FIESTA DE LOS SIETE DOLORES DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARIA
En aquel tiempo; Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Viendo, pues, Jesús, a su Madre, y junto a ella al discípulo amado, dice a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora la recibió el discípulo en su casa.
La Santa Liturgia nos propone meditar hoy sobre los Dolores de la Santísima Virgen María. Es más, a través de la voz de la Liturgia, la misma Madre de Dios nos invita a considerar su dolor: «Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad, ved y decid si hay dolor semejante a mi dolor».
El dolor de la Santísima Virgen es obra de Dios, pues, al predestinarla para ser la Madre de su Hijo, Dios Padre la unió indisolublemente a la persona, a la vida, a los misterios, al sufrimiento de Jesús, para ser en la Obra de la Redención su fiel cooperadora, Corredentora.
Por eso, entre el Hijo y la Madre tenía que haber comunidad perfecta de sufrimiento. Lo que Jesús padeció en su Cuerpo, María lo padeció en su Corazón, por los mismos fines y con el mismo amor.
A esta comunidad de sufrimientos entre el Hijo y la Madre, se la da el nombre de Condolencia.
Condolerse con alguno, es padecer junto con él, es sentir en el corazón, como si fuesen nuestras, sus penas, sus tristezas, sus dolores.
La condolencia mariana fue el eco fiel de la Pasión; la repercusión y la participación perfecta en la Pasión de su Hijo y en las disposiciones que en su sacrificio le animaban.
El padecer tiene que ser un gran bien, porque Dios, que tanto ama a su Hijo, se lo entregó como herencia; y como, después de su Hijo, a ninguna criatura ama Dios más que a la Santísima Virgen, quiso también darle a Ella el dolor como el más rico presente.
María Santísima se ofreció libre y voluntariamente, y unió su sacrificio y su obediencia al sacrificio y obediencia de Jesús, para así llevar con Él todo el peso de la expiación que la justicia divina exigía.
Hizo bastante más que compadecerse de todos los dolores de su Hijo; tomó parte realmente en la Pasión con todo su ser, con su corazón y con su alma, con amor ferventísimo; padeció en su corazón todo lo que Jesús podía padecer en su carne.
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Mas para María el padecer no comenzó en el Calvario. El dolor le llegó con Jesús; la causa de los dolores de María es Jesús; todo cuanto padece proviene de Jesús y a Jesús se refiere.
Por eso, la solemnidad de hoy nos recuerda los dolores, conocidos o desconocidos, que llenaron la vida de la Santísima Virgen. Si la Iglesia se resolvió por el número siete, ello obedece a que este número expresa siempre la idea de totalidad.
Los Responsorios de Maitines nos recuerdan de modo especial los Siete Dolores que le causaron la profecía del anciano Simeón, la huida a Egipto, la pérdida de Jesús en Jerusalén, el verle cargado con la cruz, la crucifixión, el descendimiento y el entierro de su divino Hijo… dolores que la hicieron, con toda verdad, Reina de los Mártires.
Con este bello título, en efecto, la saluda la Iglesia en las Letanías; de donde se infiere con evidencia que supera a todos los mártires. Porque amó más que nadie, por eso padeció más que nadie también, hasta tal punto que la violencia del dolor traspasó y dominó su alma en prueba de su inefable amor; porque sufrió en su alma, por eso fue más que mártir, ya que su amor hizo suya la muerte de Cristo.
Y efectivamente, para entender la extensión y la intensidad del dolor de la Santísima Virgen, habría que comprender lo que fue su amor para con Jesús. Este amor es muy distinto del amor de los demás Santos y Mártires. Cuando estos sufrieron por Cristo, su amor suavizó sus tormentos y a veces hasta se los hizo olvidar. En María no ocurrió nada de eso: su amor aumentó su padecer. La naturaleza y la gracia concurrieron a la vez para hacer en el Corazón de María más hondo el sentimiento.
En efecto, nada existe tan fuerte ni tan impetuoso como el amor que la naturaleza da hacia un hijo y la gracia da para un Dios. Estos dos amores son dos abismos, cuyo fondo no puede penetrarse, como tampoco comprenderse toda su extensión.
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Por eso, la cooperación de la Santísima Virgen en la salvación del mundo, nos ofrece un nuevo aspecto de su grandeza.
Y, a la verdad, ni la Inmaculada Concepción de María Santísima, ni su Asunción gloriosa, nos darán concepto más alto que este apelativo de Corredentora.
La Bienaventurada Virgen María es consorte de Cristo en la obra de la redención humana; y por eso, el título de Corredentora es uno de los más gloriosos para la Santísima Virgen María y, al mismo tiempo, uno de los más queridos al corazón de sus verdaderos devotos.
Esta verdad mariana es, después de la de la Maternidad divina, la más fundamental, y tan cierta que pertenece al depósito de la revelación.
En efecto, tiene su apoyo en la Sagrada Escritura; en Génesis, 3, 15, se lee: Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje; ella quebrantará tu cabeza y tú pondrás asechanzas a su calcañar.
Aquí María es asociada a Cristo en las enemistades y batallas que ha de reñir contra el diablo, y en el triunfo plenísimo que ha de obtener sobre el enemigo infernal.
Los Santos Padres y los Romanos Pontífices también enseñaron esta doctrina.
El Papa Pío IX explica la asociación de María con Cristo en la Redención, según el citado versículo del Génesis, de este modo: «La Santísima Virgen, unida con Cristo en lazo indisoluble, manteniendo juntamente con Él y por Él enemistades sempiternas contra la venenosa serpiente y triunfando de ella totalmente, le aplastó la cabeza con su planta inmaculada».
Aquí se presenta a María como consorte de Cristo y singularmente unida a Él, tanto en la lucha como en la victoria sobre el enemigo.
Luego si la victoria de Cristo consistió en la redención de los hombres y en la restauración de la obra de Dios destruida por el pecado, María tuvo que cooperar con su Hijo en la realización de esta empresa.
Corredentora significa cooperación, consorcio o asociación de María con Cristo Redentor en la obra de la redención humana.
El demonio, conocedor de estas realidades, trata de menoscabar dicho título mariano, e incluso de desposeer a la Madre Corredentora de su gloria y a sus hijos del consuelo que les reporta.
Por lo tanto, con fervor y amor, hemos de desagraviar a la Madre ofendida, a la par que nos consolamos saboreando, con confianza y gratitud, la parte maternal de María en nuestra salvación.
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Consideremos, pues, la cooperación de María en la obra de nuestra redención realizada por Cristo en el Calvario, por cuya cooperación conquistó dignamente el título gloriosísimo de Corredentora de la humanidad. María Santísima es Corredentora:
a) por ser la Madre de Cristo Redentor; lo que lleva consigo la Maternidad Espiritual sobre todos los redimidos.
b) por su compasión dolorosísima al pie de la Cruz, íntimamente asociada al tremendo sacrificio de Cristo Redentor.
Los dos aspectos son necesarios y esenciales; y por eso la llamamos Madre Corredentora: la Corredención es una función maternal.
La muerte nos vino por una mujer, y por una Mujer nos vino la Vida. ¿Y dónde brotó la vida sino en la cumbre del Calvario y al pie de la Cruz? Por lo tanto, a Jesús, autor de la Vida, lo llamamos Redentor; y a María, por quien viene la Vida, con razón la llamamos Corredentora del linaje humano.
La Cooperación de Nuestra Señora es, pues, doble:
Una es remota, por la cual Nuestra Señora dio a Cristo, por acción no solamente física, sino plenamente voluntaria, su carne, para que pudiera pagar en ella el precio de nuestra redención.
La otra es próxima, es decir, cooperando inmediatamente, con acciones personales a dicha redención, consumada en la pasión y muerte de Cristo.
María Santísima, engendrando a Cristo para nosotros, suministró la materia de la cual había de pagarse el precio de nuestro rescate, a saber, la carne en la que Cristo pudiera padecer y morir. Por eso dijo Santo Tomás de Villanueva: “Cristo pagó el precio del rescate, pero María le dio de dónde pudiera pagarlo. Él es el Redentor, pero de María recibió lo que había de entregar para redimirnos”.
Nuestra redención procede de la Madre no menos que del Padre; de la Madre tuvo el poder merecer, y del Padre recibió la infinitud que habían de tener aquellos merecimientos.
Y advirtamos la diferencia: el Padre no dio al Hijo el ser Dios para redimirnos; María, en cambio, dio el ser hombre al Hijo del Padre precisamente para ser el Redentor de todos nosotros.
Por lo dicho, hay que sostener que la Bienaventurada Virgen María, con su libre consentimiento en la Encarnación, cooperó también libremente a la Redención, no ya implícitamente, sino explícita y formalmente.
Más aún, con su materna compasión, la Bienaventurada Virgen María cooperó próxima e inmediatamente a la redención del género humano. María Corredentora, compañera de Cristo en la Redención, participó en la pasión y muerte redentora de su Hijo, ya que con Él, paciente y moribundo, padeció y casi murió.
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En sentido etimológico, la palabra redimir significa volver a comprar una cosa que habíamos perdido, pagando el precio correspondiente.
Aplicada a la Redención del mundo, significa, propia y formalmente, la recuperación del hombre al estado de justicia y de salvación, sacándolo del estado de injusticia y de condenación en que se había sumergido por el pecado, mediante al pago del precio del rescate: la Sangre Preciosísima del Cristo Redentor ofrecida por Él al Padre.
La Redención se divide en objetiva y subjetiva.
La Redención objetiva consiste en la obra de Cristo, consumada en su Pasión y Muerte, con la que satisfizo a Dios por nosotros, nos le volvió reconciliado y propicio y nos mereció de Él todas las gracias.
La Redención subjetiva consiste en distribuir y aplicar a cada uno de los hombres los frutos de la Redención.
Jesucristo es Redentor, propiamente dicho, por la Redención objetiva.
Por la Redención subjetiva, Cristo es propiamente Abogado nuestro.
Ambos oficios, de Redentor y de Abogado, constituyen a Jesucristo en Mediador entre Dios y los hombres.
Ahora bien, conforme al concepto de Redentor debe determinarse el concepto de Corredentora, pues así como Cristo es Redentor por la Redención objetiva y Abogado por la Redención subjetiva, y por ambos oficios principalmente queda constituido Mediador, del mismo modo la Santísima Virgen María es Corredentora merced a la cooperación que prestó a la Redención objetiva, y Abogada y Dispensadora de todas las gracias por cooperar a la Redención subjetiva; y de esta doble cooperación le resulta el oficio de Mediadora, en un doble estadio, a saber, en el de la corredención en la tierra y en el de la actual intercesión en los Cielos.
Podrá tal vez alguien preguntarse: ¿por qué quiso Dios que el precio de nuestra redención estuviese como integrado por los méritos y satisfacciones de María Santísima, siendo suficientísimos por sí mismos los méritos y satisfacciones de Jesucristo?
Solamente lo quiso así Dios, no para añadir nada a los méritos y satisfacciones de Cristo, no para completarlos, sino por la armonía y la belleza de la obra redentora. Como nuestra ruina había sido obrada no por Adán solamente, sino por Adán y Eva, así nuestra redención debía ser realizada no sólo por Cristo, como nuevo Adán, sino por Cristo y María, la nueva Eva.
Con la Corredentora, algo divinamente delicado, tierno, amable, entra en la obra grandiosa de la redención del mundo.
Por medio de la Corredentora, la salvación nos llega en forma de beso materno.
Por medio de la Corredentora, la Madre hace su entrada…; la sonrisa de la Madre, el corazón de la Madre, la tierna asistencia de la Madre…
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El corazón es el símbolo y la sede del amor; ahora bien, por lo mismo, ha de serlo también del dolor.
El corazón que ama, es el que sufre; hasta el punto que la medida del amor más fiel y seguro, será siempre la intensidad de sus dolores y sufrimientos.
Entonces…, reflexionemos…, el Corazón de María Santísima había de ser un Corazón de Madre, pero de Madre Dolorosa; y por eso su Corazón aparece siempre traspasado con una cruel y penetrante espada…
Dijimos que sus dolores no eran absolutamente necesarios a la Redención, pero, conforme a los designios de Dios, eran indispensables, por cuanto pertenecen a la integridad del plan divino.
Todos los misterios de Jesús y todos los de María, ante Dios, no son más que un solo misterio. Jesús es el dolor de María siete veces repetido, siete veces aumentado.
Antes de la Pasión, como conocía perfectamente todos los grandes padecimientos que los Profetas habían anunciado sobre su Hijo para salvar a los hombres, su Corazón se encontraba siempre inundado de dolor.
Si seguimos los misterios de la vida de Jesús, veremos cómo a cada uno de ellos corresponde un nuevo dolor en el Corazón de la Virgen Madre…
Y cuando llegó la Pasión es cuando aquel Corazón fue convertido en un océano inmenso de aguas amarguísimas; fue entonces la realización de la profecía de Simeón, por la que la espada del dolor penetró en él como en ningún otro corazón humano.
En las horas amargas de la Pasión, la ofrenda de Jesús y la de María estaban como fundidas en una sola; aunque esas ofrendas sean diferentes por su dignidad y su valor, se ofrecían con disposiciones semejantes; oblación simultánea que dos Corazones sin mancha hacían al Padre por los pecados de un mundo culpable cuyos deméritos libremente habían tomado sobre sí.
¿Qué inteligencia…, qué corazón será capaz de abarcar y comprender cuánto fue aquel sufrimiento del Corazón de la Virgen?
Detengámonos en la consideración de sus causas.
La primera de las razones que más contribuyeron a atormentar el Corazón de la Virgen, fue su amor ardiente a Dios, el deseo tan grande y eficaz que tenía de procurar su gloria y de que todos los corazones de los hombres se la diesen.
Por lo mismo, y en segundo lugar, viene el horror tan espantoso que le causa todo pecado, viendo en él un enemigo de Dios y de las almas, que, además del daño que a éstas produce, trata de producírselo también a Dios, atacando todas sus perfecciones.
No llegaremos nunca a comprender bien lo que todo esto atormentaría el Corazón de la Virgen, porque es muy distinto nuestro amor al suyo; y por eso, unas veces somos nosotros mismos los que pecamos y así ofendemos a la Majestad de Dios…; otras veces vemos los pecados de los demás con cierta indiferencia, sin lanzarnos a reparar y desagraviar.
No entendemos cuál sería el dolor y el sufrimiento del Corazón de la Virgen al ver entonces y después los corazones de los hombres posponiendo la misma gloria de Dios a sus caprichos y pasiones.
¿Cuál sería el amor y el dolor de la Virgen, que conoce mejor que nadie el valor de un alma, el amor que Dios le tiene?
Semejante a esta causa, o derivándose de ella, viene la tercera: ¡para cuántas almas iba a ser inútil la Redención! ¡Qué pocas iban a santificarse con la Sangre tan generosamente derramada por el Cordero Divino!
Y aquí tenemos indicadas también las razones de la gravedad extrema, de la acerbidad de los sufrimientos del Corazón de María. Sufría como Madre de Dios y Madre de los hombres, como Corredentora del mundo… Por eso su dolor no era un dolor humano; por eso no podemos nunca llegar a entender ni a imaginar la profundidad y extensión de este dolor.
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Jesús, según el Profeta, debía ser el Varón de dolores… Pues, ¿cómo sería la Corredentora?… ¿No había de ser, necesariamente, la Madre del dolor?…
Ella no había de sufrir en su cuerpo tormentos físicos; pero, por eso mismo, todos los sufrimientos necesariamente habían de acumularse en su Corazón Doloroso.
Este Corazón, traspasado tan cruelmente por durísima espada, será siempre el modelo de las almas que sufren…; y, a la vez, el dulce consuelo y el divino bálsamo que las anime y aliente en sus dolores.
Aprendamos a mirar, en nuestros sufrimientos, a este dolorido Corazón… ¡Cuántas cosas podemos y debemos estudiar y aprender allí!…
Muchas veces veremos que hemos sido la causa de sus padecimientos… Debemos ver también la obligación que tenemos, con nuestros sufrimientos, de expiar nuestros pecados y los de los demás… María no pecó y, sin embargo, expió…
Sepamos juntar nuestras lágrimas con los tormentos de la gran Víctima y con las lágrimas de la Corredentora.
Aprendamos cómo hemos de sufrir… Y, si sabemos mirar bien a ese Corazón traspasado, esa mirada endulzará todas nuestras penas y sufrimientos, pues entonces comprenderemos lo dulcísimo que es el sufrir por Dios en compañía y a imitación del Corazón Doloroso de la Santísima Virgen.
Pidámosle, muy seria y fervorosamente, no que nos quite el sufrimiento, sino que nos enseñe a ennoblecer, a divinizar nuestras penas, comunicándonos los méritos de las suyas.

