DUODÉCIMO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y quisieron oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron. Se levantó entonces un doctor de la Ley y, para enredarlo le dijo: Maestro, ¿qué he de hacer para lograr la herencia de la vida eterna? Le respondió: En la Ley, ¿qué está escrito? ¿Cómo lees? Y él replicó diciendo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo. Le dijo Jesús: Has respondido justamente. Haz esto y vivirás. Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Quién es mi prójimo? Jesús repuso diciendo: Un hombre, bajando de Jerusalén a Jericó, vino a dar entre salteadores, los cuales, después de haberlo despojado y cubierto de heridas, se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente, un sacerdote iba bajando por ese camino; lo vio y pasó de largo. Un levita llegó asimismo delante de ese sitio; lo vio y pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de viaje, llegó a donde estaba, lo vio y se compadeció de él; y acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; luego, poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo condujo a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios los dio al posadero y le dijo: “Ten cuidado de él, todo lo que gastares de más, yo te lo reembolsaré a mi vuelta.” ¿Cuál de estos tres te parece haber sido el prójimo de aquel que cayó en manos de los bandoleros? Respondió: El que se apiadó de él. Y Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo.
El Evangelio de este Duodécimo Domingo de Pentecostés contiene tres ricas enseñanzas:
1ª) La bienaventuranza de los Apóstoles de haber visto y oído al Mesías.
2ª) El doble precepto, que encierra todo la Ley.
3ª) La ejemplificación de quién es el prójimo, con la Parábola del Buen Samaritano.
Hoy voy a detenerme en el Primer Mandamiento: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza y con toda tu mente.
Para ello voy a seguir la enseñanza de San Francisco de Sales, en el capítulo décimo de su Tratado del amor de Dios, que lleva justamente por título: Del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas.
El Santo Doctor comienza por destacar que el amor de Dios es el fin, la perfección y la excelencia del universo; y que en esto consiste la grandeza y la primacía del mandamiento del amor divino, llamado por el Salvador máximo y primer mandamiento.
Luego considera cuán amable es esta ley de amor; y exclama: ¡Si pudiésemos entender cuán obligados estamos a este soberano Bien, que no sólo nos permite, sino que nos manda que le amemos! No sé si he de amar más vuestra infinita belleza, que una tan divina bondad me manda amar, o vuestra divina bondad, que me manda amar una tan infinita belleza.
Y concluye: si Dios hubiese prohibido al hombre amarle, ¡qué pena en las almas generosas! ¡Qué no harían para obtener este permiso!
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Seguidamente va desarrollando el tema, y establece algunos principios:
El hombre se entrega todo por el amor, y se entrega tanto cuanto ama. Está, pues, enteramente entregado a Dios, cuando ama enteramente a la divina bondad. Y cuando está de esta manera entregado, nada debe amar que pueda apartar su corazón de Dios.
A continuación, destaca algunas diferencias:
En este soberano ejercicio del amor de Dios sobre todas las cosas, no sólo entre los que aman a Dios de todo corazón, hay quienes le aman más y quienes le aman menos, sino que una misma persona se supera, a veces, a sí misma.
Todos los verdaderos amantes son iguales en dar todo su corazón, con todas sus fuerzas; pero son desiguales en darlo de diferentes maneras. Unos lo dan todo por el martirio, otros por la virginidad, otros por la pobreza, otros por la acción, otros por la contemplación, otros por el ministerio pastoral, y, dándolo todos todo, por la observancia de los mandamientos, unos, empero, lo dan más imperfectamente que otros.
El precio de este amor que tenemos a Dios depende de la eminencia y excelencia del motivo por el cual y según el cual le amamos.
Cuando le amamos por su infinita y suma bondad, como Dios y porque es Dios, una sola gota de este amor vale mucho más, tiene más fuerza y merece más estima que todos los otros amores que jamás puedan existir en los corazones de los hombres y entre los coros de los Ángeles.
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Inmediatamente señala los obstáculos que se pueden presentar en la práctica.
Y dice que hay algunas almas que, habiendo hecho ya algunos progresos en el amor divino, han cortado todo otro amor a las cosas peligrosas; mas, a pesar de esto, no dejan de tener algunos afectos perniciosos y superfluos, porque se aficionan con exceso y con un amor demasiado tierno y más apasionado de lo que Dios quiere.
Dios quería que Adán amase tiernamente a Eva, pero no tanto que, por complacerla, quebrantase la orden que la divina Majestad le había dado. No amó, pues, una cosa superflua y de suyo peligrosa, pero la amó con superfluidad y peligro.
El amor a nuestros padres, amigos y bienhechores es, de suyo, un amor según Dios, pero no es lícito amarlos con exceso.
Estas almas aman lo que Dios quiere que amen, pero se exceden en la manera de amar. Aman verdaderamente a la divina bondad sobre todas las cosas, pero no en todas las cosas, porque a las mismas cosas cuyo amor les está permitido, aunque con la obligación de amarlas según Dios, no las aman solamente según Dios, sino por causas y motivos que no son contrarios a Dios, pero que están fuera de Él.
Tal fue el caso de aquel pobre joven que, habiendo guardado los mandamientos desde sus primeros años, amaba con demasiada ternura los bienes propios. Por esto, cuando nuestro Señor le aconsejó que los diese a los pobres, se puso triste y melancólico. No amaba nada que no le fuese lícito amar, pero lo amaba con un amor superfluo y demasiado cerrado.
En estas almas, la superfluidad con que se aficionan a las cosas buenas hace que no penetren con mucha frecuencia en las divinas intimidades del Esposo, por estar ocupadas y distraídas en amar, fuera de Él y sin Él, lo que deberían amar únicamente en Él y por Él.
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Por el contrario, dice el Santo Doctor que hay almas que aman tan sólo lo que Dios quiere. Almas felices, pues aman a Dios, a sus amigos en Dios y a sus enemigos por Dios, pero no aman ni una sola sino en Dios y por Dios.
Refiere San Lucas que nuestro Señor invitó a que le siguiese a un joven que le amaba mucho, pero que también amaba mucho a su padre, por lo cual deseaba volver a él; y el Señor le corta esta superfluidad de su amor y le da un amor más puro, no sólo para que ame a Dios más que a su padre, sino también para que ame a su padre únicamente en Dios. Deja a los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos; mas tú, ve y anuncia el reino de Dios.
Y estas almas, gozando de una tan grande unión con el Esposo, le están dedicadas totalmente, sin división ni separación alguna, no amando nada fuera de Él y sin Él, sino tan sólo en Él y por Él.
Finalmente, por encima de todas estas almas hay una absolutamente única, que es la más amable, la más amante y la más amada de todas las amigas del divino Esposo, la cual no sólo ama a Dios sobre todas las cosas y en todas las cosas, sino únicamente a Dios en todas las cosas; de suerte que no ama muchas cosas, sino una sola cosa, que es Dios.
Y, porque solamente ama a Dios en todo lo que ama, le ama igualmente en todas partes, fuera de todas las cosas y sin todas las cosas, según lo exige el divino beneplácito.
La verdadera señal de que amamos a Dios sobre todas las cosas es amarle igualmente en todo, pues siendo Él siempre igual a Sí mismo, la desigualdad de nuestro amor para con Él no puede tener su origen sino en la consideración de alguna cosa que no es Él.
Esta sagrada amante no ama más a su Rey con todo el universo, que si estuviese solo sin el universo; porque todo lo que está fuera de Dios y no es Dios, es nada para ella.
El gran amor encuentra a Dios solo tan amable, como a Él junto con todas las criaturas, cuando no ama a éstas sino en Dios y por Dios.
Ahora bien, únicamente la Santísima Virgen, Nuestra Señora, llegó plenamente a este grado de excelencia en el amor de su Amado. Jamás hubo criatura mortal que amase al celestial Esposo con un amor tan perfectamente puro, fuera de la Santísima Virgen, que fue, a la vez, su Madre y su Esposa.
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A pesar de las diversidades, hay un solo precepto. Por eso, San Francisco enseña que, aunque sean tan diversos los grados del amor entre los verdaderos amantes, con todo no hay más que un solo mandamiento de amor, que obliga igualmente a todos, con una obligación absolutamente igual, aunque sea observada de muy diferentes maneras y con infinita variedad de perfecciones.
Pregunta: ¿Cuál es el grado de amor, al cual el mandamiento obliga a todos?
Y responde: Hay muchas clases de amores; por ejemplo, hay el amor paternal, el filial, el nupcial, el de sociedad, el de obligación, el de dependencia, y otros muchos, todos los cuales son diferentes en excelencia, y de tal manera proporcionados a sus objetos, que no se pueden aplicar o distraer hacia otros.
El que amase a su padre con un amor exclusivamente fraternal no le amaría bastante; el que amase a su mujer tan sólo como a su padre, no la amaría convenientemente; el que amase a su criado con amor filial, cometería una impertinencia.
El amor es como el honor: así como los hombres se diversifican según la variedad de los méritos por los cuales se otorgan, también los amores son diferentes según la variedad de las bondades amadas.
El sumo honor corresponde a la suma excelencia, y el sumo amor a la suma bondad.
El amor de Dios es el amor sin par, porque la bondad de Dios es la bondad sin igual.
Porque Dios es el único Señor, y porque su bondad es infinitamente eminente sobre toda bondad, hay que amarle con un amor elevado, excelente y fuerte sin comparación.
Ahora bien, el que ama a Dios de esta suerte, tiene toda su alma y toda su energía consagradas a Dios, pues siempre y para siempre, en todas las circunstancias, preferirá la gracia de Dios a todas las cosas, y estará siempre dispuesto a dejar todo el universo, para conservar el amor debido a la divina bondad.
En una palabra, es el amor de excelencia, o la excelencia del amor, lo que se manda a todos los mortales en general, y a cada uno de ellos en particular, desde que han llegado al uso de la razón: amor suficiente para cada uno y necesario a todos para salvarse.
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¿Cómo saber si amamos verdaderamente a Dios?
No siempre se conoce con claridad, y nunca se conoce con certeza, a lo menos con certeza de fe, si se posee el verdadero amor de Dios, necesario para salvarse.
Mas, a pesar de todo, no deja de haber de ello muchas señales, entre las cuales, la más segura y casi infalible se da cuando algún amor grande a las criaturas se opone a los designios del amor de Dios. Porque, si entonces el amor divino está en el alma, preferirá la voluntad de Dios a todas las cosas, y, en todas las ocasiones que se ofrezcan, lo dejará todo para conservarse en la gracia de la suma bondad, sin admitir cosa alguna que pueda separarle de ella.
Cuando un corazón ama Dios en consideración de su infinita bondad, mientras tenga esta excelente dilección, preferirá la voluntad de Dios a todas las cosas, y en todas las oportunidades que se presenten dejará todo para preservarse en la gracia de la bondad soberana, sin que nada pueda separarlo de Él.
De lo dicho se sigue que el amor a Dios sobre las cosas ha de tener enorme alcance. Ha de sobreponerse a todos los afectos, vencer todas las dificultades y preferir el honor de la amistad de Dios a todas las cosas.
Y se dice a todas las cosas, absolutamente, sin excepción y reserva de ningún género, porque se encuentran personas que dejarían animosamente todos los bienes, el honor y la propia vida por Nuestro Señor, las cuales, sin embargo, no dejarían por Él otras cosas de mucha menor consideración.
Es, pues, muy cierto que no nos basta amar a Dios más que a nuestra propia vida, si no le amamos de una manera general y absoluta, y sin excepción alguna sobre todo lo que amamos o podemos amar.
Querer morir por Dios es el más grande, pero no el único acto de amor que le debemos; y querer este solo acto, rechazando los demás, no es caridad sino vanidad.
¿Cómo podrá morir por Dios el que no quiere vivir según Dios?
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De esta excelente doctrina y enseñanza de San Francisco de Sales, debemos concluir que para poder amar a Dios en todo es preciso que antes comencemos por verlo en todas las cosas. El primer paso, el paso fundamental, la clave de la vida cristiana, de la vida interior, consiste en ver y reconocer a Dios en todo.
Estamos aquí en la tierra para conocer a Dios, para verlo en todos los acontecimientos, en las aparentes casualidades y contradicciones de la vida, en las incomprensibles ironías del destino, en lo grande, en lo pequeño, en lo bueno y en lo malo, en lo que venga directamente de su mano y en lo que venga indirectamente, mediante los hombres, el ambiente, las circunstancias de la situación, o de cualquier otra procedencia.
Dios es la verdadera realidad, la verdadera causa de las cosas y de los acontecimientos de la vida.
Veamos a Dios en todo; traspasemos la envoltura externa de las cosas y penetremos hasta su verdadera entraña; hasta descubrir en ellas a Dios, la voluntad, la acción, la Providencia, el gobierno de Dios en ellas y en su infinito amor hacia nosotros.
Este es el único camino para el verdadero amor de Dios.
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Porque tenemos la tendencia a vivir de un modo puramente natural y humano, según las inclinaciones y el dictado de nuestra naturaleza caída, por eso amamos en las cosas, en los hombres, en los trabajos y en los dolores nuestro propio yo. Buscamos en todo nuestro placer, nuestra honra, nuestro interés, nuestra alegría, y lo que pueda agradarnos. Reducimos a nosotros solos toda la vida, los hombres y las cosas; para nosotros todo no tiene otro valor que el que corresponda a nuestros cálculos.
¡Tan enorme es nuestro egoísmo, nacido de un secreto y profundo orgullo!
Afortunadamente, la gracia nos ha librado de esta desastrosa corrupción y ha infundido en nuestras almas nuevos y más elevados ideales.
El Espíritu Santo nos impulsa constantemente a buscar y amar en todo a Dios.
En la práctica, amar a Dios en todo significa reconocer y acatar en todo lo que nos suceda la mano del Dios Santo, infinitamente Sabio y Bueno, que obra todo en todas las cosas.
Debemos someternos, pues, humilde y rendidamente, a su omnipotente Providencia y a su sapientísimo gobierno.
Estemos dispuestos a cumplir plenamente sus mandatos, a satisfacer en todo sus gustos y deseos, tal como Él quiere manifestarlos a través de las cosas, sucesos, situaciones, contratiempos, sinsabores, luchas, fracasos, etcétera…
Tengamos un ardiente deseo de no hacer nuestra propia voluntad, de no satisfacer nuestros gustos e inclinaciones, sino de hacer y cumplir ante todo y sobre todo la voluntad Divina, de ejecutar lo que a Dios le plazca y agrade.
Aceptemos todos nuestros trabajos y dolores, todas las dificultades de la vida, no por otros motivos que porque así lo quiere Dios y por qué Él es quien todo lo dispone, quien todo lo da o quita.
Haciéndolo así amaremos a Dios de veras en todas las cosas y cumpliremos en todo su santa voluntad; nuestra vida será de este modo una vida de perfecta y continua alabanza y glorificación divinas.
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Concluyamos: ver y amar a Dios en todas las cosas esto es lo que quiere enseñarnos Nuestro Señor; quiere elevarnos por encima de nuestra mentalidad y de nuestros afanes puramente naturales y humanos para introducirnos en el mundo de lo espiritual, en el mundo de Dios.
Bajo la acción del Espíritu Santo nuestra alma quedará completamente curada de su ceguera y de su egoísmo, se elevará por encima de todas las inquietudes, agitaciones y pensamientos puramente humanos y terrenos, hasta llegar a no conocer más que una sola cosa: los intereses el agrado la honra de Dios. Y con Dios habrá encontrado su paz y su plena seguridad.
Veamos y amemos a Dios en todo, unámonos y entreguémonos en todo a Él y a su santa voluntad.
De este modo nos liberaremos de todo amor y apego desordenado a los hombres, a los trabajos y a las cosas.
De este modo alcanzaremos una santa libertad e indiferencia ante todas las dificultades, dolores, enfermedades y fracasos.
Alcanzaremos una santa energía, un santo coraje para soportar todos los trabajos, todas las penalidades y sacrificios que se nos exijan.
Alcanzaremos un santo dominio sobre los impulsos naturales del egoísmo, de la impaciencia, de la sensibilidad, del orgullo, de la ambición, de la propia estima…
Alcanzaremos, finalmente, una santa intimidad y trato con Dios, un estado de constante oración, salida de un corazón lleno de gozo, de paz y de libertad interior, de un corazón íntimamente unido e identificado con Dios y su Divino Hijo.
Nuestro Señor nos dice: Haz esto y vivirás.

