VIGESIMOCUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo —el que lee, entiéndalo—, entonces los que estén en Judea, huyan a las montañas; quien se encuentre en la terraza, no baje a recoger las cosas de la casa; quien se encuentre en el campo, no vuelva atrás para tomar su manto. ¡Ay de las que estén encintas y de las que críen en aquel tiempo! Rogad, pues, para que vuestra huida no acontezca en invierno ni en día de sábado. Porque habrá entonces grande tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá más. Y si aquellos días no fueran acortados, nadie se salvaría; mas por razón de los elegidos serán acortados esos días. Si entonces os dicen: “Ved, el Cristo está aquí o allá”, no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aun a los elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! Por tanto, si os dicen: “Está en el desierto”, no salgáis; “está en las bodegas”, no lo creáis. Porque, así como el relámpago sale del Oriente y brilla hasta el Poniente, así será la Parusía del Hijo del Hombre. Allí donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas. Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, y la luna no dará más su fulgor, los astros caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gloria grande. Y enviará sus ángeles con trompeta de sonido grande, y juntarán a los elegidos de Él de los cuatro vientos, de una extremidad del cielo hasta la otra. De la higuera aprended esta semejanza: cuando ya sus ramas se ponen tiernas, y sus hojas brotan, conocéis que está cerca el verano. Así también vosotros cuando veáis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas. En verdad, os digo, que no pasará la generación ésta hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasaran, pero las palabras mías no pasarán ciertamente.
El Evangelio del Vigesimocuarto Domingo de Pentecostés presenta una serie de advertencias de Nuestro Señor sobre lo que sucederá en torno a la Parusía o su Segunda venida:
— Cuando veáis, pues, que la abominación de la desolación está instalada en el lugar santo.
— Habrá entonces grande tribulación, cual no fue desde el principio del mundo hasta ahora ni será.
— Se levantarán falsos cristos y falsos profetas.
— Después de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, y la luna no dará su lumbre, y las estrellas caerán del cielo y las potencias del cielo serán conmovidas.
— Y entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo… y verán al Hijo del hombre que vendrá en las nubes del cielo con gran poder y majestad.
— Cuando vosotros viereis todo esto, sabed que el Hijo del hombre está cerca, a las puertas.
Indicada la Profecía de Daniel, Jesús amonesta a sus discípulos para que presten atención a ella, para que la interpreten según los indicios que les da, y sigan sus consejos.
Sabemos que cuando San Pablo habla del Anticristo, da como señal el sacrilegio religioso: “se sentará en el Templo de Dios haciéndose dios”, es decir, se apoderará de la religión para sus fines, y cesará el sacrificio, aunque permanecerá un simulacro de sacrificio…
Seguirá la gran tribulación, con falsos cristos y falsos profetas; y luego lo detallado en el Sexto Sello del Libro del Apocalipsis, que San Juan describe allí de la siguiente manera:
«Y vi cuando abrió el sexto sello, y se produjo un gran terremoto; y el sol se puso negro como un saco de crin, y la luna entera se puso como sangre, y las estrellas del cielo cayeron a la tierra, como la higuera suelta sus brevas al ser sacudida por un viento fuerte; y el cielo fue cediendo como un rollo que se envuelve, y todas las montañas y las islas fueron removidas de sus asientos; y los reyes de la tierra y los magnates y los jefes militares y los ricos y los fuertes y todo esclavo o libre se ocultaron en las cuevas y en los peñascos de las montañas. Y dicen a las montañas y los peñascos: «Caed sobre nosotros y ocultadnos de la faz de Aquél que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero. Porque ha llegado el Gran Día de la ira de ellos y ¿quién podrá sostenerse?»»
La gran tribulación, las persecuciones contra los justos, es anterior a las catástrofes cósmicas que aquí se anuncian; las cuales, a su vez, preceden inmediatamente a la Parusía, el gran día del furor de Dios.
Todos los Profetas —y San Juan no una sola vez— usan esa simbología cósmica para designar ese día de ira: sol, luna, estrellas, terremotos, montes, cavernas, granizo e inundaciones.
El sol ennegrecido significa la doctrina ofuscada por la herejía y la apostasía. Recordemos que fue anunciado que la Iglesia sería eclipsada… Resulta que ahora, después de sesenta años, algunos advierten el eclipse…
La luna sangrienta indica las falsas doctrinas.
Las estrellas del cielo, tanto en Daniel como en San Juan, designan los doctores de la Iglesia, muchos de los cuales aquí caen.
Los montes e ínsulas, simbolizan los reinos y naciones sacudidos y desplazados.
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En el Oficio Divino o Santo Breviario disponemos de las enseñanzas de dos Padres de la Iglesia, refrendadas por el uso que de ellas hace la Santa Liturgia.
El primer texto es de San Gregorio Magno, en la Lectura del Común de varios Mártires; allí leemos:
Nuestro Señor y Redentor nos anuncia los males venideros de este mundo que ha de perecer, a fin de que tanto menos nos espanten los males que han de venir, cuanto mejor los conozcamos de antemano.
A la verdad, los dardos que son previstos nos causan menos daño; y nosotros encontramos más llevaderos los males del mundo, si su conocimiento previo nos defiende a manera de escudo.
He aquí, pues, que dice: “Cuando oyereis rumor de guerras y sediciones, no os alarméis; es verdad que primero han de acaecer estas cosas, mas no por eso será luego el fin”.
Hemos de meditar estas palabras de Nuestro Redentor, por las cuales nos previene que debemos sufrir males ya interiores ya exteriores.
En efecto, por guerras se entienden los combates contra los enemigos exteriores; y por sediciones, las luchas entre conciudadanos.
Para indicarnos, pues, que seremos combatidos interior y exteriormente, confiesa que sufriremos unas cosas de los enemigos y otras de los hermanos.
Mas, como quiera que el fin no seguirá inmediatamente a los males que sucederán en primer lugar, añade: “Se levantará un pueblo contra otro pueblo, y un reino contra otro reino; y habrá grandes terremotos en varias partes, y pestilencias y hambres, y aparecerán en el cielo cosas espantosas y prodigios extraordinarios”.
La última tribulación irá precedida de muchas otras, y por las calamidades que se sucederán entonces en gran número, se nos indican los males perpetuos que seguirán.
Y por lo mismo, después de las guerras y sediciones no sigue inmediatamente el fin, ya que antes deben seguirse aún muchos otros males, presagio del mal que no tendrá fin.
Pero después de anunciar tantas señales de la perturbación final, conviene que apliquemos brevemente la consideración a cada una de ellas, ya que es necesario que padezcamos unas cosas del cielo, otras de la tierra, de los elementos y de los hombres.
Dice Nuestro Señor: “Se levantará un pueblo contra otro”; he ahí el trastorno proveniente de los hombres.
“Habrá grandes terremotos en diferentes lugares”; he ahí la señal de la cólera divina que se manifestará desde el cielo.
“Vendrán pestilencias”; he ahí la desorganización patentizándose en los cuerpos.
“Vendrán hambres”; he ahí la esterilidad de la tierra.
“Aparecerán señales espantosas y tempestades en el cielo”; he ahí la conmoción del aire.
Por lo mismo que todas las cosas han de acabar, todas sufren perturbaciones antes de acabarse. Y porque en todas las cosas hemos faltado, por todas somos atormentados, a fin de que se cumpla lo que está escrito: “Y pelearán por él todos los elementos contra los insensatos”.
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El segundo texto lo encontramos en la Lectura del Santo Breviario para este 24° Domingo de Pentecostés; allí San Jerónimo se refiere a la abominación desoladora, y enseña así:
La invitación que se nos hace a tratar de comprender (literalmente: Cuando somos provocados a entender), indica que la profecía no carece de misterio.
En efecto, leemos así en Daniel: Y a la mitad de esta semana cesarán el sacrificio y la oblación, y estará en el Templo la abominación de la desolación, y durará la desolación hasta la consumación del tiempo.
De esto habla también el Apóstol: Y el hombre de la iniquidad y el adversario se opondrá a Dios, y se alzará contra todo lo que se llama Dios o se adora, hasta llegar a poner su asiento en el templo de Dios, dando a entender que es Dios. Y vendrá acompañado del poder de Satanás, para hacer perecer e inducir a apartarse de Dios a los que lo acojan.
Todo esto puede entenderse, o simplemente del Anticrislo, o de la imagen del Cesar que Pilatos hizo colocar en el templo, o de la estatua ecuestre de Adriano, que vemos aún hoy emplazada en el mismo Santo de los Santos.
Y como en el Antiguo Testamento la palabra abominación significa ídolo, por esto se añade “abominación de la desolación”, ya que el ídolo fue colocado en el Templo arruinado y destruido.
La “abominación de la desolación” puede significar también toda doctrina perversa.
Si, pues, vemos levantarse el error en el lugar santo, es decir, en la Iglesia, y presentarse como una doctrina divina, debemos huir de la Judea a las montañas, esto es, dejar “la letra que mata” y la perversidad judía, acercándonos a las colinas eternas, desde las cuales hace resplandecer Dios su luz admirable, y mantenernos sobre el techo y sobre la azotea, adonde no pueden llegar los dardos inflamados del demonio; no bajar a recoger nada de la casa de nuestra vida primera, ni ir a buscar lo que está detrás de nosotros; antes bien, sembrar en el campo de las Sagradas Escrituras a fin de recoger sus frutos; finalmente, no entretenernos a recoger una segunda túnica, ya que a los Apóstoles les está prohibido poseerla.
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Con todo, hasta en aquel torbellino de la aplicación de su justicia, deja entrever Dios su misericordia: “Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días”.
A la terribilidad de los signos precursores del Advenimiento del Hijo del hombre, seguirá la magnificencia de su Venida: “Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre”.
Y en medio del universal terror y expectación, “verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad”.
Termina Jesús las terribles predicciones con unas palabras de consuelo y aliento para los suyos: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra redención”.
En cambio, aquellos que no han querido reconocerlo como Creador, Redentor, Profeta, Sacerdote y Rey, sean reyes de la tierra o magnates, sean jefes militares, ricos o fuertes, sean esclavos o libres, se ocultarán en las cuevas y en los peñascos de las montañas; y dirán a las montañas y peñascos: “Caed sobre nosotros y ocultadnos de la faz de Aquel que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero. Porque ha llegado el Gran Día de la ira de ellos, y ¿quién podrá sostenerse?”
Pese a los signos precursores, remotos y próximos, la fecha exacta nadie la conoce, sino el Padre Eterno. Tan ignorado es aquel día, que vendrá de improviso, como vino el diluvio en los días de Noé.
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Sin embargo, los terribles acontecimientos predichos por el Señor en este discurso escatológico reclaman vigilancia asidua; de lo contrario nos encontrará desprevenidos.
Como enseñanza bien práctica para nosotros, debemos tener en claro que la cuestión de los “signos de los tiempos”, o sea la de las señales del Reino Mesiánico, era una controversia bien debatida en la antigüedad, como lo es en nuestros días. Las dos situaciones parecen análogas.
Las ideas que los fariseos se habían forjado sobre el Reino Mesiánico les impidieron verlo venir, y los llevó a la ruina. Imaginemos por un instante lo que aconteció con el rechazo de Jesucristo y luego, más tarde, al no reconocer los signos de la destrucción de Jerusalén…
Las señales valen también para nosotros, para la Segunda Venida; y, si no vigilamos, nos puede pasar exactamente lo mismo que a ellos. ¿Qué sucedería si no distinguiésemos los signos y nos quedásemos al interior de la ciudad antes de que se cierre al sitio?
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Y, sin embargo, ¿qué se dice hoy en día acerca de la Segunda Venida de Nuestro Señor?
Los más grandes doctores y escritores católicos de los últimos dos siglos han vislumbrado el parecido de muchos fenómenos modernos con las “señales” que están en el discurso escatológico y en el Apocalipsis.
Mas la herejía contemporánea cierra los ojos y levanta cortinas de humo. En suma, es un entibiamiento de la fe; que tiene como consecuencia desvirtuar la Sagrada Escritura; lo cual, por otra parte, también está profetizado y constituye otro de los signos precursores del fin del mundo.
Por lo tanto: “Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones… Estad en vela, pues; orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está por venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre”.
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Ahora bien, la toda sociedad, tanto civil como religiosa, está en crisis. Y esta inestabilidad muestra signos de un paroxismo final. A todo nivel, en todos los ámbitos, pueden observarse los signos de un deterioro acelerado, de una decadencia generalizada.
La iglesia conciliar se autodestruye por la vía jerárquica, tanto en su estructura externa como en su identidad interior: es la puesta en práctica de un vasto programa masónico, que cambia sutilmente la religión en un humanismo por medio de la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad, la revolución de la liturgia, la enseñanza catequética perniciosa, las directivas heréticas y subversivas dadas por aquellos que deberían por misión guiar a los fieles en la Fe…
Dada la extraordinaria importancia de la Iglesia para la conservación de la sociedad, desmenuzada aquella, la armazón social cae en ruinas. Y esto es, de hecho, lo que sucede. Es suficiente considerar lo acaecido en los últimos sesenta años en los países que eran oficialmente católicos…, hoy son Estados explícitamente apóstatas… e incluso anticristianos…
Si a todo esto sumamos los trastornos y desastres naturales sin precedentes, la simple visión humana, no cegada por las pasiones o intereses mundanos, indicaría que el fin del mundo no está muy lejano…
Sin embargo, la visión sobrenatural de las cosas nos indica algo muy diferente: todos estos signos, espirituales y materiales, impresionantes y espantosos, no anuncian el fin del mundo, sino tan sólo el fin de un mundo, consumación peor que las que conocieron Noé y Lot…
Y esto principalmente por dos razones:
En primer lugar, porque antes del fin del mundo Dios debe reinar sobre una tierra totalmente renovada y purificada.
Luego, debido a que el fin del mundo es, ante todo, un acto de Dios. Es Dios, y solamente Él, quien se reserva poner un término definitivo al mundo por Él creado.
Ahora bien, tal como se presenta y desarrolla actualmente, el fin del mundo sería un acto del hombre pecador, inspirado y guiado por Satanás.
No obstante, si el fin del mundo no es para mañana, el fin de los tiempos se manifiesta con toda evidencia en nuestras coyunturas históricas…
Con esto se refuta la objeción de los impíos que dicen: “El cristianismo ha fracasado; miren, sino, como está el mundo”.
La respuesta es muy sencilla, y es ésta: “Eso está por verse; pues el mundo aún no ha acabado. Cristo volverá por una segunda vez; no ya a padecer y morir, sino a juzgar y reinar, como hemos visto en la Fiesta de Cristo Rey. Sin esto, su triunfo sobre el mal sería incompleto y el demonio podría decir: «Me habrán vencido en el otro mundo, pero en este mundo he vencido yo». Si este mundo hubiese de durar millares y millares de años en el estado en que se encuentra actualmente, habría que conceder que el Cristianismo ha fracasado. Pero esto no sucederá, pues Jesucristo volverá; y volverá relativamente pronto, tal como Él mismo lo ha prometido.”
El fin de un mundo será, pues, el fin de este mundo lleno de abrojos y espinas; y Dios tiene prometido a los suyos otro mundo, no solamente en el Cielo, sino también aquí en la tierra.
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Soy bien consciente de que se me acusa de catastrofismo, de sembrar el pesimismo y el desánimo, de impulsar a la pasividad, de neutralizar la reconquista y restauración…
A quienes no quieren considerar la situación actual de la sociedad y de la Iglesia a la luz de las profecías evangélicas, paulinas y apocalípticas…; a quienes distraen y desarman a los fieles por medio de un optimismo beato, les respondo que la política del avestruz es muy peligrosa y siempre termina por un desastre mayor que el que se quiere desconocer…
A quienes viven de ilusiones y descuidan los verdaderos signos de los tiempos, les recuerdo que los modernistas, a quienes ellos reconocen como autoridad, niegan el Limbo… y, por lo tanto, no se puede vivir en él…
Si bien Nuestro Señor no nos ha predicho la fecha precisa de su retorno, que nadie conoce, ni siquiera los Ángeles del Cielo; si bien es cierto que la Iglesia prohíbe a los fieles avanzar fechas exactas, porque sólo el Padre la conoce; sin embargo, los cristianos de todos los tiempos tienen el deber de confrontar los signos de su tiempo con los signos dados por Nuestro Señor en el Evangelio para revelar la inminencia de su Segunda Venida.
No hay fecha; pero sí existe un tiempo especificado por Jesucristo.
Aquellos que se niegan a cumplir con este deber, no entienden que se oponen a una exhortación urgente del Evangelio.
Nuestro Salvador, no satisfecho con describirnos los signos que han de preceder su retorno, nos insta firmemente a verificar su cumplimiento con estas palabras: “Cuando veáis todo esto, sabed que el Hijo del hombre está cerca, a las puertas”.
Ahora bien, ¿cómo ver, si voluntariamente se vuelve la cabeza en una dirección opuesta, ya que se ha decidido, con sabiduría humana, que es mejor no ver?
Sin duda, la Iglesia ha prohibido dar fechas exactas; pero no debe concluirse por eso que también se proscribe poner en práctica los consejos de Nuestro Señor respecto de su Segunda Venida.
Basta recordar las significativas declaraciones de los Papas, prácticamente durante un siglo entero, desde Gregorio XVI hasta Pío XII, sobre la proximidad del fin de los tiempos, considerándola como una realidad de su época. No fueron reacios a fundamentar sus apreciaciones sobre los signos dados por Nuestro Señor para hacerlas valer.
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Es muy importante ser conscientes de los tiempos que vivimos; porque no sólo el pasado, sino también el futuro explica el presente: la inminencia de la Parusía explica la magnitud de esta crisis y aporta la esperanza, tan necesaria en nuestros tiempos de calamidades.
Debemos deplorar la indiferencia, la liviandad y hasta el desprecio respecto de la escatología que se encuentran a menudo en la mayoría de los creyentes, muchos de ellos clérigos y religiosos.
Gracias a la Sagrada Escritura, aquello que podría convertirse en desesperación, se torna viva Esperanza.
Conservemos, pues, esta Esperanza en la proximidad del Reino de Cristo, anunciado, precisamente, por las victorias luciferinas en todo el mundo, tanto político como religioso, y por el hecho de esta confusión eclesial sin precedentes.
La escritura es categórica en este punto; San Lucas dice: “Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación… Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca… El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán”…

