P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE SAN LUIS

SAN LUIS
Rey de Francia
Patrono de San Luis

Hoy es la Fiesta del Santo Patrono: San Luis, Rey de Francia.

Ahora bien, la verdadera Fe, enseñada por la Iglesia Católica, fue lo que constituyó la grandeza de San Luis Rey.

San Luis comprendió que una misma ley une con Dios tanto al súbdito como al príncipe, porque tienen el mismo nacimiento y el mismo destino.

La autoridad que se da a algunos, sólo sirve para aumentar su responsabilidad; porque, viniendo toda autoridad de Dios, tienen obligación de ejercerla como la ejerce Dios mismo, es decir, para el bien de sus súbditos, de modo que les faciliten cumplir con su fin, que es glorificar a Dios.

De este modo quiso obrar siempre el noble rey que Dios concedió a Francia y a la Iglesia.

Dios fue el blanco de su vida, la Fe su guía: aquí se halla el secreto de su política y el de su santidad.

Como cristiano, servidor de Cristo; como príncipe, su lugarteniente; entre las aspiraciones del cristiano y las del príncipe quedó indivisible su alma; esta unidad hizo su fuerza, como ahora es su gloria.

La Providencia ha querido que no se registrase con precisión el lugar de su nacimiento; pero la pila bautismal, en la que nació a la vida de la gracia, es su verdadera Patria. En efecto, esta segunda vida iba a ser su propia vida verdadera.

Poco importa dónde nació el hombre, ya que sabemos dónde nació el cristiano. El título de hijo de Dios, heredero del Reino de los Cielos, siempre fue tan caro a su corazón, que incluso después que la corona ciñera su frente, se decía a sí mismo Luis de Poissy, en lugar de Luis de Francia.

La unción sagrada consagró al adolescente Rey, lugarteniente de Jesucristo en el Reino de Francia. Él no va a olvidar, ni por un momento, que su papel era sólo el de la segunda majestad, y que todos sus cuidados debían aspirar a ampliar en medio de su pueblo el Reinado de la Soberana Majestad.

Dos libros presidieron la formación real de Luis, el Evangelio y el Salterio.

A lo largo de toda su vida, continuó aprendiendo en esta doble escuela. Louis tomó en serio, aceptó sin reservas el Evangelio de Jesucristo todo entero, seguro de que la Verdad venida del Cielo y enseñada por la boca del Hijo de Dios debía ser la regla tanto para el hombre público como también para el hombre privado; y que la sabiduría humana, incluso la misma política, no podía encontrarse mejor que en el libro de la Sabiduría divina, a la que aquella nunca debía oponerse.

Después de Jesucristo, tuvo por tutor y maestro al Santo Rey David; no sólo como profesor, sino como un amigo, un compañero inseparable; encontró en él su ángel consejero y su protector.

Vemos a dos hombres, David y Luis, el Santo Rey de Israel y el Santo Rey de Francia, separados por más de veinte siglos de diferencia, reunidos por el mismo sentido de la fe, de la justicia, y también por las mismas grandezas y desgracias reales.

Un día se oirá al Rey Luis, cautivo y casi moribundo, bendecir al Cielo porque, entre muchos otros objetos preciosos que se perdieron, sólo su Breviario había sido salvado. Y es que ningún libro contiene tanta filosofía, tanto conocimiento del corazón humano, tanta verdadera política como el libro de los Salmos; maravilloso libro del cual se nos hace un nuevo comentario cada mañana; libro tan rico y tan lleno de significado para todo hombre que sufre y que piensa… ¡Cuánto más para aquellos que, como David y Luis, pensaron sobre el trono y sufrieron coronados!

Por lo tanto, para valorar el reinado y la administración de San Luis, hay que consultar estas dos fuentes: las bienaventuranzas del Evangelio y las enseñanzas del salmista real.

No hay que extrañarse, pues, que este Reino haya sido el Reino de Dios…

Sí, el reinado de San Luis ha sido el Reino de Dios por la religión, por la Fe, tanto en la paz como en la guerra.

Aquí el modelo que tenemos que poner ante nuestros ojos hace defecto por un lado…, y es su perfección excesiva, inasequible…, y desesperante para el siglo degenerado en el que vivimos…

Sí, Luis era un cristiano, un santo; sí, su virtud de religión llegó a la piedad más ardiente, a la más tierna devoción.

Él no creía que la dignidad de un rey le permitiese mantenerse de pie frente al altar. Luis era el más humilde de los siervos de Dios de su época.

Su inteligencia era lo suficientemente elevada como para que ninguna práctica que se refiere a Dios o a Jesucristo le pareciese pequeña. Así le vemos descender de su caballo y arrodillarse al paso del Santísimo Sacramento llevado a un enfermo.

Pero los deberes privados no le hacen olvidar sus tareas más urgentes. Él quiere que el Nombre de Dios sea respetado en sus dominios. La impiedad es castigada como un delito de lesa majestad, la blasfemia le horroriza, sabe hacer ver que él es el ministro de Dios para el bien, y que no es en vano que lleva la espada.

Tales sentimientos admirables tienen una poderosa influencia en la nación. Bajo un rey tan religioso, toda Francia venera el Rey del Cielo.

Se diría que ya no es Luis quien reina, sino que es Jesucristo quien gobierna por medio de Luis… Pero no; porque Jesucristo reina por medio de Luis, Luis también reina con Jesucristo.

Hemos contemplado rápidamente el reinado de San Luis convertirse en el Reino de Dios en la paz; tenemos que mostrar que también lo ha sido en la guerra.

Aunque la sangre de los guerreros más intrépidos fluía por sus venas, Luis siempre tuvo horror por la guerra en los países cristianos. Pero la Fe llevó al monarca cristiano al campo de batalla.

¡Ay de los pueblos bárbaros que insultarán el estandarte a la sombra del cual las naciones cristianas alistan sus filas! Debido a que sirven a Dios en espíritu y en verdad, están, no obstante, armadas con la espada, y sabrán defender lo que toda nación ha defendido siempre, sabrán luchar por sus altares y por sus hogares, para vengar su Fe y guardar su independencia.

Esas guerras famosas, las Cruzadas, ocupan un lugar importante en la historia de San Luis; esas guerras, a las que la Cruz de Jesucristo inmortalizó al darles su nombre, tienen su propia y verdadera perspectiva, es decir, surgen como la resistencia enérgica de un pueblo que vive la vida del espíritu, contra las usurpaciones de un pueblo que amenaza con esclavizarlo a la ley de la carne.

El sensualismo otomano se mostraba agresor bajo la bandera de la media luna, la espiritualidad cristiana se defiende bajo el estandarte de la Cruz.

Cuando hoy nos piden condenar las Cruzadas, cuando nos quieren hacer avergonzar de las Cruzadas, recordemos, con santo orgullo, que ellas son la obra del Papado y de los Concilios, desde Urbano II y su incomparable discurso ante el Concilio de Clermont, hasta San Pío V y su ardiente oración, seguida de una revelación celestial…

Sí, las Cruzadas son la obra que han aplaudido y alentado los Santos, desde San Bernardo, encendiendo el entusiasmo de Luis el Joven y de todos los Obispos y Caballeros reunidos en la catedral de Chartres, hasta San Francisco de Sales, predicando en Notre Dame de París el elogio fúnebre de Emmanuel de Mercœur, el último de los cruzados franceses.

Es más, las Cruzadas son la obra de Dios; Dios mismo decidiendo la cuestión por medio de milagros. Dios lo quiere, gritó al unísono la voz de los pueblos en respuesta a la voz del Sumo Pontífice.

Entonces, si las Cruzadas, esa obra que han aplaudido y alentado los Santos, esa obra del Papado y de los Concilios, esa obra de Dios, tuvieron por objeto y por resultado el mantenimiento y la extensión del Reino de Dios, queda demostrado que el Reino de Luis fue el Reino de Dios incluso en la guerra, puesto que San Luis fue el más ilustre de sus instrumentos y el principal impulsor de estas grandes empresas cristianas.

San Luis es el verdadero arquetipo del cruzado, el modelo acabado del caballero cristiano, el capitán de las valientes falanges del Evangelio y de la Cristiandad.

San Luis es grande cuando combate, y él lucha por su Fe, por su Redentor, por su Dios.

San Luis es grande en la acción, es grandísimo en la victoria y es supremo en la adversidad.

La escena del Gólgota no es para el sentido humano sino un caos inexplicable, un revoltijo de oscuridad. Sin embargo, es de en medio de esta confusión y de esta derrota aparente que surgió la salvación del mundo.

A la vista del cautiverio de Luis, nuestra razón vacila; pero, su cautiverio es un heroísmo continuo. Luis, entre cadenas, tiene el alma más grande e incluso más sublime que en el trono. El valor del más intrépido de los mártires no superó su valor.

Cada una de sus palabras exige ser escrita en caracteres dorados. El vencido subyuga, por el ascendiente de su virtud, la admiración del vencedor.

Y la razón radica en que no se comprenden las guerras emprendidas bajo el estandarte de la Cruz, sino por su conformidad con la gran obra del Crucificado.

El distintivo de los cruzados era un compromiso con la ignominia y con el dolor; con la ignominia del desprecio humano y con el dolor de la inmolación.

Detengamos los ojos sobre un cuadro conmovedor: Luis yace sobre las cenizas. Allí impartió su última enseñanza y sus postreros consejos a su hijo.

Admirable testamento, cuyas palabras parecen pertenecer al Evangelio, y que se convertirá en el manual de todos los reyes cristianos.

La religión, la política, la libertad, todo está incluido; Dios, su familia, su pueblo, todo lo que era el objeto de su amor, todo lo que aprendió de labios de su santa madre y todo lo que fue grabado sobre el anillo de Margarita, su esposa, se descubre en sus sublimes frases.

Entonces, una última palabra balbucean sus labios desfallecientes: ¡Jerusalén, Jerusalén! Durante toda su vida nada le fue más familiar que Jerusalén.

Dos veces se encaminó hacia la Ciudad Santa; toda su ambición era llegar allí; sus pies están todavía en el camino que debía conducirlo: Stantes erant pedes nostri en atriis tuis, Jerusalem

Pero hay otra Jerusalén…, de la cual la Ciudad Santa no es más que el vestíbulo… Luis se despierta a media noche, abre los ojos y los fija en el cielo, cruza los brazos sobre el pecho, y luego recae sobre las cenizas, diciendo: Señor, entraré en tu casa, voy a amarte en tu santo templo. Jerusalén, Jerusalén, hacia la cual suben las santas tribus que nos precedieron… Vamos a ir a Jerusalén…

El alma del peregrino real atraviesa los espacios, Luis llegó al fin de la peregrinación: está en Jerusalén…

Aquí quedamos nosotros para continuar su combate por el Reino de Dios, sea en la paz, sea en la guerra…

¿Que ya no estamos en la época de las Cruzadas? ¡Ciertamente! Ya no estamos en los días de la lucha del espíritu contra la materia… Ya no estamos armados de la Cruz para combatir contra la materia…

El espíritu ha acordado una tregua deshonrosa; ignominiosamente ha capitulado en favor de su oponente…

Inmersos como estamos en el fango del egoísmo, de la codicia, y de la traición…; esclavizados por los intereses y enterrados en la materia…, ya no estamos en los días de las Cruzadas…

Y esto constituye, precisamente, el acto de condena de nuestro tiempo…

El combate por la Fe, fundado en la Esperanza, se ha transformado en una lucha por las esperanzas, fundada en una ilusión…

Y por eso es necesario volver al espíritu de las Cruzadas…

Los bárbaros y los turcos ya no están a las puertas…, comandados por los enemigos de siempre de la Iglesia y de la Cristiandad… Esto también es cierto… No están a las puertas, porque ya irrumpieron en la ciudad, se encuentran entre nosotros…, e incluso usurpando las cátedras episcopales, sin excluir la de Roma…

Admito que ya no estamos en los días de las Cruzadas; porque la iniquidad se extiende por todas partes, y el escándalo de la mala fe y la deslealtad está en su apogeo…, la esclavitud reina en la sociedad…, esclavitud más de las almas que de los cuerpos…, vivimos en un estado servil…

La Cruzada a la cual somos convocados hoy es, pues, la de la inhóspita trinchera…

Esta es nuestra situación actual… Y la Cruzada que nos llama es la cruzada del heroísmo cristiano, la de la Fe de nuestros padres, la de la religión de San Luis.

Tenemos sólo un signo que nos convoca, el estandarte de nuestros antepasados, la Cruz de Jesucristo.

Que todo verdadero católico marche conforme a este signo venerado…, que la Cruz de Jesucristo esté viva en su corazón y en sus obras…

Este es el camino de la gloria, y será también el camino al Cielo.

No hemos perdido nuestro Santo Rey. Él reina sobre nosotros desde el Cielo por su oración, llena de amor; pero también reina en la tierra por el recuerdo de sus virtudes.

Ejemplo siempre práctico, siempre modelo seguro, San Luis es el Rey de todos los países y de todos los siglos, porque no era rey según los principios variables de una época y de las circunstancias, sino conforme a los principios eternos del Evangelio, para siempre vivos.

En Cristo, y sólo en Él, está la salvación. En Él se encuentra la plenitud de todos los bienes sobrenaturales que Dios ha determinado dar a toda la humanidad en general y a cada uno de los hombres en particular.

Tal ha sido y es el plan salvador de Dios: nos lo ha dado y nos lo da todo en su Hijo Jesucristo.

Quiere unirse con nosotros y quiere que nosotros nos unamos con Él, sólo en Cristo y por medio de Cristo.

Nadie puede ir al Padre a no ser por medio de mí, dice Nuestro Señor. Él es el único camino que conduce al Padre.

Nadie puede colocar otro fundamento que el que ha puesto Dios, es decir, Jesucristo. Sobre este fundamento tenemos que construir todos. Dios Padre ha depositado, pues, la plenitud de su vida divina en la sacratísima humanidad de Jesucristo. Por medio de esta Santa Humanidad la derrama sobre la Iglesia y sobre cada alma en particular.

Por lo tanto, nuestra participación de la vida divina y de la santidad cristiana será tanto mayor cuanto más íntima sea nuestra incorporación con Cristo, cuanto más viva Cristo en nosotros.

Dios no quiere más que esta clase de santidad. Por consiguiente, o nos santificamos en Cristo y por Cristo, a ejemplo de San Luis; o, de lo contrario, no conseguiremos nada.

Cristo es, pues, el centro, la meta, la fuente, el resumen y el perfecto cumplimiento de todas las promesas de Dios. Sólo en Él residen la salvación, toda salud, toda gracia, toda redención y toda esperanza.

Vivamos de esta Fe y en esta Fe, como lo hizo San Luis; y con él triunfaremos y reinaremos por la eternidad.