FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DE NUESTRO SEÑOR
Dadas las circunstancias que nos tocan vivir, me parece muy importante y conveniente desarrollar este misterio de la vida de Jesús estableciendo un paralelo, una comparación, con lo que podemos llamar la Transfiguración de la Iglesia…
Para comprender mejor lo que quiero decir, debemos colocar este episodio en su contexto histórico.
Nuestro Señor Jesucristo había anunciado por primera vez su Pasión a los Apóstoles. Dice el Evangelio: Jesús comenzó a declarar a sus discípulos que era necesario que fuera a Jerusalén, que sufriera mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y escribas, que lo pondrían a muerte y que resucitaría el tercer día.
Sin embargo, los discípulos no comprendieron lo que les decía. Esta palabra les estaba como velada, y se envolvían sus ojos en una noche tan gruesa que les impedía ver nada.
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Ahora bien, el Padre Emmanuel, en su libro sobre El Drama del Fin de los Tiempos, resumió todo lo que los Santos Padres, particularmente San Gregorio Magno, predijeron sobre la Pasión de la Iglesia en base a las profecías, tanto de Nuestro Señor, como de los Apóstoles.
En el primer artículo, de marzo de 1885, escribió: “Dios ha querido que los destinos de la Iglesia de su Hijo único fuesen trazados de antemano en las Escrituras, como lo habían sido los de su Hijo mismo. La Iglesia, como debe ser semejante en todo a Nuestro Señor, sufrirá, antes del fin del mundo, una prueba suprema que será una verdadera Pasión (…) La fe nos hace seguir el gran antagonismo entre Satán y Nuestro Señor; ella nos hace asistir a las astucias y a las violencias de que se vale el espíritu inmundo, para entrar en la casa de la que Jesucristo lo expulsó. Al fin volverá a entrar en ella, y querrá eliminar de ella a Nuestro Señor. Entonces se rasgarán los velos, lo sobrenatural se manifestará por todas partes; no habrá ya política propiamente dicha, sino que se desarrollará un drama exclusivamente religioso, que abarcará a todo el universo”.
Y en el artículo sexto, La Iglesia durante la tormenta, de agosto de 1885, completó: “San Gregorio Magno, en sus luminosos comentarios sobre Job, abre las más profundas perspectivas sobre toda la historia de la Iglesia. Es que él mismo estaba visiblemente animado de este espíritu profético derramado en todas las Escrituras. Contempla a la Iglesia, al fin de los tiempos, bajo la figura de Job humillado y sufriente, expuesto a las insinuaciones pérfidas de su mujer y a las críticas amargas de sus amigos; él, delante de quien en otros tiempos se levantaban los ancianos, y los príncipes guardaban silencio. La Iglesia, dice muchas veces el gran Papa, hacia el término de su peregrinación, será privada de todo poder temporal; incluso se tratará de quitarle todo punto de apoyo sobre la tierra. Y declara que será despojada del brillo mismo que proviene de los dones sobrenaturales”.
Y el Cardenal Pie, también en el siglo XIX, dijo:
“Esta prueba, ¿está próxima?, ¿está distante?: nadie lo sabe, y no me atrevo a prever nada a este respecto; ya que comparto la impresión de Bossuet, que decía: “Tiemblo poniendo las manos sobre el futuro”. Pero lo que es cierto, es que a medida que el mundo se aproxima de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja. No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra, es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres. Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias. La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dada por San Pablo como una señal precursora del final, irán consumándose de día en día. La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, será llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas. Ella que decía en sus comienzos: “El lugar me es estrecho, hacedme lugar donde pueda vivir”, se verá disputar el terreno paso a paso; será sitiada, estrechada por todas partes; así como los siglos la hicieron grande, del mismo modo se aplicarán a restringirla. Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: “se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos”. La insolencia del mal llegará a su cima”.
Para decirlo en pocas palabras: Nuestro Señor nos dejó esta misteriosa frase: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿creéis que encontrará fe sobre la tierra?”, conectando proféticamente su Primera y Segunda Venida, indicando que el estado de la religión será parecido en ambos momentos, los dos saturados por el mismo mal, el fariseísmo… Viendo el estado de la religión en su tiempo (en que, por causa del fariseísmo, en los campos la gente andaba “como ovejas que no tienen pastor”, y en las ciudades “con pastores que eran lobos con piel de oveja”) vislumbró proféticamente el período agónico de la religión, en que la situación religiosa habrá de ser parecida o peor; y exhaló un tremendo gemido…
Monseñor Juan Straubinger, comentando este versículo, dice acertadamente: “Obliga a una detenida meditación este impresionante anuncio que hace Cristo, no obstante haber prometido su asistencia a la Iglesia hasta la consumación del siglo. Es el gran misterio que San Pablo llama de iniquidad y de apostasía (II Tesalonicenses II), y que el mismo Señor describe varias veces, principalmente en su discurso escatológico.”
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Tenemos, pues anunciada la Pasión, tanto de Nuestro Señor, como de la Iglesia.
Siguiendo con el paralelo, sabemos que, cuando Nuestro Señor predijo su Pasión a sus discípulos, Pedro, tomándolo a parte, se puso a reprenderlo, diciendo: ¡Dios no lo permita, Señor! Eso no os llegará.
Este Apóstol, después de haber recibido del Padre una revelación tan excepcional sobre Nuestro Señor, confesándolo el Cristo, el Hijo de Dios vivo, después de ser llamado “bienaventurado” por el mismo Hijo de Dios, cae en poco tiempo de la cumbre donde fue elevado… La pasión de Cristo le produce vértigo y miedo…
Jesús, volviéndose, reprendió al Apóstol: ¡Quítateme de delante, Satanás! ¡Eres un tropiezo para Mí, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!
Así como los Apóstoles en general, tampoco San Pedro llegó a comprender entonces el pleno sentido de la misión mesiánica de Jesús, de la cual su Pasión era inseparable. Vemos así que el amor de Pedro era todavía sentimental, y continuó siéndolo hasta que recibió al Espíritu Santo el día de Pentecostés. Esto explica que en Getsemaní abandonase a Jesús y luego lo negase tres veces en el palacio del pontífice.
A nosotros también, la Pasión de la Iglesia nos produce vértigo y nos da miedo…, y exclamamos: ¡Dios no lo permita!… ¡No es posible! ¡Voy a perder la Fe, si se me aseguran que la Iglesia sufrirá una Pasión!…
Como Pedro, no comprendemos nada. Y, como al Apóstol, Nuestro Señor podría decirnos: Es el hombre quien habla en ti, no es ya el Padre Celestial, que acaba de revelarte que yo soy el Mesías, el Hijo de Dios vivo…
Cuando queremos evitar o evadir a la Iglesia su Pasión, Nuestro Señor nos dice: Apártate Satanás. Me eres un objeto de escándalo, no tienes el sentido de las cosas de Dios.
Y yendo más lejos, agudizando la cuestión, dijo Jesús a sus discípulos: Si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz y siga tras de Mí. Porque el que quisiere salvar su alma, la perderá; y quien pierda su alma por mi causa, la hallará”.
Entonces, si al propio Príncipe de los Apóstoles lo llamó “Satanás”, ¿qué debemos esperar los que renunciemos a la Cruz?
Si el Hijo de Dios hizo un reproche tan severo a aquel que había hecho una confesión tan excelente y a quien acababa de llamar “bienaventurado”, ¿cómo tratará un día a los que, después de tantas pruebas manifiestas de su propia divinidad, así como la de su Iglesia, no reciben y no adoran el misterio de la Cruz?
San Pedro, juzgando los sufrimientos de su Maestro de una manera muy grosera y muy carnal, creía que esta muerte era vergonzosa e indigna de su grandeza. Y es por eso mismo que Jesucristo lo reprende.
Es como si le dijese: No es indigno de mí sufrir la muerte; y sólo los pensamientos bajos y terrestres te hacen juzgar de este modo. Si hubieses escuchado mis palabras con el Espíritu de Dios, alejando de ti los pensamientos carnales, comprenderías qué gloria yo extraeré de esta pasión y de esta ignominia. Tú dices que es indigno de mí sufrir, y te respondo que solamente el diablo puede oponerse a mis sufrimientos.
No intentemos, pues, soslayar la Pasión de la Iglesia, ni procuremos evadirnos de ella…
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Seis días después del terrible anuncio y de la reprimenda ejemplar, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a la cima de una alta montaña; y allí tuvo lugar la maravillosa Transfiguración.
Nuestro Señor elige para testigos de su gloria a los tres discípulos que debían ser testigos también de su agonía en Getsemaní.
El Cuerpo de Nuestro Señor manifestó esa extraordinaria claridad que, en virtud de la unión hipostática, le era propia y natural. Por lo tanto, hay que decir que la Transfiguración fue más el cese o suspensión momentánea de un milagro que un milagro en sí mismo.
Éste consistía precisamente en que Nuestro Señor ocultaba constantemente su Divinidad, sólo para dejar ver en Él, durante todo el curso de su vida mortal, la fragilidad y el humilde exterior de nuestra humanidad.
San Juan Crisóstomo, al comentar este pasaje, enseña: “Había el Señor hablado mucho de peligros a sus discípulos, como también de su pasión y muerte. Les había hablado asimismo del martirio que ellos sufrirían y prescrito muchas cosas austeras y difíciles. Y todas estas cosas adversas debían ocurrir en la vida presente y en tiempo muy próximo; al paso que las cosas venturosas, a saber, que perdiendo la vida salvarían sus almas, y que vendría Él mismo en la gloria del Padre para adjudicarles las recompensas merecidas, sólo se las mostraba como objetos de su esperanza y de su expectación. Deseando, pues, robustecer su certidumbre por medio de la visión, y mostrarles qué será la gloria con que ha de venir un día, muéstrales esta gloria en la medida en que eran capaces de contemplarla en este mundo, proponiéndose, además, con ello, impedirles a todos, pero especialmente a Pedro, el entristecerse demasiado por la propia muerte y por la de su Maestro”.
Y San León Magno agrega: “Con esta transfiguración se proponía principalmente substraer el corazón de sus discípulos al escándalo de la cruz, y evitar que la ignominia voluntaria de su pasión conturbara la fe de aquellos ante los cuales descubriría la excelencia de su dignidad oculta. Se proponía asimismo su providencia fundar las esperanzas de la Iglesia, haciendo que todo el cuerpo de Cristo conociera la transformación que le está reservada, ya que cada uno de los miembros puede prometerse el participar de la gloria con que resplandeció de antemano la cabeza”.
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Paralelamente a la Transfiguración de su Fundador, la Santa Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo, experimentó primero un magnífico auge, en el tiempo de los Apóstoles y Mártires; luego, en los siglos de los grandes Pastores y Doctores de Oriente y Occidente, se expandió aún más. Sucesivamente se liberó de la sinagoga judía, se abrió a los gentiles, soportó las persecuciones del imperio pagano hasta el tiempo señalado para la conversión de este.
Y luego, la Iglesia brilló durante mil años, con una soberanía incomparable, sobre emperadores, reyes y príncipes, mientras Nuestro Señor Jesús y Nuestra Señora inspiraron el pensamiento y las leyes, la literatura y las artes, toda la vida de la Cristiandad.
Fue en el siglo XIII cuando dejó entrever el espectáculo del poder y magnificencia del Espíritu Santo, transfiguración y prefiguración de lo que será la Jerusalén Celestial, al regreso de su Señor.
Recordemos las palabras del Papa León XIII en su Encíclica Immortale Dei, que nos dejan entrever esa transfiguración radiante de la Iglesia, reflejada en la Cristiandad: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer”.
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La Transfiguración de Nuestro Señor no debía prolongarse, a pesar de los deseos de Pedro, quien sugirió: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías…
San León Magno comenta de modo admirable: “Mas el Señor nada respondió a esta proposición, como indicando que sin ser malo lo que Pedro deseaba era improcedente, ya que el mundo no podía salvarse sino con la muerte de Cristo. Lo hizo, además, para conducir la fe de los creyentes a comprender que, aunque en medio de las tentaciones de esta vida no hay que dudar nunca de las promesas de la bienaventuranza; es preciso, con todo, implorar la paciencia más bien que la gloria”.
Señalemos que San Pedro no pensaba en hacer una tienda para él. Quería simplemente permanecer en la cima del Tabor. Nada de descender a Jerusalén para la crucifixión. Permanezcamos aquí arriba durante la gran tribulación…
Hay quienes no quieren saber nada con la Pasión de la Iglesia… Dicen: permanezcamos en la Edad Media…, nada de mundo moderno, nada de revolución francesa, nada de comunismo, nada de modernismo, nada de Vaticano II… Regresemos a la Edad Media… ¡Viva Cristo Rey! Permanezcamos aquí…
Si pensamos de este modo, no sabemos lo que pensamos, ni lo que decimos… Esto se terminó, todo eso se terminó… Estamos en la Pasión de la Iglesia… Pero queremos permanecer en la edad de oro de la Iglesia… Esto es utópico, es ilusorio… Como San Pedro, no sabemos lo que pensamos.
Es más, Nuestro Señor, cuando bajaban del monte, les ordenó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos, recordándoles que debían descender al valle para asistir a la Pasión, subir al monte de Getsemaní y luego al del Calvario…
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Para los que hubiesen deseado prolongar la magnificencia de la Cristiandad…, o añoran hoy con el regreso a la misma… y sueñan con la restauración de la Civilización Cristiana…, retornemos al Padre Emmanuel, quien se expresa con justeza: “Podemos preguntarnos por qué los escritores sagrados han descrito tan minuciosamente las peripecias de este drama de la Iglesia, cuando sólo ocupará algunos pocos años. Es que será la conclusión de toda la historia de la Iglesia y del género humano; es que hará resaltar, con un brillo supremo, el carácter divino de la Iglesia.
Por otra parte, todas estas profecías tienen el fin incontestable de fortalecer el alma de los fieles creyentes en los días de la gran prueba. Todas las sacudidas, todos los miedos, todas las seducciones que entonces los asaltarán, puesto que han sido predichos con tanta exactitud, formarán entonces otros tantos argumentos en favor de la fe combatida y proscrita. La fe se afianzará en ellos, precisamente por medio de lo que debería destruirla.
Pero nosotros mismos tenemos que sacar abundantes frutos de la consideración de estos acontecimientos extraños y temibles. Después de haber hablado de ellos, Nuestro Señor dijo a sus discípulos: Velad, pues, orando en todo tiempo, a fin de merecer el evitar todos estos males venideros, y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.
Así, pues, el anuncio de estos acontecimientos es un solemne aviso al mundo: Velad y orad para no caer en la tentación. No sabéis cuándo sucederán estas cosas: velad y orad, para que no os tomen por sorpresa.
Sabéis que desde ahora la seducción opera en las almas, que el misterio de iniquidad realiza su obra, que la fe es reputada como un oprobio; velad y orad, para conservar la fe.
Llegó la hora de la noche, la hora del poder de las tinieblas: velad para que vuestra lámpara no se apague, orad para que el torpor y el sueño no os venzan.
Más bien levantad vuestras cabezas al cielo; porque la hora de la redención se acerca, porque las primeras luces del alba clarean ya las tinieblas de la noche”.
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Así como la anunciada Resurrección de Nuestro Señor tuvo lugar, también se realizará la de la Iglesia.
Escuchemos, una vez más al Padre Emmanuel: “Jamás se habrá visto al mal tan desencadenado; y al mismo tiempo más contenido en la mano de Dios. La Iglesia, como Nuestro Señor, será entregada sin defensa a los verdugos, que la crucificarán en todos sus miembros; pero no se les permitirá romperle los huesos, que son los elegidos, como tampoco se les permitió romper los del Cordero Pascual extendido sobre la cruz. La prueba será limitada, abreviada, por causa de los elegidos; y los elegidos se salvarán; y los elegidos serán todos los verdaderos humildes.
A pesar de todas estas tristezas punzantes, la Iglesia no perderá ni la valentía ni la confianza. Será sostenida por la promesa del Salvador, consignada en las Escrituras, de que esos días serán abreviados a causa de los elegidos. Sabiendo que los elegidos serán salvados a pesar de todo, se entregará, en lo más recio de la tormenta, a la salvación de las almas con una energía infatigable.
En efecto, a pesar del espantoso escándalo de esos tiempos de perdición, no hay que pensar que los pequeños y los débiles se perderán necesariamente. El camino de salvación seguirá estando abierto, y la salvación será posible para todos. La Iglesia tendrá medios de preservación proporcionados a la magnitud del peligro. Y sólo perecerán aquellos de entre los pequeños que, por haber abandonado las alas de su madre, serán presa del ave rapaz.
¿Cuáles serán esos medios de preservación? Las Escrituras no nos dan ninguna indicación sobre este punto; mas nosotros podemos formular sin temeridad algunas conjeturas.
La Iglesia se acordará del aviso dado por Nuestro Señor para los tiempos de la toma y destrucción de Jerusalén, y aplicable, según el parecer de los intérpretes, a la última persecución. “Cuando viereis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, estar en el lugar santo (¡el que lee, entienda!), entonces los que estén en la Judea huyan a los montes…
En conformidad con estas instrucciones del Salvador, la Iglesia salvará a los pequeños de su rebaño por medio de la fuga; Ella les preparará refugios inaccesibles, donde los colmillos de la Bestia no los alcanzarán.
Uno puede preguntarse cómo habrá entonces refugios inaccesibles, cuando la tierra se encontrará repleta y surcada de vías de comunicación. Hay que contestar que Dios proveerá por sí mismo a la seguridad de los fugitivos.
San Juan nos hace entrever la acción de la Providencia. En el capítulo XII del Apocalipsis, nos presenta a una Mujer revestida del sol y coronada de estrellas; es la Iglesia. Esta Mujer sufre los dolores del parto; porque la Iglesia da a luz a Dios en las almas, en medio de grandes sufrimientos. Ante ella se aposta un gran dragón rojo, imagen del diablo y de sus continuas emboscadas. Pero la Mujer huye al desierto, “a un lugar preparado por Dios mismo, para que allí la sustenten durante mil doscientos sesenta días”.
Estos 1260 días, que son tres años y medio, indican el tiempo de la persecución del Anticristo, como queda manifiesto por los demás pasajes del Apocalipsis. Por lo tanto, durante este tiempo la Iglesia, en la persona de los débiles, huirá al desierto, a la soledad; y Dios mismo se cuidará de mantenerla escondida y de alimentarla.
Finalmente, la prueba concluirá por un triunfo inaudito de la Iglesia, comparable a una resurrección. En esos tiempos, e incluso en los preludios de la crisis suprema, la Iglesia verá cómo se convierten los restos de las naciones. Pero su consuelo más vivo será el retorno de los judíos. Los judíos se convertirán, ya antes, ya durante el triunfo de la Iglesia; y San Pablo, que anuncia este gran acontecimiento, no puede aguantarse de alegría al contemplar sus consecuencias”.
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Para terminar, resumamos todo con la admirable explicación y exhortación del Padre Calmel, que escribió:
“Por derecho, el estado de transfiguración convenía a este Cuerpo, instrumento perfectamente adaptado al Verbo de Dios y a su Alma llena de Gracia y de Verdad. Sin embargo, el Verbo de Dios no asumió un Cuerpo humano para que esté transfigurado habitualmente durante su vida mortal, sino al contrario para que sea capaz de sufrir y morir para nuestra salvación.
Por esta razón hasta la mañana de la gloriosa resurrección de entre los muertos, excepto el día de la Transfiguración, este Cuerpo no ha conocido la gloria que le correspondía.
Si el Señor hubiese conocido esta gloria, no solamente no habría podido redimirnos de la manera que convenía, es decir, por el sufrimiento; sino que incluso los Apóstoles, y los fieles que lo habrían seguido, no lo habrían seguido en verdad. Seguir un Cristo en estado habitual de transfiguración, eso no habría sido seguir a Cristo en sí mismo, sino más bien encantarse de su magnificencia.
Podemos hacer reflexiones similares respecto del Cuerpo Místico de Nuestro Señor… En efecto, si la Santa Iglesia hubiera conocido la gloria, no solamente Ella no habría podido redimirnos de la manera que convenía, es decir, por el sufrimiento; sino que incluso los fieles que la hubieran seguido, no la habrían seguido en verdad. Seguir una Iglesia en estado habitual de transfiguración, eso no hubiera sido seguir a la Iglesia en sí misma, sino más bien encantarse de su magnificencia…
Si queremos tener parte en la gloria de la Iglesia en el momento de su triunfo, debemos acompañar en primer lugar a la Iglesia hoy en su Pasión…
¿Por qué, entones, la Transfiguración? Por la misma razón que la Resurrección, de la cual es el anuncio y la figura: para darnos confianza en medio de una vida de angustias y oscuridad; para consolidar nuestra esperanza en medio de una vida de incertidumbre y tinieblas.
El Señor nos dio bastante luz para que no dudáramos en seguirlo, incluso en medio de la noche. Como el apóstol San Pedro preferiríamos (nuestra naturaleza preferiría) que la noche no vuelva, que la transfiguración se prolongue sin fin.
La naturaleza, abandonada a sí misma, no entiende las cosas de Dios. Pero es bueno para nosotros que se esfume el resplandor de este sol; es mejor avanzar en la noche. Aquí bajo es mejor para la fidelidad.
Si no dejamos de ir a su encuentro, aunque sea de noche, esta perseverancia dolorosa es la prueba de que buscamos de verdad al Señor.
Es porque nos ama, porque desea que lo encontremos a Él y nada más en su lugar, que quiere que lo busquemos en la noche… Aunque sea de noche.
En cuanto a esos cristianos a quienes las comodidades, la paz, las adulaciones, la seguridad del día siguiente, el éxito de la vida impediría prestar atención al Rostro del Salvador, les pido detenerse un momento y reflexionar en presencia del misterio de gloria y el misterio de la ignominia del Señor Jesús… Les pido aceptar observar atentamente a Aquel en el cual siguen creyendo…
Si Él no quiso tomar el camino del éxito, de las comodidades, de la paz, de la seguridad del día siguiente y de la consideración del mundo, es que este camino no es el mejor.
Entonces, el Señor se revelará a ellos tal como es: el Señor de la Gloria y de la Hostia de la Cruz.
Entonces comenzará a estar presente en sus vidas, para modificarla profundamente”.
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Al final del Apocalipsis, San Juan nos deja entrever la gloria de la Santa Iglesia: “Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas postreras, y habló conmigo diciendo: Ven acá, te mostraré la novia, la esposa del Cordero. Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa Jerusalén, que bajaba del cielo, desde Dios, teniendo la gloria de Dios; su luminar era semejante a una piedra preciosísima, cual piedra de jaspe cristalina (…) No vi en ella templo, porque su templo es el Señor Dios Todopoderoso, así como el Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la alumbren, pues la gloria de Dios le dio su luz, y su lumbrera es el Cordero. Las naciones andarán a la luz de ella, y los reyes de la tierra llevan a ella sus glorias. Sus puertas nunca se cerrarán de día —ya que noche allí no habrá— y llevarán a ella las glorias y la honra de las naciones. Y no entrará en ella cosa vil, ni quien obra abominación y mentira, sino solamente los que están escritos en el libro de vida del Cordero”.
Pidamos a María Santísima, a Nuestra Señora del Apocalipsis, la gracia de comprender todas estas enseñanzas y ponerlas en práctica.

