LAS GRANDEZAS INCOMPARABLES DE MARÍA – SAN BERNARDO – CAPITULO SEXTO – MARÍA LA MEDIANERA UNIVERSAL

LAS GRANDEZAS INCOMPARABLES DE MARÍA

SAN BERNARDO

Abad de Claraval – Doctor de la Iglesia

SAN BERNARDOCAPITULO SEXTO

MARÍA LA MEDIANERA UNIVERSAL

Cuando el Cielo goza contemplando la Virgen fecunda, la tierra se alegra venerándola devotamente.

Allí se halla la posesión de todo bien, aquí el recuerdo, allí la saciedad, aquí una tenue prueba de las primicias, allí la realidad, aquí el nombre. Señor, dice el Salmista, vuestro nombre permanece para siempre, vuestra memoria pasará de generación en generación (Salmo CI, 13).

Y a la verdad esta generación y generación, no es de Ángeles, sino de hombres.

¿Queréis saber cómo su nombre y su memoria están en nosotros y su presencia en las alturas? Oíd al Salvador cuando dice: Así habéis de orar. Padre nuestro que estás en los Cielos santificado sea tu Nombre (Mateo, VI, 9).

Fiel oración, cuyos principios nos advierten de la divina adopción y de la terrena peregrinación, para que sabiendo que mientras no estamos en el Cielo, vivimos alejados del Señor y fuera de nuestra patria: gimamos dentro de nosotros mismos, aguardando el efecto de la adopción de hijos, la dicha de gozar de la presencia de Nuestro Padre. Por esto expresamente dice el Profeta: Como Espíritu que anda delante de nosotros es Cristo nuestro Señor, bajo de su sombra viviremos entre las gentes, porque entre las celestiales bienaventuranzas no se vive en la sombra, sino más bien en el esplendor. Como dice el Salmista: Te engendré de mis entrañas en medio de los resplandores de la santidad antes de existir el lucero de la mañana (Salmo CIX, 3). Tal es el lenguaje que usa el Padre hablando de la generación de su Hijo.

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Pero su Madre no le engendró en medio de los resplandores, sino en la sombra. ¿En qué sombra? En aquella con que el Altísimo la cubrió como se ha dicho.

Justamente por eso canta la Iglesia, no aquella Iglesia de los Santos que está en las alturas y en el esplendor, sino la que peregrina todavía en la tierra: Me senté a la sombra de aquél que tanto había deseado, y su fruto es dulce a mi paladar (Cántico, II, 3).

Había pedido María que se le mostrase la luz del medio día en donde el Esposo apacienta su rebaño, pero fue contrariada en su deseo y en lugar de la plenitud de la luz, recibió la sombra, en lugar de la saciedad, el gusto. No dice la Escritura: A la sombra que yo había deseado, sino: A la sombra de Aquél a quien yo había deseado me senté, pues no había deseado la sombra, sino el resplandor del medio día, la luz clara de quien es luz llena.

Y añade, su fruto es dulce a mi paladar. Como dice Job, ¿hasta cuándo me has de negar tu compasión sin permitirme el respirar y tragar siquiera mi saliva? (Job, VII, 19). ¿Cuándo llegará el día en que se cumpla esta sentencia: Gustad y ved, cuan suave es el Señor? (Salmo XXXIII, 9). Sí, es suave al gusto y dulce al paladar, por eso se comprende perfectamente prorrumpiera la Esposa en voces de acción de gracias y de alabanzas.

Pero decidme ¿cuándo se dirá: Comed vosotros, oh amigos y bebed carísimos hasta saciaros? (Cántico V, 1). Los justos, dice el Profeta, celebren festines y regocijos, pero en la presencia de Dios (Salmo LXVII, 3), no en la sombra. Y de sí mismo dice: Seré saciado, cuando apareciere vuestra gloria. También el Señor asegura a los Apóstoles: Vosotros sois los que permanecisteis conmigo en mis tentaciones, por eso yo os preparo el Reino Celestial como mi Padre me lo preparó a Mí para que comáis y bebáis en mi mesa (Lucas, XXII, 28-30). ¿Pero en dónde? En mi Reino.

Dichoso aquél que comerá el pan en el Reino de Dios. Sea, ¡oh Señor! vuestro Nombre santificado, pues ya de algún modo estáis ahora entre nosotros, habitando por la fe en nuestros corazones, puesto que ya ha sido invocado vuestro Nombre sobre nosotros. Vénganos el tu Reino. Llegue pronto para nosotros lo que es perfecto y desaparezca todo lo que es imperfecto, porque como dice el Apóstol: El fruto de vuestras obras es la santificación y su fin será la vida eterna (Romano, VI, 22). La vida eterna es fuente inagotable que riega sin cesar los jardines del paraíso. Y no sólo los riega, sino que los embriaga, cual fuente abundosa que empapa los huertos, cual pozo de aguas vivas que corren con ímpetu desde el Líbano, según aquello del Salmista: Un río caudaloso alegra la ciudad de Dios (Salmo XLV, 5).

Pero ¿quién es la fuente de la vida sino Cristo Nuestro Señor? Cuando Cristo apareciere, que es nuestra vida, dice San Pablo, entonces también apareceréis vosotros con Él en la gloria (Col, III, 4).

Verdaderamente, cristianos, la misma plenitud de la vida se anonadó a sí misma a fin de hacerse para nosotros justicia y santificación y remisión, ocultando de esta suerte su vida, su gloria y su bienaventuranza.

Desvióse la corriente hacia nosotros y se difundieron las aguas por las plazas públicas, aunque no pueden beber de ellas los extraños.

Descendió aquella vena celestial por un Acueducto, no bajo la forma de una fuente copiosa, sino gota a gota infundiendo la gracia en nuestros áridos corazones: en unos ciertamente más y en otros menos.

El Acueducto, sin duda anda lleno a fin de que todos puedan participar de su plenitud, pero no pueden conseguir todos la misma cantidad.

Ya habréis advertido a quién me refiero al hablaros de ese Acueducto, que ha recibido la plenitud de la gracia de la misma fuente de ella, que es el corazón del Padre y nos la ha franqueado, no en su totalidad, sino sólo en la medida que podíamos recibirla.

No ignoráis a quién fueron dirigidas estas palabras: Dios te salve, llena de gracia. ¿Y acaso nos admiraremos de que haya podido hallarse o de que haya podido formarse tal y tan grande Acueducto, cuyo principio, al modo de aquella escala que vio el Patriarca Jacob, tocase los cielos, más aún, atravesando los mismos cielos, pudiese llegar hasta aquella vivísima fuente de las divinas aguas que están sobre los cielos?

Se admiraba de ello Salomón y, como quien desconfía de verlo realizado, decía: ¿Quién hallará una mujer fuerte? (Proverbios, XXXI, 10).

¡Ah! por eso faltaron al género humano durante tanto tiempo las corrientes de la gracia, porque todavía no estaba interpuesto este deseable Acueducto de que hablamos ahora. Y no nos admiraremos de que fuese aguardado largo tiempo, si recordamos cuantos años trabajó Noé, varón justo, en la construcción del arca en la cual sólo unas pocas almas (ocho personas), se salvaron y esto para un tiempo bastante corto.

Y ¿cómo llegó este nuestro Acueducto a aquella fuente tan sublime? ¿Cómo? Con la vehemencia del deseo, con el fervor de la devoción y con la pureza de la oración personal, pues está escrito: La oración del justo penetra los Cielos.

Verdaderamente, ¿quién será justo si no lo es María de quién nació para nosotros el Sol de justicia? ¿Y cómo hubiera podido llegar hasta tocar aquella majestad inaccesible, sino llamando, pidiendo y buscando? Halló pues lo que buscaba, esto es: Has hallado gracia delante de Dios.

¿Pero qué? ¿Está llena de gracia y todavía halla más gracia? Sí, es digna, por cierto, de hallar lo que busca, ya que no la satisface la propia plenitud, ni está contenta aun con el bien que posee, sino que así como está escrito; El que de Mí bebe, tendrá todavía sed (Eclesiástico, XXIV, 24, 29), pide el poder rebosar para la salvación del universo.

El Espíritu Santo, le dice el Ángel, descenderá sobre ti, y en tanta copia, en tanta plenitud infundirá en ti aquel bálsamo precioso, que se derramará copiosamente por todas partes. Y así es en efecto como lo experimentamos todos los días, por lo cual se alegran nuestros corazones al sentirse como perfumados con este óleo suavísimo y por esto clamamos: Bálsamo derramado es tu Nombre (Cántico I, 2), y tu memoria permanece de generación en generación.

Y no se crea que esto resulte en vano, pues aunque este bálsamo se derrama, no por eso perece, ya que él es la causa por la cual las doncellitas, esto es, las almas sencillas y candorosas aman al divino Esposo y le aman tan ardientemente, que este amor les unge, consagra y perfuma todas sus obras, aun las más insignificantes.

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Considera atentamente, oh hombre, los consejos de Dios, reconoce los designios de su sabiduría, los designios de su bondad. Antes de derramar sobre toda la tierra el rocío celestial, humedeció con él todo el vellocino: antes de redimir todo el linaje humano depositó todo el precio en María.

¿Y con qué fin hizo esto? Quizá para que Eva pudiera justificarse por medio de su Hija y cesara ya la queja del hombre contra la mujer. Oh Adán, no digas ya en adelante: la mujer que me disteis por compañera, me dio del fruto de aquel árbol y lo comí (Génesis, III, 12); di más bien: La mujer que me disteis me ha alimentado con un fruto bendito.

Consejo piadosísimo fue éste sin duda, pero en el fondo de este consejo se nos oculta otro más íntimo y secreto.

El que hemos indicado no carece de sólido fundamento, pero a mi parecer no satisface plenamente nuestras aspiraciones. Tal vez si ahondamos más en este misterio, sacaremos de él más sabroso y nutritivo néctar de consuelos celestiales. Tomemos el agua de más arriba y contemplemos con cuánto afecto de devoción quiso aquel Señor fuese María honrada por nosotros, que depositó en Ella la plenitud de todos los bienes, a fin de que entendiéramos que cuanto hay en nosotros de esperanza, de gracia y de salud, nos viene por mediación de Aquella que rebosa en delicias.

Es Huerto de delicias ciertamente aquella a quien aquel Astro divino no sólo acarició de paso, sino que la agitó dulcemente con sus soberanos soplos sobreviniendo en ella, para que por todas partes fluyeran y se difundieran sus aromas, esto es, los carismas de las gracias.

Quita este cuerpo solar que ilumina al mundo. ¿Cómo podrá haber día? Quitad a María, Estrella del Mar, de ese mar vasto y proceloso, ¿qué quedará, sino obscuridad que todo lo ofusque, sombras de muerte y densísimas tinieblas?

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Con todo lo más íntimo, pues de nuestra alma, con todos los afectos de nuestro corazón y con todos los sentimientos y deseos de nuestra voluntad veneramos a María, porque ésta es la voluntad de aquel Señor que quiso que todo lo recibiéramos por María. Esta es, repito, su voluntad, pero para bien nuestro.

Puesto que mirando en todo y por todo al bien de los miserables, consuela nuestro temor, excita nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, disipa nuestra desconfianza y anima nuestra pusilanimidad.

Recelabas acercarte al Padre, y aterrado con solo oír su voz, huías a esconderte entre las hojas: El te dio a Jesús por mediador. ¿Qué no conseguirá tal Hijo de tal Padre? Será oído sin duda por su reverencia, pues el Padre ama al Hijo.

Pero recelas acaso llegarte también a Él. Hermano tuyo es, es tu carne, fue tentado en todas las cosas sin pecado para hacerse misericordioso. Es Hermano que te dio María. Por ventura miras también en Él con temblor su majestad divina, que aunque se hizo hombre con todo permaneció Dios. ¿Quieres tener un abogado igualmente para con Él? Pues recurre a María. Porque la humanidad se halla pura en María, no sólo pura de toda contaminación, sino pura de toda mezcla de otra naturaleza; no me cabe la menor duda, será oída también por su reverencia.

Oirá, sin duda, el Hijo a la Madre, y oirá el Padre al Hijo.

¡Oh fieles amados!, esta es la escala de los pecadores, esta es mi mayor confianza, esta es toda la razón de mi esperanza.

¿Pues qué? ¿Podrá acaso el Hijo repeler o padecer desprecio? ¿Podrá el Hijo no ser atendido por su Padre o rechazar los ruegos de su Madre? No, no: mil veces no. Hallaste, dice el Ángel, gracia delante de Dios.

Dichosamente. Siempre Ella encontrará la gracia, y sola la gracia es lo que necesitamos. La prudente Virgen no buscaba sabiduría, como Salomón, ni riquezas, ni honores, ni poder, sino gracia. Y a la verdad es sólo la gracia por la que nos salvamos.

¿Para qué deseamos nosotros otras cosas? Busquemos la gracia y busquémosla por María, porque ella encuentra lo que busca y no puede verse frustrada. Busquemos la gracia pero la gracia en Dios, pues en los hombres la gracia es falaz. Busquen otros el mérito, nosotros procuremos cuidadosamente la gracia.

¿Pues qué? ¿Por ventura no es gracia el estar en la Iglesia? Verdaderamente misericordia es del Señor que no hayamos sido consumidos. ¿Quiénes somos nosotros? tal vez unos perjuros, tal vez unos adúlteros, tal vez unos homicidas, tal vez unos ladrones, la basura del mundo. Consultad vuestras conciencias y ved que en donde abundó el delito sobreabundó también la gracia.

María no alega el mérito, sino que busca la gracia. Y en tanto grado confía en la gracia y no presume de sí altamente, que recela de la misma salutación del Ángel. María, dice, pensaba qué salutación sería esta. Sin duda se reputaba indigna de la salutación del Ángel. Y acaso meditaba dentro de sí misma: ¿De dónde a mí esto, que el Ángel de mi Señor venga a mí? No temas, María, no te admires de que venga el Ángel, que después de él viene otro mayor que él. No te admires del Ángel del Señor, el Señor del Ángel está contigo.

¿Qué mucho que veas a un Ángel, viviendo ya tu angélicamente? ¿Qué mucho visite el Ángel a una compañera de su vida? ¿Qué mucho que salude a la ciudadana de los Santos y familiar del Señor? Angélica vida es ciertamente la virginidad, pues los que no se casan, ni son casados, serán como los Ángeles de Dios en el Cielo.

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¿No veis cómo también de este modo nuestro Acueducto sube a la fuente y no con sola la oración penetra los Cielos, sino también con la incorrupción o perfecta pureza de vida, la cual nos une con Dios, como dice la Escritura? Era la Virgen santa en el cuerpo y en el espíritu y podía decir con especialidad: nosotros vivimos ya como ciudadanos del cielo (Filipenses, III, 20).

Santa era en el cuerpo y en el espíritu para que en nada dudes acerca de este Acueducto. Sublime es en gran manera, pero no menos permanece enterísimo. Es Huerto cerrado, fuente sellada, templo del Señor, sagrario del Espíritu Santo. No era virgen fatua, ya que tenía no sólo su lámpara llena de aceite; sino que guardaba en su vasija la plenitud de él.

En su corazón había dispuesto por medio de la oración asidua, y la vida perfecta, los caminos para subir hasta el lugar santo. Y subió a las montañas de Judea con prisa y saludó a Isabel con humildad y permaneció como tres meses en su compañía, de manera de ya entonces podía decir la Madre de Dios a la madre de Juan lo que mucho tiempo después dijo el Hijo de Dios al hijo de Isabel: Déjame hacer que es así como conviene que cumplamos toda justicia (Mateo, III, 15).

Sí, puede afirmarse con toda verdad que al subir María a las montañas de Judea con tanta humildad, se elevó más que los más altos montes de Dios, lo cual constituye el tercer camino, el tercer ascenso de la Virgen, a fin de que se cumpliera en Ella aquello, de que con dificultad se rompe la cuerda tres veces doblada.

Hervía, pues, en la caridad al buscar la gracia, resplandecía la virginidad en el cuerpo y sobresalía la humildad en el obsequio.

Pues si todo aquel que se humilla será ensalzado, ¿qué cosa más sublime que esta humildad? Se admiraba Isabel de su venida y decía: ¿De dónde a mí esto, que la madre de mi Señor venga a mí? (Lucas, I, 43). Pero mucho más debiera haberse admirado de que María se anticipara a lo que más tarde debía decir su Hijo: No vine a ser servido, sino a servir. Con razón, por tanto, aquel cantor divino, llevado de su admiración profética decía de Ella: ¿Quién es ésta que va subiendo cual aurora naciente, hermosa como la luna, escogida como el sol, terrible como un ejército en plan de batalla? (Cántico VI, 9). Sube ciertamente sobre el linaje humano, sube hasta los Ángeles, a estos los sobrepuja también y se eleva sobre toda criatura celestial, de modo que sobre estos espíritus es forzoso vaya a recibir aquella agua viva que ha de difundir sobre los hombres.

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¿Cómo se hará esto, dice, sino conozco varón? ¡Qué santa es en el cuerpo y en el espíritu María, teniendo no sólo la integridad de la virginidad, sino el propósito firme de conservarla incólume! Y respondiendo el Ángel le dijo: El Espíritu Santo sobrevendrá en ti y te hará sombra la virtud del-Altísimo.

Como si dijera, no me preguntes a mí esto, porque es cosa superior a mi comprensión, y no podría declarártelo. El Espíritu Santo, no el espíritu angélico, sobrevendrá en ti y la virtud del Altísimo te hará sombra, no yo.

No te pares ni siquiera entre los Ángeles, Virgen santa, mucho más arriba está lo que la tierra sedienta espera que se le dé a beber por ministerio tuyo. Un poco que les pases a ellos, hallarás a quien ama tu alma. Un poco digo, no porque tu Amado no sea incomparablemente superior a ellos, sino porque nada encontrarás que medie entre Él y ellos. Pasa las Virtudes y las Dominaciones, los Querubines y los Serafines, hasta que llegues a Aquel de quien alternativamente están clamando: Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios de los Ejércitos.

Pues el fruto santo que nacerá de ti se llamará Hijo de Dios (Isaías, VI, 3). Es fuente de la sabiduría el Verbo del Padre en las alturas. Pero este Verbo por medio de ti se hará carne, para que Aquel que dice: Yo estoy, en el Padre y el Padre en mí (Juan, XIV, 10), diga igualmente: Yo procedí de Dios y he venido a ti.

En el principio era el Verbo. He aquí la fuente. Y añade luego el Evangelista: Y el Verbo estaba en Dios, y decía el Señor: Yo medito pensamientos de paz y no de aflicción (Jeremías, XIX, 11). Sí, en vos Señor está vuestro pensamiento y lo que pensáis, nosotros lo ignoramos. Porque ¿quién pudo jamás conocer los designios del Señor o quién fue jamás su consejero? Descendió el pensamiento de la paz a la obra de la paz; Y el Verbo se hizo carne, y habita ya entre nosotros. Habita por la fe en nuestros corazones, habita en nuestra memoria, habita en nuestro pensamiento, y desciende hasta la misma imaginación.

Porque, ¿qué idea se formaría antes el hombre de Dios? ¿No se lo representaba en su corazón bajo la forma de un ídolo?

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Incomprensible era, e inaccesible, invisible y superior a toda humana inteligencia. Mas ahora quiso ser comprendido, quiso ser visto, quiso que pudiésemos pensar en Él.

¿Y de qué modo?

Echado en el pesebre, reposando en el regazo virginal, predicando en el monte, pernoctando en la oración, o bien pendiente de la cruz, palideciendo en la muerte, libre entre los muertos y mandando en el infierno, o también resucitando al tercer día, mostrando las hendiduras de los clavos, las insignias de su victoria, subiendo a lo más alto de los cielos.

¿Qué cosa de estas no se pensará verdadera, piadosa y santamente? En cualquiera de estas cosas que yo piense, pienso en mi Dios, y en todas estas cosas El es mi Dios. El meditar estos misterios lo llamé sabiduría, y juzgué prudencia el refrescar la memoria con la suavidad de estos dulces frutos, que produjo copiosamente la vara sacerdotal, que María fue a coger en las alturas, para difundirlos en nosotros con la mayor abundancia.

La recibió en las alturas y sobre los Ángeles, puesto que recibió al Verbo del mismo corazón del Padre según está escrito: El día anuncia al día la palabra (Salmo XVIII, 2). Y por esta palabra día debe entenderse el Padre, puesto que día del día significa la salvación que nos viene de Dios.

Y dime ahora ¿acaso no es también día, la Virgen? Sí, y esclarecido. Resplandeciente día es sin duda, la que se elevó cual aurora naciente, hermosa como la luna, escogida como el sol.

Contémplala como se elevó hasta los Ángeles, por la plenitud de la gracia y por encima de los Ángeles al descender sobre ella el Espíritu Santo. Hay en los Ángeles caridad, hay pureza, hay humildad. ¿Cuál de estas cosas no resplandeció en María? ¿A cuál de los Ángeles se dijo jamás: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y te hará sombra la virtud del Altísimo, y por eso el fruto santo que nacerá de Ti, se llamará Hijo de Dios? La verdad nació de la tierra, no de la criatura angélica, que no tomó la naturaleza de los Ángeles para salvarlos, sino que tomó la semilla de Abraham para redimir a sus hijos.

Cosa excelsa es para el Ángel el ser ministro del Señor, pero otra cosa más sublime mereció María, que fue la de ser Madre del mismo Señor. Así la fecundidad de la Virgen es una gloria eminentísima, y por este privilegio único, fue sublimada sobre todos los Ángeles; tanto más, cuanto supera el nombre de Madre de Dios al de simples ministros suyos. A ella la encontró la gracia llena de la misma, para que fervorosa en la caridad, íntegra en la virginidad, devota en la humildad, concibiese sin conocer varón y diera a luz sin dolor y sin menoscabo de su virginidad. Más aún, el fruto que nació de ella se llama Santo y es el Hijo de Dios.

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Debemos, pues, hermanos, procurar con el mayor cuidado que aquella palabra que salió de la boca del Padre para nosotros por medio de la Virgen, no se vuelva vacía, sino que por mediación de Nuestra Señora volvamos gracia por gracia. Mientras suspiramos por llegar a su presencia fomentemos con toda nuestra atención su memoria y así, de esta manera sean restituidas a su origen las corrientes de la gracia, para que fluyan después más copiosamente. De lo contrario, sino vuelven a la fuente, se secarán y siendo infieles en lo poco, no mereceremos recibir lo que es mucho.

Poco es ciertamente la memoria en comparación de la presencia, poco en comparación de lo que deseamos, pero grande cosa es respecto de lo que merecemos: inferior es respecto del deseo, pero es inmensamente superior al mérito.

Así la Esposa sabiamente se congratula a sí misma en gran manera, aun por esto poco; puesto que, habiendo dicho: Muéstrame amado de mi alma dónde tienes los pastos, dónde reposas al llegar al medio día (Cánticos I, 6) aunque recibió muy poco en comparación de lo que había pedido (pues en vez del pasto del mediodía sólo gustó el sacrificio de la tarde), sin embargo de ningún modo se lamenta de ello como suele suceder, ni se contrista; sino que da gracias al amado y en todo se muestra más devota. Sabe muy bien que si fuere fiel morando en la sombra de la memoria, obtendrá sin duda la luz de la presencia.

Así los que hacéis memoria del Señor, no guardéis silencio, no permanezcáis mudos, aunque, los que tienen presente al Señor, no necesitan de exhortación —y aquellas palabras del Profeta Alaba Jerusalén al Señor, alaba a tu Dios, Sión, más bien son de congratulación que de amonestación—, sin embargo, los que caminan aún en la fe necesitan de avisos para que no callen y no respondan al Señor con el silencio; porque Él hace oír su voz y habla palabras de paz para su pueblo y para sus Santos y para todos aquellos que se vuelven a Él de corazón.

Por esto se dice en el Salmo: Tú, Señor, con el santo te ostentas santo, y con el varón inocente, inocente (Salmo XVII, 26), como si dijera, Dios oye al que a Él escucha y habla al que le habla. Si tú guardas silencio, le obligas a Él a que lo guarde también. ¿Y a qué silencio me refiero? Al que se abstiene de cantar las alabanzas del Señor.

De ahí que diga el Profeta Isaías: No estéis en silencio delante de É, rogadle hasta tanto que restablezca a Jerusalén y la ponga por objeto de alabanza en la tierra (Isaías, LXII, 7). Pues las alabanzas de Jerusalén son alabanzas tan bellas como agradables, a no ser que acaso juzguemos que los ciudadanos de Jerusalén se envanecen con sus alabanzas mutuas y se engañan recíprocamente con vanos cumplimientos y lisonjas.

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Sí, hágase tu voluntad, oh Padre, así en la tierra como en el cielo, para que las alabanzas que resuenan en Jerusalén, resuenen también en la tierra. Pero ¿qué sucede? El Ángel no busca gloria de otro ángel en Jerusalén, mas el hombre desea ser alabado del hombre en la tierra. ¡Execrable perversidad! pero sólo propia de aquellos que tienen ignorancia de Dios, que viven olvidados del Señor su Dios; en cuanto a vosotros que os acordáis del Señor, no ceséis de publicar sus alabanzas, hasta que resuenen cumplidamente en toda la tierra.

Hay sin embargo un silencio irreprensible, más aun, loable, como también hay palabras que no son buenas.

De otra suerte no diría el Profeta que era bueno aguardar en silencio la salud que viene de Dios. Es bueno que la jactancia guarde silencio, bueno es que la blasfemia se calle, bueno es que enmudezca la murmuración y la detracción.

Acontece a veces que alguno, exasperado por la magnitud del trabajo y peso del día, murmura en su corazón y juzga temerariamente a los que velan por su alma, porque tienen que dar cuenta de ella. Esta murmuración equivale a un grito clamoroso que procede de un corazón endurecido y que le impide oír la voz de Dios. Otros, por la pusilanimidad de su espíritu, desmayan en la esperanza y ésta viene a ser como una horrible blasfemia. Otros, en fin, aspiran a cosas grandes y muy superiores a su capacidad, diciendo: nuestra mano es robusta creyéndose algo, cuando en realidad son nada absoluta. ¿Qué le hablará a éste aquel Señor que no habla sino de paz? Ese tal, dice, rico soy y de nadie necesito, mientras que el que es la verdad clama: ¡Ay de vosotros ricos! porque ya tenéis aquí vuestra consolación (Lucas, VI, 24). Y en otra parte añade: bienaventurados los que lloran porque serán, consolados (Mateo, V, 5).

Calle, pues, en nosotros la lengua maldiciente, la lengua blasfema, la lengua orgullosa y altanera, porque es bueno aguardar en este triplicado silencio la salud que viene de Dios, a fin de que así podamos decir: Hablad Señor que vuestro siervo escucha (Reyes, III, 10). Semejantes voces no se dirigen a Él sino contra Él, según aquello que decía Moisés a los murmuradores: No es contra mí vuestra murmuración, sino contra el Señor (Éxodo, XVI, 8).

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Mas de tal suerte has de callar en estas tres cosas, que no enmudezcas del todo, guardando con Dios absoluto silencio. Háblale contra la jactancia por la confesión, para que alcances perdón de lo pasado. Háblale contra la murmuración con la acción de gracias para que te conceda más abundante gracia en la vida presente. Háblale contra la desconfianza en la oración, para que consigas la gloria en lo futuro. Confiesa lo pasado, da gracias por lo presente y en adelante ora con más cuidado por lo futuro, a fin de que el Señor, a su vez, no calle en la remisión ni en la donación de sus gracias, ni en sus promesas.

No calles, repito, no guardes silencio en su presencia. Háblale para que también Él te hable y pueda decirte: Mi amado es para mí y yo para él (Cánticos, II,-16).

Mira qué agradables son estas voces, qué dulces estas palabras.

Sin duda no son estas palabras de murmuración, a menos que queramos llamarlas murmuración de la tórtola.

Y no me digas ¿cómo hemos de cantar los cánticos del Señor en tierra extraña? (Salmo CXXXVI, 4), porque no debe tenerse por tierra extraña aquella de la cual dice el Esposo: La voz de la tórtola se ha oído en nuestra tierra.

Había, pues, oído el que decía: Cogednos las zorras pequeñas, y por eso acaso prorrumpió en voces de gozo, diciendo: Mi amado es para mí y yo para Él. Sin duda es la voz de la tórtola la que con una castidad singular persevera fiel a su consorte, así vivo como muerto, a fin de que ni la muerte ni la vida la separe de la caridad de Cristo.

Mira si hubo algo que pudiese apartar al amado de la amada, cuando ves que persevera adherido a ella aun pecando, estando ella apartada de Él. Revueltas entre sí las nubes porfiaban en ofuscar los rayos del sol de justicia, y nuestras iniquidades ahondaban más y más el abismo que nos separaba de Dios, cuando de pronto el sol desplegó sus rayos, disipó las nubes e iluminó el abismo.

Porque dime, ¿cómo hubieras podido volverte a Él si Él no hubiera permanecido a tu lado y hubiera continuado clamando: Vuélvete, vuélvete, Sulamita, vuélvete para que te veamos bien? (Cántico VI, 12). Permanece, pues, tú también constantemente adherido a Él de modo que por ningunos castigos, por ningunos trabajos, te apartes tu Señor.

Lucha con el Ángel como Jacob para que no seas vencido porque el Reino de los Cielos se alcanza a viva fuerza y sólo los valerosos lo arrebatan (Mateo, XI, 12).

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¿Por ventura no indican lucha aquellas palabras, mi amado es para mí y yo para él. Te dio Él muestras de su amor, pues procura experimente también el tuyo?

En muchas cosas te prueba el Señor tu Dios, se desvía muchas veces, aparta de ti su rostro, pero no llevado de ira. Lo hace para probarte, no para reprobarte. El amado te sufrió, sufre tú al amado, sostén al Señor y obra varonilmente.

No le vencieron a Él tus pecados, pues procura que tampoco a ti te superen sus castigos y alcanzarás la bendición. ¿Pero cuándo la alcanzarás? Al nacimiento de la aurora, cuando ya esclarezca el día, cuando hubiere establecido las alabanzas de Jerusalén en la tierra.

He aquí, dice Moisés, que un varón, o sea un ángel, luchaba con Jacob hasta la mañana (Génesis, XXXII, 24).

Pues señor, haced que sea oída por mí vuestra misericordia porque en Vos he esperado. No callaré, perseveraré en la oración hasta la mañana, y no quedaré en ayunas. Vos, Señor, os dignáis alimentarme y no sólo esto sino que me alimentareis entre las azucenas. Mi amado es para mí y yo para él: el cual se apacienta entre las azucenas (Cántico, II, 16). Sí, entre azucenas, pero no comiendo azucenas; se indica el lugar pero, no la comida. No se alimenta de azucenas comiéndolas, sino sólo viéndose rodeado de ellas, le agradan más bien por el olor que por el sabor y se alimenta de ellas más bien con la vista que con el paladar.

Así, pues, se apacienta entre las azucenas hasta que decline el día, y a la belleza de las flores se siga la abundancia de los frutos. Porque ahora es tiempo de flores, no de frutos, puesto que tenemos aquí solo la esperanza y no lo que esperamos; caminando por la fe, no por la vista clara, nos congratulamos más con la expectación que con la experiencia.

Considerad la suma delicadeza de esta flor y acordaos de aquellas palabras del Apóstol: Llevamos este tesoro en vasos de barro (Corintios, IV, 7) ¡Cuántos peligros amenazan a las flores! ¡Cuán fácilmente con los aguijones de las espinas es traspasada la azucena! Con razón, pues, canta el amado: Como azucena entre espinas así es mi Amiga entre las Vírgenes (Cánticos, II, 2). ¿Acaso no era azucena entre espinas el que decía: Con los que aborrecían la paz, era yo pacífico? (Salmo CXIX, 7).

Sin embargo aunque el justo florece como la azucena, no se alimenta el Esposo de azucenas ni se complace en la singularidad. Escuchad como habla el que mora en medio de las azucenas: Donde dos o tres se hallan congregados en mi Nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo, XVIII, 20). Ama siempre Jesús lo que está en medio; los lugares apartados y solitarios siempre los ha reprobado Él que es Mediador entre Dios y los hombres. Mi amado es para mí y yo para él, el cual se apacienta entre azucenas.

Procuremos, pues, cristianos, cultivar azucenas, démonos prisa a arrancar de raíz las espinas y los abrojos, y plantemos en su lugar estas flores, por si alguna vez acaso se digna el amado descender a apacentarse entre ellas.

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En María sí que se apacentaba, puesto que en Ella hallaba grandísima abundancia de azucenas. ¿No son acaso azucenas el decoro de la virginidad, las insignias de la humildad, la supereminencia de la caridad? También nosotros podemos tener estas flores, aunque menos hermosas y olorosas, y entre ellas no se desdeñará apacentarse el esposo, con tal de que a aquellas acciones de gracias, de que hemos hablado antes, les dé lustre la alegría de la devoción; a la oración le dé candor la pureza de intención; y a la confesión le dé blancura la misericordia, como está escrito: Aunque vuestros pecados os hayan teñido como la grana, quedarán vuestras almas blancas como la nieve y aunque fueren rojos como él carmesí se volverán del color de la lana más blanca (Isaías, I, 18).

Pero sea lo que fuere aquello que dispones ofrecer, acuérdate de encomendarlo a María, para que vuelva la gracia al Dador de la misma, por el mismo cauce por donde corrió. No le faltaba a Dios ciertamente poder para infundirnos la gracia sin valerse de este Acueducto, si Él hubiera querido, pero quiso proveerte de ella por este conducto.

Acaso tus manos están aun llenas de sangre, o manchadas con dádivas sobornadoras, porque todavía no las tienes lavadas de toda mancha. Por eso, aquello poco que deseas ofrecer procura depositarlo en aquellas manos de María, graciosísimas y dignísimas de todo aprecio, a fin de que sea ofrecido al Señor y no sea desechado.

Sin duda candidísimas azucenas son y no se quejará aquel amante de las mismas de no haber encontrado entre azucenas todo lo que Él hallare en las manos de María.