DECIMOCTAVO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Epístola del día (I Corintios, 1, 4-8): Doy gracias sin cesar a Dios por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido dada en Cristo Jesús; por cuanto en todo habéis sido enriquecidos en Él, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que el testimonio de Cristo ha sido confirmado en vosotros. Por tanto no quedáis inferiores en ningún carisma, en tanto que aguardáis la revelación de Nuestro Señor Jesucristo; el cual os hará firmes hasta el fin e irreprensibles en el día de Nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo Nuestro Señor.
La Epístola de este Decimoctavo Domingo de Pentecostés presenta el tema de la Segunda Venida de Cristo.
Fecunda había sido la gracia de Cristo en la comunidad de Corinto. ¿Qué faltaba aún? Sólo una cosa: que los fieles de Corinto esperasen la revelación de la gloria del Señor; que perseverasen constantes hasta el fin, para que pudiesen presentarse sin mancha el día de la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo.
Como a los fieles de Corinto, la Iglesia nos exhorta con San Pablo a esperar la Parusía… Esperar la Revelación de Nuestro Señor Jesucristo… Una expectación anhelante…
¡Ojalá fueran así nuestras comunidades y familias cristianas, ojalá fuéramos nosotros mismos personalmente, con nuestra vida de gracia y de virtud, una fiel reproducción de la joven cristiandad de Corinto!
El grito que pondrá fin a la historia del mundo será el anuncio de su llegada: ¡He aquí que viene el Esposo!
La figura de este mundo es caduca, enseñaba San Pablo a los corintios… Todo lo que nos ocupa durante la vida, todo lo que apreciamos y amamos: hombres, familia, patria, amigos, ciencia, poder, trabajo, los negocios, el cuerpo que cuidamos con tanta solicitud y hasta las mismas amarguras de la vida, es decir, las penas, los dolores, las enfermedades…, todo, todo pasa, se aleja de nosotros, nos abandona.
Nosotros mismos nos vamos disipando como el humo. No poseemos aquí nuestra permanente morada, sino que buscamos la venidera, escribió San Pablo a los Hebreos. Sólo debemos preocuparnos de lo permanente, de lo eterno.
Conforme a esto, San Pablo enseñaba a los corintios: El tiempo de nuestra vida es breve. Por lo tanto, los casados vivan como si no lo fueran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran nada; los que trafican con el mundo, como si no traficaran, porque la figura de este mundo es pasajera.
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Escribe San Pablo a su discípulo Timoteo: He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe. En adelante me está reservada la corona de la justicia, que me dará el Señor, el Juez justo, en aquel día, y no solo a mí sino a todos los que hayan amado su venida.
¡Amar su venida! Cada uno de nosotros puede examinar su corazón a ver si en verdad tiene este amor, con el cual debemos esperar a Nuestro Salvador.
¿Amamos la venida de Cristo?
Vagamente creemos que vendrá al fin del mundo, pero que no estaremos ahí… Pensamos, tal vez, en nuestra muerte; y esperamos de la misericordia divina la gloria del Cielo; pero no nos interesamos por la Vuelta maravillosa de Jesucristo.
Así como la expectación del Mesías ha dominado la existencia humana desde el Edén hasta Belén, de la misma manera la esperanza de su Vuelta debería dominar al mundo cristiano.
La Ascensión marca el término del primer ciclo de la historia del mundo: Expectación del Mesías.
La vuelta de Cristo marcará el fin del segundo ciclo, en el cual nosotros estamos y que se resume así: Expectación del Rey.
“Venga tu reino”, es la oración de la expectación y de la esperanza cristiana.
Leyendo asiduamente el Evangelio y las Epístolas, estamos obligados a creer en la vuelta de Jesucristo, obligados a esperar su Reino. Que este día sea próximo o lejano, que lo veamos nosotros o no durante nuestra peregrinación terrenal, esta esperanza es una fuerza que debe transformar nuestra vida espiritual… Pero, sobre todo, ¡esperamos a Jesús por causa de su Gloria!
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Es preciso notar aquí que las “señales”, que tienen tanta importancia para reconocer la huella del Señor, pueden también conducir al error al espíritu que se aferra a ideas preconcebidas.
Podemos decir que los secretos de Dios, confiados a sus servidores los Profetas, están divididos en dos grupos proféticos.
El primero anunciaba el nacimiento del Mesías, su vida humillada, la revelación de la ley de gracia, y, sobre todo, las circunstancias precisas de su muerte dolorosa.
Pero los judíos no pensaban más que en una cierta realeza mesiánica, no en aquella que Jesús les ofrecía. Entonces rechazaron a su Rey; dejaron en la penumbra las señales y las profecías de la humillación, del dolor y de la muerte.
El segundo grupo profético anuncia un Masías glorioso y rey con todos los grandes acontecimientos del fin de los tiempos: restauración de Israel y de Jerusalén; vuelta gloriosa de Cristo para reinar con sus Santos, día de venganza de la justicia divina, después nuevos cielos y tierra nueva, un reino sin fin.
Estas profecías del Antiguo Testamento han sido completadas por la enseñanza de los Apóstoles y sobre todo por el Apocalipsis.
Lo que falsea, y gravemente, el sentido de las profecías, es la tendencia moderna a no explicarlas literalmente, sino de manera simbólica o puramente espiritual, alegóricamente.
Además, es preciso temer la falta de libertad de ciertos espíritus que, sometidos en exceso a ideas preconcebidas, están inclinados a leer, no lo que está escrito, sino lo que quieren encontrar.
Tal fue esencialmente el caso de los judíos. Y es el de algunos judaizantes de hoy…
Los anuncios de la Vuelta y del Reino son renovados alrededor de trescientas veinte veces en el Nuevo Testamento, pues, en adelante la atención del cristiano debe estar dirigida hacia ese día…
He aquí los hechos bien establecidos: los Apóstoles creían en la Vuelta del Señor y en el establecimiento de su Reino, apoyándose sobre la profecía, dirigiéndose por la claridad de esta lámpara.
Jesús no recomienda otra cosa en la enseñanza de la última semana; y las parábolas escatológicas pueden resumirse en una sola palabra: “¡Velad! Yo lo digo a todos: ¡Velad!”.
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En la parábola de las Diez Vírgenes, se nos proporciona se ofrece una imagen del Segundo Advenimiento, una especie de selección, de segregación, de separación radical entre ellas: cinco están preparadas y entran a las bodas, cinco se retrasan y son desechadas.
Cuando estas últimas llegan con las lámparas encendidas, llaman y gritan: “¡Señor, Señor, ábrenos!”; y el Esposo responde: “No os conozco”. ¡Palabra punzante entre todas! Palabra terrible…
Y Jesús pone en guardia a los cristianos: “Velad, les dice, porque no sabéis ni el día ni la hora”.
Y muchos se quedan muy tranquilos con esta certeza; la de no poder determinar con exactitud ni el día, ni la hora…, y se dedican a otra cosa… a dormirse plácidamente en la participación en la demonocracia, por ejemplo…
Pero Jesús no reconocerá a los negligentes, a aquéllos que no desearon ni amaron su regreso, a aquéllos que entre los burlescos decían: “¿Dónde está la promesa de su Advenimiento?”
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Para llamar nuestra atención y ponernos en guardia contra la tendencia natural a vivir nuestra vida sin pensar en la proximidad de su retorno, en la enseñanza que impartió en la última semana, el Señor citó el ejemplo de los tiempos que precedieron inmediatamente al diluvio y a la destrucción de Sodoma. Entonces los justos, a ejemplo de Noé y Lot, serán puestos en salvo.
En aquellos días, Dios, en su misericordia, dio señales, como las da ahora. La construcción del arca duró cien años, era un signo para todo aquél que hubiese querido considerar el estado de la sociedad de entonces. El envío de dos Ángeles a Sodoma fue también una advertencia para toda la ciudad.
Pero mientras Noé condenaba al mundo construyendo el instrumento de salvación, que era el arca, sus contemporáneos se burlaban de él. Y los yernos de Lot, a quienes este dio aviso en la víspera de la catástrofe de Sodoma, no le creyeron tampoco.
También se burlan de todos aquéllos que anuncian el fin de los tiempos…
Hasta la víspera de ese día, los hombres comerán, beberán, venderán, comprarán, e irá a depositar en una urna su religioso tributo al César…
Si no velamos, si sólo nos atraen las vanidades de la tierra, ¿lograremos escapar?
“Acordaos de la mujer de Lot”, decía Jesús… Fue dejada, estatua de sal…; como serán dejados del mismo modo una de las dos mujeres que molerán, uno de los dos hombres en el campo, uno de los dos esposos…
Habrá, pues, en esa hora trágica, una separación de los prudentes y de los necios, de los fieles y de los infieles…
Así como Dios puso a Noé al abrigo en el arca y a Lot sobre la montaña, así también Jesucristo vendrá a poner al abrigo a los suyos…
Tal es el parecer de San Jerónimo: “En el momento en que la noche se acaba, al fin de los tiempos, es cuando Jesucristo vendrá a poner en seguridad a los suyos”.
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Tanto para los que ansían la Parusía, como para los que piensan que los Últimos Tiempos no han comenzado, es interesante destacar que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús tiene un carácter escatológico, es decir, que la revelación de este misterio, que es el centro mismo de todo el misterio de Cristo, estaba reservada para el período del Fin de los Tiempos.
En el siglo XIII, en la fiesta de San Juan Evangelista, Santa Gertrudis tuvo una visión de Nuestro Señor, Quién, al igual que al discípulo amado, le permitió descansar su cabeza en la Llaga de su costado.
Al escuchar el palpitar del Sagrado Corazón, ella se tornó hacia San Juan, quién estaba también presente, y le preguntó si, en la Última Cena, cuando se reclinó sobre el pecho del Señor, había escuchado lo mismo que ella; y de haberlo escuchado, por qué no lo relató en su Evangelio.
Más precisamente, Santa Gertrudis le preguntó a San Juan por qué, habiendo reposado su cabeza en el pecho de Jesús, no había escrito nada para nuestra instrucción sobre las profundidades y movimientos del Sagrado Corazón de Jesús.
San Juan contestó que la revelación del Sagrado Corazón de Jesús estaba reservada para los últimos tiempos:
“Mi misión era anunciar a la Iglesia naciente la doctrina del Verbo increado de Dios Padre; pero, por lo que se refiere a este Corazón Sagrado, Dios se reservó hacerlo conocer en los últimos tiempos, cuando el mundo comience a caer en la decrepitud, para reavivar la llama de la caridad ya enfriada”.
De la misma manera, Santa Margarita María de Alacoque, del siglo XVII, relata de esta manera la segunda aparición del Sagrado Corazón en Paray-le-Monial:
“Me hizo ver que esparciría sus gracias y bendiciones por dondequiera que estuviere expuesta su santa imagen para tributarle honores, y que tal bendición sería como un último esfuerzo de su amor, deseoso de favorecer a los hombres en estos últimos siglos de la Redención amorosa, a fin de apartarlos del imperio de Satanás, al que pretende arruinar para ponernos en la dulce libertad del imperio de su amor, que quiere restablecer en el corazón de todos los que se decidan a abrazar esta devoción.”
San Juan Evangelista dijo que Dios se reservó hacer conocer lo referente al Sagrado Corazón en los últimos tiempos… Y el mismo Jesucristo reveló que esa devoción es un último esfuerzo para los últimos siglos de la Redención amorosa…
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Mientras tanto, el Cardenal Newman enseñaba lo que debemos hacer:
“¡Velad!
Nuestro Salvador formuló esta advertencia cuando estaba por dejar este mundo, en lo que a su presencia visible se refiere.
Pero contemplaba el futuro, dirigía su vista hacia los muchos cientos de años que habrían de pasar antes de que volviera.
Conocía su propósito y el propósito de su Padre, dejando gradualmente al mundo para que se arreglara por sí mismo, quitando gradualmente las prendas de su graciosa presencia.
Contemplaba todo lo que sucedería… contemplaba todas las cosas, la creciente negligencia respecto de su persona, negligencia que se extendería incluso entre los que se profesaban seguidores suyos; la descarada desobediencia y las insultantes palabras que le dedicarían a Él y a su Padre muchos de los que Él había regenerado; y la frialdad, cobardía y tolerancia para con el error que desplegarían otros que no llegaban tan lejos como para directamente hablar o actuar en su contra.
Anticipaba el estado del mundo y de la Iglesia, tal como la vemos hoy en día, cuando su prolongada ausencia ha hecho que prácticamente se crea que nunca más volverá con presencia visible.
Y en el texto que nos ocupa nos susurra, misericordiosamente, a los oídos que no confiemos en lo que vemos, que no compartamos esa general incredulidad, que no nos dejemos llevar por el mundo, sino que “miremos, vigilemos y recemos” y esperemos su Venida.
Por cierto, que deberíamos tener presente esta misericordiosa advertencia en todo tiempo, siendo que es tan precisa, tan solemne, tan seria.
Profetizó su Primera Venida, y, sin embargo, tomó por sorpresa a la Sinagoga cuando vino; mucho más repentina será la segunda vez, cuando sorprenda a los hombres con su Parusía, ahora que no ha indicado intervalo alguno de tiempo, como sí lo hizo otrora, sino que dejó librada a nuestra vigilancia la guarda de nuestra fe y la custodia de nuestro amor.
¡Vendré pronto! Esta promesa nos debe tener en un suspiro.
Silenciosamente, los años se suceden; la venida de Cristo está siempre más cerca. Más cerca que en tiempos de San Pablo.
Si es verdad que no vino cuando los cristianos lo esperaban, no es menos cierto que cuando venga, para el mundo será un suceso inesperado.
Y así como es verdad que los cristianos de otros tiempos se figuraban ver señales de su Venida, cuando de hecho no había ninguna, es igualmente cierto que, cuando aparezcan, el mundo no verá las señales que lo anticipan.
Las señales de su Venida no son tan claras como para dispensarnos de intentar discernirlas, ni tan patentes que uno no pueda equivocarse en su interpretación.
Y nuestra elección pende entre el riesgo de ver lo que no es y el de no ver lo que es.
Es cierto que muchas veces, a lo largo de los siglos, los cristianos se han equivocado al creer discernir la vuelta de Cristo…
Pero convengamos en que en esto no hay comparación posible: resulta infinitamente más saludable creer mil veces que Él viene, cuando no viene; que creer una sola vez que no viene, cuando viene.
Tal es la diferencia entre la Escritura y el mundo: a juzgar por las Escrituras, deberíamos esperar a Cristo en todo tiempo; a juzgar por el mundo, no habría que esperarlo nunca.
Ahora bien, ha de venir un día, más tarde o más temprano.
Ahora, los hombres del mundo se mofan de nuestra falta de discernimiento; pero ¿a quién se le atribuirá falta de discernimiento entonces?
Todo esto atestigua nuestro deber de recordar y esperar a Cristo.
Esto nos enseña a despreciar el presente, a no confiarnos en nuestros planes, a no abrigar expectativas para el futuro, sino vivir en nuestra Fe como si Él no se hubiese ido, como si ya hubiese vuelto”.
Repito y termino:
Esto nos enseña a despreciar el presente, a no confiarnos en nuestros planes, a no abrigar expectativas para el futuro, sino vivir en nuestra Fe como si Él no se hubiese ido, como si ya hubiese vuelto.

