CONSERVANDO LOS RESTOS II
Vigésima entrega
“La buena educación de los jóvenes es, en verdad, el ministerio más digno, el más noble, el de mayor mérito, el más beneficioso, el más útil, el más necesario, el más natural, el más razonable, el más grato, el más atractivo y el más glorioso”
San José de Calasanz

CONCLUSIÓN
Hemos procurado señalar las principales diferencias que hay entre el sistema antiguo y el moderno aplicados a la segunda enseñanza; hemos descubierto los principales vicios de que éste adolece y dado a conocer las razones en que funda aquél sus procedimientos seculares.
En el curso de nuestro trabajo insistimos especialmente en encarecer la importancia de los estudios clásicos y filosóficos, no porque sean estas las únicas materias que debe comprender la segunda enseñanza, sino porque son las fundamentales, y hacia ellas particularmente era necesario llamar la atención, así por lo desatendidas que hoy están, como porque, a nuestro juicio, forman el carácter distintivo de los dos sistemas.
Por eso hemos demostrado muy de propósito, cuánta razón tiene el sistema antiguo para considerar necesario en los primeros años el estudio de las lenguas y literaturas de Grecia y Roma, como ejercicio, el más apto que hasta ahora se ha descubierto, para el desenvolvimiento simultáneo y graduado de todas las facultades del niño, y para la formación de su buen gusto literario, sin descuidar por esto las nociones convenientes de Historia, Geografía y otros ramos análogos; y hemos probado con cuán atinado acuerdo le dedica en los últimos años a las ciencias, y sobre todo a la filosofía, considerada como medio poderoso de ayudar al sólido desarrollo y de fortificar su entendimiento.
Nos confirma plenamente en este juicio el ver que aun aquellos mismos que profesan ideas harto avanzadas en materias religiosas envían a sus hijos a estos establecimientos, no por cierto a buscar la Religión, sino la ciencia; lo prueban los exámenes públicos, en que los alumnos de estos colegios quedan por lo común con lucimiento; lo prueban los mismos enemigos con el odio encarnizado que revelan en el modo de perseguir sin tregua y sin cuartel estos establecimientos.
Si, pues, esos hombres de indisputable práctica y experiencia en el magisterio, viesen que el sistema moderno les daba mejores resultados, por propio interés y por convicción debieran adoptarlo y buscar la simultaneidad, la abundancia de conocimientos positivos, la formación y cultura material. Pero tan distantes están de ello, que, cuanto más crecen en años y en experiencia, más claramente reconocen y más alto proclaman la supremacía y racionalidad del sistema antiguo.
Con razón, pues, creemos que testimonio más autorizado de los buenos resultados que tal sistema produce, no se puede citar; el bueno o mal resultado de un método es cuestión de práctica de nuestra parte.
En cambio, de los modernos métodos, ¿qué juicio forman sus mismos fautores? Díganlo las continuas reformas a que se sujetan los planes escolares, ora sustituyéndolos por otros nuevos, ora modificándolos con repetidas advertencias, instrucciones y circulares. Díganlo asimismo los términos que en semejantes reformas se emplean, calificando los sistemas anteriormente vigentes de ineptos para desarrollar metódicamente las facultades del niño, sobrecargados de materias y plagados de abusos en la aplicación; para que los planes que en lugar de ellos se proponen, reciban dentro de poco las mismas calificaciones de parte de los autores de las nuevas reformas que les han de suceder.
Así es cómo en un decenio, a veces aparecen tres o cuatro planes de estudios diferentes, sin que por eso se observe en la instrucción mejoría alguna; antes por el contrario, apenas se empiezan a plantear los flamantes proyectos de los cuales había de salir la regeneración de los estudios, cuando de todas partes llueven las quejas y reclamaciones sobre el atraso de los alumnos; quejas que a los tres o cuatro años obligan a declarar que los tales planes son insostenibles y que sería suma imprudencia el llevarlos adelante.
Toda persona sensata habrá de concedernos que, quien tan claramente ve cómo está de su parte la razón y la experiencia, no por ciega rutina ni por fanática veneración se adhiere al sistema que siempre ha profesado, sino porque procede racionalmente y no quiere envolver a sus alumnos en las tinieblas de la ignorancia ni hundirlo en las bajezas de la degradación; antes bien, el ciego desprecio a la antigüedad, y no otro motivo razonable, es la mayor parte de las veces lo que impide a los adversarios reconocerlas ventajas del antiguo sistema.
Que la aplicación de este sistema es hoy posible, lo muestra la experiencia en los pocos colegios que están completamente montados a la antigua. Que esta aplicación es saludable, lo hemos mostrado largamente en este trabajo, y lo confirma Crétineau Joly con el siguiente juicio acerca del Ratio studiorum, que, como hemos hecho observar, es el representante más genuino que nos queda del método antiguo: “Trescientos años hace que se concibió este sistema, y estudiándolo sin prevención, fuerza es confesar que es joven y nuevo todavía. A excepción de algunas ligeras modificaciones, que indicó ya la previsión de Ignacio, y que versan sobre la elección de autores o sobre la introducción de cursos especiales, convendría a toda sociedad que no haga estribar su fuerza en una incredulidad sensualista, lo mismo que convino a la juventud de los siglos XVI, XVII y XVIII”. (1)
Este juicio desapasionado del historiador francés, así como el de muchos autores insignes que hemos citado en el decurso de este escrito, prueba que éste es el modo de pensar de las personas sensatas que se han ocupado en meditar sobre estos graves asuntos.
Por remate de nuestro trabajo transcribiremos los principales párrafos de un artículo que vio la luz pública en 1870, en la revista “La Ciudad de Dios”, donde, al proponerse las bases para la organización de un colegio católico, se hace un resumen de las que nosotros acabamos de recomendar. Dicho artículo salió de la pluma del infatigable publicista Sr. Orti y Lara, insigne catedrático de la Universidad de Madrid, de cuya vasta instrucción y sólidos principios dan buen testimonio sus numerosos escritos:
“¿Qué es, pregunta el articulista, qué debe ser un colegio católico, es decir un colegio cuya organización, cuya disciplina, cuyo espíritu y cuyos frutos lo hagan digno de tan glorioso dictado?… Acaso no han pensado todos, con la madurez necesaria, en la respuesta que debe darse a tan graves e importantes preguntas. Séanos a nosotros permitido decir humildemente nuestro parecer sobre una materia que nos es en cierto modo familiar, acerca de la cual hemos meditado a menudo.
La mira principal de un colegio católico debe ser a nuestro juicio restaurar lo que la revolución ha destruido en este ramo, es a saber, la educación piadosa de la juventud, el conocimiento de la lengua latina y el estudio de la filosofía cristiana. Sobre cada uno de estos puntos vamos a indicar nuestro pensamiento.
Acerca del primero están concordes no solamente los ánimos penetrados de sabiduría y virtud cristianas, sino aun los de muchas personas, disipadas por el espíritu del siglo, las cuales suelen desear para los jóvenes en general, y especialmente para sus hijos, la luz que ellos aborrecieron y los hábitos de orden, disciplina y piedad con que ellos también suelen estar reñidos.
Bueno será sin embargo observar que la piedad, útil en sumo grado para todas las cosas, como enseña el Apóstol, es el principio vital de la educación, el aroma que conserva las virtudes en el corazón y en las costumbres de los hombres; y que sin una educación rectamente formada, sin una educación dirigida por las máximas de la fe y aun de la perfección cristiana, no hay que esperar frutos verdaderos, no diremos en el orden de la vida moral, que esto es ya evidente, pero ni aun en el de la misma enseñanza. Una experiencia constante dice que los niños buenos, humildes, devotos, son ordinariamente los niños aplicados; y una ley todavía más constante nos asegura que la aplicación y el estudio son la condición sine qua non del aprovechamiento intelectual.
Importa pues muchísimo que la Religión sea principio formal y el fin de la educación; y que para esto se enseña con suma diligencia la doctrina de la fe, no a la verdad en forma de asignatura, como una de tantas entre las que forman el cuadro oficial de la segunda enseñanza, no como un estudio especulativo que ilustra el entendimiento dejando frío el corazón, sino como una regla de vida para el entendimiento, para el corazón, para las acciones todas, como una luz superior que debe iluminar y penetrar todos los estudios y todas las almas.
Lo segundo, hemos dicho, que la revolución ha destruido en el orden de la enseñanza una de sus principales columnas, el estudio formal del latín: lo ha destruido de hecho reduciéndolo a brevísimo tiempo, combinándolo con otras asignaturas, que absorben mucha parte de la atención que exige para sí solo, e interrumpiéndolo absolutamente apenas iniciado el alumno en sus primeros rudimentos y ejercicios, quitando de sus manos todo libro escrito en dicho idioma, para poner exclusivamente en ellas textos en romance.
Y ¿qué sucede? lo que todos vemos; que al terminar la segunda enseñanza, los alumnos más aprovechados en el estudio del latín apenas conservan de él alguna vaga reminiscencia, la cual desaparece por completo en el término definitivo de los estudios académicos. Así se está rompiendo sistemáticamente entre nosotros el hilo precioso de las tradiciones literarias, filosóficas, teológicas que nos ha dejado la sabiduría antigua, tan menospreciada como desconocida de la pedantería moderna; así a medida que la lengua de la Iglesia va siendo menos conocida, va también decayendo la doctrina y el espíritu que en ella está encerrado; así a la fijeza de un idioma muerto, o mejor dicho, inmortal, fidelísimo espejo de verdades inmutables, de concepciones formadas por tipos de eterna bondad y belleza, sucede la movilidad del lenguaje que hoy se habla, donde se va viendo retratadas sucesivamente las opiniones más falaces y las más extravagantes, nacidas hoy para morir mañana, las obras efímeras de artes sin reglas ni modelos, de ciencias sin orígenes, ni tradiciones, de entendimientos sin formar, arrebatados de todo viento de doctrina.
Olvidado y menospreciado el latín, nuestra propia lengua se corrompe cada día más, porque ninguna cosa puede mantenerse en un ser y perfección faltándole la base en que se asienta, y mucho menos si en lugar de ella busca el apoyo de elementos extraños o contrarios, cuales son respecto al idioma castellano los giros y locuciones del francés, hoy desgraciadamente tan en uso. Y lo peor es que la hermosa lengua que hablaron nuestros padres no sólo padece horriblemente entre nosotros por haberse querido emancipar del todo de la lengua materna, sino también hace padecer a su vez a todo el que considera en la corrupción del castellano uno de los signos más indubitados y uno de los instrumentos más activos de la corrupción de las ideas y de la general decadencia de los ánimos y de la sociedad en general.
Forzoso se hace pues restaurar el estudio y conocimiento del latín, y restaurarlo por medios absolutamente contrarios a los que han producido su casi total extinción… Y porque el latín se olvida con harta facilidad, es también forzoso continuar en los años siguientes, adoptándose para la enseñanza de la Retórica, y aun de la filosofía propiamente dicha libros escritos en latín. En una palabra, la instrucción teórica, los ejercicios continuados, y hasta algunos de los textos han de conspirar en todo colegio católico a producir en los jóvenes tal afición y facilidad para las obras latinas, que en saliendo a estudios de facultades mayores puedan consultar documentos, abrir obras magistrales, gustar bellezas literarias pertenecientes a dicha lengua, y en suma tener trato y comunicación con las edades pasadas, tan ricas en erudición y saber sólidos, sin ver delante de sus ojos en forma de montaña inaccesible o de libro de siete sellos la ciencia y arte expresados en la lengua de Roma, la ciudad eterna.
No es menor el estrago que los sistemas modernos de instrucción pública han hecho en la enseñanza de la filosofía cristiana. Plagiando vergonzosamente las ideas francesas, nuestros legisladores liberales sin excepción han mutilado horriblemente el estudio de esta ciencia, reduciéndolo a la mitad de los tratados que comprende y omitiendo los otros que son importantísimos, entre ellos la teodicea, y aun puede añadirse la filosofía de la Religión, es decir el estudio de los motivos y fundamentos que prueban ser muy razonable el obsequio que damos a la fe.
Pero, aunque esta disminución de la filosofía en el orden de los estudios tiene además contra sí otras razones gravísimas que fácilmente demuestran su malignidad; todavía es mayor a nuestros ojos el mal que resulta de la enseñanza que bajo el nombre de psicología y lógica se está dando por los que, inadvertidamente sin duda, se hacen eco en las aulas del psicologismo galicano, engendrado últimamente por el famoso racionalista Víctor Cousin.
No se puede ponderar debidamente el daño que se sigue de aquí; porque siendo como es la filosofía la cabeza de los demás estudios; cuando llega a ser herida y desfigurada la filosofía, ¿qué vida, qué orden, qué belleza puede considerarse en todo el sistema académico? ¿Cuán grave no deberá ser en tal caso el temor de que por todo él se extienda el daño convertido en gangrena mortal y pestilente? y así ha sucedido por desgracia. Por donde se hace precisa en este punto una restauración íntegra, fecunda, esclarecida”.
¿Podemos esperar que esta restauración se realice? No lo sabemos; y depende de la voluntad y esfuerzos de los que han de influir en las cuestiones escolares. A nosotros nos bastará dejar vindicado el sistema antiguo de los graves cargos que a veces se le han dirigido, y haber satisfecho a quien crea que sólo por ciega veneración haya quienes se esfuercen en conservar estas prácticas tradicionales y en oposición a los planes modernos, cuando estos pugnan en puntos esenciales con las doctrinas de un método fundado en la naturaleza de las cosas y autorizado por la feliz experiencia de los siglos.
Nota:
(1) Historia de la Compañía de Jesús, tomo V, cap. V.
