JUICIO CRÍTICO SOBRE LA EDUCACIÓN ANTIGUA Y LA MODERNA

CONSERVANDO LOS RESTOS

Decimoquinta entrega

“La buena educación de los jóvenes es, en verdad, el ministerio más digno, el más noble, el de mayor mérito, el más beneficioso, el más útil, el más necesario, el más natural, el más razonable, el más grato, el más atractivo y el más glorioso”

San José de Calasanz

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SEGUNDA PARTE

DEL SISTEMA ANTIGUO

CAPÍTULO VI

MEDIOS QUE SUGIERE EL ANTIGUO SISTEMA PARA AUXILIAR LA ENSEÑANZA CLÁSICA Y CONSERVAR SU FRUTO

§ I

¿De qué medios, se puede preguntar ahora, ha de valerse el profesor para tener siempre despierta la atención del alumno a fin de que no decaiga su amor al estudio, en una edad tan voluble e irreflexiva en que apenas ejerce poder alguno para cautivar el ánimo pueril la idea abstracta del deber, de la excelencia, de la sabiduría y de los frutos que en lejano porvenir vislumbra como premio de sus afanes?

Los exámenes que coronan siempre los cursos escolares, no hay duda que son un poderoso medio para sostener la aplicación del estudiante; pero, tratándose de la época de la instrucción secundaria, son por punto general un medio insuficiente. La experiencia muestra que el pensamiento de los exámenes, ya sea por la larga distancia a que se miran, ya porque el niño no sabe apreciar sus consecuencias, no hiere bastante la imaginación para que el estudiante se esfuerce en vencer las dificultades del trabajo cotidiano; necesita, pues, un medio que constantemente le estimule, algo que cada día venga a excitar su espíritu proponiéndole un fin que debe conseguir en aquel momento.

Este medio lo tiene el sistema antiguo, y vamos a manifestarlo sucintamente, advirtiendo sin embargo que en cuanto a los detalles puede este método variar, y de hecho varía, en los respectivos establecimientos de enseñanza que lo emplean.

El procedimiento de los antiguos está basado en aquel sapientísimo dicho de Quintiliano: Mihi ille detur puer, quem laus excitet, quem gloria juvet, qui victus fleat. Hic erit alendus ambitu, hunc mordebit objurgatio, hunc honor excitabi; in hoc desidiam nunquam verebor: “Déseme (por discípulo) un niño tal, que la alabanza le excite, le estimule la gloria, y vencido llore. Éste ha de ser nutrido por la ambición, aguijoneado por la reprensión e incitado por el honor; en él nunca temeré la pereza”. (1)

Esta máxima confirmada por la experiencia de los siglos, nos muestra como una de las más poderosas pasiones el amor de gloria y el ansia de honores. Esta pasión, como todas, es de suyo indiferente: puede impulsar al bien, si está rectamente dirigida; puede arrastrar a todas las maldades cuando se ha torcido su dirección. El antiguo sistema la toma en su origen, la encausa y la hace servir para mover todo el ser del niño al cumplimiento de sus obligaciones.

El niño desea ser tenido en buen concepto de sus maestros, de sus compañeros y de su familia. Cada semana oirá publicar delante de los demás alumnos su nombre acompañado de una calificación o nota que corresponde a su comportamiento y aplicación al estudio: si la nota lo merece, recibirá escrito un testimonio de ella, que pueda presentar en su casa para satisfacer el justo afán de unos padres cuidadosos de la educación de sus hijos.

Pero este testimonio ha sido ganado a costa del cumplimiento de todos sus deberes y de sus tareas escolares durante aquella semana; la nota y el testimonio han ejercido en este breve espacio de tiempo un influjo bienhechor; cuando la pereza asalta al niño, el pensamiento del fin de la semana hace que la sacuda de sí; cuando un arrebato de genio o una ligereza infantil le impulsan a cometer alguna falta, el sólo recordarle que le importa conservar aquella distinción es bastante para refrenarlo y contenerlo.

Al finalizar el mes, en la proclamación de dignidades, obtendrá uno de los puestos distinguidos de la clase, si sus esfuerzos para superar a sus condiscípulos en el certamen escrito han sido coronados por el éxito; y cuando no alcance este honor, a pocos reservado, con tal que durante las cuatro semanas haya sabido conservarse sumiso y diligente en el estudio, oirá publicar con alabanza su nombre y recibirá el distintivo de su mérito en presencia de todo el colegio y ante una distinguida concurrencia.

Y si durante alguna semana hubiese desdicho de los principios, todavía podrá recuperar lo perdido, con tal que su proceder en la siguiente no deje nada que desear y que se sujete a un leve trabajo para compensar su falta: así entran en él suavemente los hábitos de la reparación por medio de la penitencia y de la enmienda.

Pero el día fausto entre todos es el de la solemne distribución de premios, fiesta tan simpática al corazón de las madres. En aquel día recoge el niño el fruto de sus sudores de todo el año al obtener la suspirada medalla, que va a presentar para que se la fije al pecho su gozoso padre, su dulce madre o alguno de sus allegados.

¡Cuántos actos de aplicación y diligencia ha sugerido, cuántas faltas ha evitado durante el curso la esperanza de este apetecido honor y el recelo de perderlo!

En vano pretenderán persuadirnos los modernos declamadores que el niño debe ser educado inspirándole únicamente el prestigio de la dignidad personal, palabra hueca y motivo de ningún valor para el niño que no lo comprende ni lo estima. Lo que el niño entiende, lo que aprecia, lo que mueve su ánimo eficazmente es la distinción que allí obtiene, es la satisfacción de un padre amado, la sonrisa de una cariñosa madre que lo estrecha con efusión entre sus brazos, y la honra que recibe al ser aplaudido ante aquel numeroso y selecto concurso.

Estos incentivos tienen ocupada la imaginación del niño durante todo el curso: lo auxilian, lo sostienen, lo impulsan y conducen, como sin esfuerzo, por el camino del bien y del estudio.

Pero esto es poco; el niño tiene al lado otro estímulo constante, diario, de cada momento. Nunca se levantará en la clase a recitar la lección, a responder a las preguntas del profesor, sin que al mismo tiempo se levante un émulo o contrario: si él se equivoca, su émulo le corrige; si titubea, se le adelanta; las que para él son pérdidas son para el émulo ganancias, y éste triunfa, cuando su adversario es derrotado. El temor de estas derrotas, el deseo de evitar la censura de aquel molesto corrector, es un punzante aguijón que excita al niño para que no deje sin preparar ni una sola de las tareas escolares; y el ansia de conseguir también triunfos en la clase le mueve a dedicarse con particular cuidado a algunos ramos, y a permanecer siempre con vigilante atención y como en asecho, para aprovechar el momento en que halle desprevenido a su contrario.

Hasta aquí hemos examinado los estímulos que mueven al niño por interés aislado e individual. Pero el hombre ha nacido para la sociedad, y el antiguo método se vale también de esta natural inclinación para el adelantamiento de los estudios y el provecho de la educación.

La clase está dividida en dos bandos, Roma y Cartago, Oriente u Occidente, que representan dos repúblicas o dos imperios entre sí enemigos, con sus insignias y banderas propias y con separación completa. A uno de los dos campos es preciso que pertenezca el niño, y por consiguiente ya no verá en su émulo un simple enemigo personal, sino enemigo al mismo tiempo de su república, cuyas victorias en los desafíos ceden en favor de un partido contrario y en daño de su propia bandera; ni habrá para él castigo más humillante, que motivar por su descuido el gozo de los adversarios y atraerse las recriminaciones de los suyos. Estas repúblicas tienen sus magistraturas, las cuales se obtienen, no por elección ni por elevación gratuita, sino, como conviene que suceda en la república de las letras, por el mérito acreditado de los adelantos en el estudio.

Renuévanse para ello mensualmente las dignidades, mediante concurso literario; y por lo mismo cuantos tienen talento que pase de una medianía y ánimo generoso y alentado, pueden aspirar a ocupar un puesto de distinción en su banda. Si alguien en el concurso no ha podido lograr su deseo, tiene todavía opción a conseguir en el trascurso del mes el honroso puesto, si se prepara de modo que llegue a derrotaren repetidas luchas a aquel que lo había obtenido.

Pero el entusiasmo sube de punto cuando el maestro anuncia un desafío general de banda a banda, o de una clase superior con otra inferior en aquellas materias que a entrambas son comunes. Entréganse todos al trabajo con febril ardor: redoblan la atención en clase, aplícanse en privado con nuevo brío al estudio, y de esta manera multiplican la diligencia por conseguir el honor de ver a su banda vencedora.

Llegado el día de la campal batalla y formadas frente a frente las dos huestes enemigas, escuchan la arenga que empuñando la bandera les dirigen sus respectivos capitanes, y lánzanse luego a la pelea con esforzado denuedo. Dos dignidades de pie señalan continuamente a vista de los espectadores las victorias de una y otra parte, sometiéndose a la decisión de los censores elegidos entre los alumnos de un curso más adelantado, e interrogando con la mirada en los casos dudosos el juicio del profesor para anotar los errores de sus compañeros.

Terminado el combate, publícase el nombre y la ventaja de la banda vencedora y sus bizarros campeones celebran el triunfo con infantil alborozo. ¿Es poca gloria para el niño poder aclamar el nombre de su banda triunfante, siguiendo la voz del caudillo que tremola la gloriosa enseña? ¿Cabe para él mayor ignominia que volver de la batalla habiendo tenido que presenciar cómo el enemigo orgulloso celebra su derrota, después de haberse apoderado de la bandera y haberla humillado hasta el suelo?

Dígasenos, después de considerados estos medios, si el alumno tendrá empeño en atender y no dejar caer una palabra de la boca del maestro, luego que ve, y lo ve con evidencia desde el primer día, que solo de la explicación del maestro puede sacar la plena inteligencia del libro.

No negaremos que estos medios pudieran ser comunes al método antiguo y al moderno; pero en realidad no lo son. Los modernos hacen alarde de desdeñar el sistema que fomenta la afición al estudio mediante la emulación de los premios, y no ha faltado entre ellos quien ha dado por poderosa razón que “no es liberal, no es moderno”. Mas sabemos muy bien que nada tiene perdido por no merecer esos dos títulos, y que si no es liberal ni moderno, es en cambio racional y dictado por la naturaleza, como que ya en su tiempo lo alababa y recomendaba Quintiliano (2) y lo han practicado todas las edades con los más prósperos resultados.

Y si la emulación fomentada con los premios y dignidades no merece la aprobación de los modernos en los estudiantes ¿cómo es que al tratarse de distribuir medallas y diplomas de honor en las exposiciones, se hacen todos lenguas de las ventajas que con esta emulación ha de reportar el comercio y la industria? No son a la verdad de otra naturaleza los niños que los adultos, antes apetecen más vivamente el aplauso y la alabanza.

Y nadie crea que el antiguo sistema, al valerse de este método, se propone fomentar una necia vanidad, pues todos los esfuerzos del niño van dirigidos en último término a fin más noble: la pasión es aquí un instrumento impulsivo; el fin es cumplir con su obligación. Y como por otra parte el niño aprende del método antiguo en la enseñanza de la Religión, que el principio de la sabiduría es el temor del Señor, y su colmo el amor de Dios probado con el cumplimiento de su santísima voluntad; el deseo de esta sabiduría cristiana juntamente con el cariño a sus padres son los dos nobilísimos fines que desde el principio le guían.

Véase retratado este fruto en una carta que no ha mucho tiempo escribía un jovencito de 17 años educado conforme a este sistema de emulación, en la que al dar noticia a su padre de un premio extraordinario que había conseguido, le decía:

Este premio me regocija, mi querido padre, sobre todo por el placer que ha de proporcionar a Ud., a quien tanto he deseado mostrar la filial gratitud que le profeso por la esmerada educación que me ha hecho dar en este colegio. Esté Ud. seguro de que, después de la satisfacción de la conciencia por haber cumplido con mi deber y hecho lo que Dios exigía de mí, el placer y consuelo de Ud., padre mío queridísimo, es el más gustoso premio que pudiera yo desear”. (3)

Apelamos al juicio de todos los hombres de recto corazón y sobre todo al de los padres de familia, que son los jueces natos en esta materia, y los que con sentimiento exquisito que Dios les ha dado, conocen lo que conviene a sus hijos, para que nos digan si no desearían ver resplandecer en el alma de todos los jóvenes tan nobles y cristianos afectos.

§ II

Con el procedimiento que acabamos de describir se logra a maravilla que el espíritu de los niños esté constantemente preocupado en sus tareas escolares, y su atención excitada para no perder ni un ápice de lo que su profesor les va comunicando durante el curso.

Pero por lo mismo que el antiguo sistema estima la enseñanza de la clase en su justo valor, se esfuerza, no sólo para que el efecto por ella producido sea pleno, sino también para que sea duradero y quede profundamente grabado en el ánimo de los alumnos.

Los medios que para esto último emplea son principalmente la repetición, el ejercicio de memoria, la declamación y la composición.

Prescribe, pues, que se repita la explicación inmediatamente después de haber sido escuchado tan atentamente como hemos hecho notar, siempre corrigiendo los émulos, y procurando que a todos, si fuese posible, toque alguna parte de la repetición, para que a todos alcance el fruto de ella. Así se cerciora el maestro de que su explicación ha sido entendida, se fija la materia en la memoria de los alumnos y se desvanecen las equivocaciones o se sueltan las dificultades que pudieran ocurrir.

La misma repetición y en la misma forma tiene lugar en la clase siguiente antes de comenzar la nueva explicación; y un día entero, exento de composición y de lección nueva está destinado a repetir las explicaciones de toda la semana, quedando al arbitrio del profesor el ordenar, cuando lo juzgue conveniente, que se repitan las explicaciones de más largo período de tiempo. Todas estas repeticiones parciales en nada estorban el repaso general que tiene lugar en los últimos meses de curso antes de los exámenes.

Estima en mucho el sistema antiguo los ejercicios de memoria; pero quiere que nada se deposite en este tesoro de los conocimientos sin que primero haya pasado por la inteligencia. Por lo cual no señalaba cosa alguna para aprender de memoria sin que antes se hubiese convenientemente explanado y repetido. Observada esta prescripción, profesa aquella antigua máxima de que “tanto es lo que sabemos, cuanto es lo que retenemos en la memoria”; y es práctica suya, que todos los preceptos y todos los fragmentos de los autores clásicos que han sido explicados, o a lo menos los trozos más escogidos, cuando la explicación fuere muy larga, se reciten luego como lección de memoria.

Estos trozos, como se hace con las explicaciones, vuelven a repetirse en el repaso semanal del sábado, y en el caso de que algunos más animosos se decidan a estudiar por su cuenta el libro entero u oración ya explicada, el profesor no los deja sin premio. Es increíble cuanto contribuye a robustecer la memoria este ejercicio, y cuán rico caudal de palabras, frases y modismos proporciona la costumbre de aprender trozos selectos de los clásicos, y las reglas que han sido objeto de la explicación, con el ejemplo que siempre las acompaña. Este es, así para la lengua patria como para los idiomas clásicos, un vocabulario viviente, tanto más provechoso que los impresos, cuanto que en él no se hallan las palabras sueltas, sino colocadas en el lugar que les señala la sintaxis y significando pensamientos completos.

Por lo que toca a la declamación no necesitamos encarecer su importancia, pues, reuniendo en sí los dos anteriores medios, produce de un modo excelente los frutos de ambos; fuera de que la declamación es el complemento de la educación literaria, y su ejercicio se hace indispensable a cualquiera que haya de exhibir ante el público sus producciones.

El método del antiguo sistema, después de haber asentado el fundamento de la declamación con la correcta lectura, ejercita a los alumnos en declamar los mejores trozos de los clásicos explicados, prepara con cuidado especial a los que han de declamar en público, y particularmente en los dos cursos más elevados hace que cada quince días se declamen piezas completas de prosa o verso, ya de las explicadas en clase, ya de las trabajadas por los mismos alumnos, en latín, en griego o en el idioma patrio; y encarga además que al acabar la explicación de algún discurso o poema haya quien lo declame en la clase y sea premiado por ello.

Hay finalmente otro ejercicio que el antiguo sistema tiene en grande aprecio, y es la composición. Todos los días, excepto los de repaso, se obliga al alumno a traer una composición, en cuyo tema el maestro ha tenido el cuidado de acomodarse al grado en que se encuentran sus discípulos y a la facilidad adquirida, pasando gradual y lentamente de las simples declinaciones y traducciones de frases sencillas en las lenguas clásicas, o de breves narraciones y cartas imitadas de los buenos autores en el idioma patrio, hasta llegar a componer discursos completos y piezas poéticas.

Semejante ejercicio acompañado siempre de la corrección pública de los errores en clase y de la privada que se recomienda al profesor, no sólo sirve para grabar en la mente del niño las explicaciones de éste, sino que contribuye en gran manera al fin que se pretende, de dominar las dificultades que ofrecen las lenguas clásicas; puesto que con él por una parte se adquiere destreza en la aplicación de los preceptos y en la imitación de los buenos autores, y por otra se aclaran muchas dudas que van surgiendo a medida que uno trata de poner en práctica reglas que antes se figuraba entender perfectamente.

Notas:

(1) Institutiones Oratoria, lib. I, c. III.

(2) Institutiones Oratoriae, lib, I, c. II

(3) Citada por La Civilitá Cattolica, ser. XII, tom. II.