JUICIO CRÍTICO SOBRE LA EDUCACIÓN ANTIGUA Y LA MODERNA

CONSERVANDO LOS RESTOS II

 

Decimoctava entrega

 

“La buena educación de los jóvenes es, en verdad, el ministerio más digno, el más noble, el de mayor mérito, el más beneficioso, el más útil, el más necesario, el más natural, el más razonable, el más grato, el más atractivo y el más glorioso”

San José de Calasanz

 

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SEGUNDA PARTE

DEL SISTEMA ANTIGUO

CAPÍTULO IX

DOCTRINA Y MÉTODO PARA EL ESTUDIO DE ESTE SEGUNDO PERÍODO

§ I

Declarada la importancia de la filosofía, y la extensión que su desarrollo requiere, debemos tratar ahora de las doctrinas que en esta enseñanza se han de seguir y del método que conviene emplear para hacer más fructuoso un estudio de tan relevante importancia.

Por lo que toca a la elección de la doctrina, claro está que es del mayor interés; pues cuanto provecho está llamada a causar una sana filosofía, tanto daño producirá una que sea perversa; y si se hubieran de enseñar tales doctrinas filosóficas que sirviesen para envenenar las almas de los jóvenes y conducirlas a los extravíos de la duda o a las locuras de la impiedad, por mejor tendríamos borrar el nombre de filosofía del catálogo de las enseñanzas humanas, porque preferible es un ignorante a un malvado.

Para lograr la seguridad de la doctrina, basta que las enseñanzas de la filosofía estén sujetas a la fe santísima que profesamos; errar, procediendo en unión con ella, es imposible; errar, apartándonos de ella, es inevitable; puesto que, si alguna vez la doctrina de la filosofía llegase a ser contraria a la fe, sabemos con plena certidumbre que sería doctrina falsa. Así nos lo enseña el Concilio Vaticano (Constit. dogm. de fide: cap. IV):

Aunque la fe esté sobre la razón, no puede nunca haber entre ambas verdadero desacuerdo, porque el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe, es el que ha dado al espíritu humano la luz de la razón; y Dios no puede negarse a sí mismo, ni una verdad ser contraria a otra verdad”.

Por este motivo el antiguo método no ha dudado un momento acerca de la doctrina; y, aunque en la escuela particular a que habían de adherirse, ha dejado libres a sus doctores, y de hecho ha reinado entre ellos la variedad que era natural; ha puesto, no obstante, sumo cuidado en que todas las enseñanzas estuviesen en armonía con la santa fe, y nunca ha habido disensión ni incertidumbre en las escuelas acerca de los primeros fundamentos en que estriba la filosofía, exceptuando tal vez a los novadores del siglo XVI.

Ni se contentaban las Universidades y las escuelas con buscarlo suficiente para librarnos del error, sino lo más excelente que está a nuestro alcance; prefiriendo a todas la doctrina sólida y de completa seguridad que nos legó el talento más angélico que ha surgido entre los sabios.

Esta es la que hoy mismo el sapientísimo León XIII acaba de señalar al mundo cristiano en su inmortal Encíclica Æterni Patris donde después de hacer palpable la utilidad de aquella doctrina para la salud espiritual, desciende a demostrar cómo, aun en lo temporal, la familia y la sociedad civil, puestas en peligro por las doctrinas revolucionarias, no tienen más áncora de salvación que las saludables enseñanzas del Ángel de las escuelas.

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En cuanto a los demás ramos del saber humano, dice estas palabras que no podemos menos de estampar aquí:

Todas las ciencias, finalmente, deben concebir viva esperanza de perfección y aumento y prometerse muchos auxilios de esta restauración propuesta por Nos en orden a los estudios filosóficos. Porque de la filosofía acostumbraron las buenas artes a tomar, como de ciencia normal y moderadora de las demás, su razón y recto modo, y a sacar de ella, como de fuente común de vida, el espíritu que debe animarlas. Los hechos y una experiencia constante prueban que entonces florecieron principalmente las artes liberales, cuando se mantuvo el honor debido a la filosofía y prevaleció la sabiduría de sus juicios; y por el contrario que perdieron su vigor y lozanía, y acabaron por yacer en el olvido, cuando la filosofía decayó y vino a dar en errores y necedades.

Por idéntica razón las mismas ciencias físicas, ahora tan estimadas y acrecentadas con tantos y tan ilustres descubrimientos, que excitan en todas partes la singular admiración del ánimo, lejos de experimentar con la restauración de la antigua filosofía algún detrimento, recibirán de ella gran auxilio. Y a la verdad, exige el estudio fecundo de estas ciencias y su legítimo progreso, que no se contenten con examinar los hechos y observar la naturaleza, sino que después de establecerlos suban a más alta consideración, esforzándose diligentemente en conocer la esencia de los seres corpóreos e investigar las leyes que siguen en sus movimientos; de dónde proceden el orden que guardan entre sí y la unidad en la variedad y la semejanza que tienen, a pesar de ser diversos los unos de los otros. Y es verdaderamente admirable la luz y la fuerza que estas investigaciones reciben de la filosofía escolástica sabiamente enseñadas.

Y acerca de esto es bien advertir que hacen gravísima injuria a la filosofía escolástica los que la acusan de contrariar al progreso e incremento de las ciencias naturales. Porque habiendo enseñado los escolásticos a menudo en la antropología, conforme a la doctrina de los Santos Padres, que la inteligencia humana sólo se eleva al conocimiento de las cosas espirituales partiendo de las sensibles; comprendieron muy bien que nada hay más útil para el filósofo que escudriñar diligentemente los arcanos de la naturaleza, y aplicar las fuerzas de la mente con intensidad y constancia al estudio del mundo físico. Y como lo pensaron, así lo hicieron Santo Tomás de Aquino, el B. Alberto Magno y otros escolásticos insignes, de tal manera especularon en las cosas tocantes a la filosofía, que no dejaron de emplear gran parte de su estudio en el conocimiento de las cosas naturales; tanto que no pocos dichos y sentencias suyas han confirmado los sabios modernos, confesando que están conformes con la verdad. Además de esto, muchos doctores en ciencias físicas, que las cultivan en nuestros días con gloria singular, confiesan públicamente y sin rebozo, que entre los resultados ciertos y constantes de la física novísima, y los principios filosóficos de la Escuela, no media oposición alguna real.

(…)

Por todas estas cosas y razones, siempre que ponemos los ojos en la bondad, eficacia y esclarecidos frutos de esta enseñanza, que nuestros mayores tanto amaron, juzgamos que se procedió sin razón ni consejo en no darle siempre el honor debido, ni haber este durado en todas partes; mayormente constando, como consta, que el uso perpetuo, el juicio de los más ilustres varones, y sobre todo, el voto de la Iglesia, fue favorable a la filosofía escolástica. En lugar de la antigua doctrina se introdujo aquí y allí cierta filosofía nueva, de dónde provino no haberse recogido los frutos apetecidos y saludables que la Iglesia y la misma sociedad civil habrían deseado. Gracias a los novadores del siglo XVI, hízose moda discurrir en materias filosóficas, sin miramiento ni respeto alguno a la fe, no negándose a nadie la licencia que cada cual pedía y otorgaba a su vez, para excogitar a su placer las opiniones que le sugiriese su propio ingenio. De dónde provino multiplicarse sin medida los sistemas de filosofía, y nacer sentencias diversas y contradictorias aun sobre las cosas que son principales en los conocimientos humanos. A menudo de la muchedumbre de opiniones se pasó a la incertidumbre y a la duda: y todos saben que de la duda al error no hay más que un paso. Este mismo amor a la novedad, por ser tan común en los hombres moverse a obrar por espíritu de imitación, pareció en algunas partes haber inficionado el ánimo aun de los filósofos católicos; los cuales desdeñando el patrimonio de la antigua sabiduría, más que acrecentarla y perfeccionarla, quisieron inventar teorías y sentencias peregrinas, con menguado consejo a la verdad, y no sin detrimento de las ciencias. Porque como esta muchedumbre de doctrinas sólo se apoya en la autoridad y arbitrio de determinados maestros, tiene un fundamento mudable, y por esta causa, en vez de dar a la filosofía la firmeza, estabilidad y fortaleza de la antigua, la hace fluctuante y ligera. No es maravilla, pues, que en siendo contrastada por razones contrarias, se encuentre alguna vez privada de medios eficaces de defensa; falta que a nadie debe imputar sino a sí propio. Y no es esto decir que desaprobemos el estudio de los sabios que aplican las fuerzas de su ingenio y erudición y el tesoro de los nuevos descubrimientos a cultivar la filosofía, pues tal estudio sabemos bien que conduce a la perfección de las doctrinas; sino que se ha de cuidar que en tal estudio no se cifre todo, ni aun la parte principal de este ejercicio.”

§ II

Pasemos ahora a tratar del método más acomodado para la fructuosa enseñanza de esta doctrina.

En un importante carácter difieren en todas sus enseñanzas la escuela antigua y la nueva, y es en la diversa estima que tienen de la repetición y ejercicio.

El sistema moderno gusta de recorrer como mariposa el campo de los conocimientos humanos, pasando ligeramente y tomando de ellos sólo lo que puede alcanzarse sin trabajo; así, en su afán de recorrerlo todo, no le queda tiempo para detenerse ni trabajar con fruto en ninguna materia.

Además de que, profesando infinito respeto al hombre, juzgaría hacer un agravio a los alumnos, poniendo en duda su vasta comprensión y claro talento, si los obligase a la trivial repetición, propia sólo de maestros retrógrados y rezagados, degradante para la dignidad del discípulo y, para decirlo sin ambages, más que otra cosa molesta en sumo grado para el profesor; que si ya en las clases inferiores está condenado casi a destierro este trabajo, mucho más ha de suceder esto en las de filosofía, pues los alumnos se encuentran entonces en el pleno desarrollo de sus facultades.

De donde resulta que la escuela se reduce a algunas explicaciones más o menos ampulosas del maestro sin ejercicio por parte de los alumnos; y de tal modo de enseñar procede como consecuencia necesaria en los discípulos el reducir toda su ciencia a aprender, cuando más, de memoria unas cuantas definiciones y la sustancia de algunos párrafos del autor de texto, que sirven para los exámenes, y forman un caudal de saber provisorio, que se tira como carga inútil tan pronto como se ha traspasado el umbral de la clase para subir a un estudio superior.

Agregándose a este método lo superficial de las nociones que se han explicado y aprendido, se fabrican aquellos que con propiedad se llaman semi-sabios o semidoctores, que son en nuestros días la más perniciosa peste de las ciencias y de la sociedad; que presumen entender de todo, porque de todas las cosas han oído un poco, y en medio de su orgullo e hinchazón, en realidad no saben nada, porque en ningún ramo han llegado a adquirir conocimientos sólidos y profundos.

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Semi-sabios en acción

Por el contrario, el antiguo sistema juzga que el ejercicio y la repetición constante son absolutamente necesarios para que los alumnos puedan adelantar y llegar a poseer con fruto los ramos que les enseña, y está bien persuadido que sólo por este camino se logra el fin que pretende; el cual no es, como en el moderno, el aprender unas cuantas nociones superficiales, que tan fácilmente se olvidan como prontamente se han aprendido, sino el asimilarse la doctrina, el hacérsela propia y llegar a dominarla por completo. Los genios son muy pocos, y el común de los mortales, únicamente como merced de asiduo trabajo y larga fatiga, llegan a obtener la ciencia, objeto de sus afanes.

En cuanto al ejercicio que el método empleado por el antiguo sistema considera como propio de las materias filosóficas, es a saber, la disputa; sirve de una manera admirable para fortificar el entendimiento, obligando al alumno a examinar las cuestiones en todos sus diversos aspectos y percibir sus mutuas relaciones; trabajo tan importante y provechoso que sin él no se puede llegar a conocer plenamente la verdad de un punto cualquiera de doctrina.

El alumno que ha de sustentar la proposición demostrada por el profesor, considera su defensa como negocio propio, excita su entendimiento para penetrar perfectamente en la fuerza de las razones, no sea que por no profundizarlas se le escape la ansiada solución, que ha de dejarle en buen lugar entre sus compañeros y tal vez a la vista de un concurso de personas ilustradas; con este fin estudia, pondera y previene las dificultades, con lo cual llega a ser dueño de la materia, cuanto lo consiente su capacidad, con mucha, mayor ventaja de la que le resultara de oír puramente multiplicadas explicaciones del maestro.

Por su parte los que han de impugnarle, miran la tesis como enemigos interesados en destruirla, aguzan su discurso, y revuelven cuantos libros que traten de la cuestión pueden haber a las manos, tantean la solidez de los argumentos y buscan todos los resquicios por donde pueden introducirse para demostrar la falsedad del aserto.

Tal es, delineando en ligero esbozo, el ejercicio que en los cursos de filosofía exige el sistema antiguo: ejercicio que, sujeto a la dirección de un maestro sabio, prudente y experimentado en estas justas de la inteligencia, es provechosísimo, así para los que defienden como para los que arguyen; pues con él a un tiempo profundizan las cuestiones estudiadas, y mantienen vivo el anhelo de estudiar y aprovechar en la materia a que se dedican.

Mas no basta que se haga este ejercicio, si no se emplea en él la forma silogística tan generalmente usada en todas las escuelas que se regían por el sistema antiguo. Es verdad que entre los enemigos de la sólida filosofía ha pasado a moda el ponderar la inutilidad del silogismo y el motejar a la ciencia que lo usa, con el insulso apodo de la ciencia de los ergos y distingos.

Pero por más que los filosofastros del día vociferen contra los ergos y distingos, no deja de ser cierto que la práctica del silogismo es el único modo posible de adiestrar con el ejercicio al entendimiento. Solo discurriendo se aprende a discurrir, y no hilvanando palabras. La forma más rigurosamente exacta del discurso es el silogismo, el cual acostumbrando el ánimo juvenil a cortar las galas de la elocuencia, que en este caso son inútiles y nocivas, presenta la verdad escueta, clara, con expresión concisa y exacta, comunica una delicada perspicacia y admirable solidez al entendimiento, y hace que éste con suma facilidad pueda luego descubrir la parte débil de cualquier raciocinio, porque instintivamente reduce cuantas pruebas encuentra, a aquella forma en que el error se manifiesta al punto con toda su repulsiva deformidad.

El modo de discurrir por silogismos, que a algunos parece largo y embarazoso es, dice Mr. Rollin, de absoluta necesidad, principalmente en los principios… Con este ejercicio diario y esta continua aplicación de las reglas se va poco a poco formando y aclarando el entendimiento de los jóvenes, y acostumbrándose a conocer lo falso, adquieren cada día mayor facilidad en explicarse y se hacen capaces de las cuestiones más dificultosas y más intrincadas”.

Y como para confirmar el voto de su autoridad con la prueba de los hechos, añade el experto Rector de la Universidad de Paris: “Cuando yo asistía e los ejercicios de filosofía quedaba pasmado de ver en los jóvenes una mudanza tan conocida en el corto tiempo de tres meses; pues tanto se perfeccionaba su razón que al fin del curso apenas parecían los mismos; y es lo que comúnmente sucede en las clases de filosofía, cuando los alumnos tienen talento y aplicación, siendo inexplicable el fruto que sacan de este estudio”. (1)

Ojalá que todos nuestros jóvenes se hubiesen ejercitado debidamente en tan provechosa escuela, y cuanto más y por mayor espacio de tiempo, mejor; a buen seguro que no se vería en ellos, cuando ya son hombres, tan lastimosa falta de lógica, y tanta facilidad para moverse todo viento de doctrina, como dice el apóstol San Judas (Ep. cath. v. 12).

Esta falta de lógica con razón ha sido calificada por varones insignes como uno de los daños más graves del siglo en que vivimos, pues que es la debilitación mortal de una de las más nobles facultades de nuestra alma, el entendimiento; y porque con esta debilidad, privada la voluntad de la guía segura que un entendimiento firme y sólido le presta, ha de seguir a ciegas los impulsos de las pasiones del momento, o se ha de plegar a las imposiciones de los más osados, si tienen en la mano intereses con que pagar a los que le sirvan y medios de perseguir a los que defiendan la verdad.

La acción en el individuo y en la sociedad resulta vacilante o envilecida por bajísimos fines cuando en el entendimiento no hay nociones y principios sólidamente asentados.

Por último, restaurando en las escuelas de filosofía el ejercicio de la disputa o argumentación en forma silogística, y solo por este medio, sería posible restablecer con condiciones de estabilidad y buen éxito las antiguas academias, de cuyo actual abandono se lamenta el distinguido profesor de la Universidad de Salamanca Sr. Martínez y González, en su precioso discurso inaugural de aquella Universidad para el curso de 1884-1885:

Por el mismo descuido de la Lógica, encuentra su explicación natural el que no haya sido posible en la Universidad moderna arraigar la costumbre de las academias, a imitación de la Universidad antigua. Todas las tentativas han fracasado. Igual animadversión les tienen los estudiantes que los profesores. ¿Sabéis por qué? Porque unos y otros están persuadidos de que no serían útiles, antes perjudiciales. A través del amor propio que se excita insensiblemente y encuentra grande alimento en la forma oratoria que está en uso, se oscurece la verdad, se posterga el más sabio, y se da el primer lugar al más atrevido, y el precio que merece la agudeza de la inteligencia es arrebatado por la ligereza de la lengua. Con los chistes ingeniosos, con los períodos brillantes se favorece la charlatanería en una edad en que se debe echar la base de los conocimientos; y en unos institutos cuyo fin es crear sólidos pensadores, se hacen retóricos eruditos;… a tales discusiones pone término necesariamente la fuerza de los pulmones, en lugar de ponerle la fuerza de la verdad”.

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§ III

Viniendo ahora al idioma más conveniente para la enseñanza de la filosofía, el antiguo sistema prefiere que se emplee el idioma latino, así en cuanto a los textos, como en cuanto a la explicación del profesor y al ejercicio de los discípulos en la clase; y en esto se opone abiertamente al método moderno, según el cual todas las materias han de ser enseñadas en la lengua vulgar del país, a excepción de algunas cuyos textos aconseja que estén en lenguas vivas, pero se horroriza con sólo la idea de explicar alguna asignatura en latín.

¿Es, pues, el enseñar la filosofía en latín, un proceder rancio, ridículo e imposible, como afirman los partidarios del sistema moderno? Vamos a demostrar que no tiene esto nada de ridículo ni de imposible, sino que es el medio más a propósito para conseguir algún fruto.

La filosofía trata de explicar y confirmar la verdad y las fuentes y principios de la verdad; para lo cual se necesita un lenguaje claro, breve y preciso; cualidades que competen en grado sobresaliente al idioma latino.

En efecto, el latín cultivado por espacio de veinte siglos y que ha sido durante gran parte de este tiempo la lengua propia de las Universidades y de los hombres doctos, como anteriormente hemos expuesto; ha recibido mediante este cultivo extraordinaria perfección y posee términos científicos adoptados por el uso común, tan propios y exactos y con los cuales tan clara y determinadamente se designan las cosas, que de ningún modo se puede dudar de su genuina significación. Tanto es así, que explicando la filosofía en la lengua patria, cuantas veces pretenden los autores o profesores expresar con precisión los conceptos, se ven obligados a echar mano de la nomenclatura técnica latina.

Los que por la práctica del método antiguo han experimentado la fijeza que da a los conceptos el uso de esta lengua verdaderamente científica, pueden estar íntimamente persuadidos de cuánta verdad es que su sola restauración echaría por el suelo muchos perniciosos errores actuales, que no viven ni se propagan sino al amparo de la hinchada fraseología y estudiada ambigüedad en que se encastillan sus autores, prevaliéndose de los giros y mutabilidad de las lenguas vivas para emplear modos de decir que nadie entiende y que sólo sus autores pretenden entender.

Y esta consideración de la mutabilidad de los idiomas nos sugiere el examen de otra cualidad por la cual el latín es la lengua propia de la filosofía y de las ciencias. La ciencia es inmutable; y entiéndase aquí que tomamos el nombre de ciencia en su acepción propia, única admitida por espacio de muchos siglos entre los sabios, que es, como conocimiento cierto y evidente de las cosas por sus causas. Es, pues, inmutable la ciencia, porque lo universal, acerca de lo cual versa y que no es más que la esencia de las cosas, es también inmutable; por lo tanto, es imposible que a la ciencia del hombre le convenga hoy el atributo de verdadera, y pasados cincuenta o cien años, o después de todos los descubrimientos o inventos que en el mundo se pueden realizar, llegue un punto en que deje de convenirle.

Ahora bien, para corresponder a un objeto inmutable, la expresión que mejor se acomoda es aquella que tampoco se puede mudar; y esto es lo que cabalmente se encuentra en la lengua latina, a diferencia de las otras vivas. El latín, idioma, cuyos modelos perseveran en las obras literarias de los clásicos, es una lengua que ha desaparecido del uso vulgar, y por este motivo no se halla ya expuesta a variación alguna; plena, completa y sin mudanza ha visto nacer, desarrollarse y cambiar todas las lenguas modernas, y las verá quizás desaparecer para dar lugar a otras nuevas; y depositaría de los tesoros de la sabiduría, los ha trasmitido y los trasmite con palabra igual a todas las generaciones donde haya entendimientos capaces de alcanzar la ciencia.

De aquí ha provenido que las obras clásicas, los tratados más perfectos que en los tiempos pasados han salido a luz en materia de filosofía, se encuentran escritos en latín. Más aún: los textos de filosofía que actualmente se publican, dolados de solidez y sana doctrina, son los que escriben los católicos, quienes por lo común se valen del idioma latino; y por lo mismo, no sólo el que desee adquirir un conocimiento profundo de esta ciencia, sino aun el que intente aprenderla de veras y no por mera fórmula, debe ejercitarse en el manejo de dicha lengua tal como se aplica a la Filosofía, lo cual en ningún tiempo se puede hacer mejor que durante el estudio de la misma.

Lo que acabamos de decir acerca de la filosofía no puede aplicarse en la misma proporción a todas las demás ciencias, por cuanto habiéndose cultivado algunas de ellas con particular esmero de un siglo a esta parte, están generalmente escritas en las lenguas vulgares las obras en que han sido tratadas, y ha prevalecido en las clases la costumbre de explicarlas en el idioma propio de cada país.

Pero, a pesar de todo esto, sería muy de desear que se restableciese el uso de la lengua latina, aun en las clases y en los libros de ciencias, por razón de las singulares ventajas que, según hemos dicho antes, resultarían de la unidad de lenguaje entre los sabios de las diversas naciones. No decimos una paradoja. ¿Por ventura han sido tratadas con menos lucidez que lo son actualmente, las matemáticas y la astronomía por los Newton, los Kepler, los Euler y Bernouilli? Y sin embargo, todas sus obras están en latín, y en latín explicaban y aprendían estas ciencias. La medicina no se apartó del latín sino contra las reiteradas exhortaciones del ilustre Tissot. Las obras físicas de Newton y las químicas de Boerhaave, difundidas en su tiempo por todas las Universidades de Europa, son latinas; las descripciones de objetos naturales que hoy mismo se hacen, escríbanse igualmente en latín, aun entre nosotros.

Y todos estos trabajos tenían la inmensa ventaja de ser entendidos por todos los sabios del mundo, con sólo consagrar al estudio de una lengua los años que ahora se dedican al de tres o cuatro, para que después los que escriben una obra científica tengan que publicarla en dos o más idiomas, y con riesgo de que ni con esa precaución han de ser tan universalmente entendidos.

En cuanto a la objeción de que los alumnos no entenderán lo que se les explica en latín, hemos indicado ya que precisamente el latín (aunque alguien lo haya dicho por ironía) se emplea en la ciencia para obtener mayor claridad, y para mayor brevedad y precisión. En lo cual somos consecuentes con nuestras ideas, porque el antiguo sistema no se parece al moderno, que hace estudiar un cúmulo de asignaturas para salir no sabiendo ninguna con perfección; sino que, como saben muy bien los que con él han enseñado o aprendido, pone al alumno de latín, ya en el tercer año, en estado de hablar medianamente y escribir con seguridad en este idioma; y como después sigan los cursos de humanidades y retórica se va perfeccionando con el continuo ejercicio, de manera que llegue fácilmente a expresarse con soltura y hasta con elegancia.

No hay, pues, por qué maravillarse de que pueda el profesor de filosofía hacer sus explicaciones en latín “para mayor claridad”, y que éstas sean tan comprensibles al alumno, como si se hicieran en su propia lengua, y más fructuosas por las razones arriba dichas. Y la experiencia nos ha mostrado que si algunos después de cursadas las letras humanas con este método no entienden la filosofía en latín, son solamente aquellos que tampoco la entienden aun que se la expliquen en lengua vulgar, como tampoco entienden el álgebra ni la geometría, ni la física ni la química, ya sean explicadas en latín ya en castellano; y esto no por la dificultad del idioma, sino por otra insuperable, que es el tener entendederas de piedra berrogueña.

Tan a la vista está la conveniencia de la lengua latina en la enseñanza de la filosofía y de las demás ciencias, que aquellos de los protestantes que más juiciosamente han escrito en materia de educación, reconocen el desacierto que han cometido los establecimientos docentes, apartándose de esta práctica, y manifiestan su deseo de que tan provechoso uso sea de nuevo restablecido. “Con razón debemos quejarnos, dice el protestante Roth, de que muchas Universidades hayan abandonado en sus disputas el antiguo y glorioso lenguaje de los sabios, que es el idioma latino; y si alguna vez en los tiempos venideros se abre juicio para decidir lo que nuestra edad ha hecho en favor de la sabiduría y del cultivo fundamental de la civilización; serán sin duda reconocidas entonces como dignas de elogio aquellas Universidades que se han mantenido lejos de la moderna pereza… Los alemanes, como depositarios de la sabiduría europea, tenemos toda clase de causas especiales para perseverar adheridos fielmente al idioma latino como idioma de los sabios, y por lo tanto promover con seriedad la composición latina en el gimnasio, y para ser en esta clase de ejercicios más bien exigentes, que remisos”. (2)

Notas:

(1) Modo de enseñar y estudiar las bellas letras… por MONSEÑOR ROLLIN, Rector de la Universidad de Paris, etc.: tomo IV, lib. V, art. II.

(2) Escritos menores, tomo 1, pág. 336.