiano tiene miedo a la muerte, porque sabe muy bien que al cielo no entra nada manchado; sabe de modo clarísimo que el pecado mortal cierra para siempre el paraíso y conoce por experiencia la fragilidad humana. Recuerda las palabras del Eclesiástico que nadie sabe si es digno de amor o de odio (2), o lo que es igual, que nadie puede asegurar si se encuentra en estado de gracia. Teme, por todo esto, que su alma, en lugar de poseer el inapreciable tesoro y la hermosura incomparable del amor de Dios, carezca de él y no pueda llegar a recibir el galardón con que el Señor premia al alma en gracia, y tenga que estar para siempre separada de Él en el espantoso caos de la noche eterna.

Si nos fuera concedido ver el estado en que nuestras almas se encuentran y la hermosura y riqueza con que están adornadas por la gracia, como vemos el estado de nuestros cuerpos, no solamente no tendríamos miedo a la muerte, sino que la amaríamos y suspiraríamos por ella como por hermana muy querida que nos conduce a la luz indeficiente y a la dicha deseada; como a ventana abierta por donde nos ha de entrar la luz del sol eterno; como arco triunfal por donde pasaremos al palacio de Dios, como se desea el amoroso abrazo del padre adorado después de larga ausencia o cautividad dolorosa.

Pero el Señor ha dispuesto que no podamos ver nuestras almas mientras vivimos en la tierra, ni conocer el estado de belleza o fealdad en que se encuentran; ni si están en miseria de pecado o en hermosura de gracia.

Tan sólo indirectamente, por el examen de las obras, puede deducirse el estado de las almas ajenas, y aunque no con certeza, ver el de la nuestra.

Teme también el cuerpo aquella hora y quiere comunicar su inquietud al espíritu, porque en la muerte se siente abandonado del alma y pide auxilio, suplicándola no le deje en desamparo; quisiera acompañar al alma y entrar con ella en seguida en la vida inmortal. Le horroriza la corrupción del sepulcro, aunque sepa que recobrará más tarde vida inmortal y gloriosa. Rehúye la destrucción.

Pero el alma acepta la muerte como dispuesta por Dios y en esperanza de dicha. El alma se une al querer divino, que es eterno bien.

Reflexionando sobre el deseo de vivir y el temor y la necesidad de morir, razonaba así San Francisco de Sales: «Esta unión y conformidad (del alma) al beneplácito divino se hace por la santa resignación o por la santa indiferencia. Pues la resignación se practica a manera de esfuerzo y de sumisión; porque se querría muy bien vivir en vez de morir; y, sin embargo, porque el beneplácito divino es que se muera, confórmase el alma con él. Se querría vivir si pluguiese a Dios y, además, se querría que fuese del agrado de Dios continuar viviendo. Se muere de buena gana, pero se viviría aún con más gusto. Se pasa a la otra vida de bastante buena voluntad, pero se quedaría aún con mayor placer en ésta» (3).

Ya San Pablo nos había dejado escrito «que aun cuando suspiramos aquí, deseando la sobrevestidura del ropaje de gloria, o la habitación nuestra del cielo, si es que fuésemos hallados vestidos de buenas obras…, mientras nos hallamos en este cuerpo gemimos agobiados bajo su pesadez, pues no querríamos vernos despojados de él, sino ser revestidos como por encima; de manera que la vida inmortal absorba y haga desaparecer lo que hay de mortal en nosotros» (4).

(1) Raimundo Lulio, Del Amigo y del Amado, 60.

(2) Eccles., IX. 1.

(3) San Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, lib. IX, cap. III.

(4) A los Cor., V, 4.