ALEGRÍA DE MORIR – UN CARMELITA DESCALZO – CAPITULO III – LA HUMANA NATURALEZA DESEA LA VIDA Y RECHAZA LA MUERTE

ALEGRÍA DE MORIR

UN CARMELITA DESCALZO

CAPITULO III

LA HUMANA NATURALEZA DESEA LA VIDA

Y RECHAZA LA MUERTE

Vemos que casi todos los hombres temen la muerte y la miran como el mayor mal. ¿No podemos decir con razón que la muerte es un bien inmenso para el hombre? y siendo así, ¿no debiera producir un gozo proporcionado a su grandeza? ¿No podremos decir con toda verdad que la muerte trae consigo belleza y luz a raudales?

Sabemos los cristianos que la muerte fue el castigo que Dios impuso al hombre por su desobediencia y San Pablo nos dice que la muerte entró en el mundo por el pecado (1).

Adán y Eva fueron creados en justicia original y, pasado el tiempo del mérito y de la prueba en el paraíso, serían trasladados desde allí al cielo sin pasar por la muerte; pues el alma, inmortal por naturaleza, comunicaría su inmortalidad al cuerpo y el hombre llegaría a la vida eterna sin pagar contribución a la muerte; recibiría la glorificación del alma y del cuerpo sin descender al sepulcro.

Pero el hombre desobedeció a Dios y recibió el castigo de la muerte, la cual consiste en la separación temporal del alma y del cuerpo. El alma puede ser feliz sin el cuerpo y lo es en el cielo, pero siempre dice relación al mismo cuerpo que informó y dio vida mientras estaba en la tierra, y un día, por la omnipotencia divina, volverá a unirse a su mismo cuerpo y a darle nueva vida según las propiedades que ella tenga. La misericordia del Padre ha decretado la resurrección de los muertos para ya nunca volver a separarse alma y cuerpo, ni, por lo tanto, volver a morir.

Se tiene miedo a la muerte, porque es contra la naturaleza íntima del hombre creado para la inmortalidad del cielo y porque es un castigo de Dios a la naturaleza, por el pecado de rebeldía y desobediencia de nuestros primeros padres (2).

Naturalmente todos deseamos vivir, pues hemos sido criados para la vida y para la luz, que son preciosísimos efectos de la verdad, y la verdad es la vida y la luz de la inteligencia. Condición nata y como instinto de nuestra naturaleza, es desear la vida perfecta y poseer la verdad. El hombre busca sediento la vida perfecta sin dolencias ni sinsabores, ajena de luchas; busca una vida de luz sin sombras, sin enfermedades ni desvelos; busca un vivir radiante de verdad, sin nube alguna de equivocación ni error. Anhela la vida perfecta y segura sin límites ni ocaso.

Siempre había tenido San Pedro Pascual vehementes ansias de dar su vida a Dios por medio del martirio. Condenado por los moros en Granada, sintió un gozo superior a cuanto había soñado; pero ya inminente la hora de sufrir la muerte por Cristo, se apoderó de su razón un terror tan grande que no se lo explicaba. Acudió por la oración al Señor, y apareciéndosele Jesucristo en la Cruz, le dijo: «Pedro, no te asustes porque la naturaleza haga su oficio. Yo mismo estuve triste hasta la muerte la noche antes de mi pasión, y por tu amor padecí aquella larga agonía.» Con esto cesaron los temores y volvió la alegría más intensa que antes (3). Tan pasajera suele ser la tristeza que atribula al alma guiada por la fe. El sol de la esperanza luce rutilante sin ocaso.

No se destruye el hombre en la muerte ni se aniquila; sólo se separan por un tiempo los dos componentes esenciales de la naturaleza humana, en la hora que el Señor ha prefijado para cada uno de los mortales.

El alma, obediente al mandato divino, deja el cuerpo. Dirá la anatomía que vino la muerte por falta de vitalidad en las células y tejidos. Se dirá que la enfermedad, conocida o desconocida, lenta o rápida, la vejez o uno de los múltiples accidentes, causó la muerte. Que el organismo está gastado. Pero llega porque Dios lo dispuso así y en el momento en que lo determinó para cada hombre.

Venturosamente la muerte no destruye, transforma. Se puede decir que es cosecha. En la vida se siembran obras para recoger en la eternidad y se cosechará lo que se sembró.

«Los justos, dice Fray Luis de Granada, no tienen por qué temer la muerte; antes mueren alabando y dando gracias a Dios, por su acabamiento, pues en él acaban sus trabajos y comienza su felicidad» (4).

Con la muerte se siembra la desintegración del cuerpo para recoger vida de inmortalidad en la resurrección.

El cuerpo recogerá, igualmente que el alma, los frutos de sus obras.

No ha querido el Señor que haya hombre alguno −ni aún Jesús, ni su Purísima Madre− que se libre de pagar el tributo de la muerte, paso obligado y necesario para penetrar alegres en la deseada mansión de la Patria celeste (5).

(1) San Pablo, A los Romanos, V, 12; Sabid, 24. San Agustín, De Trinitate, lib. IV, cap. XII.

(2) Santo Tomás de Aquino, Summa. Suplemento; Q. 75-79; Summa contra Gentes, lib. IV, cap. 79. Suárez, De Anima, lib. VI, caps. IX-X.

(3) Año Cristiano, por el P. Juan. Croisset, 24 de octubre.

(4) Guía de Pecadores, por el R. P. Fray Luis de Granada, O.P., lib. I, part. II, cap. XXII, pár. 1.

(5) Oraciones de la recomendación del alma, III.