LAS GRANDEZAS INCOMPARABLES DE MARÍA
SAN BERNARDO
Abad de Claraval – Doctor de la Iglesia
CAPÍTULO TERCERO
MARÍA ORÁCULO DEL ALTÍSIMO
Fue enviado, pues, el Ángel a una Virgen desposada con un varón justo; y el nombre de la Virgen era María.
Nadie puede dudar que aquel nuevo cántico, que sólo se concederá cantar a las vírgenes en el Reino de Dios, lo cantará también con ellas y aun la primera de todas, la Reina de las mismas.
Mas yo creo que a más de aquel cántico que como he dicho le será común con todas, aunque con solas las vírgenes, alegrará también con otros más dulces y más hermosos versos la Ciudad de Dios: suavísimas y armoniosas voces y melodía que ninguna aún de las mismas vírgenes, será digna de componer o imitar, porque prerrogativa suya será cantarlos sola, cuando Ella sola se gloría del alumbramiento y alumbramiento divino.
Se gloría en el alumbramiento no en sí mismo sino en el Señor a quien dio a luz. Porque Dios habiendo de dar a su Madre en el Cielo una gloria especial procuró prevenirla en la tierra con singular gracia, por la cual inefablemente concibiese intacta y diera a luz incorrupta.
Convenía a la Majestad de Dios que no naciese sino de la Virgen y a la Virgen convenía que no alumbrara a otro que a Dios. Así siendo preciso nacer de una mujer el hacedor de los hombres para hacerse uno de ellos debía escoger o más bien formar para Madre suya a aquella entre todas, que conocía era apropiada para Él y sabía que le había de agradar.
Por eso quiso que fuese Virgen, para tener una Madre purísima, el que es infinitamente puro y venía a limpiar las manchas de todos; quiso que fuese humilde para tener una Madre tal, el que es manso y humilde de corazón, a fin de mostrarnos en sí mismo el necesario y saludable ejemplo de todas estas virtudes. Quiso que fuese Madre el mismo Señor que la había inspirado el voto de virginidad y la había enriquecido antes igualmente con el mérito de la humildad. De otra suerte, ¿cómo diría el Ángel después que estaba llena de gracia, si tuviera algo bueno, que no procediese de la misma?
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Para que fuese, pues, la que había de concebir y alumbrar al Santo de los Santos, santa en el cuerpo, recibió el don de la virginidad; para que fuese también santa en el alma, recibió el de la humildad.
Adornada con estas piedras preciosas la Virgen Reina, resplandeciendo con la doble belleza de cuerpo y alma, conocida por su agrado y hermosura en los cielos, se llevó la atención de todos sus cortesanos, de suerte que inclinó hasta el ánimo del Rey a desearla y sacó al Nuncio celestial de las alturas. Y esto es lo que el Evangelista nos insinúa aquí cuando nos muestra el Ángel enviado por Dios a la Virgen.
Por Dios, dice a la Virgen, esto es, por el Altísimo a la humilde, por el Señor a la sierva, por el Criador a la criatura.
¡Qué dignación tan grande la de Dios!
¡Qué excelencia tan grande la de la Virgen!
Corred, madres: corred hijas: corred todas las que después de Eva y por Eva os acercáis al alumbramiento con tristeza y dais a luz con dolor. Llegaos al tálamo virginal, entrad si podéis en el casto aposento de vuestra hermana. Y mirad, ya envía Dios su Nuncio a la Virgen, mirad, ya el Ángel le habla; aplicad el oído a la pared, escuchad su embajada, por si acaso oís algo de que os podáis consolar.
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¡Ah! Alégrate, Adán, padre nuestro; y tú, Eva, madre nuestra, llénate de gozo también. Aun vosotros, que así como fuisteis padres de todos, así fuisteis de todos homicidas y lo que es mayor desgracia, primero fuisteis homicidas antes que padres, consolaos con esta hija, consolaos con tal hija.
Pero alégrese Eva principalmente, pues de ella primero nació el mal, y su oprobio pasó a todas las mujeres. Porque ya está cerca el tiempo en que se quitará el oprobio y ni tendrá ya de que quejarse el hombre contra la mujer. El cual pretendiendo excusarse imprudentemente no dudó acusarla cruelmente, diciendo: La mujer que me disteis me dió del fruto del árbol y comí (Génesis, III. 12).
Así, corre Eva a María, corre Madre a tu Hija, Ella responderá por ti, Ella quitará tu oprobio, Ella dará satisfacción al Padre por la Madre. Pues Dios ha dispuesto que ya que el hombre no cayó sino por una mujer, tampoco sea levantado sino por otra mujer.
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¿Pero qué es lo que decías Adán? La mujer que me disteis me dió del fruto del árbol y comí. Palabras de malicia son éstas que más acrecientan tu culpa que sirven para borrarla.
Sin embargo la sabiduría ha vencido a la malicia; aunque malograste la ocasión que Dios quería darte para el perdón de tu pecado, cuando te preguntaba y hacía cargos por él, ha hallado en el tesoro de su indeficiente piedad arbitrios para borrar tu culpa. Te da otra mujer por esa mujer, una prudente por esa fatua, una humilde por esa soberbia; la cual, en vez del árbol de la muerte, te dará el gusto de la vida; en vez de aquel venenoso bocado de amargura, te traerá la dulzura del fruto celestial y eterno.
Por tanto muda las palabras de la injusta acusación en alabanzas y acción de gracias a Dios y dile; Señor, la mujer que me habéis dado, me dio del fruto del árbol de la vida y comí de él, y ha sido para mi boca más dulce que la miel, porque en él me habéis dado la vida.
Mira pues a lo que fue enviado el Ángel Gabriel a la Virgen. ¡Oh Virgen admirable y dignísima de todo honor! ¡Oh mujer singularmente venerable, admirable entre todas las mujeres que trajo la restauración a sus padres y la vida a sus descendientes!
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Y fue enviado, dice, el Ángel Gabriel a una Virgen, Virgen en el cuerpo, Virgen en el alma, Virgen en la profesión, Virgen como la que describe el Apóstol, santa en el alma y en el cuerpo, no hallada nuevamente o sin especial providencia sino escogida desde la eternidad, conocida en la presencia del Altísimo y preparada para sí mismo, guardada por los Ángeles, designada por los antiguos Padres, prometida por los profetas. Registra las escrituras y hallarás las pruebas de lo que te digo.
Pero ¿quieres que yo también traiga aquí testimonios sobre esto? Para hablar poco de lo mucho, te diré: ¿qué otra cosa te parece que predijo Dios, cuando dijo a la serpiente: Pondré enemistades entre ti y la mujer? (Génesis, III, 15).
Y si dudas todavía que hablara de María oye lo que sigue, ella misma quebrantará tu cabeza. ¿Para quién se guardó esta victoria sino para María? Sin duda quebrantó su venenosa cabeza, venciendo y reduciendo a la nada todas, las sugestiones del enemigo, así en los deleites del cuerpo como en la soberbia del corazón.
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¿Qué otra mujer fijamente buscaba Salomón cuando decía; ¿Quién hallará una mujer fuerte? (Proverbios, XXXI, 10)? Conocía este hombre sabio la debilidad de este sexo, su frágil cuerpo y su corazón inconstante. Con todo eso porque había leído que la había prometido Dios y sabía que convenía que quien había vencido por una mujer fuese vencido por otra, con vehemente admiración decía: ¿Quién hallará una mujer fuerte? Lo cual es como decir; ya que está dispuesto por el consejo divino, que de la mano de una mujer venga la salud de todos nosotros, la restitución de la inocencia y la victoria del enemigo, es necesario que se prepare una de todos modos fuerte que pueda ser a propósito para obra tan grande.
¿Pero, quién hallará una mujer fuerte? Y porque no se piense que preguntaba esto, perdiendo la esperanza de que se encontrase, añade profetizándola. Lejos y de los últimos términos es el precio de ella. Esto es, no vil, ni pequeño, ni mediano, no de la tierra, sino del cielo, y ni aun del cielo próximo a la tierra es el precio de esta mujer fuerte, sino que de lo más alto del cielo viene su estimación.
¿Qué pronosticaba en otro tiempo aquella zarza de Moisés, echando llamas pero sin consumirse (Éxodo, LII, 2) sino a María dando a luz sin sentir dolor? ¿Qué anunciaba aquella vara de Aarón (Num, XVII, 8) que floreció estando seca, sino a la misma concibiendo pero sin obra de varón alguno? El mayor misterio de este gran milagro lo explica Isaías diciendo: Saldrá una vara de la raíz de Jesé y de su raíz subirá una flor (Isaías, XI, 1) entendiendo en la vara a la Virgen y en la flor a su hijo divino el Redentor.
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Pero, si te parece que el decir ahora que Cristo se entiende en la flor, contradice a la sentencia que queda explicada en otro lugar en que decíamos que no en la flor sino en el fruto de la flor se designaba, sábete que en la misma vara de Aarón, la cual no sólo floreció sino que arrojó hojas y echó fruto, es significado Cristo, no precisamente en la flor, o en el fruto, sino también en las hojas mismas.
Sábete igualmente que fue demostrado por Moisés (Éxodo, XIV, 16) no por el fruto de la vara, ni por la flor, sino por la misma vara, por aquella vara a cuyo golpe, ya se divide el agua para que el pueblo pase, ya brota de la piedra para que beba.
Por lo tanto, no hay inconveniente alguno en que sea figurado Cristo en diversas cosas por diferentes causas, y que en la vara se entienda su potencia, en la flor su fragancia, en el fruto la dulzura de su sabor, en las hojas su cuidadosa protección con que no cesa de amparar bajo la sombra de sus alas a los pequeñuelos que se refugian a él, huyendo de los carnales deseos y de los impíos que les persiguen.
Buena y amable sombra la que se halla bajo las alas del dulce Jesús; donde hay seguro refugio para los que se retiran allí, y refrigerio saludable para los fatigados.
Tened misericordia de mí, Señor, tened misericordia de mí, porque en vos confía mi alma y en la sombra de vuestras alas esperaré hasta que pase la iniquidad. En este texto, pues, de Isaías debes entender al Hijo en la flor y a la Madre en la vara, porque la vara floreció sin renuevo y la Virgen concibió sin varón. Ni dañó al verdor de la vara la salida de la flor, ni al pudor de la Virgen el sagrado alumbramiento.
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Pero traigamos de las escrituras otros testimonios respecto a la Virgen María y a su hijo Dios. ¿Qué significa el vellocino de Gedeón? (Jueces, VI, 37) que quitado de la carne pero sin herida en la misma es puesto en la era, y ahora la lana, después la misma era es humedecida con el rocío, sino aquella carne tomada del cuerpo de la Virgen sin detrimento de su virginidad? En la cual verdaderamente destilando los Cielos se infundió toda la plenitud de la divinidad, de modo que de esta plenitud hemos recibido todos, no siendo otra cosa sin ella que una tierra árida o seca.
Y con este hecho de Gedeón parece cuadrar bellamente lo dicho por el profeta: Descenderá como lluvia sobre el vellocino (Salmo LXXI, 6) y como las gotas que destilan sobre la tierra, que se significa lo mismo que por la era que se halló humedecida con el rocío. Es decir, aquella lluvia voluntaria que destinó Dios para el pueblo, que es su heredad, primero plácidamente y sin estrépito de alguna operación humana, con aquel sosegadísimo descenso propio de ella, bajó al seno virginal; pero después fue difundida en todas las partes del mundo por la boca de los apóstoles, no ya como la lluvia en el vellocino, sino como las gotas que destilan sobre la tierra con el estrépito de las palabras y con el sonido de los milagros.
Porque se acordaron las nubes que llevaban la lluvia que cuando fueron enviadas se les había mandado: Lo que os digo a vosotros en las tinieblas, decirlo en la luz y lo que escucháis al oído predicadlo sobre las casas (Mateo, X, 27). Lo cual cumplieron muy bien, pues su sonido se extendió a toda la tierra y llegaron sus palabras hasta las extremidades del mundo (Salmo XVIII, 5).
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Oigamos también a Jeremías cómo anuncia a los antiguos cosas nuevas, y a quien no podía mostrar todavía presente, deseaba ardientemente que viniese y prometía con toda confianza que vendría.
Una cosa nueva, dice, ha criado Dios sobre la Tierra; una mujer rodeará a un varón (Jeremías, XXXI, 22). ¿Y quién es esta mujer, y quién es este varón? Y si es varón, ¿cómo puede ser rodeado de una mujer? Si por una mujer es rodeado, ¿cómo puede ser varón? Y para decirlo más claramente, ¿cómo puede a un mismo tiempo ser varón adulto y venir sostenido y alimentado por su madre? Hemos conocido varones que pasando la infancia, la edad pueril, la adolescencia y la juventud, llegaron hasta el grado próximo a la senectud. Pero el que es tan grande ya, ¿cómo podrá venir sostenido y como rodeado por una mujer? Si hubiera dicho, una mujer rodeará a un infante o una mujer rodeará a un niño, no parecería esto nuevo o maravilloso; pero no poniendo tal cosa, sino llamándole varón, con razón preguntamos, ¿qué novedad es ésta, que Dios ha obrado sobre la tierra? ¿Qué prodigio es éste? ¿Puede por ventura el hombre, como dice Nicodemo, volver a nacer? (Juan, III, 4).
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Mas yo vuelvo los ojos de la consideración a la concepción y alumbramiento virginal, por si acaso entre las muchísimas cosas nuevas y maravillosas que halla allí el que con diligencia las busca, puedo encontrar esta novedad que he referido del Profeta.
Y a la verdad allí se conoce la longitud breve, la latitud angosta, la altura abatida, la profundidad llana. Allí se conoce la luz sin resplandecer, la palabra sin hablar, el agua con sed, el pan con hambre. Verás si atiendes, que la potencia es gobernada, la sabiduría instruida, la fortaleza sustentada. Verás a Dios nutriéndose y alimentando a los Ángeles, llorando y consolando a los miserables. Verás entristecerse la alegría, asustarse la confianza, la salud padecer, la vida morir, la fortaleza desmayar. Y lo que no es menos maravilloso, se ve allí a un mismo tiempo, la tristeza alegrando, el débil fortaleciendo, la pasión dando salud, la muerte dando vida, el desmayo comunicando fuerza.
¿Quién no encuentra, pues, lo que yo buscaba? ¿No te es fácil ya reconocer entre estas cosas a una mujer que rodea a un varón, cuando ves que María abraza en su interior a aquel varón aprobado de Dios llamado Jesús?
Yo llamo varón a Jesús no sólo cuando le aclamaban varón profeta, poderoso en las obras y en las palabras (Lucas, XXIV, 19) sino también cuando la Madre de Dios ponía sus tiernos miembros en su blando regazo, o le llevaba en su seno.
Era Jesús varón, aun antes de nacer, pero en la sabiduría, no en la edad; en el vigor del ánimo, no en las fuerzas del cuerpo; en la madurez de los sentidos, no en la corpulencia de sus miembros, porque no tuvo menos sabiduría, o por decir mejor, no fue menos la sabiduría misma Jesús concebido que nacido, pequeño que grande.
Así, ora escondido en el seno de María, ora dando vagidos en el pesebre, ora grandecito preguntando a los Doctores en el templo, ora en edad perfecta enseñando delante del pueblo, igualmente y siempre estuvo lleno del Espíritu Santo. Ni hubo hora alguna en cualquier edad de su vida, en que de aquella plenitud, que en su concepción recibió, se disminuyese algo o se le añadiese algo, sino que desde el principio fue perfecto, desde el principio estuvo lleno del espíritu de sabiduría y de entendimiento, del espíritu de consejo y de fortaleza, del espíritu de ciencia y de piedad, del espíritu del santo temor del Señor (Isaías, XI, 2).
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No te haga fuerza lo que has leído de Él en otro lugar: Jesús adelantaba en sabiduría, en edad y gracia, delante de Dios y de los hombres (Lucas, II, 51), porque lo que aquí se dice de la sabiduría y de la gracia, se ha de entender no según lo que en sí mismo era, sino según lo que aparecía, no porque se le aumentase cosa nueva que antes no tuviese, sino porque parecía que se le aumentaba en el tiempo por quererlo así el Señor.
Tú, hombre, cuando creces, no creces cuanto ni cuando quieres, sino que, sin saberlo tú, se aumenta tu estatura y se refuerza tu vida.
Pero el Niño Jesús, que dispone tu vida, disponía también la suya; y cuando quería y a quienes quería parecía sabio, cuando y a quienes quería más sabio, cuando y a quienes quería sapientísimo, aunque en sí mismo nunca fue sino la misma Sabiduría.
Igualmente también, aunque siempre estuvo lleno de toda gracia, así de la que debía tener delante de Dios, como delante de los hombres, con todo eso, a su arbitrio la mostraba ahora más, ahora menos, según sabía que convenía a los méritos o a la salud de los que le miraban.
Es claro, pues, que Jesús tuvo siempre un ánimo varonil, aunque no pareciera siempre varón en el cuerpo. Y en fin, ¿cómo dudar que fuese ya varón en el seno de María, cuando no dudo en creer que era también allí Dios verdadero? Menos es ser varón que ser Dios.
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Mira, por último, cómo explica también clarísimamente esta novedad de Jeremías el profeta Isaías, el cual nos expone igualmente las flores nuevas de Aarón de que hablamos más arriba…
Mira, dice, he aquí que una Virgen concebirá y alumbrará un Hijo (Isaías, VII, 14). Pues, ea, ya tienes la mujer; es la Virgen. ¿Quieres oír ahora quién es el varón? Y será llamado, añade, Emmanuel, esto es Dios con Nosotros.
Así, la mujer que circunda al varón, es claro que es la Virgen que concibe a Dios. ¿Ves, qué bella y concordemente cuadran entre sí los hechos maravillosos de los santos y sus misteriosos dichos? ¿Ves que estupendo es este milagro hecho con la Virgen y en la Virgen, a que precedieron tantos prodigios y que prometieron tantos oráculos?
Sin duda era uno solo el espíritu de los Profetas, y aunque diversos ellos, pero no con diverso espíritu y en diferentes maneras, signos y tiempos previeron y predijeron una misma cosa.
Lo que se mostró a Moisés en la zarza y en el fuego, a Aarón en la vara y en la flor, a Gedeón en el vellocino y el rocío. Eso mismo abiertamente predijo Salomón en la mujer fuerte y en su precio, con más expresión lo cantó Jeremías de una mujer y de un varón, clarísimamente lo anunció Isaías de una Virgen y de Dios; y eso mismo mostró San Gabriel en la Virgen cuando le saluda: porque es de ella de quien dice el Evangelista: Fue enviado el ángel Gabriel por Dios a una Virgen desposada con José.
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A una Virgen desposada, dice. ¿Y por qué sería desposada? Siendo Ella elegida virgen y como se ha demostrado, que había de concebir y había de alumbrar siendo virgen, causa admiración que fuese desposada. ¿Habrá por ventura quien diga que esto sucedió casualmente? No, se halla causa muy razonable, causa muy útil y necesaria y digna enteramente del consejo divino.
Diré lo que a mí me ha parecido o, por mejor decir, lo que antes de mí ha parecido a los Padres.
La causa para que se desposase María, fue la misma que hubo para permitir que dudase Tomás.
Era costumbre de los Judíos que desde el día del desposorio hasta el tiempo de las bodas, fuesen entregadas las esposas a sus esposos para ser guardadas, a fin de que con tanta mayor diligencia guardasen su honestidad, cuanto ellos eran más fieles para sí mismos.
Así, pues, como Tomás, dudando y palpando, se hizo constantísimo confesor de la Resurrección del Señor, así también José, desposándose con María y comprobando él mismo su honestísima conducta en el tiempo de su custodia, con más diligencia se hizo fidelísimo testigo de su pureza.
¡Bella congruencia de ambas cosas, de la duda en Tomás y del desposorio en María!
Pero podía el enemigo ponernos un lazo para que cayésemos en el error, dudando de la verdad de la fe en Tomás y de la castidad en María, reduciéndose de esta suerte la verdad a las sospechas; pero con prudente y piadoso consejo de Dios sucedió lo contrario, pues por donde se temía la sospecha, se hizo más firme y más cierta la verdad de nuestra fe.
Porque acerca de la Resurrección del Hijo, más presto sin duda, yo que soy débil, creeré a Tomás que duda y palpa, que a Cefas que lo oye, y luego lo cree; y sobre la continencia de María, más fácilmente creeré a su Esposo que la guarda y experimenta, que creería aún a la misma Virgen, si se defendiese con sola su conciencia.
Dime, ¿quién viéndola en cinta sin estar desposada no hubiera dicho más bien que era mujer corrupta que virgen? Y no era decente, que se dijese esto de la Madre del Señor; era más tolerable y honesto, que por algún tiempo se pensase que Cristo había nacido de matrimonio que no de fornicación.
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¿Pero dirás, no podía hacer Dios un patente prodigio con que se consiguiese que ni se infamase su nacimiento, ni fuese acusada su madre? Seguramente podía, pero no podía estar oculto a los espíritus infernales lo que supiesen los hombres; convenía que el misterio del consejo divino estuviese algún tiempo encubierto al príncipe del mundo, no porque Dios, si quisiera hacer esta obra descubiertamente temiese ser impedido por él, sino porque el mismo Señor, que no sólo poderosa, sino sabiamente también hizo todas las cosas que quiso, así como en todas las demás obras acostumbró guardar ciertas congruencias de las cosas o de los tiempos por la hermosura del orden, así igualmente en la magnífica obra de nuestra redención, no sólo quiso mostrar su poder, sino también su prudencia.
Y aunque hubiera podido perfeccionarla del modo que hubiera querido, prefirió reconciliar consigo al hombre por el mismo modo y orden conque sabía que había caído; para que así como el diablo engañó a la mujer primero y después por la mujer venció al hombre, así también fuese primeramente engañado por una mujer Virgen y después abiertamente vencido por un hombre que es Cristo; siguiéndose de esto que, burlando el arte de la divina piedad los ardides de la malicia y quebrantando la fortaleza de Cristo las fuerzas del maligno, se viese ser Dios más prudente y más fuerte que el diablo.
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Fue muy decoroso, pues, que la Sabiduría Encarnada triunfase de esta suerte de la malicia espiritual, verificándose así que, no sólo alcanza desde un extremo hasta el otro fuertemente, sino que también dispone suavemente todas las cosas. Llega de una extremidad a la otra extremidad, desde el cielo hasta el infierno. Si subiere al cielo dice, allí os halláis; si bajare al infierno estáis también allí (Salmo CXXXVIII, 8). Pero en ambas partes fuertemente, pues no sólo expelió de las alturas al soberbio sino de los infiernos despojó al avaro.
Convenía que dispusiese con suavidad todas las cosas del cielo y de la tierra a fin de que arrojando de allí al inquieto asegúrase a los demás en la paz, y habiendo de vencer aquí al envidioso nos dejase a nosotros el necesarísimo ejemplo de su humildad y mansedumbre; y así por este orden maravilloso de su sabiduría se mostrase para los suyos suave y para los enemigos fuerte. Porque ¿de qué nos serviría que el diablo fuese vencido por Cristo si nosotros permaneciésemos soberbios?
Así que no hay duda que intervinieron causas muy importantes para que María fuese desposada con José, puesto que por este medio se esconde lo Santo a los perros, y se comprueba la virginidad de María por su esposo; se preserva a la Virgen del sonrojo, y se provee a la integridad de su fama. ¿Qué cosa más llena, pues, de sabiduría, que cosa más digna de la providencia divina? Con sólo este arbitrio, se admite un fiel testigo a los secretos del Cielo, se excluye de ellos al enemigo y se conserva ilesa la fama de la Virgen Madre. De otra suerte ¿cuándo hubiera perdonado el Justo a una adultera?
Está escrito, José, su esposo, siendo justo y no queriendo delatarla quiso dejarla ocultamente (Mateo, I, 19). ¡Qué bien dicho, siendo justo y no queriendo delatarla! porque así como de ningún modo hubiera sido justo, si la hubiera consentido conociéndola culpada, igualmente no sería justo, si la hubiese delatado conociéndola inocente.
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Como fuese justo, dice, y no quisiese delatarla, quiso dejarla ocultamente.
Pero ¿por qué quiso dejarla? Oye también en esto no mi sentencia propia sino la de los Padres. Por el mismo motivo por el que San Pedro apartaba de sí al Señor diciéndole Apartaos de mí, Señor, porque soy un pecador (Lucas, V, 8) y por la causa misma porque el Centurión no quería que entrase el Señor en su casa diciendo: Señor, no soy digno de que entréis bajo de mi techo (Mateo, VIII, 3).
José, teniéndose por indigno y pecador, decía dentro de sí mismo que no debía concedérsele en adelante la familiar compañía de tal y tan grande criatura, cuya admirable dignidad consideraba sobre sí con asombro.
Miraba y se llenaba de pavor a la vista de quien llevaba en sí misma una ciertísima divisa de la presencia divina, y porque no podía penetrar el misterio quería dejarla.
Como miró Pedro con estupor la grandeza del poder de Cristo; y consideró con admiración el Centurión la majestad de su presencia, fue también José poseído como hombre de un asombro sagrado a la novedad de tan grande milagro, a la profundidad de tan grande misterio y por eso quiso dejarla ocultamente.
¿Te maravillas de que José se juzgase indigno de la compañía de María cuando llevaba en sí misma al Hijo de Dios, viendo que Santa Isabel no podía sostener su presencia sin temor y respeto: que prorrumpe en estas voces: ¿de dónde a mí esta dicha que la Madre de mi Señor venga a mí? (Lucas, I, 43).
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Pero, ¿porque quería dejarla ocultamente y no a las claras? Sin duda porque no se inquiriese la causa del divorcio y se pidiese la razón que había para él.
Porque ¿qué respondería este varón justo a un pueblo de dura cerviz, a un pueblo que no creía, sino que contradecía? Si decía lo que sentía y lo que había comprobado él mismo en orden a su pureza, ¿no se burlarían al punto de él los incrédulos y crueles judíos, y a ella no la apedrearían por adúltera? ¿Cómo creerían a la Verdad enmudecida en el seno de María, si después la despreciaron clamando en el templo? ¿Qué harían con quien todavía no aparecía, los que pusieron en Él sus impías manos, cuando resplandecía con milagros? Con razón, pues, este varón justo, por no verse obligado a mentir o a infamar a una inocente, quiso ocultamente dejarla.
Pero si alguno siente de diferente modo y porfía en que José como hombre dudó y como era justo no quería habitar con ella por la sospecha, no queriendo sin embargo, porque era piadoso, descubrir sus recelos y por esto quiso dejarla ocultamente, brevemente le responderé que entonces fue muy necesaria y provechosa esta duda, pues mereció ser aclarado por el Oráculo divino.
Porque está escrito: Pensando José en ésto, esto es, en dejarle ocultamente, se le apareció un ángel en sueños y le dijo, José hijo de David, no temas recibir a María por consorte tuya, pues lo que en ella ves del Espíritu Santo es (Mateo, I, 20).
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Con un varón, dice el evangelista, cuyo nombre era José (Lucas, I, 27). Varón le llama no porque fuese marido, sino porque era hombre de virtud. O mejor, porque con razón se le apellida como fue necesario reputarle.
Debió llamarse varón de María como pone otro evangelista, porque fue necesario reputarle tal; así como mereció, aunque no lo era en verdad, llamársele Padre de Dios, de tal modo que se pensó que en realidad lo era, según dice el mismo Evangelista: tenía Jesús al comenzar su ministerio cerca de treinta años y según le reputaban era hijo de José (Lucas, III, 23) ni fue, pues varón de la Madre, ni padre del Hijo, pero por una necesaria razón de obrar y permisión en Dios, fue llamado y reputado por algún tiempo lo uno y lo otro.
Conjetura con todo por este título con el cual mereció ser honrado, llamándole y creyéndole Padre de Dios, conjetura por su nombre propio (que sin duda significa aumento), qué hombre tan grande y de cuánta virtud sería José.
Acuérdate de aquel gran patriarca vendido en otro tiempo en el Egipto y reconocerás que éste no sólo tuvo su mismo nombre, sino su castidad, su inocencia y su gracia. Aquel José (Génesis, XXXVII, 27) vendido por la envidia de sus hermanos prefiguró la venta de Cristo, este José huyendo de la envidia de Herodes llevó Cristo a Egipto (Mateo, II, 14) Aquél guardando lealtad a su Señor no quiso consentir al mal intento de su mujer, (Génesis, XXXIX, 12) éste, reconociendo virgen a su Señora, Madre de su Señor, la guardó fidelísimamente conservándose él mismo en toda castidad.
A aquél le fue dada la inteligencia de los misterios de los sueños, éste mereció ser sabedor y participante de los misterios soberanos. Aquél reservó el trigo no para sí sino para el pueblo, éste recibió el pan vivo del Cielo para guardarlo para sí y para todo el mundo.
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Es sin duda que José, con quien se desposó la Madre del Salvador, fue el hombre bueno y fiel. Siervo fiel y prudente a quien constituyó Dios consuelo de su Madre, proveedor del sustento de su cuerpo, coadjutor fidelísimo del gran consejo.
Verdadero hijo de David. Verdaderamente de la Casa de este rey insigne. Verdaderamente de sangre real, de noble linaje en el cuerpo y más noble en el ánimo. Verdadero hijo que no degenera de David su padre. Enteramente hijo no sólo por la sangre sino por la fe, por la santidad, por la devoción; a quien halló Dios como a otro David según su corazón para encomendarle con seguridad el secretísimo y sacratísimo arcano de su corazón; a quien como a otro David, manifestó los secretos y misterios de su sabiduría y le dio el conocimiento de aquel misterio que ninguno de los Príncipes de este siglo conoció; a quien se concedió, que aquél a quien muchos Reyes y Profetas queriéndole ver, no le vieron y queriéndole oír no le oyeron, no sólo verle y oírle, sino tenerle en sus brazas, llevarle de la mano, abrazarle, besarle, alimentarle y guardarle.
Mas no solamente José sino María también debe creerse, que descendía de la Casa de David. No hubiera podido desposarse con un varón de la casa de David si Ella misma no fuera de esta Casa Real. Ambos eran de la Casa de David, pero en María se cumplió aquella verdad que Dios había jurado a este Rey, siendo José solamente sabedor y testigo del cumplimiento de la divina promesa.
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Y el nombre de la Virgen era María. Digamos también algo acerca de este bello Nombre que significa Estrella del Mar y se adapta a la Virgen Madre con la mayor proporción.
Oportunísimamente se compara María a la estrella, porque así como la estrella despide los rayos de su luz, sin corrupción de sí misma, así sin lesión suya alumbró la Virgen a su Hijo y Criador. Ni los rayos disminuyen a la estrella su claridad, ni el Hijo a la Virgen su integridad.
Ella es aquella noble estrella nacida de Jacob, cuyos rayos iluminan todo el orbe, cuyo esplendor brilla en las alturas y penetra los abismos, y alumbrando también a la tierra y calentando más bien los corazones que los cuerpos, fomenta las virtudes y consume los vicios.
Ella es aquella esclarecida y singular estrella, elevada por necesarias causas sobre este mar grande y espacioso, brillando en méritos, ilustrando en ejemplos.
¡Oh! quienquiera que seas, el que en la impetuosa corriente de este siglo te encuentres, más bien fluctuando entre borrascas y tempestades que andando por la tierra, no apartes los ojos del resplandor de esta estrella si no quieres ser oprimido de ellas.
Si se levantaren los vientos de las tentaciones, si tropezares en los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María.
Si fueres agitado de las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la estrella, llama a María.
Si la ira, la avaricia, o el deleite carnal impelieren violentamente la navecilla de tu alma, mira la estrella, llama a María.
Si turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a la vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima sin fondo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, mira la estrella, llama a María.
No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón, y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud.
No te descaminarás si la sigues, no desesperarás, si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas.
Si Ella te tiene de su mano no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si Ella te ampara; y así en ti mismo experimentarás con cuánta razón se dijo: El nombre de la Virgen era María.
Detengámonos ahora un poco, no sea que miremos sólo de paso la claridad de tanta luz. Para usar de las palabras del Apóstol digamos: Bueno es que nos detengamos aquí (Mateo, XVII, 4). Da gusto contemplar dulcemente en el silencio lo que no basta a explicar la pluma laboriosa.
Y entre tanto, por la devota contemplación de esta brillante estrella, recobrará más fervor la exposición en lo que se sigue.
En los peligros, en las angustias, en las dudas, acuérdate de María, invoca a María.
