SAN AGUSTIN -MEDITACIONES

Capítulo 41. ACCIÓN DE GRACIAS Y DESEO ARDIENTE DE AMAR A DIOS

Señor Jesucristo, Redentor mío, mi única misericordia y salvación, yo te alabo y te doy gracias. Aunque esas gracias no corresponden a tus beneficios, y aunque carecen de la devoción y de la unción de tu amor, mi alma te las ofrece humildemente, y aunque no son como debieran ser, te las presento según la medida de mi debilidad. Tú eres la única esperanza de mi corazón, el único apoyo de mi alma, y el único auxilio en mi enfermedad; que tu bondad omnipotente supla los esfuerzos impotentes de mi tibieza y de mi debilidad.

¡Vida mía y único objeto de mis pensamientos y de mis aspiraciones; aunque todavía no he merecido amarte como es mi deber, deseo, por lo menos, amarte tanto como yo puedo hacerlo! ¡Luz de mi alma, tú conoces lo profundo de mi conciencia, porque ante ti están todos mis deseos 170 y si hay en mí alguna buena voluntad es a ti a quien se debe! Si lo que tú inspiras es un bien, oh Señor, como querer amarte es el soberano bien, haz que yo pueda cumplir lo que tú quieres, y haz que sea digno de amar como tú lo ordenas. Te alabo y te doy gracias por el deseo que me inspiraste. Te ofrezco alabanzas y plegarias para que el beneficio gratuito de tu gracia no resulte infructuoso para mí. Termina en mí lo que ya has comenzado, y haz que yo pueda cumplir lo que, previniéndome con tan gran bondad, me has hecho desear. Oh Dios misericordiosísimo, cambia la tibieza de mi corazón en un ferventísimo amor hacia ti.

¡Oh Dios clementísimo, mi plegaria, y el recuerdo y la meditación de tus beneficios no tienen otra finalidad que encender en mí el fuego de tu amor! Tu bondad, oh Señor, me creó de la nada, tu misericordia me purificó del pecado original Pero, después de esa purificación en las aguas bautismales, me sumergí en el fango de otros muchos pecados, y tú me sufriste, me alimentaste y me esperaste con paternal paciencia. Si aguardas a que me corrija de mis faltas, mi alma aguarda también la inspiración de tu gracia para arrepentirse sinceramente de sus inquietudes y para llevar en adelante una vida santa. ¡Oh Dios que me has creado y me has alimentado, y que has sufrido tanto por mí: ven en mi ayuda! Mi alma tiene sed y hambre de ti; a ti te desea, por ti suspira y aspira solamente a ti. Y como un huérfano privado de la presencia de su amantísimo padre, le llora sin cesar y abraza ardientemente su faz querida, así también yo pensando en tu pasión, Señor, y recordando los golpes, bofetadas y demás ultrajes sufridos por mí, así como tus heridas y tu muerte sobre la cruz, tu cuerpo embalsamado y depositado en el sepulcro, tu gloriosa resurrección, tu admirable ascensión a los cielos, y todas las cosas que creo con inquebrantable fe, derramo lágrimas abundantes y gimo en este destierro que me separa de ti. Mi único consuelo está en tu segundo advenimiento, que deseo ardientemente para contemplar la gloria de tu rostro.

¡Ay de mí que no pude ver al Señor de los ángeles, rebajándose al nivel de los hombres para elevar a los hombres al rango de los ángeles, cuando Dios ultrajado por los pecadores moría para darles la vida! ¡Pobre de mí que no pude presenciar ni llenarme de estupor ante esa escena de inestimable piedad y amor! ¿Por qué, oh alma mía, no pudiste estar presente, y sentir el más vivo dolor viendo el costado de tu Salvador atravesado por la punta de la lanza, contemplando los pies y las manos de quien te creó, atravesados por clavos, y mirando cómo la sangre manaba abundantemente del divino cuerpo de tu Redentor? ¿Por qué no te embriagaste de lágrimas amargas, cuando él fue abrevado con amarguísima hiel? ¿Por qué no participaste del dolor de esa virgen tan pura, tan santa, dignísima Madre de Dios, y benignísima Madre nuestra? Oh Señora mía misericordiosísima, ¿qué lágrimas manarían de tus castos ojos cuando veías a tu inocente Hijo único, atado, flagelado y crucificado en presencia tuya? ¡Cuán abundantes y amargas serían las lágrimas que inundarían tu rostro, a la vista de ese Hijo amadísimo, tu Dios y tu Señor, limpio de todo pecado, y sin embargo colgado en la cruz, y con la carne recibida en tu seno tan cruelmente desgarrada por los impíos! ¡Qué suspiros y qué sollozos saldrían de tu pecho, cuando desde lo alto de la cruz te dijo señalando a su discípulo: Mujer, he ahí a tu hijo, y luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre 171! ¡Recibiste entonces al discípulo en lugar del Maestro, y al siervo en lugar del Señor! ¡Ojalá con el feliz José hubiese podido yo bajar a mi Señor de la cruz, embalsamar tu divino cuerpo, depositarlo en el sepulcro o al menos acompañarlo hasta el lugar de la sepultura, testimoniando de ese modo mi amor y mi profundo respeto por tan precioso y excelente muerto! ¡Pluguiera a Dios que yo hubiera estado entre las piadosas mujeres, lleno de pavor a la vista de los ángeles, que brillaban con un celeste resplandor y que anunciaban, oh Señor, tu gloriosa resurrección! ¡Cuán grandes hubieran sido mi gozo y mi consuelo al escuchar esa noticia tan vivamente esperada y deseada con tan grande ardor! ¡Ojalá hubiera yo escuchado de la boca de los ángeles estas palabras: No temáis; buscáis a Jesús crucificado; resucitó, no está aquí! 172 Oh Jesús benignísimo, suavísimo y serenísimo, ¿cuándo me compensarás por no haber sido testigo de la bienaventurada incorruptibilidad de tu cuerpo, por no haber cubierto con besos los lugares de tus heridas, y las marcas de los clavos que atravesaron tus manos y tus pies, por no haber regado con lágrimas de júbilo esas señales incontestables de la verdad de tu cuerpo?

Oh Jesús admirable, inestimable e incomparable, ¿cuándo me consolarás y pondrás fin a mi dolor?, pues mi dolor es indecible mientras peregrino lejos de mi Señor. ¡Ay de mí, ay de mi alma, Señor; te apartaste de mí tú que eras el consolador de mi vida, sin despedirte ni siquiera de mí! Cuando subiste al cielo, antes de abandonar a tus discípulos, les diste tu bendición, y yo no estuve presente. Elevadas las manos, ascendiste al cielo sobre una nube 173, Y yo no lo vi. Los ángeles prometieron que volverías un día y yo no los oí.

¿Qué diré? ¿Qué haré? ¿Adónde iré? ¿Dónde buscaré al que amo y dónde podré encontrarlo? ¿Quién dirá a mi amado que languidezco de amor por él? Terminó la alegría de mi corazón y mi risa se convirtió en llanto. ¡Mi alma y mi cuerpo desfallecieron, oh Dios de mi corazón, y mi única herencia por toda la eternidad! Mi alma rehúsa toda consolación que no venga de ti, Señor Dios, único que puedes endulzar mis penas. Y sin ti, oh Dios mío, ¿qué son para mí el cielo y la tierra? A ti solamente quiero, en ti sólo espero, solamente te busco a ti. A ti te dijo mi corazón: He buscado la belleza de tu rostro, Señor; la buscaré siempre, y tú no apartes nunca tu vista de mí. Oh amador benignísimo de los hombres, a ti está encomendado el pobre, y tú serás el auxilio del huérfano. Mi defensor más seguro, compadécete de este huérfano abandonado; ya no tengo padre, y mi alma vive desolada como una viuda. Recibe las lágrimas que mi alma derrama como una esposa privada de su esposo, y como un huérfano que ha perdido a su padre; recibe esas lágrimas que ella te ofrece hasta que vuelvas a su lado. Dígnate presentarte ante mi alma, me sentiré consolado; que yo te vea y seré salvado. Muéstrame tu gloria, y mi gozo será perfecto 174. Mi alma tiene sed de ti, Señor, y mi carne siente de diversos modos ese mismo deseo. Mi alma sedienta suspira por Dios, fuente de agua viva; ¿cuándo vendré y apareceré ante la faz de mi Dios? 175 ¿Cuándo vendrás a mí, mi único consolador al que estoy aguardando? ¿Cuándo podré verte, único objeto de mis deseos y de mi gozo? ¿Cuándo podré saciarme con la contemplación de tu gloria 176, de la que estoy hambriento? ¡Oh, si me pudiera embriagar con la abundancia de tu celestial morada por la que suspiro, y con los torrentes de tus delicias de las que estoy sediento! 177 Que mis lágrimas constituyan día y noche mi único alimento, hasta el día en que me digan: aquí está tu Dios 178 y hasta el día en que oiga decir: «alma, aquí está tu esposo». Entretanto, oh Dios mío, que mi alma se alimente sólo de suspiros y de sollozos; que sólo beba sus lágrimas y se reconforte con sus dolores. En ese tiempo vendrá sin duda mi Redentor, porque es bondadoso, y no tardará en llegar porque es piadoso. A él la gloria por los siglos de los siglos. Así sea.

Notas

170 Sal 37,10

171 Jn 19,26-27

172 Mc 16,6

173 Cf Lc 24,50-51

174 Sal 62,2

175 Sal 41,3

176 Cf Sal 16,15

177 Cf Sal 35,9

178 Sal 41,4