28 DE JUNIO: REVISANDO LA PATRÍSTICA

Conservando los restos

SAN IRENEO DE LYON

San Ireneo, nacido en el Asia proconsular, no lejos de la ciudad de Esmirna, se puso desde su infancia bajo la dirección de San Policarpo, discípulo de San Juan Evangelista, y obispo de la Iglesia de Esmirna.

Gracias a la dirección de tan excelente maestro, sus progresos en el conocimiento y práctica de la religión cristiana fueron notables.

Cuando se vio separado de San Policarpo por el glorioso martirio que llevó a este al cielo, San Ireneo, aunque admirablemente instruido en las Sagradas Escrituras, experimentó no obstante un ardiente deseo de estudiar las tradiciones que otros habían recibido sobre la enseñanza y las tradiciones apostólicas, en el mismo lugar en que les habían sido confiadas como depositarios para su custodia.

Pudo hallar varios discípulos de los Apóstoles; lo que supo por ellos, lo grabó en su memoria, y más adelante pudo oponer con gran oportunidad lo que había aprendido a las herejías que veía difundirse cada día más, con gran peligro del pueblo cristiano; herejías que se propuso combatir con solicitud y pruebas abundantes.

Habiéndose trasladado a la Galia, fue ordenado sacerdote de la Iglesia de Lyon por el obispo Potino; y con tanta asiduidad en la predicación y tanta ciencia cumplió los deberes de su ministerio, que, por testimonio de Santos Mártires que combatieron animosamente por la verdadera religión durante el reinado de Marco Aurelio, se mostró el celador del testamento de Cristo.

San Ireneo compuso numerosas obras, citadas por Eusebio de Cesarea y San Jerónimo; pero la mayoría de ellas han desaparecido bajo la acción del tiempo.

Quedan todavía el Tratado Contra las herejías, en cinco tomos, escrito hacia el año ciento ochenta, cuando Eleuterio regía aun la cristiandad.

Al mismo tiempo que innumerables cristianos que le debían la dicha de haber abrazado la verdadera fe, obtuvo, por fin, San Ireneo la corona del martirio, y voló al cielo en el año de gracia doscientos diez, cuando Septimio Severo había ordenado condenar a la tortura y a la muerte a todos los que decidieran mantenerse constantes en la práctica de la religión cristiana.

Ahora bien, en el libro quinto de su Tratado expone su escatología milenarista, heredada de los Apóstoles: el Anticristo, la Resurrección de los justos y el Milenio.

Por eso, el Padre Leonardo Castellani pudo escribir, en su comentario al vigésimo capítulo del Apocalipsis, lo siguiente:

“Toda la tradición antigua en masa durante los cuatro primeros siglos de la Iglesia entendió en este capítulo simplemente que habría un largo período de paz y prosperidad en el mundo (mil años o bien mucho tiempo) después del Retomo de Cristo y el refulgir de su Parusía; que habría dos resurrecciones, una parcial de los mártires y santos últimos, otra universal al fin de buenos y malos, lo cual también San Pablo dice; que todo este largo tiempo es quizás lo que designamos con el nombre de Juicio Final, el cual se describe metafóricamente al final del capítulo; es decir, se describe su término y finiquito un día solar.

Por qué existe hoy día tal desaforado furor –que los fieles ignoran generalmente– hacia los que prefieren la sencilla y natural inteligencia textual de Hipólito, Victorino, Policarpo, Ireneo, Lactancio –que no eran zotes–, además de otros «innumerables santos y mártires» –como confiesa San Jerónimo–, «cur irae, cur clamores istit«. Yo no lo sé; y si lo supiera, no lo diría aquí.

Lo que sé, está en un libro que traduje y publiqué poco ha: La Iglesia Patrística y la Parusía, del P. Florentino Alcañiz, S. J. (Buenos Aires, Ediciones Paulinas, año 1961)”.

Ya había dicho en su otra obra Los papeles de Benjamín Benavides:

“El milenarismo ingenuo, aun no teológico, fue la opinión de la primitiva Iglesia, como se puede colegir de sus expositores primeros, «grandes varones de Iglesia y numerosos mártires» —para usar la fórmula de su mismo encarnizado adversario San Jerónimo—, a saber: Papías el Viejo, San Justino, San Ireneo, San Hipólito, Tertuliano, Metodio de Olimpo, Victorino Mártir el primer comentador del Apokalypsis, Lactancio, San Agustín júnior, y Tyconio, el primer exégeta digamos científico de las profecías parusíacas: hereje donatista por desgracia”.

Extracto del libro V del Tratado Contra los herejes

La resurrección de la carne

Preparación gradual de los salvados

Sin embargo, muchos que simulan creer rectamente descuidan el orden que debe seguir el crecimiento de los justos, e ignoran el ritmo del camino hacia la incorrupción, interpretándolo con un modo de pensar herético -pues los herejes desprecian la creación de Dios y rechazan la salvación de su carne; también desprecian la promesa divina, y en su sentir de las cosas intentan superar a Dios; aseguran que al morir ellos subirán por encima de los cielos y del Creador, para ir a la Madre o a aquel a quien ellos imaginan como Padre-. Condenan la resurrección universal y, en cuanto de ellos depende, acaban con ella. ¿Qué de extraño si incluso ignoran el camino hacia la resurrección? ¿No quieren entender que, si las cosas fuesen como ellos enseñan, el mismo Señor, en el cual dicen creer, no habría resucitado de entre los muertos después de tres días, sino que al morir en la cruz de inmediato habría subido, abandonando el cuerpo en la tierra? Sin embargo, permaneció tres días en el lugar de los muertos, como dice de él un profeta: «El Señor se acordó de sus santos muertos que dormían en la tierra de la tumba, y bajó a ellos para sacarlos y salvarlos». El mismo Señor dijo: «Así como Jonás permaneció tres días y tres noches en el vientre de la ballena, así también el Hijo del Hombre estará en el seno de la tierra» (Mt 12, 40). Y el Apóstol escribe: «¿Qué quiere decir ascendió, sino que también descendió a las regiones inferiores de la tierra?» (Ef 4, 9). También David profetizó acerca de él: «Y arrancaste mi vida del fondo del abismo» (Sal 86, 13). Habiendo resucitado al tercer día, dijo a María, la primera que lo vio y quería adorarlo: «No me toques, pues aún no subo al Padre, sino ve a mis discípulos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre» (Jn 20, 17).

El Señor se sometió a la ley de la muerte para ser el Primogénito de los muertos (Col 1, 18) y duró tres días en los lugares inferiores de la tierra (Ef 4, 9), en seguida resucitó en la carne, de manera que mostró los agujeros de los clavos a sus discípulos (Jn 20, 25-27), y subió al Padre. Entonces, ¿cómo no se avergüenzan de decir que los lugares inferiores son este mismo mundo en que habitamos, en cambio el hombre interior de quien hablan dejaría aquí el cuerpo, para subir a un lugar que está por encima de los cielos? Puesto que el Señor «habitó en la sombra de la muerte» (Sal 23, 4), donde estaban las almas de los muertos, luego resucitó corporalmente y después de resucitar fue asumido, es evidente que las almas de los discípulos por los cuales el Señor realizó esta obra, irán a un lugar invisible señalado por Dios, y ahí permanecerán en espera de resucitar. En seguida recibirán sus cuerpos, y resucitando enteramente, es decir corporalmente, así como Cristo resucitó, se presentarán en la presencia de Dios. «Ningún discípulo está sobre su maestro; sino que todo discípulo consumado será como su maestro» (Lc 6, 40). Sin embargo, nuestro Maestro no se retiró volando de inmediato, sino que después de su resurrección se detuvo durante el tiempo asignado por el Padre, simbolizado por Jonás: después de tres días fue asumido. De modo semejante también nosotros debemos esperar el tiempo que el Padre ha decidido para que resucitemos, como los profetas lo anunciaron. Así resucitaremos todos aquellos a quienes el Señor juzgare dignos.

Cumplimiento de las promesas divinas

Mas algunos cambian de opinión, dejándose arrastrar por las prédicas de los herejes, e ignoran la Economía de Dios y el misterio de la resurrección de los justos y del Reino, que es el preludio de la incorrupción; Reino por el cual quienes fueren dignos poco a poco se acostumbrarán a captar a Dios. Por ello es preciso explicar acerca de este asunto, que, a la aparición del Señor, los justos serán los primeros en recibir la herencia que Dios prometió a los padres, despertando en una condición renovada de su ser, y con él reinarán; el juicio universal vendrá en seguida. Pues justo es que reciban los frutos de sus dolores en la misma naturaleza en la que han laborado o padecido, y han sido probados con todo tipo de sufrimiento; que reciban la vida en la misma naturaleza en la que fueron asesinados por el amor de Dios; y que reinen con la misma naturaleza en la cual fueron sometidos como esclavos. Pues rico es el Señor en todos los bienes, y todas las cosas son suyas. Por eso conviene que la misma creación restaurada en su estado original, sirva sin impedimento a los justos. El Apóstol declara todo esto en la Carta a los Romanos: «Con expectativa la creación espera la revelación de los hijos de Dios. Pues ella fue sometida a la vanidad, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será liberada de servir a la corrupción, para tener parte en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 19-21).

De esta manera se mantiene fiel la promesa de Dios a Abraham: «Levanta los ojos y mira, desde donde estás, al norte y al sur, al oriente y al occidente: a ti y a tu descendencia daré para siempre toda la tierra que ves» (Gén 13, 14-15). Y también: «Levántate y recorre en toda su longitud y anchura la tierra que te daré» (Gén 13, 17). Sin embargo, Abraham no recibió en herencia ni siquiera un pie de aquella tierra (Hech 7, 5), sino que siempre fue extranjero y peregrino (Gén 23, 4). Y cuando Sara su esposa murió, no quiso recibir gratuitamente el terreno para sepultarla, aunque los heteos se lo ofrecían, sino que por 400 denarios compró de Efrón hijo de Seor el eteo, el lugar para la tumba (Gén 23, 2-20). Lo hizo por fidelidad a la promesa divina, pues no quiso recibir de los hombres lo que Dios le había prometido cuando le dijo: «A tu descendencia daré esta tierra, desde Egipto hasta el gran río Eufrates» (Gén 15, 18). Mas si no recibió durante su vida la prometida herencia de la tierra, es preciso que la reciba en su descendencia, o sea en aquel que cree en el Señor y lo teme, cuando los justos resuciten.

Su descendencia es la Iglesia, que ha recibido del Señor la filiación adoptiva de su padre Abraham, como Juan el Bautista predicó: «Poderoso es Dios para hacer de las piedras hijos de Abraham» (Mt 3, 9; Lc 3, 8). Y el Apóstol dice en la Carta a los Gálatas: «Vosotros, hermanos, sois hijos según la promesa a Isaac» (Gál 4, 28). En la misma epístola escribe que, quienes han creído en Cristo, reciben la promesa de Abraham: «Las promesas fueron hechas a Abraham y a su descendencia. No dice: A sus descendencias, como si se tratara de muchos, sino de uno: A tu descendencia, o sea Cristo» (Gál 3, 16). Y, confirmando lo que ha escrito, añade: «Abraham creyó y le fue reputado a justicia. Sabéis que quienes han nacido de la fe son hijos de Abraham. La Escritura, conociendo de antemano que Dios justifica a los gentiles por la fe, anunció a Abraham que todas las naciones serían en él benditas. Por este motivo, los fieles son bendecidos junto con Abraham el creyente» (Gál 3, 6-9). Así pues, los fieles son bendecidos con Abraham el creyente, y por ello son hijos de Abraham. Dios prometió la herencia de la tierra a Abraham y a su descendencia. Y ni Abraham ni su descendencia, es decir los justificados ahora por la fe, poseen ya la herencia: la recibirán en la resurrección de los justos. Dios es fiel y no miente. Por ello el Señor proclamó: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4).

La tierra prometida en herencia

Esa es la razón por la cual, en el momento de afrontar la pasión, a fin de anunciar la Buena Nueva a Abraham y a quienes con él esperan la entrega de la herencia, habiendo dado gracias sobre el cáliz y bebido de él, lo dio a sus discípulos diciendo: «Bebed todos de él: éste es mi cáliz de la Nueva Alianza, que será derramado por muchos para el perdón de los pecados. Os digo que dentro de poco ya no beberé del producto de la vid, hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mt 26, 27-29). Prometió beber con sus discípulos el fruto de la vid en la tierra que recibiría en herencia, la que él mismo renovará y reintegrará a su primer estado para servir a la gloria de los hijos de Dios, como canta David: «Renovará la faz de la tierra» (Sal 104, 30). En esta acción reveló a sus discípulos dos cosas: la herencia de la tierra en la que se beberá el vino nuevo, y la resurrección de la carne. Pues la carne que de nuevo resucita es la misma que bebe el cáliz nuevo. Porque, ni es inteligible que él beba el fruto de la vid con sus discípulos en un lugar superior a los cielos, ni que él y ellos lo beban sino en la carne; pues propio es de la carne y no del espíritu beber el vino de la vid.

Por eso el Señor decía: «Cuando hagas una comida o una cena, no invites a los ricos, vecinos y parientes, para que no te vayan a invitar a su vez, y así te den tu recompensa. Invita más bien a los cojos y mendigos, y serás dichoso, porque ellos no te lo pueden pagar, sino que recibirás tu paga en la resurrección de los justos» (Lc 14, 12-13). Y decía también: «Quienquiera dejare campos o casa o parientes o hermanos o hijos por mí, recibirá cien veces más en este mundo, y en el futuro heredará la vida eterna» (Mt 19, 29; Lc 18, 29-30). ¿Qué significa cien veces más en este mundo, las comidas ofrecidas a los pobres y las cenas que tendrán una recompensa? Son aquellas que tendrán lugar al llegar el Reino, o sea en el séptimo día que fue santificado porque el Señor descansó de todas sus obras (Gén 2, 2-3), es decir, el verdadero sábado de los justos en el cual ya no llevarán a cabo las obras de la tierra, sino que hallarán preparada la mesa del Señor, que los alimentará con toda suerte de manjares.

También se cumple la bendición con la que Isaac bendijo a Jacob, su hijo menor: «El olor de mi hijo es como el olor de un campo que el Señor bendijo» (Gén 27, 27). El campo es el mundo (Mt 13, 38). Por eso añadió: «El Señor te dé el rocío del cielo y mucho trigo y vino de la tierra fértil. Que las naciones te sirvan y los príncipes te adoren, y sé para tu hermano un señor, y te veneren los hijos de tu padre. Sea maldito quien te maldiga y bendito quien te bendiga» (Gén 27, 28-29). Si lo anterior no se refiere al tiempo del Reino del que acabamos de hablar, caerá en grande contradicción y absurdo, como cayeron los judíos y siguen atrapados en dificultades. Pues no sólo las naciones no sirvieron a Jacob en esta vida, sino que, aun después de la bendición, él siguió sirviendo a su tío Labán el Sirio durante veinte años (Gén 28-31). Y no sólo no fue señor de su hermano, sino que, cuando regresó de Mesopotamia a la casa paterna, se postró ante Esaú y le ofreció muchos dones (Gén 32-33). ¿Cómo pudo recibir en herencia abundancia de trigo y de vino, si por la terrible hambruna de la tierra en que vivía, tuvo que emigrar a Egipto y someterse al faraón que en ese momento gobernaba el país? Por consiguiente, dicha bendición sin duda alguna tiene cumplimiento en el tiempo del Reino, cuando reinarán los justos que resucitarán de entre los muertos, el día en que toda la creación renovada y liberada producirá todo tipo de manjares, el rocío del cielo y la fertilidad de la tierra.

Esto es lo que recuerdan haber oído de Juan, el discípulo de Jesús, los presbíteros que lo conocieron, acerca de cómo el Señor les había instruido sobre aquellos tiempos: «Llegarán días en los cuales cada viña tendrá diez mil cepas, cada cepa diez mil ramas, cada rama diez mil racimos, cada racimo diez mil uvas, y cada uva exprimida producirá veinticinco medidas de vino. Y cuando uno de los santos corte un racimo, otro racimo le gritará: ¡Yo soy mejor racimo, cómeme y bendice por mí al Señor! De igual modo un grano de trigo producirá diez mil espigas, cada espiga a su vez diez mil granos y cada grano cinco libras de harina pura. Lo mismo sucederá con cada fruto, hierba y semilla, guardando cada uno la misma proporción. Y todos los animales que coman los alimentos de esta tierra, se harán mansos y vivirán en paz entre sí, enteramente sujetos al hombre».

El anciano Papías, que también escuchó a Juan como compañero de Policarpo, ofrece el testimonio siguiente en el cuarto de sus cinco libros, añadiendo: «Cuantos tienen fe aceptarán lo anterior. Y como Judas el traidor no creyese y le preguntase: ¿Cómo podrá el Señor producir tales frutos?, el Señor le respondió: Lo verán quienes irán a esa tierra».

Esto es lo que profetizó Isaías: «Pacerán juntos el lobo y el cordero, la pantera jugará con el cabrito, el becerro y el toro pacerán con el león y un niño pequeño los conducirá. El buey y el oso pacerán juntos, sus crías andarán juntas y el león comerá paja con el buey. El niño meterá la mano en el agujero de la serpiente y en el nido de sus vástagos, y no le harán daño ni se podrá perder ninguno en mi monte santo» (Is 11, 6-9). Y más adelante lo resume: «Entonces el lobo y el cordero pacerán juntos, tanto el buey como el león se alimentarán de paja, el pan de la serpiente será el polvo, y ninguno de ellos causará algún mal ni harán daño en mi monte santo. Palabra del Señor» (Is 65, 25).

No se me escapa que algunos tratan de aplicar estas cosas a los hombres salvajes de diversos pueblos que se han convertido a la fe y viven en paz con los justos. Mas, aunque esto sucede a muchos seres humanos que de varias naciones paganas se acercan a la única fe, sin embargo esto tendrá cumplimiento en todos los seres vivientes después de la resurrección de los justos, como hemos expuesto. Porque Dios es rico en todas las cosas, y es necesario que, una vez restaurada la creación según el plan original, todos los animales estén sujetos al hombre, que vuelvan a comer el alimento que el Señor les dio al principio, como cuando, antes de la desobediencia, estaban sujetos a Adán (Gén 1, 26-28) y comían los frutos de la tierra (Gén 1, 30). Por otra parte, no se trata aquí de probar que el león se alimenta de paja: ésta simboliza la abundancia y exquisitez de los frutos; pues si un animal como el león se alimentará de paja, ¿de qué calidad será el trigo cuya paja sirve para alimentar leones?

Israel también invitado a esta herencia

Isaías anunció claramente el gozo de los buenos en la futura resurrección de los justos: «Resucitarán los muertos, se levantarán los que están en los sepulcros y se alegrarán los habitantes de la tierra; pues tu rocío es su salvación» (Is 26, 19). También Ezequiel dice: «He aquí que abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas. Arrancaré a mi pueblo de los sepulcros, pondré mi Espíritu en vosotros y sabréis que yo soy el Señor» (Ez 37, 12-14). Y en otro lugar añade: «Esto dice el Señor: Recogeré a Israel de entre todos los pueblos donde han estado dispersos, y en ellos brillará mi santidad ante los gentiles. Habitarán la tierra que di a mi siervo Jacob. La habitarán en esperanza, construirán casas, plantarán viñas y vivirán en la esperanza. Cuando yo juzgue a quienes los han despreciado y a todas las naciones que los rodean, sabrán que yo soy el Señor su Dios y el Dios de sus padres» (Ez 28, 25-26). Hace poco hemos explicado que la Iglesia es la descendencia de Abraham. Pues para que advirtamos que estas cosas tendrán lugar en el Nuevo Testamento a partir del Antiguo, cuando el Señor recogerá de entre las naciones a quienes se salvarán, haciendo de las piedras hijos de Abraham, se cumplirá lo que Jeremías dice: «He aquí que llegan días, dice el Señor, en que ya no dirán: Vive el Señor, que sacó de Egipto a los hijos de Israel, y de todos los países a donde habían sido arrastrados. El los hará volver a su tierra, que había dado a sus padres» (Jer 16, 14-15; 23, 7-8).

Como Dios creó todas las cosas según su voluntad para que aumenten y lleguen a su culmen, y así puedan producir y madurar sus frutos, Isaías anuncia: «Sobre todos los montes altos y sobre toda colina elevada correrá el agua, aquel día en el que muchos perecerán y los torres caerán por tierra. La luz de la luna será como la del sol, y éste brillará siete veces más, cuando el Señor cure a su pueblo contrito y sane el dolor de sus heridas» (Is 30, 25-26). El dolor de la llaga es el que al principio le causó Adán, lesionado por su desobediencia, es decir la muerte, de la cual el Señor nos sanará cuando nos resucite de entre los muertos y nos restituya la herencia de nuestros padres que se encuentra en la bendición a Jafet: «Que Dios amplíe la tierra de Jafet y que habite en las casas de Sem» (Gén 9, 27). E Isaías dice: «Pondrás tu confianza en el Señor, y él te introducirá en los bienes de la tierra y te alimentará con la heredad de tu padre Jacob» (Is 58, 14).

Por su parte el Señor dice: «Dichosos los siervos a quienes su amo, al llegar, halle velando. En verdad os digo que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y los servirá. Y si viene durante el turno de la tarde y así los encuentra, dichosos ellos, porque los hará sentar y los servirá. Y si así los encuentra en la segunda y tercera vigilia, serán dichosos» (Lc 12, 37-38). Lo mismo escribe Juan en el Apocalipsis: «Dichoso y santo el que tenga parte en la resurrección primera» (Ap 20, 6). Isaías anunció cuándo sucederán estas cosas: «Y pregunté: ¿Hasta cuándo, Señor? Hasta que las ciudades queden desoladas y sin habitantes, en las casas ya no haya moradores y la tierra se torne desierta. Después el Señor nos alejará a los hombres, y aquellos que queden se multiplicarán sobre la tierra» (Is 6, 11-12). Lo mismo afirma Daniel: «A los santos del Dios Altísimo se les concedió el reino, el poder y la grandeza de los reyes, su reino será para siempre y todos los imperios le servirán y obedecerán» (Dan 7, 27). Y, para que no se pensara que tal promesa se verificará en nuestro tiempo, el profeta añadió: «Ven y quédate en tu heredad cuando el tiempo se haya consumado» (Dan 12,13).

Jeremías enseña que estas promesas fueron hechas no sólo a los padres y a los profetas, sino también a las Iglesias llamadas de entre los gentiles, a las cuales el Espíritu llama islas porque, edificadas en medio de la turbulencia y de la tempestad, sufren los golpes de las blasfemias. Son un puerto de salvación para quienes se hallan en peligro, y un refugio para quienes aman la verdad y tratan de huir del Abismo, o sea del error: «Escuchad la palabra del Señor, ¡oh pueblos!, y anunciadla a las islas lejanas: El Dios que dispersó a Israel lo reunirá y guardará como un pastor a sus ovejas. Porque Dios redimió a Jacob y lo arrancó de la mano de uno más fuerte que él. Vendrán y se alegrarán en el monte Sion, donde gozarán de sus bienes, en la tierra que produce trigo, vino, todo tipo de frutos, animales y ovejas. Su alma será como un árbol fructífero, y ya nunca tendrán hambre. Entonces las vírgenes se alegrarán en la asamblea de los jóvenes y los viejos se regocijarán. Convertiré su luto en alegría y los haré felices. Engrandeceré y embriagaré el alma de los sacerdotes descendientes de Leví, y mi pueblo se llenará de mis bienes» (Jer 31, 10-14). En el libro anterior mostramos que levitas y sacerdotes son todos los discípulos del Señor, los cuales profanan el sábado en el templo, sin cometer falta (Mt 12, 5). Por lo tanto, estas promesas claramente significan el banquete de la creación en el Reino de los justos, que Dios prometió a cuantos le sirven.

La Jerusalén celeste

Isaías añade, acerca de Jerusalén y de su Rey: «Esto dice el Señor: Dichoso el que tiene descendencia en Sion y parientes en Jerusalén. Pues reinará un rey justo y los príncipes gobernarán con justicia» (Is 32, 1). Y acerca de los preparativos para reconstruirla, dice: «He aquí que te prepararé el diamante como piedra y el zafiro como cimiento; de rubí haré tus torres, de cristal de roca tus puertas y de piedras escogidas tu muro de defensa. Tus hijos serán discípulos del Señor y vivirán en paz. Sobre justicia serás edificada» (Is 54, 11-14). Y también: «Yo construiré a Jerusalén para que se goce y a mi pueblo para que se alegre. Y yo me alegraré en Jerusalén y me regocijaré en mi pueblo. Ya no se escuchará en ella voz de llanto ni gemido; no morirá el niño en ella ni habrá anciano que no cumpla sus días. Será joven el que muera a los cien años, el pecador morirá a los cien años como un maldito. Construirán casas y ellos mismos habitarán en ellas; plantarán viñas y ellos mismos comerán sus frutos y beberán su vino. No construirán para que otros habiten, ni plantarán para que otros coman. La vida de mi pueblo se prolongará como la de un árbol, y durarán hasta envejecer las obras de sus manos» (Is 65, 18-22).

Si algunos pretenden entender estas frases sólo en alegoría, no podrán siquiera ponerse de acuerdo entre sí. Las mismas expresiones sobre las que aleguen les convencerán, porque «cuando las ciudades de los gentiles queden desoladas y sin habitantes, en las casas ya no haya moradores y los campos queden desiertos» (Is 6, 11), dice Isaías, «vendrá el día del Señor, terrible, lleno de furor, para convertir toda la tierra en desierto y para arrancar de ella a los pecadores» (Is 13, 9). Y añade: «Que el impío sea exterminado para que no vea la gloria del Señor» (Is 26, 10). Y, cuando todo esto sucediere, «Dios alejará a los hombres y los que queden se multiplicarán sobre la tierra» (Is 6, 12). «Construirán casas y ellos mismos las habitarán; plantarán viñas y ellos mismos comerán» (Is 65, 21). Todo esto se refiere sin duda a la resurrección de los justos, la cual acaecerá después de la venida del Anticristo.

Será también la perdición de todos los paganos que lo sigan, y en cambio los justos reinarán sobre esa tierra, creciendo en la visión del Señor, acostumbrados a vivir en la gloria del Padre, en comunión de vida con los ángeles, y en el Reino serán acogidos en la asamblea de los espirituales. Aquellos a quienes el Señor, al venir de los cielos, encuentre esperándolo en la carne tras haber sufrido la tribulación y haber escapado de las manos del impío, son aquéllos de los cuales dijo el profeta: «Y los que queden se multiplicarán sobre la tierra» (Is 6, 12). Quienes queden en la tierra para multiplicarse son aquellos de entre los gentiles, a quienes el Señor hubiere preparado. Vivirán bajo el reinado de los santos y servirán en Jerusalén.

Más claramente aún el profeta Jeremías habló de Jerusalén y de su Reino: «Mira al oriente, Jerusalén, y contempla el bienestar que el mismo Dios te envía. Mira, vienen a ti tus hijos a quienes has alejado, se reunirán de oriente y occidente convocados por la palabra del santo, para alegrarse con la gloria de Dios. Jerusalén, quítate el vestido de luto y de duelo, y vístete la gloria de Dios para siempre. Cíñete el doble manto de justicia que Dios te da, y ponte en la cabeza la corona de la gloria eterna. Porque Dios mostrará tu esplendor a toda la tierra bajo el cielo. El mismo Dios te pondrá como nombre para siempre Paz de la justicia y Gloria de la piedad. Levántate, Jerusalén, ponte en pie, mira al Oriente y ve a tus hijos reunidos desde donde sale el sol hasta el ocaso, convocados por la palabra del Santo, felices porque Dios se ha acordado de ellos. Ellos habían huido a pie, hostigados por los enemigos, y ahora el Señor los vuelve a conducir a ti, portados en gloria como el trono del rey. Pues Dios ordenó que todo monte elevado y toda colina eterna se abaje, y que los valles se llenen para emparejar la tierra, a fin de que Israel camine segura en la gloria de Dios. Al mandato de Dios todos los árboles olorosos y los bosques extendieron su sombra para Israel. Dios conducirá a Israel con alegría, en la luz de su gloria, en su justicia y misericordia» (Bar 4, 36-7; 5).

La Nueva Jerusalén y el Reino del Padre

Estos dones no pueden suponerse en una esfera superior a los cielos, «porque Dios mostrará tu esplendor a toda la tierra bajo el cielo» (Bar 5, 3), sino en el tiempo del Reino, una vez que Cristo haya renovado la tierra y reedificado Jerusalén según el modelo de la Jerusalén de arriba, sobre la cual dice el profeta Isaías: «En mis manos pinté tus murallas y tú estás siempre delante de mis ojos» (Is 49, 16). Y el Apóstol dice en la Carta a los Gálatas: «La Jerusalén de arriba es libre y madre de todos nosotros» (Gál 4, 26). No lo dice acerca de algún Eón errante o Entímesis, ni de algún Poder que se hubiese alejado del Pleroma llamado Prúnico, sino de la Jerusalén que Dios lleva impresa en sus manos.

En el Apocalipsis Juan la vio descender sobre la tierra nueva. Y después de los tiempos del reino, afirma, «vi un gran trono blanco y, sentado en él, a aquél de cuya presencia huyen la tierra y el cielo, los cuales no dejaron rastro» (Ap 20, 11). Y describe cuanto se refiere a la resurrección y juicio universales: «Vi a los muertos, grandes y pequeños. El mar devolvió a los muertos que guardaba, y la muerte y el infierno entregaron a los muertos que tenían retenidos, y se abrieron los libros. Luego se abrió el libro de la vida, y según lo escrito en ellos los muertos fueron juzgados, de acuerdo con sus obras. La muerte y el infierno fueron echados al estanque de fuego. Ese estanque de fuego es la muerte segunda» (Ap 20, 12-14). Lo llamamos gehenna, y el Señor lo describió como «fuego eterno» (Mt 25, 41): «Y si alguien no se encontró escrito en el libro de la vida, fue arrojado al estanque de fuego» (Ap 20, 15). Y más adelante añade: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar dejó de existir. Y vi la nueva Jerusalén, la ciudad santa, bajar del cielo como una mujer preparada para su esposo. Y oí una fuerte voz que salía del trono y decía: Este es el santuario de Dios con los hombres, y habitará con ellos, los pueblos serán suyos, el mismo Dios estará con ellos y será su Dios. Y borrará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni duelo, ni dolor, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 1-4). Isaías afirma lo mismo: «Habrá un cielo nuevo y una tierra nueva. No recordarán lo anterior ni les vendrá a la memoria, sino que la alegría y el gozo habitarán en ella» (Is 65, 17-18). También lo dijo el Apóstol: «La apariencia de este mundo queda atrás» (I Cor 7, 31). Igualmente dice el Señor: «La tierra y el cielo pasarán» (Mt 24, 35). Juan, el discípulo del Señor, dice que, cuando éstos hayan pasado, la Jerusalén de arriba descenderá sobre la tierra nueva como una mujer adornada para su esposo, y que éste es el santuario en el cual Dios habitará con los hombres. Imagen de esta Jerusalén es la primera Jerusalén, en la cual los justos se prepararon para la incorrupción y se dispusieron para la salvación. Moisés recibió en la montaña la figura de este santuario (Ex 25, 40; Heb 8, 5).

No podemos decir que se trata de una mera alegoría; sino que todo cuanto Dios preparó para la felicidad de los justos tiene un sólido y verdadero cimiento. Pues, así como es verdadero y no alegórico el Dios que resucita al hombre, igualmente será que el hombre resucite de entre los muertos, como lo hemos expuesto con los anteriores argumentos. Y, así como resucitará de verdad, así también se preparará verdaderamente para la incorrupción, se desarrollará y madurará en el tiempo del reino, a fin de capacitarse para la gloria del Padre. Al final, habiéndose todo renovado, habitará verdaderamente en la ciudad de Dios. En efecto, «dijo el que está sentado en el trono: He aquí que renuevo todas las cosas. Y el Señor dijo: Escribe todas estas cosas. Estas son palabras verdaderas y dignas de confianza. Y me dijo: Lo he hecho» (Ap 21, 5-6). Así es justamente.

Porque, tratándose de verdaderos seres humanos, también habrá de ser real su traslación; no pasarán al no-ser, sino que, por el contrario, progresarán en su ser. Pues no se exterminará la substancia ni el ser de la creación -ya que es fiel y verdadero el que la sustenta- sino que «pasará la apariencia de este mundo» (I Cor 7, 31), es decir del mundo en el cual acaeció la transgresión, en el cual el hombre se hizo viejo. Por tal motivo esa apariencia fue creada temporal, de acuerdo con el plan divino, como explicamos en el libro anterior, donde tratamos, hasta donde nos fue posible, sobre las razones por las cuales fue creado un mundo temporal. Una vez pasada la apariencia, renovado el hombre y ya maduro para la incorrupción, de modo que ya no pueda envejecer, «habrá un nuevo cielo y una nueva tierra» (Is 65, 17), en la cual el hombre se mantendrá nuevo, siempre relacionándose con Dios de modo nuevo. Y, como todas estas cosas continuarán sin fin, Isaías escribió: «Así como este cielo nuevo y esta tierra nueva que hago permanecen en mi presencia -dice el Señor-, así permanecerán ante mí vuestra raza y vuestro nombre» (Is 66, 22).

Como enseñan los Presbíteros, quienes fueren dignos de morar en los cielos, entrarán en ellos; otros gozarán de las delicias del paraíso; otros poseerán el esplendor de la ciudad; pero en todas partes verán a Dios, según la medida en que fueren dignos de contemplarlo.

Habrá una diferencia en la habitación de aquellos que hayan fructificado el ciento por uno, el sesenta o el treinta (Mt 13, 8): unos serán llevados al cielo, otros se detendrán en el paraíso y los terceros habitarán la ciudad. Por eso dijo el Señor que en la casa de su Padre hay muchas moradas (Jn 14, 2). Todo pertenece a Dios, quien prepara a cada cual su habitación adecuada, como dijo su Verbo, que el Padre las distribuye a todos según los méritos de cada uno. Este es el salón de fiesta en el cual tomarán su lugar y se regocijarán todos los invitados a las bodas (Mt 22, 1-14).

Los Presbíteros discípulos de los Apóstoles enseñan que este será el orden y providencia para los que se salvan, así como cuáles son los peldaños por los cuales se asciende: por el Espíritu subimos al Hijo y por éste al Padre, y el Hijo al final entregará su obra al Padre, como escribe el Apóstol: «Él debe reinar, hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. La muerte será el último enemigo vencido» (I Cor 15, 25-26). En efecto, cuando llegue el Reino, el justo, viviendo sobre la tierra, olvidará la muerte: «Habiendo dicho la Escritura que todo le está sujeto, exceptúa a aquel que todo le ha sometido. Cuando se le hayan sometido todas las cosas, también el Hijo se le someterá a aquel que le ha sometido todo, para que Dios sea todo en todas las cosas» (I Cor 15, 27-28).

Conclusión: un solo Dios y Padre

Juan vio de antemano, con toda precisión, la primera resurrección de los justos (Ap 20, 5-6) y la herencia en el reino de la tierra, de acuerdo con lo que habían anunciado los profetas. Lo mismo enseñó el Señor cuando prometió que bebería con sus discípulos la mezcla del cáliz nuevo en el reino (Mt 26, 29). Y también cuando dijo: «Vendrán días en que los muertos desde los sepulcros oirán la voz del Hijo del Hombre y resucitarán: quienes hayan hecho el bien, para la resurrección de la vida, y quienes hubieren hecho el mal, para la resurrección del juicio» (Jn 5, 28-29). Primero habla de aquellos que resucitarán habiendo hecho el bien, para entrar en el reposo; después, de aquellos que resucitarán para ser juzgados; como dice la Escritura en el Génesis: que después de la consumación de este siglo, seguirá el día sexto (Gén 1, 31), o sea el año 6000; porque éste será el día séptimo, día del descanso, como canta David: «Este es mi reposo, en él entrarán los justos» (Sal 132, 14). Este séptimo día es el séptimo milenario (Ap 20, 4-6) en el que reinarán los justos, en el que está prometida la incorrupción, una vez renovada la creación, para quienes hayan sido preparados para este fin. El Apóstol Pablo confesó que la creación sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rm 8, 19-21).

En todo esto y a través de todo, se ha revelado el mismo Dios Padre, el Creador del ser humano que prometió la herencia de la tierra a los padres, el que la dará a los justos en la resurrección, cuando cumplirá las promesas en el Reino de su Hijo, y como Padre nos otorgará todo aquello que «ni el ojo vio ni el oído oyó ni entró en el corazón del hombre» (I Cor 2, 9). Porque hay un solo Hijo, el que cumplió la voluntad del Padre, y una sola raza humana, en la cual se cumplen los misterios de Dios «que los ángeles desean contemplar» (I Pe 1, 12). Mas éstos no son capaces de penetrar en la Sabiduría de Dios, por cuya actividad la creación fue modelada a imagen de su Hijo y perfeccionada de acuerdo con el cuerpo que éste asumió. Porque el Padre tuvo en su mente que su Hijo Primogénito, el Verbo, descendiese a su creatura, o sea, a la obra que había modelado, a fin de que ésta lo acoja y a su vez sea acogida por él, y se eleve hasta el Verbo, superando a los ángeles por hacerse a imagen y semejanza de Dios.