PADRE LEONARDO CASTELLANI: Y LA IGLESIA ARGENTINA

CARTA AL CARDENAL ARZOBISPO DE BUENOS AIRES
MONSEÑOR ANTONIO CAGGIANO

Buenos Aires, Pascua de Resurrección de 1968

Con mi debida reverencia:

Recibí su carta del 16 de marzo de 1966.

Le agradezco el autógrafo; y también, por qué no, la ofensa gratuita que contiene; porque libera mi conciencia.

No digo me guste ser ofendido, mas que a veces el ofendido sale ganando, por lo que después diré.

Dejar de contestar y guardar silencio era más fácil para mí. Mas parece es mi deber contestar. Consulté con Dios Nuestro Señor lo mejor que supe. Si me equivoco, peor para mí. Y si no me equivoco, quizá más peor. Pero si me callo pensando es mi deber hablar, hago lo de San Pedro en el pretorio.

No sería quizá deber mío hablar públicamente, si el caso fuese ofensa o daño mío solamente. Pero el caso es ejemplo de una situación que sufren los fieles; los sacerdotes sobre todo; y toca al decoro y al provecho de la Iglesia.

Tengo el título de doctor en teología y filosofía refrendado por la Santa Sede; o sea lo que llamaban antaño de doctor sacro. Un doctor que, preguntado por quienquiera en cosa de su oficio, no respondiese por miedo a los poderosos, ¿peca? “Peca mortalmente”, respondió Geoffroy des Fontaines, en el siglo XIII, ante la Universidad de París.

¿Cuál sería esa situación de que hay que dar testimonio, sigo preguntando?

Un escritor que firma Alberto Ferrer comenta de antemano, en el suplemento de La Razón del 1 marzo, el próximo concilio de los 70 obispos argentinos. A mi parecer, es un poco confuso, pero toca algunos puntos de nota: por ejemplo, el gobierno despótico de algunos obispos, y la falta de justicia, caridad y solidaridad en la Iglesia Argentina.

Y aduce la inquietud y descontento de «los curas” —sobre quienes cae directamente el descontento de los fieles, como allí se nota— patente ellos ruidosamente en los casos de Mendoza y Córdoba.

No tocó ese punto —que el gran Rosmini-Serbati calificó de «llaga de la Iglesia”— el Concilio Vaticano II: los Patres tenían en mira otras metas, sin duda excelentes.

Quizá la falta de justicia y caridad no pesa tanto en otras naciones como en Argentina.

Pero la verdad es que aquí ella es la llaga más preocupante; como constatará quienquiera tenga algún trato con “los curas”. Si el hecho es real, como lo creo, tienen razón; porque eso simplemente evacuaría el Evangelio

“Con pretexto de obediencia”, han convertido la relación Obispo-Sacerdote en la relación Amo-Criado y Señor-Escavo”, dice el susodicho Ferrer; de lo cual daré al final a S.E. un pequeño ejemplo particular y neutro.

Eso es todo lo contrario de lo que mandó el Príncipe de los Apóstoles, a saber: que el Obispo o el Presbítero se convierta en la forma del clero: “Apacentad la grey del Señor que os toca, proveyendo no forzados sino espontáneos según Dios; no con miras al torpe lucro, sino voluntarios; ni como dominantes sobre el clero, sino hechos “forma” (tipoi) de la grey con el corazón», dice San Pedro; para no decir nada de lo que dijo Cristo en la parábola del Buen Pastor.

Se podrían traer no pocos ejemplos —yo mismo podría— destos “dominadores sobre la heredad”, como traduce Colunga el enérgico “katakyriéuontes tôn klerôn” de San Pedro.

Se ha inventado y se predica con profusión un concepto de la virtud de la obediencia eclesiástica que es eso mismo: hacerse el Dominador, el Dictador, e incluso el Padre Eterno; que cuando lo asimilan las monjas, hay que ver lo que pasa en los monjeríos.

Incluso apoyan ese concepto de obediencia, no ya ciega, más aun maquinal en un texto evangélico tergiversado: “El que a vosotros oye, a Mí oye”, donde Cristo se refiere, no a la obediencia, sino a la Fe.

Nuestro Señor no dijo una sola palabra sobre la obediencia, anoser refiriéndose a la obediencia al Padre Celestial.

La obediencia a los superiores terrenos es una virtud moral —no teologal— y consiste en un medio (“in medio stat virtus») como, siguiendo a Aristóteles, enseña Santo Tomás.

“Algunos obispos se pasan la vida invitándonos a la desobediencia”, me dice un religioso mendocino. “La Jerarquía no me dirige, no me enseña, no me convence. Me arroja solo frente a Cristo. Pero ¿y la Iglesia? ¿Debemos prescindir de ella?», me decía ayer no más un feligrés, que es representativo de miles de feligreses.

No voy a hacer a S.E. y a los 70 obispos el temario de sus deliberaciones, porque no me toca ni sabría; antes las recibiré con amor y reverencia. Sólo quería decir que, si no se preocupan de la justicia y la caridad intraportas… pueden traducir todas las oraciones de la liturgia del latín al castellano, o viceversa; pueden nombrar 700 veces al Concilio Vaticano y a nuestros hermanos separados; llenar 10 páginas a máquina de lugares comunes devotos; condecorar a Constancio Vigil padre e hijo, y al doctor Noble; condenar al comunismo 10 veces; defender la propiedad privada; denigrar a los protestantes con monseñor Bonamín o alabarlos con monseñor Rau, etcétera, etcétera, pero no rozarán siquiera la llaga de la permanente esterilidad de la Iglesia Argentina; que de aquella falta procede.

«La Iglesia argentina es un montón de escombros” —me dijo el sacerdote más ilustrado y estudioso de la Capital—. “La gente se retira en silencio de la Iglesia’ —nota el citado Ferrer—. Eso lo noté también literalmente en mi libro El ruiseñor fusilado, que S.E. no conoce, y no aprobaría, si lo conociese.

Si la Iglesia repele hoy día, o atedia, o no atrae a tantos argentinos, por ser demasiado hermosa no puede ser: la hermosura siempre atrae. Es que simplemente la perciben normalmente fea; pues los que se retraen en silencio son muchas veces hombres íntegros y nada protervos.

Seguirá siendo hermosa ab intus, como reza el psalmo; pero la andamos camuflando fea.

La esterilidad de la Iglesia Argentina es materia de preocupación a todos los que la aman; sabemos que esto dijo el papa a varios prelados argentinos.

Ningún adelanto en materia de conquista, ni siquiera de conservación, antes al contrario; ninguna obra que toque eficazmente la realidad, más bien al contrario; ningún gozo, ni contento, ni quietud, ni apreciación, ni gratitud para los que pro viribus trabajan por ella; destrucción de obras ya hechas; retroceso en prensa católica, literatura católica, e incluso en predicación idónea (“Y a esto llaman palabra de Dios”, dijo José L. Torres).

Confusión en las instituciones de la Iglesia “establecida” e incluso patentes injusticias en promociones y postergaciones; y, en consecuencia, retroceso en la práctica de la religión, constatable incluso en las estadísticas de los asistentes a misa.

Falta justicia y amor
Lo demás sobra sin eso.
¡BAJÁ IGNACIO!

Por ejemplo, ahora que el país está barrido de propaganda comunista impresa, la Iglesia argentina no dispone de un solo órgano eficaz de defensa de la Fe. La revista Esquiú no defiende la Fe, se aprovecha della. Roguemos por su conversión. «¡Qué mala es la buena prensa!”, decía Torres.

¿Las numerosas universidades católicas? Son tan endebles intelectualmente o más que las del Estado laico. No tienen categoría universitaria; ni siquiera, honradez a veces. Ojalá me equivoque.

Usar la religión para tercería de la ineptitud es cosa grotesca, si no fuera deplorable. Una revista o una universidad “católica” debería ser mejor o igual en calidad que las judaicas; y si no es así, se está usando la etiqueta “católica» como alcahuetería.

Si Cristo hubiese bajado al mundo para facilitar que los ineptos ocupasen el lugar de los aptos, entonces Cristo —que Él perdone— sería un peligro público.

La esterilidad de la Iglesia Argentina es causa principal del actual desorden del país. Una Iglesia pura, activa y bien jerarquizada sería antídoto y contrapeso al plebeyísimo y canallería política.

Como la luna es reflejo de la luz del sol, así el actual desorden civil es reflejo del desorden eclesiástico; o, con mejor metáfora, como un eclipse de sol es reflejo de la opacidad de la luna.

En suma, aquí la Iglesia aparece como un aparato de falsificar valores; de hacer que los que no saben enseñen a los que saben, y los más ciegos guíen a los menos ciegos.

La desjerarquización perfecta. Falsificación. Es como querer caminar cabeza abajo. Y por eso no camina.

Es horroroso que el argumento polémico principal de los protestantes contra los católicos sea aquí verdadero: Son pueblos atrasados porque son católicos, dicen. En efecto: malos católicos.

Ha resultado que el liberalismo es peor que el protestantismo.

Y el pueblo ve aquí a los gobernantes eclesiásticos de bracete con los gobernantes liberales; como ese “Santo de la Democracia» bautizado por monseñor Bonamín.

Estos no son heréticos, ni masones ni “tiranos” hasta tanto no toquen los bienes de la Iglesia y la “subvención». ¿Quién es amigo de uno, sino el que le da plata? Aunque gobiernen muy mal, siempre hay esperanza de sacarles ‘’subsidios” para hacer un seminario más, aunque ya sobren y bostecen los seminarios: o despoblados, o —lo que se ve ahora— desviados.

Después deste preludio literario, voy a su carta del 16 de marzo.

En respuesta a una mía del 16 de enero, en que exponía a S.E. un sucedido. Es éste; vino de Roma a las padres paulinos una orden de que no editaran ningún libro mío; lo cual equivale en puridad a condenar todos mis libros futuros ¡antes de estar escritos! Solamente Dios sabe —y apenas— si esos futuribles serán erróneos; pero la anónima y oculta “orden” ya lo sabía, por lo visto; y así dije arriba que algunos funcionarios eclesiásticos se ponen por encima hasta del Padre Eterno.

Pregunté el motivo: ya que ni a los peores delincuentes se sanciona sin oírlos ni leerles la acusación, “Si he hablado mal, da testimonio; si he hablado bien, ¿por qué me hieres?”.

Ni el superior local, padre Pasquero, ni el general de los paulinos, padre Alberioni, ni la Sacra Congregación del Índice quisieron o supieron contestarme.

El señor arzobispo de Paraná, monseñor Tortolo, bondadosamente se encargó a ruego mío de averiguar el tal “motivo” en Roma: sin resultado.

En suma, los paulinos de Buenos Aires se declararon «hijos de obediencia’’; los paulinos de Roma se remitieron a “una insinuación que tenía valor de orden”; y la Sacra Congregación de la Inquisición se hizo la gallina distraída y no respondió nada.

Están por encima de la sencilla honradez natural: son “sobrenaturales».

Considerando que esa forma de castigar sin motivar (o sea, hacer daño al prójimo desde la oscuridad) era un desdoro de la Iglesia de Xto., me dirigí a S.E. como a mi superior eclesiástico.

S.E. contesta en la susodicha carta del 16 de marzo como los chicos: «Yo no he sido”. Más que eso yo esperaba; esperaba a lo menos lo que dijo doña Prescila Aguirre de Pueyrredón (Ver Los Papeles de Benjamín Benavides):

«Yo digo: una tal acción
Nunca ha de verse en la Iglesia”.

En el segundo párrafo de su carta S.E. añade literalmente: “Con toda franqueza le digo que yo no hubiese aprobado algunos libros suyos que conozco».

Bien: no le toca; desde el momento que han sido aprobados por los obispos a quienes canónicamente toca, a saber; mi propio diocesano (Salta) o el del lugar donde el libro se publicó (San Juan, San Isidro). Sería una ofensa gratuita e inútil, si yo dijese a S.E. que desaprobaría algunas de sus elocuciones o pastorales recientes: no me toca. Tampoco toca a S.E. desaprobar ahora mis libros; y el decírmelo no parece nada elegante.

Un censor eclesiástico debe determinar si en un libro hay algo contra la fe o la moral; para todo lo demás carece de toda facultad. Que le guste o no el libro, eso es para su entrecasa: si no hay allí nada contra la fe o la moral cristiana, debe aprobarlo; y si algo hubiere, debe avisar al autor antes de condenar.

Pero conocemos de sobra censores, censorillos y censorucos que se erigen en dictadores del Buen Gusto, de la Literatura o de la Opinión.

¿Cuántos escritores católicos someten aquí sus obras a la supervisión eclesiástica? Ninguno.

Ningún hombre en sus cabales se prestará a que le escupa su asado un anónimo, totalmente irresponsable de llapa; pues no se dignan dar razón de la condena, si condenan; como consta en el caso dicho.

Tres veces he sido víctima desta maniobra sigilosa para impedir la publicación o venta de mis libros, que son mi único medio de vida; maniobra cuyo propio nombre es insidia y felonía.

Las dos veces, calle; por virtud, o si quieren, por pereza. A la tercera vez, hablo: esta vez por virtud; y por última vez. Y ni siquiera hablo por legítima defensa propia; sino por la dignidad y decoro de la Iglesia y de Cristo, en cuyos nombres se hacen estas insidias y felonías. Los están dejando mal.

Loado sea Dios que en mis obras no se ha deslizado nunca el más pequeño error doctrinal; pues eso a Él se debe. Todo mi trabajo se ha dirigido casi desde mi niñez al servicio de Dios y de su Iglesia: Dios se me ha manifestado agradecido… y nadie más. Mi obra por lo menos está en gracia de Dios.

Todo el mundo sabe que tengo razón, incluso su eminencia; todo el mundo sabe que no me la darán, incluso yo.

Este ejemplito de la falta de justicia y caridad y aun de honradez en el seno de la Iglesia, es de mi parte enteramente neutro. La censura no es ya problema para mí, pues no pienso escribir más libros; y si acaso Dios Nuestro Señor me hiciese escribir otros, veo perfectamente que ha caducado toda obligación de someterlos a una censura que se ha declarado de antemano hostil y arbitraria; que ciertamente no es censura canónica ni cristiana, sino tramoya y despotismo.

Con esto, pongo mi carta y todo mi camino a los pies de la Providencia divina.

No dudo de su buena voluntad, que S.E. atestigua con el nombre de Jesucristo y su Santísima Madre; y reciba la expresión de mi propia buena voluntad, en el nombre de Jesucristo y su Santísima Madre.