LAS GRANDEZAS INCOMPARABLES DE MARÍA – SAN BERNARDO – CAPITULO SÉPTIMO Y FINAL: MARÍA CORONADA DE ESTRELLAS

LAS GRANDEZAS INCOMPARABLES DE MARÍA

SAN BERNARDO

Abad de Claraval – Doctor de la Iglesia

SAN BERNARDOCAPITULO SÉPTIMO Y FINAL

MARÍA CORONADA DE ESTRELLAS

Y un gran prodigio apareció en el Cielo; una mujer vestida del sol, y con la luna debajo sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas (Apocalipsis, XII, 1).

Grandísimo fue el daño que nos causaron aquel varón y aquella mujer primitivos, pero, gracias a Dios, también igualmente por un varón y por una mujer se restaura todo, y no sin grande aumento de gracias. No fue el don como había sido el delito, sino que la grandeza del beneficio excede extraordinariamente al daño causado.

Así el prudentísimo y clementísimo Artífice no quebrantó el vaso que estaba hendido, sino que lo rehizo tan sabia y perfectamente, que del viejo Adán formó el nuevo y transfundió a Eva en María.

A decir verdad podía bastar Cristo, pues aun ahora toda nuestra suficiencia procede de Él, pero no era conveniente para nosotros que estuviese el hombre solo. Mucho más ventajoso nos era que concurriese a nuestra reparación uno y otro sexo, puesto que ambos labraron nuestra perdición.

Fiel y poderoso Mediador entre Dios y los hombres es Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, pero la majestad divina que brilla en su Persona, nos impone gran respeto. Parece que en Él queda la humanidad absorbida por la Deidad, no porque se haya mudado la substancia humana, sino porque sus sentimientos y afectos están divinizados. No se canta de Él sólo la misericordia, sino que también se canta igualmente la justicia, porque, aunque aprendió por lo que padeció la compasión y vino a ser misericordioso, sin embargo tiene la potestad de juez al mismo tiempo. En fin, nuestro Dios es un fuego que consume. No es extraño, pues, que tema el pecador llegarse a Él, no sea que al modo que se derrite la cera en la presencia del fuego, así perezca él en la presencia de Dios.

Así ya no parecerá ociosa en este asunto, la presencia de la Mujer bendita entre todas las mujeres, puesto que se ve claramente el papel que desempeña en la obra de nuestra reconciliación. Necesitando como necesitamos un mediador cerca de este Mediador, nadie puede desempeñar tan provechosamente este oficio como María.

¡Mediadora demasiado cruel fue Eva, por quien la serpiente antigua infundió en el varón mismo, el pestífero veneno! ¡Pero fiel es María para propinar el antídoto de la salud a los varones y a las mujeres! Aquella fue instrumento de la seducción, ésta de la propiciación; aquélla sugirió la prevaricación, ésta introdujo la redención.

¿Qué teme llegar a María la fragilidad humana? Nada en Ella hay de austero, nada de terrible, todo es suave, ofreciendo a todos leche y lana. Revuelve con cuidado toda la explicación de la historia evangélica y, si acaso se encontrare en María algo de dureza o de reprensión desabrida o la señal de alguna indignación aunque leve, tenla en adelante por sospechosa y teme de llegarte a Ella. Pero, si más bien encontrares las cosas que le pertenecen llenas de piedad y de misericordia, llenas de mansedumbre y de gracia, da entonces las gracias a aquel Señor que con tan benignísima misericordia proveyó para ti de tal Mediadora, que nada puede haber en Ella que infunda temor.

Se hizo toda para todos, y se hizo deudora a los sabios y a los ignorantes con copiosísima caridad. A todos abre el seno de la misericordia, para que todos reciban de su plenitud: redención el cautivo, curación el enfermo, consuelo el afligido, el pecador perdón, el justo gracia, el Ángel alegría, la Trinidad gloria, y la misma Persona del Hijo la sustancia de la carne humana, a fin de que no haya nadie que se esconda de este calor soberano.

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¿No os parece, pues, que María debe de ser aquella mujer vestida del sol de que habla San Juan en la profecía? Porque, aunque del contexto de la visión, se deduce que se alude en ella al estado presente de la Iglesia, con todo puede atribuirse también, sin inconveniente alguno, a María Nuestra señora. Sin duda Ella es la que se vistió como de otro sol. Porque así como aquél nace indiferentemente sobre los buenos y los malos, así también la Madre de Dios no examina los méritos antecedentes, sino que se presenta exorable para todos, para todos clementísima, y se apiada de las necesidades de todos con amplísimo afecto.

Todo defecto está debajo de Ella y supera todo lo que hay en nosotros de fragilidad y corrupción, con una sublimidad excelentísima, que excede superabundantemente a todas las demás criaturas, por eso con razón se dice, que la luna está debajo de sus pies.

De lo contrario no parecería decir muy gran cosa al afirmar que la luna está debajo de sus pies, puesto que no es lícito dudar que fue ensalzada sobre todos los coros de los Ángeles y aun sobre los Querubines y Serafines.

La luna suele ser considerada como símbolo no sólo de la corrupción sino también de la necedad, y se simboliza también en ella algunas veces la misma Iglesia en su estado presente. Es símbolo de la necedad, por sus incesantes mutaciones; y de la Iglesia tal vez por carecer de luz propia, puesto que la recibe prestada.

Ahora bien, si es lícito expresarme así, digo que considerada la luna bajo ese doble aspecto, está debajo de los pies de María, aunque de diferente modo, ya que el necio se muda como la luna, y el sabio permanece en la sabiduría como el sol (Eclesiástico, XXVlI, 12). En el sol el calor y el esplendor son estables, mientras que en la luna, se encuentra solamente el esplendor y aun éste es mudable e incierto, ya que nunca permanece en el mismo estado.

Con razón, pues, se nos representa a María vestida del Sol, por cuanto penetró el abismo profundísimo de la divina sabiduría más allá de lo que se puede creer, de manera que en cuanto lo permite la condición de simple criatura, sin llegar a la unión personal, parece estar sumergida totalmente en aquella inaccesible luz, en aquel fuego que purificó los labios del Profeta Isaías y en el cual se abrasan los Serafines. Así que mereció María no sólo el ser rozada ligeramente por el Sol divino, sino más bien cubierta de él por todas partes. Hallándose como envuelta y compenetrada por sus ardentísimos resplandores.

Y candidísimo es también y abrasadísimo el ropaje de esta mujer bendita, en quien todas las cosas se hallan tan excelentemente iluminadas, que no es posible ni siquiera sospechar haya en Ella nada, no ya tenebroso, pero ni obscuro en lo más mínimo o menos resplandeciente, ni tampoco cosa alguna que no sea ferviente ni abrasadora.

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La necedad la tiene esta Señora tan debajo de sus pies, que en manera alguna podrá jamás ser contada en el número de las mujeres necias, ni tampoco ser confundida con las vírgenes fatuas. Muy al revés, aquel único necio y príncipe de toda necedad y locura, de quien puede afirmarse con toda verdad que se mudó como la luna, perdiendo todo su brillo y hermosura, ahora se ve pisado y aplastado bajo los pies de María, sufriendo la más ignominiosa esclavitud, puesto que la Virgen es aquella Mujer, prometida en otro tiempo por Dios, para quebrantar la cabeza de la antigua serpiente con el pie de su virtud, y cuyo calcañal intenta morder insidiosamente con todos los ardides de su astucia, aunque jamás lo conseguirá.

Ella sola quebrantó también toda la herética perversidad. Uno dogmatizaba que la Virgen no había concebido a Cristo de la sustancia de su carne; otro silbaba que no había alumbrado al Niño Jesús sino que sólo le había hallado al acaso; otro blasfemaba que, a lo menos después de haberle dado a luz, había sido conocida de varón; otro, no pudiendo sufrir que la llamasen Madre de Dios, con osada impiedad, le negaba el excelso nombre de Teótocos que significa la que alumbró a Dios.

Y todas esas venenosas serpientes fueron aplastadas por Ella, todos esos suplantadores fueron conculcados; todos esos pérfidos engañadores, confundidos; y mientras tanto, la proclaman a porfía bienaventurada todas las generaciones.

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Mas, si como algunos prefieren, debe más bien entenderse la Iglesia en el nombre de luna, por cuanto no resplandece con luz propia, sino por la de aquel Señor que dice: Sin mí nada podéis hacer (Juan, XV, 5), tendremos entonces evidentemente expresada aquí aquélla Mediadora de quien poco ha os hablaba y he de hablaros todavía más después.

Apareció, pues, una mujer vestida del sol y la luna debajo de sus pies (Apocalipsis, XII, 1). Abracemos las plantas de María y postrémonos con devotísimas súplicas a aquellos pies bienaventurados. Retengámosla y no la dejemos partir hasta que nos bendiga porque es poderosa.

Ciertamente el vellocino colocado entre el rocío y la era, y la mujer entre el sol y la luna, nos muestran a María colocada entre Cristo y la Iglesia. Pero acaso no os admire tanto el vellocino saturado de rocío, como la mujer vestida del sol, ya que, si bien es grande la conexión entre la mujer y el sol con que está vestida, todavía resulta más sorprendente la adherencia que hay entre los dos. Porque decidme ¿cómo en medio de aquel ardor tan vehemente pudo subsistir una naturaleza tan frágil? ¡Ah! Justamente te admiras, Moisés santo, y deseas ver más de cerca esa estupenda maravilla, pero para conseguirlo debes quitarte el calzado y despojarte enteramente de toda clase de pensamientos carnales. Iré a ver, dice, esta gran maravilla (Éxodo, III, 3).

Sí, gran maravilla ciertamente, una zarza ardiendo sin quemarse; gran portento, una mujer que queda ilesa, estando cubierta con el sol. No es de la naturaleza de la zarza, el que esté cubierta por todas partes de llamas y permanezca con todo sin quemarse: no es propio de una mujer el que soporte un sol que la cubra.

Supera ésta toda virtud humana y también angélica: es necesaria otra virtud más sublime. El Espíritu Santo, le dice el Ángel a María, descenderá sobre ti (Lucas, I, 35).

Y como si Ella respondiese: Dios es espíritu y nuestro Dios es un fuego que consume, añade el Ángel: La virtud del Altísimo te hará sombra. No es maravilla, pues, que debajo de tal sombra pueda sostenerse una mujer vestida con manto solar.

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Una mujer vestida de sol, dice San Juan: es decir, cubierta de luz como de un vestido. El hombre carnal no comprende este misterio, es incapaz de saborear las cosas espirituales, que le parecen necedades. Pero no juzgaba así el Apóstol, cuando decía: Vestíos de nuestro Señor Jesucristo (Romanos, XIII, 14).

¡Oh, Señora! ¡Cuán familiar de Dios habéis llegado a ser! ¡Cuán allegada, mejor dicho, cuán íntima suya merecisteis ser hecha! ¡Cuánta gracia hallasteis a sus ojos! En vos está y vos en Él: a Él le vestís y sois vestida por Él. Le vestís con la substancia de vuestra carne y Él os viste con la gloria de su majestad. Vestís al sol con una nube, y sois vestida vos misma de un sol. Porque, como dice Jeremías, un nuevo prodigio ha obrado el Señor sobre la tierra y es que una mujer virgen encierre dentro de sí al hombre Dios, que no es otro que Cristo, de quien se dice: He aquí un varón cuyo nombre es Oriente (Zacarías, VI, 12). Y otro prodigio semejante ha obrado Dios en el cielo, y es, que apareciese allí una mujer vestida del sol: Ella le coronó y mereció ser coronada por Él.

Salid, hijas de Sión y ved al Rey Salomón con la diadema con que le coronó su Madre, contemplad a la dulce Reina del Cielo adornada con la diadema con que la coronó su Hijo.

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Y en su cabeza, dice San Juan, tenía una corona de doce estrellas. Sí, digna es ciertamente de ser coronada con estrellas Aquella cuya cabeza resplandece mucho más fulgurante que los mismos astros, a los cuales más bien adorna que es por ellos adornada.

¿Qué extraño es que coronen los astros a Aquella que es vestida del sol? Como en los días de primavera, se dice en el Eclesiástico, la rodeaban las flores de los rosales y las azucenas de los valles. Y sin duda, la mano izquierda del esposo está puesta debajo de su cabeza, y con su diestra la abraza.

¿Quién será capaz de apreciar estas piedras preciosas? ¿Quién dará nombre a estas estrellas, con que está fabricada la diadema real de María? No hay inteligencia humana que pueda darnos idea exacta de lo que es esta corona y explicarnos su composición.

Pero yo según la medida de mi cortedad y absteniéndome de pretender escudriñar los secretos de Dios, trataré de daros a entender como en estas doce estrellas vienen representadas otras tantas prerrogativas y gracias singulares con que María está adornada.

Pues podemos considerar en María, las prerrogativas que proceden del Cielo, las que adornan su cuerpo y las que realzan su corazón.

Y si multiplicamos este ternario por el número cuatro, tendremos las doce estrellas con que brilla la diadema de Nuestra Reina.

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Yo creo que brilla un singular resplandor, primero en la generación de María, segundo en la salutación del Ángel, tercero en la venida del Espíritu Santo sobre Ella, cuarto en la inenarrable concepción del Hijo de Dios.

De ahí proceden otros cuatro astros refulgentes que irradian sobre Ella honor soberano y son: el haber sido las primicias de la virginidad, el haber sido fecunda sin corrupción, el haber estado en cinta sin fatiga alguna, y el haber dado a luz sin dolor.

Y finalmente brilla con especial resplandor en María la mansedumbre pudibunda, la devoción humilde, la magnanimidad de la fe y el martirio del corazón.

Dejo a vuestra perspicacia el cuidado de considerar atentamente cada una de estas brillantes estrellas: por lo que a mí toca, me contentaré con llamar brevemente vuestra consideración sobre cada una de ellas.

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Y en primer lugar ¿qué es lo que más brilla y resplandece en la generación de María? Sin duda el ser nacida de Reyes, el ser de la sangre de Abraham, el ser de la generosa prosapia de David.

Si esto os parece poco, añadid que a causa de la santidad privilegiada y única a que estaba destinada, fue concebida, por efecto de una disposición especialísima de la divina providencia, pues, prometida por Dios a los Patriarcas mucho antes de que apareciese sobre la tierra, fue prefigurada, con misteriosos prodigios y prenunciada con oráculos proféticos. Porque a esta Virgen excelsa señalaba anticipadamente la vara de Aarón, cuando floreció sin raíz. A ésta el vellocino de Gedeón, cuando en medio de la era seca se impregnó de rocío, a ésta la puerta oriental contemplada en visión por Ezequiel, la cual para ninguno estuvo patente jamás.

Esta es, finalmente, la que Isaías más claramente que todos, ora prometía bajo la imagen de un vástago que había de brotar de la raíz de Jesé, ora más manifiestamente como una Virgen que había de dar a luz.

El Señor, dice este profeta, os dará un prodigio. Sabed que concebirá una Virgen. ¡Grande prodigio es éste indudablemente! ¿Qué ojos no quedan ofuscados al reverberar en ellos con vehemencia el brillo resplandeciente de esta prerrogativa?

Y viene después el haber sido saludada por el Ángel tan reverente y obsequiosamente, que podía parecer que la miraba ya ensalzada en el solio real sobre todos los órdenes de los escuadrones celestiales y que casi iba a adorar a una mujer, el que solía hasta entonces ser adorado gustosamente por los hombres, por lo cual se nos aumenta el excelentísimo mérito de nuestra Virgen y la gracia singular con que estaba adornada.

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Otra joya veo resplandecer en la corona de la Virgen y es la manera inaudita con que concibió a su divino Hijo; que fue por obra y gracia del Espíritu Santo, que descendió sobre Ella para que su concepción fuera totalmente santa.

El haber engendrado al verdadero Dios, al verdadero Hijo de Dios, de suerte que el hijo que nació de María, fuese Hijo de Dios e hijo del hombre, verdadero Dios y verdadero hombre, constituye un foco de luz tan refulgente que, a mi parecer, los mismos Ángeles quedaron ofuscados a la vehemencia de su resplandor.

Además, ilustra evidentemente la virginidad de su cuerpo el propósito firmísimo que tuvo de permanecer Virgen, y sobre todo la novedad de este propósito: pues elevándose con santa libertad de espíritu sobre los decretos de la ley de Moisés, ofreció con voto a Dios la inmaculada santidad de su cuerpo y de su espíritu juntamente. Y prueba la inviolable firmeza de su resolución, el haber respondido tan resueltamente al Ángel que le prometía un hijo: ¿Cómo podrá ser esto sino conozco ni conoceré jamás varón alguno?

Acaso por eso, precisamente, se turbó al oír las palabras del Ángel y pensaba qué salutación sería aquella, en la cual la llamaban bendita entre todas las mujeres, siendo así que Ella sólo deseaba ser bendita entre las vírgenes.

Revolvía en su mente qué salutación sería aquella por parecerle algo sospechosa. Pero luego que oyó la promesa de un hijo, creyendo ver en esto un peligro manifiesto para su virginidad ya no pudo contenerse más y exclamó: ¿Cómo podrá ser esto, si no conozco ni conoceré jamás varón alguno?

Por eso, con razón, mereció aquella bendición y no perdió ésta: para que así sea mucho más gloriosa su virginidad realzada por su fecundidad, y su fecundidad ennoblecida por su virginidad; de manera que parecen ilustrarse mutuamente estos dos astros con sus rayos; porque si es cosa excelsa su virginidad, lo es todavía mucho más su virginal Maternidad; el que permanezca Virgen purísima, a pesar de ser Madre.

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Fue también privilegio exclusivo de María el verse totalmente libre de las molestias que suelen seguirse a la concepción natural, pues ella y solo ella concibió de un modo enteramente sobrenatural. Por esto no es de admirar que después que hubo concebido por obra del Espíritu Santo, sin molestia alguna, pudiera hacer el viaje a casa de su prima Isabel, atravesando para ello las montañas de Judea. Y subió también más tarde a Belén llevando en sí misma aquel preciosísimo depósito, aquel dulce peso, llevando a Quién la llevaba.

Y en lo que toca a su divino alumbramiento, ¡de cuánto esplendor es el haber dado a luz con un tan nuevo gozo, viéndose sola entre todas las mujeres, exenta de la común maldición y del dolor y molestias que éste lleva consigo!

Si el precio de las cosas ha de juzgarse por lo raro de las mismas, ¿qué cosa más rara podrá escogerse que aquella que es única en el mundo, puesto que en esta parte María no ha tenido ni tendrá jamás par ni semejante, en toda la dilatación de los siglos?

Así que si atentamente consideramos este conjunto de maravillas, no podrán menos de causarnos profunda admiración y no sólo admiración, sino también veneración, devoción y consolación.

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Porque claro está que no nos es dado imitarla, en que antes del nacimiento fuéramos prometidos prodigiosamente de tantos y tan varios modos, tampoco en el ser honrados por el Arcángel Gabriel con los obsequios de su nueva salutación, y mucho menos en los otros dos privilegios, totalmente propios y exclusivos de la Virgen Madre, que es la única de quien se dice: lo que en ella, se ha engendrado es obra del Espíritu Santo (Mateo, I, 20), y sola Ella es, a quien se dice: el fruto Santo que nacerá de ti, se llamará Hijo de Dios (Lucas, I, 25). Podrán ser ofrecidas al Rey de la gloria muchas vírgenes, pero todas después de Ella, porque Ella sola reserva para sí la primacía; más aún, Ella es la única que pudo concebir sin detrimento de su virginidad, y la que soportó sin molestia y dolor alguno los efectos de su concepción y alumbramiento.

Nada de esto se nos pide que imitemos, por cuanto excede a nuestra posibilidad: sin embargo el no poder alcanzar estos dones tan singulares que le son exclusivos, no excusará nuestra negligencia en imitar su mansedumbre pudorosa y recatada, su humildad de corazón, su inquebrantable fidelidad y su ánimo compasivo.

Cual agraciada piedra preciosa es en una diadema, cual estrella resplandeciente es en la cabeza, esto es el rubor en el semblante del hombre modesto y recatado. ¿Piensa, acaso, alguno que careció de esta gracia la que fue llena de toda ella? Modestísima fue María, como nos consta por el Santo Evangelio. ¿En dónde se encontrará que fuese alguna vez locuaz; en dónde se verá que fuese presuntuosa? Solicitando un día hablar a su divino Hijo, quedóse a la puerta de la casa, y a pesar de la autoridad que tenía de madre, no quiso interrumpir su razonamiento, ni penetrar en la habitación en que el Hijo estaba platicando.

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En todo el contexto de los cuatro Evangelios, no se oye hablar a María más que cuatro veces. La primera con el Ángel, pero cuando ya una y dos veces la había hablado él; la segunda con Isabel, cuando la voz de su salutación hizo saltar a Juan de gozo y tomando ocasión de las alabanzas que su prima le dirigía, se apresuró a magnificar al Señor; la tercera con su Hijo siendo éste ya de doce años, manifestándole como Ella y su padre llenos de dolor le habían buscado; la cuarta en las bodas de Cana, primero con Jesús y después con los que servían a la mesa.

Y en esta ocasión fue cuando brilló de una manera más especial su ingénita mansedumbre y modestia virginal, puesto que, tomando como propio el apuro en que iban a verse los esposos, no le sufrió el corazón permanecer silenciosa, manifestando a su Hijo la falta de vino; y al ver que Jesús al parecer no atendía a su súplica, como mansa y humilde de corazón, no le respondió palabra, sino que se limitó a recomendar a los ministros que hiciesen lo que Él les dijese, esperando en que no saldría fallida su confianza.

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Después de haber nacido Jesús en la cueva de Belén, leemos que vinieron los pastores y encontraron, la primera de todos, a María. Hallaron, dice el Evangelista, a María y a José, y al Infante puesto en el pesebre.

También los Magos no sin María su Madre encontraron el Niño; y cuando Ella introdujo en el templo del Señor al Señor del Templo, ciertamente muchas cosas oyó a Simeón, así relativas a Jesús como relativas a sí misma, pero entonces como siempre, mostróse tarda en hablar y solicita en escuchar.

María, dice San Lucas, conservaba todas estas palabras, ponderándolas en su corazón (Lucas, II, 19). Y nunca profieren sus labios ni una sola palabra acerca del sublime Misterio de la Encarnación del Señor.

¡Ay de nosotros, que parece tenemos el espíritu en las narices! ¡Ay de nosotros, que echamos a fuera todo nuestro espíritu y que, según aquello del Terencio, llenos de hendiduras nos derramamos por todas partes!

¡Cuántas veces oyó María a su Hijo no sólo hablando en parábolas a las turbas, sino descubriendo aparte a sus discípulos el misterio del Reino de Dios! Le vio haciendo prodigios, le vio pendiente de la cruz, le vio expirando, le vio cuando resucitó, le vio, en fin, ascendiendo a los Cielos, y en todas estas circunstancias ¿cuántas veces se menciona haber sido oída la voz de esta pudorosísima Virgen, cuántas el arrullo de esta castísima y mansísima Tórtola?

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Leemos en los Actos de los Apóstoles que los Discípulos, volviendo del Monte Olivete, se retiraron al Cenáculo, y allí perseveraban unánimemente en la oración. Hallándose presente allí María, parece obvio que debía ser nombrada la primera, puesto que era superior a todos, así por la prerrogativa de su divina Maternidad, como por el privilegio de su santidad. Pues bien; oigamos cómo se expresa el historiador sagrado: Estaban allí congregados Pedro y Andrés, Santiago y Juan… etc., todos los cuales perseveraban, juntos en oración con las mujeres y con María la Madre de Jesús (Actos de los Apóstoles, I, 14-13).

Pues ¿qué?, ¿se portaba acaso María como la última de las mujeres para que se la pusiese en el postrer lugar?

Cuando los Discípulos, sobre los cuales aún no había bajado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado, suscitaron entre sí la contienda acerca de la primacía en el Reino de Cristo, obraron guiados por miras humanas; todo al revés lo hizo María, pues siendo la mayor de todos y en todo, se humilló en todo y más que todos.

Con razón, pues, fue constituida la primera de todos, la que siendo en realidad la más excelsa, escogía para sí el último lugar.

Con razón fue hecha Señora de todos, la que se portaba como sierva de todos.

Con razón, en fin, fue ensalzada sobre todos los coros de los Ángeles, la que con inefable mansedumbre se abatía a sí misma debajo de las viudas y penitentes, y aun debajo de aquella de quien habían sido lanzados siete demonios.

Ruégoos, fieles amadísimos, que os prendéis de esta virtud si amáis de veras a María; si anheláis agradarla, imitad su modestia y humildad.

Nada hay que tan bien sienta al hombre, nada tan necesario al cristiano, nada que tanto realce al religioso como la verdadera humildad y mansedumbre.

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Si atentamente observamos a la Virgen, veremos al punto que su profunda humildad, va siempre acompañada y realzada por la más exquisita mansedumbre.

Son estas dos virtudes colactáneas, y por esto las vemos siempre indisolublemente unidas y como confederadas íntimamente en aquel Señor que decía: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mateo, XI, 19).

Porque, así como la altivez es madre de la presunción, así la verdadera mansedumbre no procede sino de la verdadera humildad.

Pero ni sólo en el silencio de María se recomienda su humildad, sino que resuena todavía más elocuentemente en sus palabras. Había oído: Lo santo que nacerá de ti, se llamará Hijo de Dios (Lucas, I, 35), y no responde otra cosa sino que es la sierva del Señor.

Va en seguida a visitar a su prima Isabel, y ésta, ilustrada por el Espíritu Santo acerca de la singular gloria de la Virgen, no puede contener la admiración y exclama como fuera de sí: ¿De dónde a mí que venga a visitarme la madre de mi Señor?, y no contenta con esto, ensalza también la voz de quien la saludaba, añadiendo: Luego que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, saltó de gozo el infante que llevo en mi, terminando con alabar la fe inquebrantable de quien la visitaba: bienaventurada tú, le dice, que has creído, porque en ti serán cumplidas las cosas, que se te han dicho de parte del Señor.

Grandes elogios, sin duda, pero la devota humildad de María, no queriendo retener nada para sí, lo atribuye todo a aquel Señor cuyos beneficios se alababan en Ella. Tú, dice a su prima, engrandeces a la Madre del Señor, pero mi alma engrandece al Señor. Dices que a mi voz saltó de gozo el niño, pero mi espíritu se llenó de gozo en Dios, que es mi salvador, y los saltos de alegría que ha dado el niño son indicio de que el amigo del Esposo se ha llenado de gozo cuando oyó de éste la voz. Bienaventurada me llamas porque he creído, pero la causa de mi fe y de mi dicha, es haberme mirado la suprema piedad, a fin de que por eso me llamen bienaventurada todas las naciones, porque se dignó Dios mirar a esta su sierva pequeña y humilde.

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Sin embargo, no creáis que Santa Isabel errase en lo que hablaba iluminada por el Espíritu Santo. De ningún modo. Bienaventurada era ciertamente aquella a quien miró Dios, y bienaventurada la que creyó, porque su fe fue el fruto sublime que produjo en ella la vista de su Dios.

Pero, por un inefable artificio del Espíritu Santo, a tanta humildad se juntó tanta magnanimidad en lo íntimo del corazón virginal de María, para que (como dijimos antes de la integridad y fecundidad) se volvieran igualmente estas dos estrellas más claras por la mutua correspondencia de resplandor, porque ni su profunda humildad disminuyó su magnanimidad, ni su excelsa magnanimidad amenguó su humildad: sino que, siendo en su estimación tan humilde, era no menos magnánima en la creencia de la promesa; de suerte que aunque no se creía a sí misma otra cosa que una pequeña esclava, de ningún modo dudaba que había sido escogida para este incomprensible misterio, para este comercio admirable, para este sacramento inescrutable, y creía firmemente que había de ser luego verdadera Madre del que es Dios y hombre.

Tales son los efectos que en los corazones de los escogidos causa la excelencia de la divina gracia: de forma que ni la humildad los hace pusilánimes, ni la magnanimidad arrogantes, sino que estas dos virtudes más bien se ayudan mutuamente, para que no sólo ninguna altivez se introduzca por la magnanimidad, sino que por ella principalmente crezca la humildad; con esto se vuelven ellos mucho más timoratos y agradecidos al Dador de todas las gracias, y al propio tiempo evitan que tenga entrada alguna en su alma la pusilanimidad con ocasión de la humildad; porque cuanto menos suele presumir cada uno de su propia virtud, aun en las cosas mínimas, tanto más en cualesquiera cosas grandes confía en la virtud divina.

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Y del Martirio de la Virgen, que constituye si bien lo recordáis, la duodécima de las estrellas que adornan la diadema que ciñe su purísima frente, ¿qué diré? Lo tenemos expresado, así en la profecía de Simeón, como en la historia de la pasión del Señor.

Este Niño, dijo Simeón hablando de Jesús, está destinado para ruina y resurrección de muchos y será el blanco de la contradicción de los hombres, lo que será para ti, oh María, una espada que traspasará tu alma (Lucas, II, 34-35). Sí, verdaderamente, Madre bienaventurada, traspasó tu alma la espada, pues no pudo ésta atravesar el cuerpo de tu hijo sin antes traspasar tu corazón.

Después que expiró aquél tu Jesús; tuyo de una manera especial, aunque también nos pertenece a nosotros, no tocó su alma la lanza cruel que abrió su costado, que ni aun después de muerto perdonó a quien ya no podía dañar, pero traspasó indudablemente tu alma. El alma suya ya no estaba allí, mas la tuya no se podía de allí arrancar. Traspasó, pues, tu alma la fuerza del dolor, para que no sin razón te prediquemos más que Mártir, habiendo sido en ti mayor el afecto de la compasión, que pudiera ser el sentimiento de la pasión corporal.

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¿Acaso no fue para ti cual espada de dos filos que traspasaba realmente tu alma y que llegaba hasta la división del alma y del espíritu, aquella palabra: Mujer ahí tienes a tu hijo? (Juan, XIX, 26). ¡Oh, qué trueque! Te entregan a Juan en lugar de Jesús, al siervo en lugar del Señor, al Discípulo en lugar del Maestro, al hijo del Zebedeo en lugar, del hijo de Dios, a un puro hombre en lugar del verdadero Dios.

¿Cómo no traspasaría tu afectuosísima alma el oír esto, cuando quiebra nuestros pechos, aunque de piedra, aunque de hierro, la sola memoria de ello?

No os admiréis, amadísimos, de que sea llamada María Mártir en el alma. Admírese el que no se acuerde haber oído a Pablo contar entre los mayores crímenes de los gentiles, el haber vivido sin tener afecto. Lejos estuvo esto de las entrañas de María, lejos esté de sus humildes servidores.

Mas acaso dirá alguno: ¿Por ventura no supo anticipadamente que su Hijo había de morir? Sin duda alguna. ¿Por ventura no esperaba que luego hubiera de resucitar? Con la mayor confianza. Y a pesar de esto, ¿se dolió de verle crucificado? Y en gran manera. Por lo demás, ¿quién eres tú, cristiano, o qué sabiduría es la tuya, que te extrañes más de María compaciente, que del Hijo de María paciente? Él pudo morir en el cuerpo, y María ¿no pudo morir juntamente en el corazón?

Realizó aquello una caridad, superior a toda otra caridad: también hizo esto una caridad, que después de aquélla no tuvo par ni semejanza.

Y ahora, oh Madre de misericordia, postrada humildemente a vuestros pies como la luna, os ruega la Iglesia con devotísimas súplicas que, pues estáis constituida Mediadora entre ella y el Sol de justicia, por aquel sincerísimo afecto de vuestra alma, le alcancéis la gracia de que en vuestra luz llegue a ver la luz de ese resplandeciente Sol, que os amó verdaderamente más que a todas las demás criaturas, y os adornó con las más preciosas galas de la gloria, poniendo en vuestra cabeza la corona de hermosura.

Llena estáis de gracias, llena del celestial rocío, sustentada por el amado y rebosando en delicias. Alimentad hoy, Señora, a vuestros pobres; los mismos cachorrillos también comen de las miajas que caen de la mesa de su Señor; no sólo al criado de Abraham, sino también a sus camellos dadles de beber de vuestra copiosa hidria; porque Vos sois verdaderamente aquella doncella anticipadamente elegida y preparada para desposarse con el Hijo del Altísimo.