P. CERIANI: SERMÓN DEL CUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

CUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Epístola, de la Carta de San Pablo a los Romanos, VIII, 18-23: Hermanos, creo que las penas de este tiempo no son comparables con la futura gloria que se revelará en nosotros. En efecto, el anhelo de las criaturas espera la revelación de los hijos de Dios. Porque las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por causa de Aquel que las sometió con la esperanza; pues también las mismas criaturas serán redimidas de la esclavitud de la corrupción, y alcanzarán la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta ahora todas las criaturas están gimiendo con dolores de parto. Y no solo ellas, sino que también nosotros, que tenemos las primicias del espíritu, gemimos dentro de nosotros esperando la adopción de los hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo, en Jesucristo, Nuestro Señor.

La Epístola de este Cuarto Domingo de Pentecostés está tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos, y contiene estas máximas tan relevantes como instructivas:

— las criaturas están sujetas a la vanidad,

— hasta ahora todas las criaturas están gimiendo con dolores de parto,

— las mismas criaturas serán redimidas de la esclavitud de la corrupción,

— el anhelo de las criaturas espera la revelación de los hijos de Dios.

Estos postulados nos permiten afrontar un tema de gran actualidad, como es el de la llamada Batalla Cultural, que, como veremos, no sólo carece de un fundamento sólido, sino que el que posee es revolucionario.

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Este estudio nos llevará varios domingos. Para comenzar, señalemos que la historia es el campo de la disputa entre Cristo y el demonio por la posesión total del hombre.

Sería un error pensar que el campo de la vida temporal del hombre es ajeno a esta disputa. De ninguna manera, porque, si bien el destino de la vida humana se resuelve en el interior del corazón, sin embargo, el hombre desenvuelve su vida en actividades temporales en las cuales teje también su decisión última y su destino eterno.

De aquí la importancia del sentido que se dé a esa civilización temporal en relación con la vida eterna.

Esta afirmación jamás aparece en el tema planteado de la Batalla Cultural; aunque, tanto los de un bando como los del otro, le hacen el juego al demonio; unos directamente, enfrentando a Jesucristo y su Iglesia; otros, al menos indirectamente por no tomar partido directo por Nuestro Señor, Quien dijo que quien no está con Él está contra Él.

Esto sólo bastaría para hacer ver lo mal planteado del problema… En efecto, ¿qué lugar se asigna en dicha Batalla Cultural a Dios, a Jesucristo y a la única verdadera religión?

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Entrando en los detalles, un análisis elemental nos descubre inmediatamente que el hombre guarda una rigurosa unidad jerárquica.

Hay en él operaciones físico-químicas, que le son comunes con todos los otros cuerpos que vemos en la naturaleza.

Hay también operaciones vitales de índole puramente vegetativa, como las de la asimilación, crecimiento, reproducción, que le son comunes con los vegetales.

Hay asimismo acciones sensitivas, como las que vemos en los animales.

Y hay, por fin, las que le son propias y distintivas del hombre, como las de entender y querer.

No obstante la complejidad de estas actividades y tendencias, el hombre es una perfectísima unidad.

Pero la complejísima unidad que es el hombre, nos presenta la tremenda situación de un ser que, no obstante estar destinado a una plenitud de Verdad, de Bien y de Belleza, se encuentra en la mayor indigencia, viene al mundo en total privación de Verdad, de Bien y de Belleza.

En una ardua y progresiva conquista ha de ir adquiriendo primero perfecciones puramente materiales, para, por medio de éstas, alcanzar las de su vida afectiva y sensitiva; y también luego, a través de éstas, las de la vida intelectiva, y culminar finalmente, ya en la edad perfecta de su ser, en la plena contemplación de la Verdad.

Este es un ciclo cultural.

Si el hombre, en total indigencia de toda perfección y con un anhelo irresistible de la Verdad, busca en la civilización los medios que se la provean, debe ésta reunir en sí —concretada en instituciones, leyes y costumbres—, aquella complejísima riqueza de bienes que el hombre apetece, ordenados en aquella unidad jerárquica según la cual los apetece.

De aquí, que sea tan importante señalar no sólo la necesidad de estos bienes, sin omitir ninguno, sino también la proporción y la medida en que deben ser suministrados.

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Y aquí es indispensable exponer ya la noción de Cultura y sus Ámbitos.

Se entiende por Cultura la actividad espiritual del hombre (inteligencia y voluntad) por la cual, para conseguir nuevos bienes que lo perfeccionan, transforma la naturaleza suya propia y la del mundo.

Recordemos que las criaturas están sujetas a la vanidad, gimiendo con dolores de parto, esperando la revelación de los hijos de Dios…

¿Qué relación hay, pues, entre el mundo de la naturaleza y mundo de la cultura?

La naturaleza es el mundo creado por Dios. Este mundo no puede cambiar libremente su actividad, no puede progresar proponiendo y realizando nuevos fines o bienes. Un naranjo no puede auto injertarse…

Por el contrario, el hombre, por su inteligencia y libertad, puede modificar los seres naturales con el fin de lograr nuevos seres o bienes.

De allí que un ser cultural es un ente, tomado por el hombre del mundo creado y transformado por él en la línea de su propia naturaleza.

¡Atención! Si fuese contra su naturaleza, ya no sería un ser cultural. Por ejemplo, con la misma sustancia natural se puede elaborar un fármaco que sane a enfermos, o una sustancia alucinógena que engendre enfermos. En el primer caso se tratará de un ente cultural, y en el segundo no…, pues pone de manifiesto a una criatura gimiendo con dolores de parto y exigiendo ser redimida de la esclavitud de la corrupción…

Se entiende, pues, que el mundo de la cultura es realizado, comprendido y aprovechado por el hombre dentro del orden natural.

Los entes naturales ofrecen la materia, a la que el espíritu del hombre confiere una nueva forma, que la cambia en nuevos seres o bienes, ordenados a servir mejor a la persona humana.

¡Qué lejos estamos de todo lo que se oye cuando se habla de la Batalla Cultural! Y apenas hemos traspasado la corteza del problema…

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En efecto, en el hombre coexisten cuatro formalidades fundamentales, que explican las cuatro etapas posibles de un ciclo cultural:

El hombre es algo, es una cosa.

El hombre es animal, es un ser sensible, que sigue el bien deleitable.

El hombre es hombre, es un ser racional, que se guía por el bien honesto.

El hombre, participando de la esencia divina, está llamado a la vida sobrenatural en comunión con Dios, el Sumo Bien.

En un hombre normalmente constituido, estas cuatro formalidades deben estar articuladas en un ordenamiento jerárquico que asegure su unidad:

El hombre es algo para sentir como animal.

Siente como animal para razonar y entender como hombre.

Razona y entiende como hombre para amar a Dios.

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Si estas cuatro formalidades que constituyen al hombre las proyectamos socialmente, tenemos que:

A la formalidad de cosa corresponde la función económica de ejecución (trabajo manual), que cumple el obrero en un oficio.

A la formalidad de animal corresponde la función económica de dirección (el capital), que cumple la burguesía en la producción de bienes materiales.

A la formalidad de hombre corresponde la función política (aristocracia, o gobierno de los mejores), que cumple el político en la conducción de una vida virtuosa de los demás hombres.

A la formalidad sobrenatural corresponde la función religiosa del sacerdocio, que se ocupa de conducir los hombres a Dios.

El sacerdocio tiene como función asegurar la vida sobrenatural del hombre, incorporándolo a la sociedad de los hijos de Dios y manteniéndolo en ella. Su dominio se extiende a todo al campo de lo espiritual; nada, que de un modo u otro tenga atingencia con el orden eterno, está sustraído a su jurisdicción.

La función política tiene como fin propio hacer virtuosa la convivencia humana. El ser humano debe vivir en sociedad para lograr su perfección; y la realización de la virtud es función propia de aquella clase social que posee la virtud y tiene en sus manos la función política. La aristocracia lleva a la realización práctica el estado de virtud, cuyo conocimiento ha aprendido de labios del sacerdote. Lo esencial a la aristocracia es la subordinación al sacerdocio, como es esencial a la política la sujeción a la teología.

La burguesía interviene en las operaciones financieras y comerciales y en la dirección de la producción. Aporta el capital.

El artesanado interviene en la ejecución de los diferentes oficios. Aporta el trabajo.

Estas cuatro funciones están articuladas en una jerarquía de servicio mutuo:

El artesanado sirve a la burguesía y la burguesía sirve al artesanado en cuanto lo dirige y tutela.

El artesanado y la burguesía, unidos en la cooperación económica, sirven a la nobleza y son servidos por ella, que les garantiza el ordenamiento virtuoso.

El artesanado, la burguesía y la aristocracia sirven al sacerdocio, pues los dos primeros le aseguran la sustentación económica y el tercero la convivencia virtuosa, y a su vez son servidos por él en cuanto el sacerdocio consolida el ordenamiento económico y político de aquellos por la virtud santificadora que dispensa.

Por lo tanto, la vida del hombre ha de descansar como en primera y fundamental verdad en Dios, poseído en la divina contemplación. Hacia allí deben ordenarse totalmente todas las actividades, sean políticas, económicas, artísticas, artesanales.

Dios es la meta necesaria del hombre; la norma suprema y única que regula todas las acciones de su vida.

Como sin regla suprema y total no puede desenvolverse la vida del hombre, rechazar a Dios como suprema y total regla de la vida del hombre implica necesariamente colocar en su lugar otra, que será o el trabajo, o el placer, o el dinero, o el poder, es decir, una criatura… a la cual se hará gemir con dolores de parto esperando a un hijo de Dios que la redima y encauce según el orden querido por el Creador…

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Santo Tomás ha establecido en la Suma contra Gentiles, con una luminosa precisión la regla que mide el perfeccionamiento del hombre.

Después de explicar con copiosas y decisivas razones que la humana felicidad no consiste en los deleites del cuerpo, ni en los honores, o en la gloria humana, ni en las riquezas o en el poder, en la salud, hermosura y vigor del cuerpo, ni en los deleites sensibles y ni siquiera en la práctica de las virtudes morales o en la prudencia o en la producción de obras artísticas o útiles, termina diciendo que “la suprema felicidad del hombre radica en la contemplación de la verdad”.

Y añade estos párrafos que valen por todo un tratado de Civilización y Cultura:

“A la contemplación de la verdad parecen ordenarse como a un fin todas las demás operaciones humanas. Porque para la perfección de la contemplación se requiere la incolumidad del cuerpo, a la cual están ordenadas todas las producciones del hombre necesarias para su vida. Se requiere también el sosiego de las perturbaciones de las pasiones, el cual se obtiene por medio de las virtudes morales y de la prudencia; y el sosiego de las pasiones exteriores, al cual se ordena todo el régimen de la vida civil. De tal suerte que, si se consideran rectamente, todos los humanos oficios parecen estar al servicio de los que contemplan la verdad” (Capítulo 37 del libro III).

Y como inmediatamente surge al espíritu, a qué verdad contemplada se refiere aquí el Doctor Angélico, se adelanta él mismo a manifestárnoslo, diciendo:

“No es, empero, posible que la última felicidad del hombre consista en la contemplación que tiene lugar en la inteligencia de los principios, la cual como sumamente universal, es imperfectísima y no contiene sino, en potencia, el conocimiento de las cosas, y la cual no es término sino inicio del estudio humano, derivada en nosotros de la naturaleza, y no del estudio de la verdad; tampoco puede ella consistir en la contemplación que tiene lugar en las ciencias, que versan sobre las cosas inferiores, puesto que es preciso que la felicidad estribe en la operación del entendimiento precisamente por comparación a los más nobles inteligibles. No queda sino entonces que en la contemplación de la sabiduría, que versa sobre las cosas divinas, consista la suprema felicidad del hombre” (libro III, c. 37).

En esta doctrina, tan límpidamente expuesta por el Doctor Angélico, hay un elevamiento de todas las actividades del hombre, las que son orientadas hacia la ocupación más elevada, de la que éste es capaz, es a saber, a la contemplación de la Primera Verdad.

A esta divina ocupación está llamado el hombre por los esfuerzos y apetencias de su naturaleza espiritual, que no puede saciar sino allí sus ansias de plenitud de Verdad. Mientras no llegue a alcanzarla, ha de sentirse necesariamente falto e insatisfecho y sin verdadera felicidad.

Podría quizás objetarse que esta felicidad aquí propuesta por Santo Tomás no puede lograrla perfectamente ningún hombre en la vida presente; pero, aunque así sea, siempre será verdad que aquella imperfecta felicidad, de que es capaz en la vida presente no podrá ser tal sino en la medida en que esté condicionada por aquella regla de auténtica perfección. Porque si en la vida presente no puede haber plenitud de felicidad es precisamente porque no puede el hombre cumplir perfectamente en ella las condiciones de su adquisición, pero nunca porque una sea la regla de la felicidad en este mundo y otra, muy diversa, en el otro.

Si ello es así, si la misma regla es valedera para la felicidad del hombre en esta y en la otra vida, se sigue que en todas sus acciones, aun en aquellas, que por su naturaleza, pueden aparecer más alejadas, debe guiarse el hombre únicamente por ella.

Esta regla constituye con toda verdad un ordenamiento total del hombre, y lleva por lo mismo implícita una concepción completa de su vida.

La vida total del hombre ha de descansar como en primera y fundamental verdad en Dios, poseído en la divina contemplación.

Hacia allí deben ordenarse totalmente todas las actividades, sean económicas, políticas, artísticas o artesanales.

Dios es la meta necesaria del hombre. La norma suprema y única que regula todas las acciones de su vida.

Y tengamos en cuenta que estamos hablando en una consideración puramente natural, esto es, atendiendo únicamente a los constitutivos naturales del hombre que le corresponden en virtud de las exigencias de su pura naturaleza; esta contemplación de Dios, a la que nos estamos refiriendo, no es la visión intuitiva de los Bienaventurados que gozan actualmente en el Cielo, pero es una verdadera contemplación, posesión y fruición de Dios.

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Reitero la advertencia: rechazar a Dios como suprema y total regla de la vida del hombre implica necesariamente colocar en su lugar otra suprema regla de vida que será o el trabajo, o el placer, o el dinero o el poder, es decir una criatura sometida a la vanidad…

La alternativa es irrefragable: o el hombre sirve a Dios, sometiéndole toda su vida, o sirve a las cosas que no son Dios. Toda otra solución que quiera excogitarse, todo intento de transacción, de acomodamiento, no puede sostenerse; porque en la medida, en que no se someta a Dios, se aparta de Él y, en consecuencia, de su felicidad.

Por otra parte, esto implicaría establecer un quiebre, una escisión en el hombre, que es una unidad; sería establecer en él dos reglas últimas de vida, dos caminos de progreso, Dios en unas cosas, las criaturas en otras, lo cual es imposible.

Dios constituye entonces el principio del perfeccionamiento esencial del hombre. El hombre no se perfecciona, no adquiere acrecentamientos de su ser en la misma línea humana, no hace cultura sino cuando progresa en ese camino de la posesión de Dios.

Cuando se aparta de Dios, podrá sí adquirir perfecciones accidentales; y así, puede el hombre, fuera de Dios, progresar en las técnicas y en las ciencias humanas; pero entonces, en la pura línea humana no habrá ningún progreso…; antes bien, sucederá que esos perfeccionamientos accidentales, no ordenados a la perfección esencial del hombre, le han de disponer para acelerar un proceso de apartamiento de Dios y, por lo mismo, de regresión.

Y sucederá entonces que el hombre, engreído con su progreso parcial y accesorio, irá cayendo, cada vez más profundamente, en el abismo de la abyección…, donde resuena el eco demoníaco del seréis como dioses…

Aquellas perfecciones técnicas, por ejemplo, legítimas en sí y que ordenadas como dispositivos para un mejoramiento del bienestar material del hombre, podrían asegurar un mejoramiento moral de la colectividad humana y una ascensión, por tanto, más rápida y fácil de un mayor número en el conocimiento de Dios, constituidas en cambio como teniendo valor en sí y para sí, como un fin último, no podrán sino trastocar toda la vida del hombre, haciéndola marchar en sentido inverso al de su verdadero perfeccionamiento.

De aquí que sea tan fundamental atender a esta regla suprema de perfección humana que fija la escala de los verdaderos valores de una verdadera civilización.

Este principio regulador establece una jerarquía en todas las actividades humanas, cuyo valor habrá de medirse por el grado de acercamiento o de preparación que con él tengan.

Porque si el fin supremo del hombre lo constituye la contemplación de Dios, se sigue que la función más alta de la vida humana ha de corresponder al sabio, que está sumergido en esta divina ocupación.

Todo esto debería ser tenido en cuenta cuando se habla de Cultura; y, con mayor razón, cuando se trata de dar batalla en el campo de la Cultura.

Retengamos por hoy todas estas importantes nociones. Dios mediante, seguiremos con este tema en los próximos domingos.