JUICIO CRÍTICO SOBRE LA EDUCACIÓN ANTIGUA Y LA MODERNA

CONSERVANDO LOS RESTOS II

 

Decimonovena entrega

 

“La buena educación de los jóvenes es, en verdad, el ministerio más digno, el más noble, el de mayor mérito, el más beneficioso, el más útil, el más necesario, el más natural, el más razonable, el más grato, el más atractivo y el más glorioso”

San José de Calasanz

 

1

SEGUNDA PARTE

DEL SISTEMA ANTIGUO

CAPÍTULO X

RESULTADOS DE LOS DOS SISTEMAS Y SOLUCIÓN DE ALGUNAS DIFICULTADES

§ I

Así como el sistema antiguo y moderno de enseñanza se diferencian en muchos procedimientos, y en algunos radicalmente, así es también natural creer que se han de diferenciar en los resultados; y ésta es la verdad.

Nadie puede negar que los tiempos pasados, en especial desde la fundación de las Universidades cristianas en el siglo XII, han producido incalculable número de sabios, que han dejado a la posteridad la huella de su ingenio impresa en obras imperecederas sobre todos los ramos del saber humano. La teología, el derecho, la medicina, ciencias que forman el cuerpo de la Universidad, sostenidas por la filosofía, han sido cultivadas de manera que los que hoy quieren verdaderamente ser sabios, han de ir por necesidad a beber en aquellas fuentes, sin que les basten los conocimientos de la época actual, por más que presuman de ser más abundantes en datos.

Con aquel sistema de estudios sólidos, con aquella subordinación de todos los conocimientos naturales a la luz revelada, se precavían, ya que no se evitan del todo, la mayor parte de los errores, y en especial los más fundamentales en lo que se refiere a la sociedad y a las costumbres. Nunca fue mayor que entonces la subordinación de los súbditos a sus gobernantes, ni el orden social y las instituciones domésticas estuvieron mejor garantidas.

Los escritos de aquellos tiempos han durado y llegado a los nuestros, y son mirados con admiración por todos los que algo saben. Los nuestros ¿a quiénes pasarán? ¿En qué concepto serán tenidos de la posteridad? A la verdad ¿dónde están hoy los verdaderos sabios? ¿Dónde los hombres que hayan profundizado en sus estudios las cuestiones hoy tan removidas, las que más interesan al individuo y a la sociedad?

En las discusiones de las Cámaras, en la prensa diaria, en las mismas conversaciones familiares, encontramos a cada paso que si algún conocimiento de estas materias existe, es no más que superficial; y reconocemos la falta de principios y de estudios, y una absoluta carencia de lógica, que se revela en el modo de discurrir. A estos gravísimos daños viene a agregarse otro, si cabe, mayor; y es el de las perversas doctrinas filosóficas que desde largo tiempo ha habían ideado los maestros del error, y que actualmente, impulsadas por el soplo pestilente de las sectas secretas, han alcanzado a todos las clases de la sociedad.

De estas fuentes proceden las incertidumbres y vacilaciones de los gobernantes; el proceder habitualmente, no por principios, sino por miras de intereses privados y medros personales en cuestiones que son de vida o muerte para los pueblos; y el abandono de los intereses de las naciones en manos de sofistas, instrumentos pasivos de las logias masónicas.

Los hombres de sanos principios, y de carácter firme para sostenerlos sin temor, son muy raros; los escritores que venden su pluma, dispuestos a sostener el pro y el contra en las más graves y trascendentales cuestiones, a gusto de quien los pague, muchos; y muchísimos más los hombres que teniendo algunas ideas sanas, las niegan con las obras y aun con las palabras, o porque al mismo tiempo profesan doctrinas contradictorias con las primeras, o porque el interés o la política hace que no tengan reparo en renegar de las convicciones que antes habían manifestado.

Y si miramos a la misma juventud, aún durante el período en que recibe la educación, veremos que, en vez de sentirse dominada de la afición al estudio y a los trabajos serios, para los que una educación bien ordenada suele ser poderoso estímulo, no piensa sino en reuniones y manifestaciones políticas; que observa una conducta que hace estremecerse y llena de espanto el corazón de todo padre de familia; y que más de una ocasión promueve contra la misma autoridad de los maestros ruidosos alborotos; que no pueden ser apaciguados sin la intervención de la fuerza armada; escándalo vergonzoso de pueblos que se tienen por civilizados y que han recibido los principios del cristianismo ¿Cuándo los tiempos antiguos presenciaron tamaño desorden, levantarse los mismos discípulos contra los maestros que los educan, y desconocer su autoridad, y esto con tan repetida y desoladora frecuencia?

La causa principal de tanto desconcierto no puede menos de atribuirse al desorden y contrasentido que reina en la educación de la juventud. Cuando vemos jóvenes, que apenas alcanzan a los veinte años, y ya ostentan el título de doctor, después de haber recorrido una segunda enseñanza en la que les ha sido absolutamente imposible adquirir el buen gusto literario, en la que no han echado fundamento alguno sólido de filosofía, ni han hecho cuando más sino decorar un fárrago interminable de materias hacinadas y barajadas en el breve término de seis años; después de haber cumplido los años de universidad pensando por ventura en todo menos en estudiar la materia a que se dedican, contando con el atropellado estudio de algunos días, con la lenidad de los examinadores, con las recomendaciones personales, para salir adelante en los exámenes; y en todos estos estudios para nada aparece el bienhechor influjo de la Religión; cuando todo esto vemos, no es posible esperar la regeneración de la sociedad por medio de la juventud, sino una creciente decadencia, que se dorará cuanto se quiera, pero no por eso dejará de ser un paso más recorrido hacia abajo en la escala de la civilización.

Para compensar el decaimiento de las más altas ciencias y de los caracteres en las naciones, lo único que se nos presenta a la vista son los adelantos de los estudios físicos y naturales. El ferrocarril ha cambiado la faz del mundo; el telégrafo ha anulado las distancias; la química se cultiva y progresa sin cesar; la industria llega a una perfección asombrosa; la naturaleza es cada día más explorada. ¿Y qué se nos quiere decir con esto? ¿Que el sistema antiguo está reñido con las ciencias físicas, y por lo mismo todos los que según él se han educado son unos ignorantes? Los que tal dijeren saben muy bien que no es exacto; pues que para mantener semejante afirmación, sería preciso borrar de la lista de los sabios los nombres más ilustres que registran los anales de la sabiduría humana.

Para no mencionar un sin número de sabios de nuestros tiempos, se habrían de suprimir los nombres de Leibnitz, Newton, Copérnico, Cassini, Linneo, Galileo y otros, educados todos según el antiguo sistema, y a cuyos trabajos de preparación debe, sin agradecerlos, nuestro siglo los adelantos de que se envanece. Es muy fácil, en presencia de la multiplicidad de ventajas materiales en cuyo logro uno mismo no ha empleado la más leve fatiga, acusar a los pasados de ignorancia; pero el simple aserto no basta para justificar una acusación. Al contrario, puede decirse con toda verdad que estas ciencias, para progresar verdaderamente, necesitan unirse al sistema antiguo, porque siguiendo el rumbo que en el día se imprime a las investigaciones de la naturaleza sensible, se degrada el hombre, y se rebaja la misma ciencia hasta el punto de perder el derecho de llamarse tal.

La razón es clara: las ciencias en cuanto tales, son la explicación de las cosas por sus causas: y en este punto hemos llegado tan adelante que se niega que haya causas en el mundo, calificando la idea de causa de irracional y sofistica. Con semejantes progresos no es de extrañar que la física y la química, desechados los verdaderos fundamentos que les ofrece la filosofía, anden errantes de hipótesis en hipótesis; que la zoología, desconociendo el solidísimo concepto de la vida asentado por los sabios antiguos, haya ido a precipitarse en los delirios del darwinismo y haeckelismo; que en la geología se sucedan por turno las hipótesis vulcánica y plutónica; y en suma que lo que hoy se condecora con el nombre antonomástico de ciencia sea un campo de confusión y desorden. Hechos, nada más que hechos, que se puedan averiguar por los sentidos: a eso se reduce la ciencia actual, si quiere ser consecuente consigo misma.

Si Aristóteles resucitase, dice Smell (1), y se viese transportado entre nosotros, se consideraría, en presencia de nuestra astronomía, de nuestra mecánica y de nuestra física, como un niño que carece del uso de la palabra. Si pusiésemos en sus manos nuestros actuales tratados de historia natural, hallaría, comparándolos con los suyos, mayor número de clases y de especies y descripciones anatómicas más precisas y exactas; pero no hallaría en nuestros libros un nuevo medio de penetrar de la esfera visible a la esfera invisible de la vida. Se convencería pronto de que su modo de ver en el estudio de la naturaleza orgánica no ha sido aventajado esencialmente, y comparando sus propias ideas en esta materia con las de hoy, no vería razón para considerarse humillado. Cuando después oyese a los filósofos agitar la cuestión de si en el organismo material habita un alma inmaterial y sustancial, o si la atracción y repulsión de los átomos es suficiente para explicar la formación del organismo, entonces es probable que, volviendo a su primera concepción de la entelequia, expresase su admiración por la grosería de la que la ha sustituido.”

Así, pues, aunque hayamos logrado todos esos adelantos materiales y muchos más, no por eso está más adelantada la civilización. Porque la perfección del hombre no consiste en el dominio de la materia, sino en el dominio de sí mismo, ni el fin que Dios le ha señalado es adelantar las ciencias físicas, sino disponerse a sí mismo para llegar al cielo. La grandeza del hombre procede de su entendimiento y de su voluntad; cuando lo que es principal, la parte intelectual y moral, se encuentra en decadencia, los progresos materiales no significan nada.

Supóngase la suma perfección en los medios de dominar la materia puesta en manos de seres abyectos señoreados por sus pasiones, ¿qué será el mundo? un monstruo de desorden; la materia perfeccionada y el hombre embrutecido. Sí, pues, han de tener los progresos en las conquistas el resultado que la divina Providencia se propone, cuando facilita los medios materiales al hombre, es necesario pensar con tiempo en fijar sólidamente la dirección de los ánimos por medio de una educación verdadera.

§ II

No faltará quien exclame al llegar aquí: ¿Por qué los colegios católicos y de corporaciones docentes no siguen al pié de la letra un sistema que, según se dice, tan benéficos resultados produce? La respuesta es obvia. Porque estos colegios, en fuerza de las circunstancias actuales, no pueden formar un cuerpo aislado y separado de los demás establecimientos públicos, no les es dado destruir las preocupaciones tan generalizadas que existen contra los estudios clásicos, se ven forzados a seguir los planes oficiales, amontonando y simultaneando asignaturas y más asignaturas.

Fuera de esto, sus alumnos ordinariamente tienen que ser examinados en los establecimientos oficiales, para que sus estudios sean valederos en los demás centros donde luego han de continuar su carrera; y esta necesidad es un arma terrible con que los hombres que intervienen en la esfera oficial pueden encadenar la acción de todo individuo o corporación que se dedique a la enseñanza; porque exigiendo los exámenes en el orden que ellos han adoptado para sus alumnos en la extensión que ellos mismos gradúan, pueden llegar a suprimir toda enseñanza que no sea la suya, todo método que sea diferente del suyo propio; y añadiendo a esto la posición de un juez de exámenes respecto del examinando, pueden también hacer imposible la existencia de todo establecimiento que no sea el suyo.

Todo este abuso de la dirección de los exámenes es raro que se vea junto, pero difícilmente se deja de observar alguna parte de él; máxime cuando los directores de la enseñanza son impíos, y los establecimientos sometidos a su fallo católicos; porque entonces, en odio a la Iglesia se inventan mil restricciones con que se coarta, no sólo la libertad legítima de enseñar, sino aun la que finge y proclama el liberalismo, de suerte que en esta época en que el liberalismo domina y proclama el áureo reino de la libertad, es inmensamente menor lo que tienen para enseñar los establecimientos no oficiales, que la que gozaban en los tiempos más absolutos del dominio de los reyes.

Preguntar, pues, por qué los colegios de corporaciones docentes no aplican el método antiguo que parece serles propio, es lo mismo que preguntar al labrador por qué no siembra en sus campos, mientras se le imposibilita para depositar en ellos la semilla que ha de germinar, y se le atan los brazos para que no use de los instrumentos con que ha de trabajarla tierra. Es el sarcasmo añadido a la injusticia.

Donde quiera que el antiguo sistema tiene suficiente libertad para plantear su método, se han visto y se ven aún los frutos que hemos indicado, consiguiendo de los alumnos aplicación a los estudios serios, que en tal sistema es necesaria; no con violencia, sino con gozo y a veces entusiasmo extraordinario. Porque la disposición y bien ordenada sucesión de este sistema ejerce un influjo especial en el ánimo del niño; el cual, como es racional, gusta de aprender, de entender lo que aprende, de hacérselo propio, y no ser estorbado en su trabajo por una balumba de materias que le agobian y no le dejan respirar.

Más aún, hallándose y todo sujetos dichos establecimientos a los planes modernos, con sólo el empeño de aplicar el método antiguo en aquella medida que la mayor o menor estrechez de los establecimientos oficiales les permite, consiguen resultados notables que están a la vista de todos. Los profesores de la escuela militar de Saint Cyr han dado testimonio más de una vez de la admiración que les causaba el ver cómo jóvenes formados en este sistema antiguo adelantaban en los ramos de Matemáticas más con menor talento, que otros de talento superior que no habían tenido igual formación.

Y en general, sin temor de ser desmentidos, podemos afirmar que donde quiera que hay establecimientos católicos son más concurridos que otros del mismo género; y sus alumnos se suelen distinguir, en los establecimientos a donde más tarde lo conducen sus estudios, por la nobleza de su carácter; y en las pruebas escolares, por lo bien impuestos que se hallan en las materias que han cursado. Y si aplicando el sistema sólo en parte, se logra tan copioso fruto, tenemos fundamentos para conjeturar cuáles serían los resultados, si el antiguo sistema tuviese entera libertad para desarrollar sus procedimientos.

Sálenos aquí al paso otra dificultad bastante común, que dice: menos sabios y más industriales; ¿quién no ve la gran abundancia que hay de doctores, que no saben cómo procurarse el sustento?, ¿a qué pensar pues ahora en delicadezas y estudios exquisitos? mejor sería que se establecieran colegios para enseñar la contabilidad y formar comerciantes, más valdría perfeccionar las vías de comunicación, elementos necesarios a una nación que ha de labrar su prosperidad por medio del progreso. Quédense esos otros estudios para las naciones grandes y antiguas, donde hay sujetos para todo; nosotros somos un pueblo joven; y primero debemos pensar en sustentar la vida que en ganar renombre de sabios.

Si alguien propusiese seriamente tal objeción, daría muestras de ignorar las condiciones del sistema antiguo, de que estamos tratando. El plan antiguo es demasiado serio, y son grandes las dotes de entendimiento y de constancia que requiere para pasar por todos sus grados; y si en la presente sociedad fuera de lamentar el daño en la objeción indicada, que no seremos nosotros quien lo niegue, la simple adopción del plan antiguo sería casi infalible remedio para sanarlo.

Si contra algún sistema militan las razones alegadas no es ciertamente contra el antiguo, sino contra los planes actuales, los cuales, facilitándolo todo, vulgarizando, como ahora se dice, las ciencias; como carecen del poder de ensanchar en la misma medida la capacidad intelectual de los hombres abaten los estudios, y abren la entrada en las carreras a una muchedumbre de personas que, no teniendo aptitud para ellos, se sienten sin embargo halagadas por la engañosa facilidad de conseguir un título de doctor y por la esperanza de una ocupación honrosa con que procurarse el sustento; de donde se sigue que más tarde vengan a aumentar el número de semi-sabios sacados, por un falso sistema, de la esfera donde pudieran haber sido útiles a sí mismos y a la sociedad.

Por lo demás, cuando se nos muestre que la falta de recursos materiales es tan grande, que en realidad no se pueden satisfacerlas necesidades de la vida sin aumentar el número de brazos en los trabajadores del campo; entonces creeremos que en realidad es tiempo de cerrar colegios y universidades, de renunciar a la vida intelectual y vivir del trabajo material como los pueblos de las selvas.

Pero mientras veamos por el contrario que no es la lucha por la vida, como hoy con frase extranjera se dice, sino el inmoderado afán de alcanzar puestos políticos, la epidemia de la empleomanía, lo que trae incesantemente ocupada a la sociedad, pediremos y reclamaremos con instancia que se restablezcan los estudios serios y sólidos, que han de acabar con esa plaga entre otras muchas.

Pero en fin, se dirá, aquellos que no pretenden seguir una carrera, sino sólo dedicarse al comercio o cuidar de sus posesiones, ¿qué hacer si quieren adquirir algún conocimiento más de los que sacan de la escuela de primeras letras?

Para estos tiene sólidas ventajas el sistema antiguo; porque si bien, según él, la segunda enseñanza no tiene por objeto inmediato formar comerciantes o hacendados, también es cierto que su objeto primario es formar y desarrollar las facultades de la juventud por medio del cultivo racional y graduado de las mismas. Nada impide por lo tanto que se dediquen a aquellos estudios los que no tienen intención de seguir una carrera.

Si se limita a estudiar las humanidades, obtiene con esto el desarrollo de sus facultades mentales, y la aptitud y preparación para emprender otros estudios más serios a que después quiera consagrarse; y por la enseñanza y práctica de la Religión, se forma su ánimo con aquella nobleza de carácter que no se avergüenza de defender las sanas doctrinas que profesa y ajusta su proceder a sus principios, que estima las cosas de este mundo en lo que valen y no en más, ni se asusta y retrocede del camino del bien, por grandes que sean las dificultades y estorbos que se le ofrecen.

Si continúa sus estudios durante todo el segundo período, adquiere más que mediano conocimiento de las ciencias físicas y matemáticas, como lo hemos mostrado; y sobre todo se funda en una sólida filosofía, que sirve para preservarlo de los funestos errores que se propagan hoy día por todas partes, y para ponerlo en estado de juzgar con conocimiento de causa de las cuestiones que en el mundo se agitan, ora en las Cámaras, ora en la prensa diaria, ora en el trato social.

No hay pues nadie para quien esta formación no sea sumamente ventajosa.

La educación del sistema moderno, lejos de procurar al joven estos provechos, hubiera creado en él un hábito de buscar siempre lo más cómodo, huir de las dificultades y mirar con aversión todo trabajo que requiera algún esfuerzo; lo cual junto con una leve tintura de muchas cosas, forma la esencia de los semi-doctos, única especie de sabios que es capaz de formar semejante sistema.

Y para obtener ese resultado, más le hubiera valido no emprender otros estudios después de la escuela de primeras letras; porque entre el comerciante o el hacendado que ha recibido en un colegio secundario un baño superficial de instrucción, que le ha acostumbrado a tenerse por un gran sabio porque conoce de nombre los adelantos de su siglo, que le permite hablar de todo sin entender de nada, y decir grandes disparates con ampulosas palabras; y aquel otro que no ha aprendido más que a leer, escribir, contar y Religión en una escuela primaria, y está dotado del recto sentido que comunican las costumbres cristianas y la experiencia de la vida; la elección para quien tenga sano juicio no puede ser dudosa.

89 Controversias materialistas, 1858.