29 DE JUNIO: FIESTA DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

COLUMNAS DE LA SANTA IGLESIA

(Textos tomados del Breviario Romano)

Sermón de San León Magno

Sin duda, amadísimos hermanos, que el mundo entero toma parte en las solemnidades religiosas, y que una piedad fundada en una misma fe demanda que se celebre en todas partes, con júbilo común, lo que se cumplió para la salvación de todos.

Ello no obstante, la fiesta de hoy, además de que se ha hecho digna de ser celebrada en todo el orbe de la tierra, debe ser en nuestra ciudad objeto de una veneración especial, acompañada de una alegría particular; de suerte que allí donde los dos principales Apóstoles tan gloriosamente murieron, haya, en el día de su martirio, mayor explosión de alegría.

Porque ellos son, ¡oh Roma!, los dos héroes que hicieron resplandecer a tus ojos el Evangelio de Cristo, y por ellos, tú, que eras maestra del error, te convertiste en discípula de la verdad.

He ahí tus padres y tus verdaderos pastores, los cuales, para introducirte en el reino celestial, supieron fundarte mucho mejor, y mucho más felizmente, que los que se tomaron el trabajo de echar los primeros fundamentos de tus murallas, uno de los cuales, aquel del cual procede el nombre que llevas, te manchó con la muerte de su hermano.

He ahí esos dos Apóstoles que te elevaron a tal grado de gloria, que te has convertido en la nación santa, en el pueblo escogido, en la ciudad sacerdotal y real, y por la Cátedra sagrada del bienaventurado Pedro, en la capital del mundo; de suerte que la supremacía que te viene de la religión divina, se extiende más allá de lo que jamás alcanzaste con tu dominación terrenal.

Sin duda que con innumerables victorias robusteciste tu poderío y extendiste tu imperio, así sobre la tierra como sobre el mar; ello no obstante, debes menos conquistas al arte de la guerra que súbditos te ha procurado la paz cristiana.

Por otra parte, convenía muchísimo para el plan divino que muchos reinos estuviesen unidos en un vasto imperio a fin de que la predicación tuviese fácil acceso y pronta difusión entre los pueblos sometidos al gobierno de una misma ciudad.

Pero a la vez que esta ciudad, desconocedora del autor de su encumbramiento, dominaba sobre casi todas las naciones, era esclava de todos sus errores, y por cuanto no rechazaba ninguna falsedad, creía ser en alto grado religiosa.

De suerte que Jesucristo la libertó tanto más maravillosamente, cuanto más estrechamente la había encadenado el demonio.

Homilía de San Jerónimo

Con razón pregunta el Salvador: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Los que sólo ven en Él al Hijo del hombre, son, en efecto, hombres; pero los que reconocen su divinidad, son llamados dioses, no hombres.

“Los discípulos respondieron: Unos dicen que Juan el Bautista, otros, Elías”.

Me asombro de que ciertos intérpretes se pregunten la causa de estos errores, y procuren sentar, mediante largas discusiones, por qué los unos pensaron que Nuestro Señor Jesucristo era Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías, o algún otro Profeta, ya que pudieron engañarse tomándolo por Elías y Jeremías, del mismo modo que se engañó Herodes tomándolo por Juan Bautista, cuando decía: “Este es aquél Juan a quien yo mandé cortar la cabeza, el cual ha resucitado de entre los muertos, y por eso hace milagros”.

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Lector prudente, pon atención, de conformidad con la continuación y el texto del discurso, en que los Apóstoles no son del todo llamados hombres, sino dioses; porque sólo después de haber dicho: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”, añade lo siguiente: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Mientras que los otros, porque son hombres, piensan de mí cosas enteramente humanas, vosotros, que sois dioses, ¿quién creéis que soy yo?

Pedro, en nombre de todos los Apóstoles, hace esta profesión de fe: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Dice Dios vivo, a diferencia de esos dioses que pasan por dioses, pero que están muertos.

Y respondiendo Jesús, dijo: “Bienaventurado eres, Simón, Bar Jona”.

Corresponde al testimonio que el Apóstol ha dado de Él.

Pedro había dicho: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

La confesión de la verdad fue recompensada: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan”.

¿Por qué? “Porque ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre”.

Lo que ni la carne ni la sangre, pudieron revelar, lo reveló la gracia del Espíritu Santo.

Así, pues, a consecuencia de su profesión de fe, recibe un nombre en el cual se halla expresada la revelación del Espíritu Santo, y aun merece ser llamado hijo de este Espíritu; porque la locución “Bar Jona” se traduce en nuestra lengua por “hijo de la paloma”.

Del libro de San Agustín: De la Gracia y del Libre Albedrío

Tenemos la certeza de que el Apóstol Pablo recibió, sin mérito alguno, y a pesar de muchos deméritos, la gracia de Dios, que devuelve bien por mal.

Veamos cómo habla él, poco antes de su martirio, escribiendo a Timoteo: “En cuanto a mí, ya estoy a punto de ser inmolado, y se acerca el tiempo de mi muerte. Combatido he con valor, he concluido la carrera, he guardado la fe”.

Estas cosas, que, seguramente son méritos suyos, las menciona en primer término, para llegar muy pronto a la corona que espera obtener en recompensa de sus méritos, él que, no obstante sus deméritos, había recibido la gracia.

Escuchad, sino, lo que añade: “Réstame, dice, la corona de justicia que me está reservada, y que me dará el Señor en aquel día como justo Juez”.

¿A quién este justo Juez daría la corona, si el Padre misericordioso no le hubiera dado su gracia? ¿Y cómo sería esta corona una corona de justicia, si no la hubiera precedido la gracia que justifica al pecador?

¿Cómo podría haber méritos dignos de recompensa, si previamente no hubieran sido dadas gracias gratuitas?

Considerando, pues, en el Apóstol Pablo sus méritos, a los cuales el justo Juez dará la corona, veamos si le pertenecen en propiedad, es decir, como adquiridos por él mismo, o bien si es preciso reconocer en ellos los dones de Dios.

“He combatido con valor —dice— he concluido la carrera, he guardado la fe”. Notemos, en primer lugar, que estas buenas obras serían nulas, si no las hubieran precedido buenos pensamientos.

Preciso es, pues, examinar lo que dice de los pensamientos.

Pues bien, he aquí como se expresa escribiendo a los Corintios: “No somos suficientes por nosotros mismos para concebir algún buen pensamiento, sino que nuestra suficiencia viene de Dios”.

Entremos, ahora, en detalles sobre lo dicho,

“He reñido el buen combate”. Y yo pregunto, ¿en virtud de qué fuerza combatió? ¿Fue, acaso, por una fuerza propia de él, o por una fuerza recibida de lo alto?

Pero lejos de nosotros la idea de que semejante doctor ignorase la ley de Dios, que habla así en el Deuteronomio: “No digas en tu corazón: Mi fuerza y la robustez de mi brazo me granjearon todas estas cosas, sino para que te acuerdes del Señor Dios tuyo, por haberte Él mismo dado fuerzas para obrar bien”

Mas, ¿de que sirve combatir bien, si el combate no va seguido de la victoria? ¿Y quién hace victorioso sino Aquél del cual dijo el mismo Apóstol: “Gracias a Dios que nos da la victoria por Nuestro Señor Jesucristo”?

Homilía de San Juan Crisóstomo

Hom. 34 sobre san Mateo

El divino Maestro parece que habla así a los Apóstoles: No os turbéis si, al enviaros en medio de los lobos, os ordeno que seáis como ovejas y palomas.

Sin duda que yo podría obrar de otro modo, podría impedir que padecieseis alguna molestia, y proceder de manera que, en vez de veros expuestos a los lobos como ovejas, fuerais más terribles que leones.

Pero es mejor que las cosas sucedan como yo las he ordenado; porque es el medio de manifestar vuestra virtud y hacer que resplandezca mi poder.

He ahí el sentido en que dirá más tarde a San Pablo: “Bástate mi gracia; porque el poder mío brilla y consigue su fin por medio de la flaqueza. Así, pues, soy yo quien os ha hecho tales”.

Pero consideremos la prudencia que exige. La prudencia misma de la serpiente. La serpiente expone y entrega todo su cuerpo, y aunque haya de dejarse hacer trizas, se cuida muy poco de él, con tal que ponga en salvo la cabeza.

También, tú, para conservar la fe, no vaciles en perderlo todo, aunque hayas de sacrificar tu fortuna, tus miembros, y aun tu misma vida.

La fe es la cabeza y la raíz del cristiano; si la conservas, aunque pierdas todo lo demás, lo recobrarás todo con más gloria.

Así, Jesús no pide ni la sencillez sin la prudencia, ni la prudencia sin la sencillez; las ha unido, queriendo que sus Apóstoles hiciesen de estas dos cosas reunidas una virtud perfecta.

Si quieres saber por los hechos mismos cómo se verifico esto, abre el libro de los Hechos de los Apóstoles, y verás que con frecuencia los judíos se lanzaban como bestias hambrientas contra los Apóstoles; y que los Apóstoles, imitando la sencillez de la paloma, y respondiendo con la humildad conveniente, desarmaron la cólera, apaciguaron el furor y contuvieron el arrebato de aquel pueblo.

Les decían los judíos: “¿No os teníamos prohibido nosotros con mandato formal que enseñaseis en ese nombre?” Y aunque podían obrar una infinidad de milagros, nada dijeron, ni nada hicieron que manifestase acritud.

Por lo contrario, respondieron con extrema suavidad: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”.

En estas palabras has visto la sencillez de la paloma; ve ahora en las palabras que siguen la prudencia de la serpiente: “No podemos callar las cosas que hemos visto y oído”.

De la exposición de San Juan Crisóstomo sobre la Epístola a los Romanos

Hom. 32, Exhortación a la Moral

Ya que el Apóstol Pablo implora en nuestro favor la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, corresponde a nosotros mostrarnos dignos de este patrocinio, de manera que no sólo escuchemos aquí abajo su voz, sino que merezcamos también ver al atleta de Cristo después que hayamos emigrado al otro mundo.

Por otra parte, si escuchamos sus palabras en la tierra, le veremos, ciertamente, en el cielo; y aunque no conseguiremos estar cerca de él, con todo le contemplaremos radiante de gloria, al pie del trono real, allí donde los Querubines ensalzan a Dios y los Serafines levantan el vuelo.

Allí veremos a Pablo, situado al lado de Pedro, a la cabeza de los Santos, dirigiendo sus coros; allí disfrutaremos de su caridad fraterna.

Si durante su vida mortal amó tanto a los hombres, que, a pesar de su deseo de verse libre de los lazos de la carne para vivir en Cristo, escogió, con todo, el permanecer aquí bajo, ¡cuánto más ardiente será la caridad con que nos ama en el cielo! Por causa suya amo yo tanto a Roma.

Dejando aparte los demás motivos que me inducen a alabarla, como son su grandeza, su antigüedad, su belleza, su poderío, sus riquezas y su gloria militar, la proclamo dichosa porque Pablo, durante su vida, mostró tanto afecto a sus habitantes, les instruyó de palabra, y terminó su vida en medio de ellos.

Ellos son quienes poseen sus santos despojos; he ahí lo que principalmente da tanta fama a su ciudad.

Como un cuerpo grande y robusto, posee Roma dos ojos llenos de resplandor, a saber, las reliquias de esos dos Santos.

No brilla el cielo con tanto esplendor cuando el sol envía sus rayos desde la altura, como resplandece la ciudad de Roma con esos dos faros que iluminan al orbe entero.

Desde allí serán arrebatados de este mundo Pedro y Pablo.

Figurémonos llenos de asombro, el espectáculo que presenciará Roma cuando vea de repente a Pablo salir resucitado, junto con Pedro, del fondo de este sepulcro, para ser conducidos por los aires al encuentro del Señor.

¡Oh, que rosa tan hermosa presentará Roma a Cristo! ¡De qué doble corona está adornada esta ciudad! ¡De qué cadenas de oro está ceñida! ¡Qué de fuentes posee! Ello no obstante, yo la admiro, no por el oro que atesora en abundancia, no por sus columnas, ni por la belleza de todas sus demás cosas, sino por esas dos columnas de la Iglesia.

¡Quién me diera poder ahora discurrir en torno del lugar donde reposan los restos de Pablo, besar su sepulcro, contemplar el polvo de aquellos miembros, en los cuales Pablo completaba con sus sufrimientos los tormentos de la Pasión de Jesucristo, llevaba impresas las llagas del Salvador, y difundía por doquier, como una semilla, la predicación del Evangelio!

Sermón de San Juan Crisóstomo

¿Qué gracias os daremos, oh bienaventurados Apóstoles, por tanto como trabajasteis por nosotros? No puedo pensar en ti, oh Pedro, sin que me embargue la admiración, ni tampoco en ti, oh Pablo, sin sentirme arrebatado fuera de mí y derramar lágrimas. Porque al considerar las pruebas que sufristeis no sé qué decir ni cómo expresar lo que siento.

¡Cuántas prisiones santificasteis! ¡Cuántas cadenas honrasteis! ¡Cuántos tormentos padecisteis! ¡Cuántos ultrajes soportasteis! ¡Cuánta alegría y fecundidad comunicasteis a la Iglesia con vuestra predicación! Vuestras lenguas son instrumentos benditos; vuestros miembros se vieron cubiertos de sangre por amor a la santa Iglesia.

Fuisteis en todo imitadores de Jesucristo.

“El sonido de vuestra voz se extendió por toda la tierra, y vuestras palabras hasta los confines del orbe”.

¡Alégrate, oh Pedro!, a quien fue dado disfrutar de la cruz de Jesucristo. Quisiste, en efecto, ser crucificado para asemejarte a tu maestro, mas no con la cabeza levantada, como Él, sino vuelta hacia el suelo, para encaminarte desde la tierra al cielo.

Dichosos los clavos que atravesaron tus santos miembros. Entregaste tu alma con plena confianza en manos del Salvador, porque te habías consagrado asiduamente a su servicio y al de su Esposa la Iglesia, y porque, fiel entre todos los Apóstoles, le amaste con todo el ardor de tu alma.

¡Alégrate también, oh bienaventurado Pablo!, a quien la espada cercenó la cabeza, y cuyas virtudes son superiores a toda ponderación.

¿Cuál fue la espada que atravesó tu santa garganta, este instrumento del Señor que es objeto de la admiración del cielo y de reverencia en la tierra? ¿Cuál fue el lugar que recogió su sangre, aquella sangre que apareció blanca como la leche sobre el vestido del verdugo, y que, aplacando milagrosamente el alma de aquel bárbaro, le convirtió a la fe, junto con sus compañeros?

Sea para mi esa espada a manera de corona, y los clavos de Pedro a manera de piedras preciosas engastadas en una diadema.