P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo: enseñándolas a observar todo cuanto os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos.

Vimos a los Apóstoles el día de Pentecostés, recibir al Espíritu Santo y, fieles al mandato del Maestro, partir cuanto antes a enseñar a todas las naciones y a bautizar a los hombres en Nombre de la Santísima Trinidad: En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

Era natural que la solemnidad cuyo objeto es honrar a Dios Uno en tres Personas, siguiese inmediatamente a la de Pentecostés. Celebramos, festejamos y honramos hoy el misterio más grande e importante de nuestra santa religión: el insondable arcano de la Santísima Trinidad.

Un misterio, en general, es una verdad que es imposible comprender y demostrar naturalmente.

Un misterio de la religión es una verdad revelada por Dios, que debemos creer, aunque no podamos ni comprenderla ni demostrarla. Es una verdad que no podríamos conocer, si Dios no la hubiese manifestado y enseñado. Es una verdad que nunca podremos abarcar ni penetrar en su totalidad.

Los principales arcanos de la religión son los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación y de la Redención.

El primero y más grande de estos tres misterios es el de la Santísima Trinidad, porque constituye la vida divina en sí misma, que los dos otros presuponen.

Por lo tanto, la esencia de la fe cristiana consiste en el conocimiento y adoración de Dios Uno en tres Personas. De este misterio salen los otros; y nuestra fe se nutre de él como de su alimento supremo, aguardando a que su visión eterna nos eleve a una felicidad sin fin.

La razón humana puede llegar a conocer la existencia de Dios como creador de todos los seres, puede tener una idea de sus perfecciones contemplando sus obras; pero la noción del ser íntimo de Dios no puede llegar hasta nosotros, sino por la Revelación.

Ahora bien, queriendo el Señor manifestarnos misericordiosamente su esencia, a fin de unirnos a Él más estrechamente y prepararnos de alguna manera a la visión que debe darnos de Él mismo cara a cara en la eternidad, nos ha iluminado por medio de la Revelación para que conozcamos y adoremos la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad.

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Durante los siglos que precedieron a la Encarnación del Verbo eterno, sin dejar de revelar la Trinidad a los Patriarcas y a los mayores de Israel, Dios inculcó especialmente la idea de su Unidad, el Monoteísmo, porque el peligro del politeísmo constituía el mayor mal del género humano.

Pero el misterio de la Santísima Trinidad pertenece esencialmente a la fe verdadera; de modo tal que, no sólo los hombres que pertenecen a la era cristiana deben creerlo y profesarlo para salvarse, sino que también los antiguos han debido hacerlo. Una sola y misma fe es la que Dios exige a los hombres de todos los tiempos.

Por lo tanto, hay que sostener que este misterio fue conocido por todos los Patriarcas y mayores de Israel.

Pero, llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a este mundo a su Hijo único, engendrado de Él eternamente, «y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros».

Al ver su gloria, que es la del Hijo único del Padre, sabemos que en Dios hay Padre e Hijo.

La misión del Hijo sobre la tierra, como nos reveló Él mismo, nos enseña que Dios es Padre eternamente; porque todo lo que hay en Dios es eterno.

Sin esta revelación, que anticipa en nosotros la luz que esperamos después de esta vida, nuestro conocimiento de Dios quedaría muy imperfecto.

Convenía que hubiera relación entre la luz de la fe y la de la visión que nos está reservada, y no bastaba al hombre saber que Dios es uno.

Ahora conocemos al Padre, del cual, como dice el Apóstol, dimana toda paternidad, aun sobre la tierra.

El Padre no es sólo para nosotros un poder creador que produce seres fuera de Sí; nuestros ojos, guiados por la fe revelada, penetran hasta el seno de la esencia divina, y allí contemplamos al Padre engendrando un Hijo semejante a Él.

Pero, para enseñárnoslo, el Hijo bajó a nosotros. Lo dijo expresamente: «Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien al Hijo plugo revelarlo».

De este modo, la sabiduría íntima de Dios nos ha venido por el Hijo; y a fin de elevar nuestros pensamientos hasta su naturaleza divina, este Hijo de Dios nos enseñó que Él y su Padre son uno, que son una misma Esencia y Substancia en la distinción de las Personas.

Uno engendra, el otro es engendrado; el uno se dice poder, el otro, sabiduría, inteligencia; en el ser soberanamente perfecto, el poder no puede existir sin inteligencia ni la inteligencia sin poder.

Pero uno y otro requieren un tercer término. El Espíritu, lazo eterno de las dos primeras, es la voluntad, el amor, en la esencia divina.

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El misterio de la Santísima Trinidad es, pues, el misterio de un único Dios en Tres Personas distintas.

La Santa Iglesia expone este misterio en estos términos: La fe católica es que adoremos un único Dios en Tres Personas y Tres Personas en un único Dios, sin confundir las Personas ni dividir la sustancia.

La palabra Trinidad significa tres en la unidad.

En este misterio, la unidad se aplica a la sustancia, llamada también naturaleza, esencia. Así pues, en la Trinidad sólo hay una única sustancia, naturaleza, esencia divina, una única divinidad.

Por otra parte, en este misterio, la distinción se aplica a las Personas, a las procesiones, a las relaciones, a los nombres, a las misiones divinas.

En Dios hay Tres Personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cada una de estas tres Personas es Dios. Pero, las tres Personas divinas no son tres dioses, sino un solo y mismo Dios, porque tienen una sola y misma naturaleza, una sola y misma divinidad.

Dice el Prefacio de la Santísima Trinidad: Te damos gracias a Ti, Señor Santo, Padre omnipotente, eterno Dios, que con tu Unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, eres un solo Dios, un solo Señor; no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia. Por lo cual, cuanto nos has revelado de tu gloria, lo creemos también de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. Confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las Personas, la unidad en la Esencia, y la igualdad en la Majestad.

Las tres Personas divinas son iguales en todas las cosas.

Por eso, la distinción de las Personas divinas, no destruye la unidad de Naturaleza, ya que al mismo tiempo que son distintas por sus relaciones incomunicables y por sus propiedades personales, las Personas divinas son iguales por su naturaleza y sus perfecciones absolutas.

El Padre comunica a su Hijo toda su naturaleza y todas sus perfecciones; y el Padre y el Hijo comunican al Espíritu Santo, que procede de Ellos dos, esta misma naturaleza y estas mismas perfecciones.

En Dios hay, pues, dos procesiones: la del Hijo y la del Espíritu Santo.

El Padre no procede de nadie: es no nacido, es decir, Principio sin principio.

El Hijo procede del Padre por vía de generación. Dios Padre, contemplándose, reproduce en sí mismo su propia imagen, perfectamente igual, consubstancial. Esta imagen viva y subsistente es su Hijo.

El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por vía de amor. El Padre y el Hijo se aman infinitamente, y aspiran el uno hacia el otro, con el fin de ser un solo y mismo espíritu. Este amor del Padre y del Hijo, viviente y subsistente, es el Espíritu Santo.

En Dios hay sólo dos procesiones porque no hay en Él otras operaciones internas que el conocer y el amar. La actividad interna de Dios no tiene ya más que operar cuando, por el entendimiento, produce la Persona infinita del Hijo, y, por el amor, la Persona infinita de Espíritu Santo.

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Ahora bien, y repetimos una vez más como años anteriores, existe una sola Revelación de este único y verdadero Dios, de la cual el hombre no puede hacer abstracción sin caer en el error.

En consecuencia, no puede haber más que una única fe en Dios, así como único es el verdadero Dios y única es su Revelación.

Por lo tanto, se tiene el mismo Dios cuando se creen las mismas cosas sobre Dios; y se puede creer en las mismas cosas sobre Dios solamente cuando se cree en su única Revelación.

Esto basta para demostrar que no tenemos el mismo Dios que los judíos, los musulmanes y los filósofos paganos, porque ellos no creen en la divina Revelación y porque no creen las mismas cosas que nosotros creemos.

Incluso el monoteísmo de judíos y musulmanes, monoteísmo sobre el cual se apoya el aberrante ecumenismo actual, no es el mismo monoteísmo católico.

En efecto, el monoteísmo cristiano profesa un Dios tal cual es: uno en la substancia y trino en las Personas.

En cambio, el monoteísmo judeo-musulmán profesa un dios uno en naturaleza y uno en persona.

No podemos decir que el Dios de la Revelación es el mismo dios que el de los judíos y musulmanes por el solo hecho que tienen en común la unidad de naturaleza, puesto que judíos y musulmanes no se limitan a afirmar la unidad de naturaleza, sino que afirman igualmente la unidad de la persona en Dios.

El monoteísmo cristiano difiere, pues, totalmente del monoteísmo judío o musulmán.

Monseñor de Castro Mayer lo afirmó con claridad y firmeza:

“Sólo es monoteísta quien adora a la Santísima Trinidad, porque la Unidad de Dios es inseparable de la Trinidad de Personas. Es falso decir que los musulmanes son monoteístas. No lo son porque no adoran al Único Dios verdadero, que es Trino. Ellos son monólatras, o sea, que adoran un solo ídolo supremo. Dígase lo mismo de los judíos, que rechazaron la Revelación de la Santísima Trinidad. Ellos también dejaron la adoración del verdadero Dios Trino, para inclinarse ante un ser inexistente, un ídolo. Sólo hay una religión monoteísta: es la Católica, que adora a la Santísima Trinidad”.

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Por otra parte, el misterio de la Santísima Trinidad no es contrario a la razón; está por sobre la razón, pero no es absurdo.

Se objeta que hay contradicción en decir que tres son uno.

Sin embargo, la contradicción existiría, si afirmásemos que tres personas hacen una persona; o que una naturaleza hace tres naturalezas.

Creemos que Dios es Uno en Tres Personas; que hay Tres Personas en Dios; que la Unidad se refiere a la Naturaleza, y la Trinidad a las Personas.

El misterio de la Santísima Trinidad es incomprensible, pero no es ininteligible; podemos tener, por analogía, alguna idea imperfecta.

La imagen más significativa de la divina Trinidad es el alma humana. Recordemos que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

Entonces, al igual que Dios, el alma se conoce y se ama. Hay en ella un principio que piensa, un pensamiento engendrado por ese principio, y el amor que procede de ese principio y este pensamiento; pero no son tres almas, sino una sola alma, una única esencia.

Y nos preguntamos si hay vestigios de la Santísima Trinidad en el resto de la creación. Y respondemos que sí, ya que hay numerosos ejemplos de la unidad en la triplicidad:

el ser, con sus tres trascendentales: la unidad, la verdad y la bondad;

la naturaleza con sus tres reinos: el mineral, el vegetal, el animal;

la materia con sus tres estados: el sólido, el líquido, el gaseoso;

el espacio con sus tres dimensiones: la longitud, la anchura, la profundidad;

el tiempo con sus tres períodos: el presente, el pasado, el futuro.

Toda la creación, con el hombre resumiéndola y representándola, canta la gloria de la Santísima Trinidad:

¡Bendecida sea la Santísima Trinidad y su indivisible Unidad! Glorifiquémosla, porque hizo resplandecer sobre nosotros su misericordia.

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El misterio de la Santísima Trinidad, manifestado por la misión del Hijo de Dios a este mundo y por la promesa del advenimiento del Espíritu Santo, se intimó a los hombres por estas solemnes palabras que Jesús pronunció antes de subir al Cielo. Dijo: «El que creyere y se bautizare, será salvo», pero añade que el Bautismo será administrado en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Es preciso que en adelante el hombre confiese no sólo la unidad de Dios, rechazando el politeísmo, sino que adore a la Trinidad de Personas en la Unidad de la Esencia o Substancia, rebatiendo un monoteísmo espurio, que la niega y combate como si se tratase de una blasfemia.

No podemos detener nuestra mente en los decretos divinos sin experimentar una especie de vértigo. Lo eterno e infinito deslumbran nuestra débil razón; la cual, al mismo tiempo, los reconoce y los confiesa; porque el Padre se ha revelado a sí mismo enviándonos a su Hijo, objeto de sus eternas complacencias; porque el Hijo nos ha manifestado su personalidad tomando nuestra carne; porque el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, ha venido a cumplir en nosotros la misión que recibió de ellos.

Guardemos con amor esta fe, y esperemos con confianza el momento en que cesará para dar lugar a la visión eterna de lo que en este mundo creímos.

Concluyamos con la oración de la Iglesia en la santa Liturgia:

Dios todopoderoso y eterno, que, por la confesión de la verdadera fe, diste a tus siervos conocer la gloria de la Eterna Trinidad, y de adorar la Unidad en el poder de tu majestad soberana; haz, te suplicamos, que, consolidados por la firmeza de esta misma fe, seamos siempre defendidos contra todas las adversidades.