PADRE LEONARDO CASTELLANI: Y LA IGLESIA ARGENTINA

CARTA A MONSEÑOR ENRIQUE RAU
Obispo Auxiliar de La Plata
Buenos Aires, 6 de noviembre de 1953

Le escribo con motivo del próximo Concilio Plenario Argentino, del que S. I. será teólogo; supuesto que en esta tierra ganadera donde los teólogos no abundan mucho —y se necesitan unos 150 para hacer un concilio—, de los pocos teólogos que yo conozco, usted es el más competente.

No puedo suprimir el hecho de que yo lo soy también, por la Gregoriana de Roma, con notas sobresalientes, y diploma bulado firmado por S.S. el Papa Pio XII y el general de los jesuitas Wladimir Ledochowski. No creo que lo que sabía yo al dar examen ad gradum en 1931 lo haya desaprendido y no lo sepa ahora. Ellos entonces firmaron que yo era doctor sacro «cum, licentia ubique docendi”. Yo sospecho que sigo siéndolo, y que ahora tengo otra firma más: la firma de la tribulación soportada por amor de Jesucristo; que es, como si dijéramos, la firma de Nuestro Señor.

Primeramente, doy gracias al Excelso, “Padre de Nuestro Señor Jesucristo y Dios de toda consolación”, de que se realice por fin en nuestro país este concilio.

Hace mucho tiempo que estaba, como usted sabe, en el deseo y en la expectación de esta Iglesia. En abril de 1947 estaba en Roma lo mismo que yo el reverendo padre Vicente Alonso S. J. Consiguió de su santidad una audiencia privada en Castel Gandolfo, en la cual presentó a su santidad Siete Puntos sobre la Iglesia Argentina.

Uno de ellos era: “¿Por qué no se realizan en la Argentina sínodos de sacerdotes periódicamente, siendo así que eso está gravemente mandado por el derecho canónico; y ya van 20 y más años que no se cumple eso entre nosotros?”

Sé de labios del propio actor que la respuesta del Padre Santo fue à peu pres la siguiente:

“- ¿Y qué quiere que yo le haga? ¡Dígaselo al Sr. arzobispo! Yo no puedo estar en todas partes…”

Ud. Sabe, excelentísimo señor y amigo, que los sínodos son necesarios, aunque más no sea que para fomentar la “caridad» entre los sacerdotes —¡que se conozcan y se traten entre ellos al menos!—, y lograr la coalescencia de este cuerpo social, que tal como va ahora ciertamente no es cuerpo ni nada que se la parezca.

Ud. conoce sin duda los innumerables textos de los canonistas y los Santos Padres donde esto se recomienda y exige; como por ejemplo en San Agustín, los sermones, especialmente el 355 y 356, en donde cuidadosamente el santo informa a su pueblo de los asuntos de la Iglesia y le ofrece minuciosa cuenta de su conducta episcopal; —y, más notable aun, la Epístola 38 de San Cipriano, en que no pudiendo el santo reunir a sus sacerdotes y fieles por causa de la feroz persecución de Domiciano, los informa del gobierno de su diócesis por carta, diciendo que “la unidad de la Iglesia es unidad de persuasión, no de violencia”, así como en la Epístola 14 se disculpa desde su escondite de no conferir con sus sacerdotes “pues desde el principio de mi episcopado decidí no hacer cosa de mi cabeza sin el consejo vuestro y el consenso del pueblo...”.

Es el genuino espíritu de la Iglesia.

¿Qué cuerpo social podemos ser los sacerdotes argentinos, donde «si patitur unum membrum NON compatiuntur omnia membra; si gaudet unum membrum NON congaudent omnia membra?”, antes andamos todos sueltos cada uno por su lado, sin importarnos un ardite que se hunda un hermano a nuestra vera?

No hay solidaridad, no hay respeto, no hay amistad. Y siendo así, ¿cómo podemos ser discípulos de Cristo? ¿Cómo podemos predicar la caridad fraterna a los fieles? Para esto, valía más ser judíos…

¡La Iglesia del Silencio! Les aseguro que en la Argentina hay varios sacerdotes que pertenecen, si Uds. quisieran ver, a la Iglesia del Silencio, con que tanto ruido hacen ahora; y los han hecho de ella, no los moscovitas precisamente, sino otra raza de moscardones.

Los sínodos, en el trato y encuentro de los sacerdotes entre sí, servirían incluso de regulador de la conducta —porque la moral personal se resguarda y apuntala por la moral social— y quizá serían rémora a la epidemia de apostasías que —Ud. no lo ignora— cunde en esta gran capital.

¿Qué espera la Iglesia Argentina de este concilio, última oportunidad quizá que Dios nos da de conversión? Lo espera todo.

Para concretar:

– un Programa Máximo,

– o, al menos, un Programa Mínimo.

Programa Máximo: Supongo que el temario habrá sido ya determinado, al menos en sus líneas generales, por la veneranda Sede Apostólica.

No meter hoz en mies ajena.

Empero el seminario arquidiocesano no es mies ajena para mí, donde fui honorablemente catedrático 10 años, e impartí una “enseñanza impecable”, como testimonió en Roma en 1947 un ex alumno mío, el presbítero doctor Jorge Mejía, actualmente profesor del mismo seminario de Buenos Aires.

(Por lo demás, Ud. mismo, excelentísimo señor y amigo, pronunció la misma palabra o equivalente al producirse aquí la vana polvareda de infamia del “telegrama forjado” en 1947; a saber: «Algún día verán que el padre Castellani era el primer defensor de la ortodoxia en la Argentina” —dijo Ud. al padre Mandrioni).

Desde ese puesto del seminario elevé entonces muchos informes sobre lo que a mí competía —sin meterme jamás en lugar de oficio ajeno— sobre todo acerca de la deficiencia de los estudios y la vida intelectual en el dicho seminario; notas que deben de estar guardadas, es de suponer.

Me remito en particular al informe jurado que entregué en propias manos al reverendo padre Lichius, visitador apostólico, cuando hizo la visita canónica extraordinaria al seminario hace cerca de 10 años ya.

Nada obtuve con exposiciones, a no ser golpeado de manera netamente inicua; pero el ser yo golpeado no remedió ningún abuso ni deficiencia, al contrario.

El régimen del seminario iba en mi tiempo —y estimo que no ha cambiado mucho— a contrapelo del sentido común y la honradez natural: no se cumplían los mandatos y avisos de la Santa Sede, mientras se hacían grandes “homenajes” al «Día del Pontífice».

No se aprendía con seriedad ni se enseñaba con competencia; y el rector de entonces profesaba públicamente, porque así le convenía a él, —contra de lo declarado por S.S. Pio XI en su encíclica Studiorum duce— que el sacerdote “no necesitaba ciencia, sino piedad’ —y había que ver lo que entendía él por “piedad”—; de modo que en su juicio los estudios eran como una manera de pasar el tiempo, hasta que llegara la ansiada hora de meter barba en cáliz… y ejercer el «ministerio»: el ministerio de la impartición de la Verdad, reducido así por él a la venta intensiva de ceremonias mágicas a cargo de una manga de empleados servilmente sometidos a la llamada «Jerarquía», es decir, a la Gerencia.

Una prueba de esto es que los exámenes eran una verdadera farsa, y los alumnos que allí se aplazaban por ignorantes eran promovidos muchas veces después por el sin más control ni trámite que el capricho de sus preferencias y sin más méritos que ser «confidentes del Rector»; y así en lo demás.

Dejo otros abusos y lacras graves para atenerme estrictamente a mi propia y dolorosa experiencia. Para muestra basta un botón.

Sobre esto informaba yo a las «autoridades», como era mi deber estricto para con Dios y la Iglesia, y era golpeado y perseguido en premio, como antes dije.

El reverendo padre Juan B. Sepich elevó en 1947 un informe a la Santa Sede sobre esto que digo y otros muchos puntos, firmado por un buen número de sacerdotes y ex alumnos y profesores: espontáneamente y con entera independencia de los míos.

La epidemia de apostasías sacerdotales que padecemos es prueba clara del fracaso de la educación del seminario, que no comunica ni la doctrina de la Fe ni la Fe; y que es su capitalísima causa.

Las estadísticas de apostasías de la Argentina son quizá las más altas del mundo. Y lo peor no son las apostasías descubiertas, sino las encubiertas; y la general falta de Fe sobrenatural que aparece en los pastores convertidos en empleados, que aparece claramente en su falta de celo y caridad sincera. “Fides sine operibus mortua est”.

Una casa de estudios donde no se estudia, es una casa de desorientación y haraganería, es decir, de todos los vicios… La falta de conciencia profesional suele indicar falta de conciencia tout court.

Profesores que no son doctores, ni hombres de estudio, ni hombres de cultura tan siquiera, diseminados ganduleramente en los seminarios de todo el país —donde los pocos buenos profesores hacen de moscas blancas cuando no de chivos emisarios— son un gravísimo mal ejemplo de superchería para los jóvenes; y causan un daño gravísimo, aunque no sea sino el de omisión.

¿Qué es esta fiebre de fundar facultades de teología y filosofía sin tener ni filósofos ni teólogos adecuados? ¡Portentosos montones de ladrillos habitados por la simulación y la superchería! Yo sé lo que es una verdadera Facultad de Filosofía; y Ud., excelentísimo señor, sabe también que los filósofos y teólogos auténticos son rara avis entre nosotros.

Lo honrado sería fundar aunque sea una sola verdadera Facultad, reuniendo los pocos aptos y coadunando todos los esfuerzos.

Es una tesis que estamos defendiendo inútilmente hace años por mera honradez de universitario; pero lo honrado no es acogido aquí sino con palos.

¿Creen por ventura que eso puede agradar a Cristo, que fue un hombre de honor, y por lo tanto abominaba de la mentira? ¡Ay de nosotros el día que Cristo se canse —que me parece, y tengo signos de ello, que ya se va cansando—!

El programa máximo del concilio se reduciría en cifra a considerar la falta de doctrina, sobre todo bíblica, y la falta de caridad —y de fe— en los sacerdotes —cosas que no se remedian pidiendo plata a los gobiernos, y haciendo edificios aparatosos, donde habita el vacío, y a veces la indecencia espiritual.

Y esto dicho, ya basta para mí.

Técnicos tienen ustedes que levantaran listas completas de las cuestiones particulares; que yo levantaría con toda facilidad si el espacio me lo sufriera.

He aquí que el Programa Máximo es pues un Programa Mínimo, y todos los mandamientos de la Ley se reducen a uno solo; que es el de no irse por las ramas y atacar la raíz.

De otro modo el Sacro Concilio Plenario no pasará de uno de tantos “Congresos” de Medicina Municipal o de Odontología Solitaria en que abunda esta ciudad figuronera y parlera; y no dejaría nada detrás de si a no ser nuevos males, como por ejemplo —me decía ayer un venerable párroco— una nueva lista de 45 mandatos bajo pena de censura sobre los 45 que ya hay; que no serán cumplidos por los pícaros ni ¡ay! tampoco por los honestos, si son fútiles o irreales; como son canónicamente inválidos, y ante Dios y la conciencia risibles, pues sobre una orden fútil o imposible, no puede caer censura eclesiástica.

El Programa Máximo pregúntemelo S.E. a mí, si no tiene a nadie mejor:

— la “cuestión económica” de los sacerdotes, de los curas que tienen demasiado y de los que no tienen lo bastante;

— la furia de censuras anticanónicas y a veces soberanamente injustas;

— el estado de “violencia y no persuasión” en sacerdotes y pueblo fiel;

— las numerosas iniquidades perpetradas y no reparadas;

 la ineficacia de la Iglesia Argentina para luchar contra las herejías, conservar las buenas costumbres y educar a los fieles;

— el bochornoso abandono de la Sagrada Escritura;

— la sustitución del Evangelio por la “sociología” o la «sociabilidad” … (“la femineidad”, «la masculinidad”, ”la síntesis del amor”, o “el mensaje de la Bondad», pamplinerías de moda en vez de robusta predicación apostólica);

— la ignorancia, avaricia, inmoralidad o mala pasta de muchísimos clérigos;

— la selección al revés en el seminario y fuera de él;

— el conferimiento de dignidades eclesiásticas a paniaguados e incapaces;

— la arbitrariedad y la insensatez en el gobierno —no— pastoral;

— la falta de control de las instituciones católicas para que cumplan con su deber profesional;

— la…

— la…

— la…

— todo lo que le rondaré, si quisiera agotar el tema, que pediría un libro.

Me sé de memoria lo que dirá a todo esto el mal pastor; el gesto y la palabra con que los pastores tamásicos apartaran estas palabras de verdad. Pero esas actitudes no les servirán en la hora de la muerte; ni tampoco, vive Cristo, en vida. “Deus non irridetur”.

«El padre Castellani es esto y es lo otro. Exagera. No ve más que los males de la Iglesia y no ve sus numerosos bienes…”.

Si yo no viera los bienes de la Iglesia, estando en el corazón de ella, no diría una sola palabra; y me retiraría en silencio honradamente de una sociedad que de fuera muestra roña, lacras y pus; donde se han cometido paladinamente los crímenes eclesiásticos más graves, como la simonía y la opresión de los humildes; donde Mazzolo no es el peor de los miembros ni el más digno de lástima.

Sera la culpa del Patronato, del Concordato o del “Sursum Corda», pero lo cierto aquí es que estos males ni ningunos otros tienen remedio, si en los tronos jerárquicos regulares o seculares se encaraman tamásicos: hombres sin autoridad natural.

La autoridad legal ha sido hecha para coronar la autoridad natural, y esta no puede crearse cuando no existe; que no es otra cosa sino la capacidad natural que se desprende de naturales o sobrenaturales «carismas” o excelencias, sea que a uno lo llamen “excelentísimo señor”, o no.

Un sujeto de cabeza cuadrada, corazón ovoide y barriguita rotunda, aunque le impongan 100 medias moradas, 500 cadenas de plata con crucifijos de oro y 700 vestidos colorados, no tendrá autoridad.

Autoridad es, en definitiva, que le crean a uno los hombres; a quien Dios se la negó, en vano falsificadamente se la impartirán los mortales; puesto que Jesucristo nos previno que quien entra por la ventana y no por la puerta —que es el Espíritu de Dios— “ladrón” es, que no Pastor; “ladrón y pistolero’ (“fur et latro»).

Balsa General:

— lo eclesiástico aquí está marchando literalmente cabeza abajo y patas arriba,

— los ciegos guían a los videntes y los asnos ensenan a los doctores.

— Los jesuitas no saben lo que hacen; por lo cual serán perdonados.

— Las “Ordenes” tiran cada una por su lado, en un perfecto desorden.

— El bajo clero está muy bajo, dividido, desmoralizado, ensuciado.

— Los fieles están separados de sus pastores naturales, los cuales han sido despojados por el “fur et latro” de los medios de guiarlos.

— La ingratitud de la Iglesia hacia los beneméritos de ella es espantosa e indecorosa —feo vicio, ch’amigo—.

— Esto es «un mero sobrevivir lastimoso a base de inyecciones financieras con tapadera de liturgia muerta«, como escribió un gran escritor argentino que sabe lo que dice.

Basta ya. He tenido que hacer fuerza a mi naturaleza para escribir esta carta que mi Fe me exigía, entre un examen a la mañana y una clase a la tarde. Tengo repugnancia a ponerme en el limelight sin necesidad, amo el retiro, me entiendo bien con el silencio de la regla de los ermitaños urbanos; y los trabajos forzados a que estoy condenado ustedes saben bien por qué, los he aceptado por Cristo; y no voy a ir a buscar Cireneos entre la clerecía.

Si escribo es por imperativos que están absolutamente por encima de la comodidad y ventaja propias. Poco meto yo en el bolsillo, como usted comprenderá, con que haya sínodos o no los haya, con que en el semiasnario se enseñe teología o teratología.

Pierdo tiempo y dinero escribiendo esto; y no lo escribo de propia voluntad sino respondiendo al requerimiento mudo de muchos humildes doloridos o escandalizados hermanos de la Fe, cuyos quejidos suben al trono de Dios.

Esto que digo yo, no lo digo yo, sino que lo dicen los fieles.

Si no quieren escuchar, tanto peor, yo cumplí.

“Veritatem dico, non mentior. Vos videritis. Et ante tribunal Domini exspecto vos».

FLOTO SOPORTADO POR LA CARIDAD DE NUMEROSAS ALMAS, ES DECIR, POR LA CARIDAD DE LA AUTÉNTICA IGLESIA DE DIOS; QUE SI FUERA POR LA CARIDAD DE LAS AUTORIDADES SIN AUTORIDAD, HACE MUCHO ESTARÍA EN EL FONDO.

Dicho lo cual, sólo resta pedirle disculpa de haberlo escogido de recipiendario; cosa que espero no causará daño a su nombre ni a su futura luminosa carrera, que es la misma que yo deseo a todos en Cristo, a los cuales pongo sobre mi cabeza como siervos de Cristo mejores que yo —no más probados que yo—, después de haber preparado este concilio en oración y penitencia.